Recuérdame por qué te quiero

Natalia Junquera

Fragmento

Milagros es una aldea gallega ubicada al final de un camino de tierra que casi siempre se utiliza para salir. No hay reclamo para entrar, nada que en cualquier otro lugar no sea un poco mejor o se dé en mayor cantidad. Los perros, aburridos, no ladran a los desconocidos, y los únicos motivos de permanencia para sus vecinos son tan insignificantes como unas parcelas diminutas, unas cuantas gallinas y algunas vacas que, como sus dueños, tuvieron la mala suerte de nacer allí. Eso y el compromiso de esperar a los hombres que se despidieron prometiendo volver.

Es muy probable que el censo de animales de Milagros sea superior al de personas, y que el cementerio ocupe más espacio que las casas de los que siguen vivos. Quizá por eso las ausencias terminan adueñándose de todas las conversaciones, incluso las más inocentes, las que empiezan disimuladamente por un «cuánto llueve» o «cómo te va». Y quizá también por eso, una vez al año, en verano, los vecinos se introducen voluntariamente en féretros para celebrar que no están muertos. Son elegidos por sorteo y portados a hombros de sus paisanos. En Milagros no hay médico, pero sí cura, el padre Emilio, y una ermita con la imagen de una Virgen que fue pagada a escote y a plazos. Para amortizar la compra se decidió celebrar esa romería, que resultaría macabra de no ser porque después del paseo en ataúd hay baile, vino y chorizos. Al padre Emilio le parece bien porque le gustan mucho las cuatro cosas: la Virgen, el vino, los chorizos y arrimarse, y no necesariamente en ese orden.

El mar está relativamente cerca, pero muchos no lo han visto. En el puerto, cuando Manuel cogió el barco para ir a Argentina, a Lola no le angustiaba la idea de que no volviera a los tres años, como habían acordado, sino que su marido fuera a atravesar un océano entero sin saber nadar. «Malo será. Si hace falta, aprendo». Y se rieron por primera vez en muchos días.

El único teléfono de Milagros está en el bar, que en realidad era el bajo de la casa de Pepe y Maruxa hasta que un día él escribió con pintura blanca BAR en la pared. Sirve comidas a los viudos y vinos a los casados que, cunca a cunca, van reuniendo la determinación para marchar. El teléfono está al fondo de la barra, entre el cartel de la Compañía Transoceánica Argentina, que promete pasajes a otro mundo, y el último codo, el de Julián. Nadie sabría decir adónde iba antes de que Pepe y Maruxa decidieran diversificar sus ingresos. Siempre está allí y nadie le recuerda en ningún otro sitio. No se había casado y no se le conocía pareja. Tenía una de esas caras comunes que olvidas en cuanto dejas de mirarlas. Quizá había un bigote, probablemente unas gafas. Disponía, eso sí, de tres pantalones, cuatro chaquetas y cinco camisas. Los lunes se ponía la blanca; los martes, la azul; los miércoles, la verde; los jueves, la marrón; los viernes, la negra, y así sucesivamente. Era tan disciplinado con sus costumbres que resultaba más fiable que muchos calendarios. Podías saber qué día de la semana era tan solo asomándote al bar.

Pepe tiene dos cuadernos: uno para anotar lo que le deben los clientes, pese al cartel de NO SE FÍA que Maruxa le hizo colgar en la puerta, y otro para el alquiler del teléfono. Hay varias tarifas. Se paga por recibir llamadas y por hacerlas, con distintos costes según el país. Llamar a Alemania es más caro que llamar a México porque a Pepe le pareció que, como hablaban otro idioma, estaba más lejos —y nadie le corrigió—. Hay que reservar la hora de la llamada por adelantado —lo que anota en el cuaderno— y en este caso Pepe no fía —«Entiéndeme, es que perdería dinero»—. Las únicas llamadas gratis son al médico, que vive a veinte kilómetros.

La primera vez que Lola utilizó el teléfono fue casi un mes después de ver a su marido subirse al Juan de Garay. Se dirigió al bar a la hora acordada con Manuel, y abonada a Pepe, con bastante ilusión y mucha presión, decidida a quitarse de encima un peso que le había impedido dormir del tirón desde entonces: no estaba nada satisfecha con su última conversación. Al llegar a casa después de despedirse, le pareció que no había utilizado bien esos últimos minutos en el puerto. Tendría que haber sido más romántica, dejar en el aire una frase capaz de sobrevivir tres años, el tiempo que él iba a estar fuera, y haberle dado un beso igual de duradero, pero en lugar de eso introdujo en la cabeza de su marido un pensamiento horrible que hasta entonces él no tenía: la muerte por ahogamiento. Estaba convencida de que su último contacto físico, ese que tendría que apartar a la competencia durante tres inviernos, había sido precipitado y sin lengua. Esto último ya no tenía remedio, pero Lola se presentó en el bar dispuesta a arreglar el desastre de la despedida como fuera y con su mejor vestido.

Pensaba que ahora sería más fácil. No estaban tan nerviosos como el día del puerto. Manuel no había pegado ojo en toda la noche. Lola fue incapaz de desayunar —«Es como si tuviera un tractor atravesado en la garganta»—. Luego le pareció que también había elegido mal la ropa porque, aunque barajó varias opciones, al final fue práctica, pensó que igual hacía frío, y fue ese último pensamiento el que determinó cada prenda: un jersey viejo lleno de bolitas tozudas y una falda de franela. Tendría que haberse puesto el vestido que le gustaba a Manuel, el que ya no utilizaba porque le quedaba algo justo. «Como salte el botón, puedo sacarle un ojo a alguien», solía decirle. Esa imagen sí podría haber sobrevivido un tiempo. Trató de disculparse. Y de disculparlo. Porque no solo ella había estado torpe. Es cierto que Lola no dejó ninguna frase para la historia, ni le dio uno de esos besos que salen antes del «The End» de las películas. Pero él tampoco. De repente, allí, en el puerto, lo vio pequeño. Parecía un adolescente tímido, y creyó imposible que aquel hombre asustado, su marido, fuera capaz de ejecutar en la otra punta del mundo los planes que habían diseñado al milímetro durante meses, los que necesitaron para reunir el dinero del billete. Estaban nerviosos y había demasiado ruido. El muelle era una alfombra humana, como si Galicia entera hubiese decidido abandonarla al mismo tiempo. Unos gaiteiros tocaban entre la multitud, quizá para disimular los sonidos de las despedidas. Un cura confesaba in situ a los viajeros antes de enviarlos a otro mundo. Junto a Lola y Manuel, un padre arrimaba a su cintura la carita de un niño; los dos lloraban desconsolados al ver a sus familiares subir al barco. Otra mujer trataba de guardar la compostura apretando la mano de un pequeño que por primera vez se hacía preguntas sobre el tiempo. Seguramente pensó: «¿Cuánto hace falta para que se olviden de ti?». Lo que dijo fue: «¿Estarás aquí para mi cumpleaños?». El mundo se paró un rato a esperar aquella respuesta, pero el padre de la criatura, sabiendo que cualquiera de las que se le ocurrían provocarían más preguntas o llantos, por no mentir al pequeño, lo abrazó. Ninguno de ellos lo vio, pero en aquella alfombra de hombres, mujeres y niños que iba

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