La mansión de los secretos

Ned Vizzini
Chris Columbus

Fragmento

LaMansionSecretos-1.xhtml

1

Brendan Walker intuía que la casa no iba a ser de su agrado.

La primera señal fue el excesivo entusiasmo con que Diane Dobson, la mujer de la inmobiliaria, se dirigió a su madre.

—Es la casa más asombrosa que os podáis imaginar, de verdad —trinó Diane por el altavoz—. Es el lugar perfecto para una familia sofisticada como la vuestra. Y justo acaban de hacerle una rebaja considerable.

—¿Dónde queda? —preguntó Brendan.

Tenía doce años e iba sentado al lado de su hermana mayor, Cordelia, jugando al Uncharted en su adorada PSP. Vestía su camiseta de lacrosse favorita, azul aunque manchada de hierba, vaqueros rasgados y deportivas altas bastante deterioradas.

—Perdona, ¿quién ha preguntado eso? —dijo Diane desde el iPhone situado en el salpicadero del coche.

—Nuestro hijo Brendan —respondió el doctor Walker—. Hemos puesto el altavoz.

—Vaya, estoy hablando con toda la familia. ¡Mucho gusto! Bueno, Brendan —dijo Diane como si esperara ser felicitada por recordar el nombre—, la casa se encuentra en el número 128 de la avenida del Acantilado Marino, en medio de una impresionante serie de residencias propiedad de prominentes ciudadanos de San Francisco.

—¿Como jugadores de béisbol y de fútbol americano? —preguntó Brendan.

—Más bien directores ejecutivos y banqueros —lo corrigió Diane.

—¡Pegadme un tiro!

—¡Bren! —lo riñó su madre.

—No pensarás lo mismo cuando hayas visto la casa —dijo Diane—. Es encantadora, rústica, toda en madera, una verdadera joya…

—¡Espera, espera! —la interrumpió Cordelia—. Repite eso.

—¿Y ahora con quién estoy hablando? —preguntó Diane.

—Es nuestra hija Cordelia —informó la señora Walker—. La mayor.

—¡Qué nombre tan bonito!

«No me digas», quiso replicar Cordelia, pero siendo la hermana mayor tenía más tacto que Brendan. Era una chica alta y menuda que ocultaba los delicados rasgos de su rostro bajo un flequillo rubio.

—Verás, Diane, estamos buscando una nueva casa desde hace un mes y en este tiempo he aprendido que los agentes inmobiliarios habláis en una especie de «lenguaje en clave» —dijo Cordelia.

—Seguro que no sé a qué te refieres.

—Perdón, pero ¿qué quiere decir con «seguro que no sé»? —intervino Eleanor. Tenía ocho años, vista de lince y una nariz pequeña y fina. Su pelo era largo y rizado, del mismo color que el de su hermana y en ocasiones, cuando había tenido un día intrépido, solía contener restos de hojas y resina. Eleanor solía ser una niña callada, salvo en los momentos en que, precisamente, se suponía que debía estar callada, que era lo que a Brendan y Cordelia más les gustaba de ella—. ¿Cómo puede estar segura de que no sabe si no lo sabe?

Cordelia aprobó la intervención de su hermana asintiendo con la cabeza y continuó:

—Lo que quiero decir, Diane, es que cuando los agentes inmobiliarios dicen «encantador» quieren decir «pequeño». Cuando dicen «rústico» quieren decir «situado en un hábitat para osos». «Toda en madera» significa «infestada de termitas»… Y «joya», no sé, supongo que debe significar «con okupas».

—Delia, deja de decir tonterías —gruñó Brendan sin despegarse de la pantalla de la consola, irritado por no haber pensado antes en ese argumento.

Cordelia entornó los ojos y continuó:

—Diane, ¿estás a punto de mostrarnos una casa pequeña, okupada, infestada de termitas y situada en un hábitat para osos?

Diane suspiró a través del altavoz:

—¿Cuántos años tiene Cordelia?

—Quince —respondieron a la vez el doctor y la señora Walker.

—Parece que tuviera treinta y cinco.

—¿Por qué? —dijo Cordelia—. ¿Acaso porque estoy haciendo las preguntas pertinentes?

Brendan estiró el brazo desde el asiento trasero y puso fin a la llamada.

—¡Brendan! ¿Qué haces? —chilló su madre.

—Solo trato de ahorrarnos más vergüenzas.

—Pero la señorita Dobson iba a hablarnos de la casa…

—Ya sabemos cómo es la casa: como todas las casas que podemos permitirnos, mala.

—Estoy de acuerdo —dijo Cordelia—. Y bien sabéis cuánto me duele estar de acuerdo con Bren.

—Te encanta estar de acuerdo conmigo porque así sabes que tienes razón —farfulló el chico.

Cordelia rio, lo que hizo sonreír a Brendan a su pesar.

—Buena, Bren —dijo Eleanor y le revolvió el pelo.

—Chicos, intentemos ser optimistas —terció el doctor Walker—. La avenida Acantilado Marino es la avenida Acantilado Marino. Tendremos vistas al Golden Gate. Yo quiero verla y quiero saber cuánto significa eso de «rebaja considerable». ¿Cuál es la dirección?

—Número 128 —dijo Brendan sin alzar la cabeza.

El chico tenía una espeluznante habilidad para recordar cosas, resultado de memorizar jugadas deportivas y trampas para videojuegos. Sus padres bromeaban diciendo que gracias a ello terminaría siendo abogado (y porque era muy bueno discutiendo), pero Brendan no quería estudiar Derecho. Quería ser jugador de béisbol, con los Gigantes, o de fútbol americano, con los 49ers, los equipos de San Francisco.

—¿Puedes buscarla en Google Maps? —pidió el doctor Walker pasándole el móvil a Brendan sin dejar de conducir.

—Estoy jugando, papá.

—¿Y?

—No puedo parar ahora.

—¿Es que no hay un botón de pausa? —preguntó Cordelia.

—Nadie te está hablando, Delia —dijo Brendan—. ¿Es que no podéis dejarme en paz, por favor?

—Si vivir con la cabeza enterrada en tus estúpidos juegos es estar en paz… —repuso Cordelia—. Y cuando no son los videojuegos son tus entrenamientos de lacrosse, que no te dejan cenar con nosotros. Y tampoco quieres salir de paseo… Es como si no quisieras formar parte de esta familia.

—Eres una genia —dijo Brendan—. Acabas de descubrir mi secreto.

Eleanor se abalanzó sobre el teléfono e introdujo la dirección (pero al revés, primero el número y luego la calle). Cordelia tenía una réplica desagradable para Brendan, pero recordó que él estaba en esa etapa «difícil» para los chicos, la etapa en la que se supone que debes decir cosas horriblemente sarcásticas por el simple hecho de verte desgarbado.

El verdadero problema era la casa. Algo que para entonces sospechaba incluso Eleanor. Iba a ser lo suficientemente vieja como para que alguien hubiera muerto dentro. Se caería a pedazos y tendría los postigos torcidos y una gruesa capa de polvo y un árbol demasiado crecido en la parte delantera y vecinos fisgones que espiarían a los Walker y susurrarían: «Vaya, he aquí a los imbéciles que finalmente van a comprar esa cosa».

Pero ¿qué podían hacer ellos? A los ocho, doce y quince años, Eleanor, Brendan y Cordelia estaban absolutamente convencidos de estar en la peor de las edades, la más impotente e injusta.

De modo que Brendan siguió con la consola, Cordelia se

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Product added to wishlist