En cada latido

Alejandro Ordóñez

Fragmento

Título

—¿Qué haces? —preguntó Luis entrando en la cocina.

—Nada, escribiendo —respondí dándole un pequeño sorbo al café que me había preparado hacía un rato y con el que, cómo no, ya me había quemado dos veces la lengua por impaciente.

—¿No te cansas de perder el tiempo con ese diario?

Puse los ojos en blanco.

—Y tú, ¿no te cansas de meterte en lo que no te importa? —me tenía bastante harta ya con ese tema.

Éramos novios desde hacía cinco años. Las cosas no estaban demasiado bien entre nosotros. Quizá nos mudamos a vivir juntos demasiado pronto. No lo sé, en ese momento me irritaba hasta que respirara.

—No es eso… —levantó ambas manos en señal de paz antes de pasarlas por su cabello castaño—. Es solo que no sé por qué ahora de repente te ha dado por escribir un diario.

—No es un diario, ya te lo he explicado muchas veces. Es…

—Sí, sí… “un lugar donde expresar lo que llevas dentro” —se burló él.

No quise responder. Miré por la ventana, que daba a un patio interior, como si fuera a ver algo diferente a la pared del edificio de enfrente. Aun así, cualquier cosa era mejor que mirarlo a él.

Sí, era guapo. Eso fue lo primero que me gustó de Luis. Media metro ochenta y era el típico hombre que las mujeres miran dos veces siempre. Sus dientes, blancos como la nieve, completaban un rostro algo redondo que siempre me resultó muy atractivo. Sin embargo, con el tiempo aprendes que la belleza no es lo que te mantiene junto a una persona. A veces te ciegas con una sonrisa y no eres capaz de ver lo estúpido que puede llegar a ser alguien. Y Luis, pese a ser abogado, últimamente estaba demostrando tener muy pocas neuronas.

—Perdona —dijo él, como queriendo así evitar el resto de la discusión—, empecemos de nuevo: buenos días.

—Hola —respondí secamente viendo cómo se sentaba a mi lado en la única silla de madera que había sobrevivido a los dueños anteriores de aquel departamento. Una especie de reliquia que había intentado limpiar en repetidas ocasiones y que seguía estando tan negra como el primer día que nos mudamos a aquella casa.

Todavía lo recuerdo. Habíamos decidido vivir juntos a pesar de que a todo el mundo le pareció una locura. Apenas llevábamos medio año de novios y, por los trabajos de ambos, casi no nos veíamos. Por eso pensamos que mudarnos juntos nos ayudaría a compartir muchos más momentos. Y sí, al principio todo fue maravilloso. El primer día Luis quiso que cruzara la puerta principal subida en sus brazos. Su metro ochenta casi no entraba a través del marco cargando conmigo. Nos reímos cuando tropezó y terminamos estrellando los huesos en el suelo del antiguo piso de madera.

No era un departamento muy grande. Es lo que ofrece la Ciudad de México: rentas altas, y, casi siempre, espacios pequeños y viejos. Solo teníamos una habitación, cocina, baño y una pequeña sala en la que habíamos colocado una televisión que nunca veíamos.

Las primeras semanas apenas salimos de la cama, solo íbamos a trabajar. Recuerdo que despertar a su lado era una de mis cosas favoritas de la vida. Observarlo despertar, con su cabello largo enredado en su rostro, su nariz aguileña asomando justo encima de unos hermosos labios, me tenía loca.

Después pasaron los meses, los años, y la rutina empezó a devorarnos. Dejamos de platicar lo de antes, incluso a veces empezamos a evitarnos para encontrar momentos de privacidad y descanso. Nada raro. Seguíamos amándonos, creo, pero los dos necesitábamos espacio.

—Hoy voy a llegar muy tarde del despacho —comentó Luis, trayéndome de regreso al presente—. Tenemos un caso importante la próxima semana y, como es viernes, vamos a aprovechar que mañana no tenemos que trabajar para descansar todas las horas extra que hagamos hoy.

—Claro, perfecto —respondí algo molesta.

Su ausencia se estaba volviendo algo habitual. Di otro sorbo al café, volví a quemarme. Un agradable aroma llegó a mis fosas nasales, más allá del fuerte olor de la bebida: noté que Luis se había perfumado. Podía reconocer ese perfume en cualquier lugar, yo se lo regalé y me encantaba.

—¿Por qué te has puesto tan guapo hoy? —pregunté, curiosa.

Iba de traje, como siempre, pero se había rasurado y peinado como antes, cuando todavía me invitaba a cenar.

—Pues… solo quería verme bien, no sé —respondió restándole importancia al asunto.

—Ya…

Suspiró, se levantó y se acercó hasta mí.

—¿Estamos bien? —preguntó.

—De maravilla —mentí.

Suspiró de nuevo, se acercó a besarme en la frente y salió de la cocina. Lo último que escuché antes de quedarme sola de nuevo fue la puerta exterior cerrarse con un golpe.

No siempre eran así nuestras mañanas, también había días mejores. Sin embargo, aquella semana había sido especialmente… irritante, para ambos. En definitiva necesitaba ser rica para poder tener una casa gigante y no ese minilugar rodeado de edificios, vehículos, contaminación y mucho, mucho ruido.

La Ciudad de México es un monstruo, uno gigantesco que solo duerme bien entrada la noche y que madruga más que el sol. Ríos de coches surcan las maltrechas calles de lo que, no hace demasiado tiempo, era una ciudad completamente diferente.

Ahora, parece que todos viven aquí. Y me gusta, en parte, sentir que estoy rodeada de tantas personas, de tantas historias. Fue uno de los motivos por los que estudié Periodismo: poder llegar a la gente, conocer sus vidas y tocarlas durante un breve instante para plasmarlas por siempre en papel antes de ver cómo se alejan corriente abajo, rumbo a todo lo que está por sucederles, a un futuro incierto del que nada sé, pero que puedo imaginar gracias a lo que me cuentan de su pasado.

Me encanta escribir. De hecho, el diario es algo nuevo… ¡No! Ya lo estoy llamando diario también yo. No, no escribo en él todos los días ni le digo “querido diario”. Es más una especie de “blog online”, pero en papel y que escribo solo para mí. Jamás verá la luz del sol.

Luis parecía haberla tomado contra él; sospecho que piensa que escribo sobre todo lo que no me gusta de él y que eso lo hace sentir vulnerable, aunque no tenga demasiado sentido. Sin saber muy bien cómo, un día empecé a escribir, porque sentía que me había perdido, que no estaba viviendo la vida que debería estar viviendo. Y sí, en parte escribo sobre él, sobre nosotros, pero siempre desde mis sentimientos. Me sirve para conocerme un poco más.

“Mierda, ya son las siete”, pensé, saliendo del trance en el que me encontraba.

Fui al baño para empezar a prepararme. Como toda mujer moderna, mi cuento de hadas incluye un mal pagado trabajo de tiempo completo que sobrevalora la puntualidad y aumenta mis niveles de estrés día con día.

Me miré en el espejo colocado en la pared exactamente a 158 centímetros, mi altura. Soy pequeña, pe

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