CAPÍTULO 1
Alex
No hay ni una sola persona en toda la sala que no esté mirando a Natalie Ramirez.
El hípster que tiene una cerveza IPA en la mano, agarrada como si fuese su primogénito; la chica con una camiseta descolorida de Nirvana que grita Urban Outfitters; Brendan, el camarero, que está tan distraído que no se ha dado cuenta de que acaba de servir no una, sino dos copas de ron con Coca-Cola. Todos ellos tienen la mirada pegada al escenario.
Termino de limpiar unas manchas de condensación que los vasos han dejado sobre la barra, me echo el trapo blanco al hombro y estiro el cuello para ver mejor por encima del océano de gente.
Las luces del escenario arrojan un extraño resplandor púrpura. Sombras de color lila y violeta le delinean el rostro, y la melena larga y negra resplandece, envuelta en un aura bermellón oscuro. Observo cómo sus manos suben y bajan por el mástil de la guitarra sin que ella ni siquiera les eche un vistazo; tiene todos los trastes memorizados, el tacto de las cuerdas grabado en las yemas de los dedos.
Porque, aunque todas las miradas estén puestas sobre ella, Natalie Ramirez solo tiene ojos para mí.
Me dedica una sonrisa discreta y cómplice, la misma que me provocó un estallido de mariposas en el estómago hace cinco meses, cuando su banda actuó por primera vez en el Tilted Rabbit. Fue la mejor actuación que vi en los tres años que llevaba trabajando allí. Al ser una pequeña sala local, hemos contado con la presencia de una cantidad nada desdeñable de proyectos de Alanis Morissette y de bandas todoterreno que tocan versiones de otros. La semana pasada tuvimos a un tipo que se creía que estaba en Neutral Milk Hotel y se pasó una hora entera tocando la sierra musical. El sonido era tan chirriante que los únicos que no abandonaron el edificio fueron su novia y mis compañeros de trabajo.
Si soy sincera, entre la música de dudoso gusto, las horas intempestivas y el sueldo, que tampoco es ideal, los empleados no duran mucho. Yo lo habría dejado hace siglos, pero mi madre necesita dinero para el alquiler. Y yo también, ahora que me voy a la universidad.
Y supongo que no está tan mal. Porque si lo hubiese dejado, no habría estado aquí esa noche hace cinco meses y ahora tampoco estaría aquí, mirando a Natalie Ramirez a los ojos desde detrás de la barra. De repente, caigo en la cuenta de que esta es la última vez que la oiré tocar en una buena temporada y se me cae el alma a los pies. Intento apartar esa sensación, pero no lo consigo. Me acompaña mientras me despido de mis compañeros de trabajo, ese grupo de gente dispar que me permite estudiar en el bar las noches de entre semana, mientras espero a que Natalie se tome unas copas a modo de celebración en el backstage antes de que su banda empiece su primera gira la semana que viene y también cuando las dos nos vamos para pasar mi última noche aquí en casa tal como quiero pasarla.
Con ella.
Cuando apenas hemos cruzado el umbral de su diminuto apartamento de Manayunk, empieza a besarme. Los labios le saben a la pizza cuatro quesos y a la cerveza caliente que toma después de cada concierto. Con movimientos acelerados, nos desprendemos de las Converse de una patada y ella desliza las manos por mi cintura a la velocidad de la luz. Me quita la camiseta negra mientras vamos tropezándonos por el espacio al que escapó el año pasado después de graduarse en el Central High, el instituto público que hay al otro lado de la ciudad.
Este piso también ha sido mi vía de escape este verano, así que nos conduzco a su habitación a través de los suelos de parquet gastado, esquivando sin esfuerzo los instrumentos de sus compañeros de la banda, las partituras y los zapatos desperdigados. Los muelles del colchón gimen cuando nos dejamos caer entre sus sábanas arrugadas y la puerta se cierra detrás de nosotras con un clic.
El momento no podría estar más vivo, no podría ser más perfecto, pero sigo notando esa sensación en el pecho, como un peso ineludible. Me resulta imposible no pensar en el autobús que mañana por la mañana me llevará a la universidad, ignorar el hormigueo y los nervios que me provoca pensar en dejar el lugar donde he vivido toda la vida. En mi madre, que está en la otra punta de la ciudad y probablemente ya se haya bebido más de medio litro de tequila después de pasarse la tarde haciendo que me sienta culpable por «abandonarla», tal como nos abandonó papá.
Sin embargo, lo más importante es que quiero mantener la conversación que he estado evitando. Quiero decirle que quiero seguir con esta relación a distancia.
Me concentro en el tacto de la piel de Natalie bajo las yemas de mis dedos, en su cuerpo presionado contra el mío, e intento aunar el coraje de apartarme y atreverme por fin a hablar, pero entonces ella susurra suavemente contra mis labios:
—Te quiero.
La acerco más a mí; estoy tan perdida en ella que apenas comprendo lo que acaba de decir. Tan perdida en las palabras que tanto me cuesta encontrar que casi repito las mismas que Natalie.
Más que casi. Mi boca empieza a formarlas:
—Te quie...
¡Un momento!
Abro los ojos de golpe. El corazón me da un vuelco y me aparto de ella al instante. Esas dos palabras me recuerdan un sinfín de momentos muy muy distintos de este.
Platos que volaban, gritos. Mi padre inclinándose y diciendo «Te quiero» antes de meterse en el coche y marcharse para siempre, hacia una nueva vida.
Una nueva vida sin mí. Jamás volví a verlo ni a saber de él.
No puedo repetir esas palabras ahora. No así. No cuando soy yo la que se va.
Veo la pregunta en su rostro iluminado por la luz amarilla de la farola que hay tras su ventana, así que, para disfrazar lo repentino de mi movimiento, alargo una mano y le acaricio el tirante negro del sujetador.
—Te... Esto... Te quería decir que me ha encantado el tema nuevo que habéis tocado esta noche —musito, intentando tapar las palabras que casi salen de mi boca. La beso de nuevo, esta vez con más fuerza. Es la clase de beso que suele poner fin a cualquier conversación. Sin embargo, sus palabras se quedan flotando entre las dos, como una niebla espesa.
—Alex —me interrumpe, apartando sus labios de los míos. Estudia mi rostro; sus ojos están buscando algo.
—Dime —contesto. Evito su mirada; bajo la vista hacia sus dedos, entrelazados con los míos, me fijo en la pintura negra descascarillada de sus uñas.
—A veces... —Exhala un largo suspiro—. A veces me pregunto qué significa esto para ti exactamente.
Me aparto y la miro con los ojos entornados. La miro a los ojos, por fin.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que mi banda se va de gira. Que tú te vas mañana a la universidad. Vas a estar en Pittsburgh, en el quinto pino —responde. Se incorpora y se recoge la melena negra en un moño, señal de que el momento se nos está escapando entre los dedos. Y rápido.
Se hace un largo silencio. Me doy cuenta de que sigue buscando, sigue esperando a que diga lo que quiere oír.
—Es nuestra última noche juntas y quiero saber qué somos. Si significo algo para ti. Que vamos a tener una relación a distancia y que no pasarás de mí y empezarás a verte con otras personas. Que no soy solo...
¡Sí!
—Natalie... —Me acerco a ella—. Precisamente quería hablar contigo sobre esto. Yo...
Mi móvil vibra con fuerza en las sábanas blancas que hay bajo nosotras y la pantalla se ilumina, mostrando un mensaje de Megan Baker lleno de emojis que guiñan el ojo y la siguiente frase: «¡Llámame cuando vuelvas por aquí!».
Natalie cierra los ojos con fuerza. Está enfadada, como si acabara de encontrar la respuesta que buscaba y no fuera la que quería.
—¿Megan Baker? ¿Esa chica que toca el triángulo en la banda de versiones de Fleetwood Mac? ¿En serio, Alex?
—Natalie. —Alargo un brazo hacia ella—. Vamos, escúchame, no es...
—No —contesta. Me aparta las manos y se pone de pie con la mandíbula apretada. Veo que le brillan los ojos color avellana, que las lágrimas amenazan con brotar de las comisuras—. Esto es... típico. Muy típico de ti. ¡Joder! Intento acercarme y me sales con estas. Hace cinco meses que salimos juntas, cinco meses, y no he podido confiar en ti ni uno solo de ellos.
—¡Natalie, por favor! Ya hemos hablado de esto. Tuve... tres citas. Cuatro como máximo. Y pensaba que lo nuestro se había terminado. Pensaba que se había estropeado todo. —Bajo las piernas de la cama y me levanto. Todo esto me resulta muy familiar; es justo lo que no quería que sucediera esta noche—. Y solo una fue con Megan. ¡No significa nada para mí!
—¿Cómo voy a confiar en ti cuando vivas en Pittsburgh si recibes este tipo de mensajes cuando estamos en la misma ciudad? —pregunta fulminándome con la mirada.
—¿Qué clase de mensajes? —Resoplo y le enseño el teléfono—. Me deseó un buen viaje y me limité a darle las gracias. Ahora ha sido ella la que...
—¡Admítelo de una vez, Alex! Para ti, es imposible mantener una conversación con alguien sin tontear. Te he visto antes, hablando con esa chica en la barra durante mi concierto. Esta es la razón por la que el mes pasado, cuando te pedí que cambiaras tus planes y vinieras de gira con nosotros, dijiste que no. Por la que has evitado cualquier conversación sobre qué va a pasar cuando te vayas. Prefieres ir por ahí coqueteando en Pittsburgh que tener una conexión real. —Niega con la cabeza y aparta la vista hacia la ventana. Con la voz rota, añade—: Nunca me has elegido a mí. Nunca te has implicado en esto de verdad.
Me anega una familiar oleada de culpa por esas citas a las que fui cuando empezábamos a salir juntas, y por las veces que quizá haya cruzado la línea que separa charlar de coquetear en el Tilted Rabbit.
Pero sí me he implicado. No salí con nadie así en todos los años de instituto. Nunca tuve ningún compromiso porque... Bueno, porque no quería que nadie supiera la verdad. Que conociera la parte de mí que mantengo oculta: una familia desestructurada y una madre que está siempre tan borracha que no puede ni cuidar de sí misma, y aún menos de mí.
Pero con Natalie es diferente.
Ha sido diferente desde que intentó sorprenderme con comida para llevar después de nuestra primera cita y se encontró a mi madre inconsciente en el porche. Después de eso, estuve dos semanas sin contestar a sus mensajes por vergüenza y empecé a salir con otras chicas, convencida de que no querría quedarse conmigo después de ver eso, pero... Ella no se rindió. Es la única persona que se ha acercado a mí lo bastante para saber la verdad y se ha quedado conmigo de todos modos, pese a la mochila emocional que llevo encima.
Sin embargo, ahora me habla con frialdad. Marcando las distancias.
—Quizá tengas la agenda llena de contactos, pero al final, sin mí, no tienes a nadie. Estás sola.
Estoy desconcertada. No es la primera vez que discutimos, pero nunca la había visto así.
—¿Sola? Eso es ridículo.
—¿Seguro? Amigos, relaciones... Apartas a todo el mundo en cuanto intentan acercarse un poco. ¡Es un milagro que yo siga estando a tu lado! Llevamos juntas cinco meses y no he conocido a ninguno de tus amigos, solo a tus antiguos rollos. Porque es lo único que tienes, Alex. ¡No tienes ningún amigo! —Se vuelve para mirarme—. Yo estoy aquí, y me importas. Te he apoyado con toda la mierda de tu madre cuando nadie más lo habría hecho. Has estado a punto de decirme que tú también me quieres, Alex. Me he dado cuenta. Pero te has interrumpido. ¿Por qué?
—No... No lo sé. Solo...
Me cuesta encontrar las palabras. No sé cómo decirle que ha sido porque era incluso más de lo que esperaba.
—Muy bien, Alex —continúa, cruzándose de brazos—. Te voy a dar otra oportunidad. Dime lo que sientes. Dime que tú también me quieres.
Me tiene arrinconada y lo sabe. ¿Por qué me está haciendo esto?
—Mira, Natalie, yo...
Mi voz se apaga hasta que reina el silencio.
—Increíble. —Natalie niega con la cabeza—. A veces pienso que es muy posible que termines igual que tu madre.
Me quedo allí plantada, perpleja. Sabe muy bien, mejor que nadie, que eso ha sido un golpe bajo. Que no hay nada en el mundo que me asuste más que eso.
Trato de recomponerme, pero la habitación me parece cada vez más pequeña. Noto una opresión en el pecho al intentar respirar; un sinfín de recuerdos suben a la superficie: mis padres, gritándose el uno al otro desde un extremo de la casa; el sonido del cristal al romperse en mil pedazos; el parachoques negro del coche de mi padre perdiéndose en la distancia...
Y, por primera vez en cinco meses, siento la necesidad de salir corriendo, como me ha pasado siempre.
Cojo mi camiseta y, furiosa, me la vuelvo a poner.
—Te crees que lo sabes todo, ¿no? ¿Quieres que te diga cómo me siento, Natalie? —le espeto, dejando que la ira y el miedo hiervan hasta salir a la superficie—. Siento que no me conoces una mierda.
—¿Y quién tiene la culpa?
Nos quedamos mirándonos unos instantes; su pecho sube y baja con violencia, las líneas de sus clavículas se endurecen.
—Lárgate —me pide al final, en voz baja.
Ni siquiera me resisto.
—Lo haré encantada —contesto; una sonrisa se me dibuja en la cara, como si no me importara. El gesto me resulta familiar y lo odio.
Paso por su lado al ir hacia la puerta de la habitación, recojo mi mochila y me la echo al hombro mientras meto los pies en los zapatos con furia. La parte de atrás se dobla y queda atrapada debajo de mi talón, así que muevo el tobillo bruscamente para enderezarla mientras abro la puerta del apartamento.
La fulmino con la mirada una última vez antes de coger la maleta. Ya no queda nada de la media sonrisa que me ha dedicado esta noche en el escenario; las mariposas que se me despertaron hace cinco meses y que revolotean cada vez que la veo tocar han sido aplastadas. Entonces, con toda la fuerza que puedo reunir, la suficiente para cabrear a la vieja señora Hampshire, que vive dos plantas más abajo, cierro de un portazo.
Bajo corriendo los escalones desiguales, dando golpes con la maleta. La cabeza me da vueltas. Abro la puerta de un empujón y salgo a la calle, intentando calmarme, pero el aire cálido de finales de agosto no hace sino enfadarme más. Estamos en mitad de la noche y la temperatura sigue sin bajar.
Recorro furiosa la manzana y doblo la esquina, donde estoy a punto de chocarme contra un grupo de gente que va de bar en bar, y entro en la calle principal, un galimatías de caras, formas y colores. Miro a un lado y bajo el ritmo al ver la pequeña cafetería donde tuvimos nuestra primera cita, en la que hablamos sobre su banda, los Cereal Killers, mi graduación y nuestros sitios preferidos de la ciudad. Al lado de la cafetería está el restaurante donde cada sábado nos sentábamos en la mesa de la esquina y nos robábamos besos entre bocado y bocado de unas tortitas más grandes que nuestras cabezas.
Habríamos ido también mañana antes de que me marchase, pero ahora...
Agacho la cabeza y aparto la vista. La ira desaparece y da lugar a otra sensación: la pérdida. La pérdida de esos sábados de tortitas, de la noche que podríamos haber tenido y de la chica que se quedó a mi lado pese a haber visto lo peor de mí. Aunque me lo acabe de echar en cara.
Cuando llego a la estación de tren, mi pecho sube y baja rápidamente. Me dejo caer en un banco y saco el teléfono. La pantalla se ilumina y me muestra que solo es la una de la madrugada.
¿La una? Mierda. Mi autobús no sale hasta las ocho.
Y a casa no puedo ir. No puedo pasar una noche más levantando a mi madre del suelo mientras me reprocha que vaya a marcharme. Si vuelvo, me da miedo no conseguir irme jamás.
¿Dónde narices voy a pasar la...?
Mi mirada se detiene sobre el mensaje de Megan.
Supongo que merece la pena intentarlo. Va a empezar el segundo año en la universidad de Temple y su residencia está bastante cerca de la estación de autobuses. Toco la notificación y luego el botón de llamada, y espero conteniendo el aliento.
—¿Sí?
—Hola, Megan —la saludo, aliviada porque haya contestado—. ¿Puedo ir a tu casa?
—Oh —dice, cambiando la voz de forma casi imperceptible—. Me encantaría que... te vinieras a mi casa.
Me estremezco. Por Dios. No me extraña que Natalie se enfadara porque saliera con ella un día.
—Hum, quiero decir que... —aclaro y me cambio el móvil a la otra oreja—. Pensaba solo dormir, porque mi autobús no sale hasta las ocho, pero...
Pero ¿qué tengo que perder? Con Natalie todo se ha ido a la mierda, y es evidente que Megan no quiere nada serio. ¿Tan malo sería olvidarme de todo, aunque solo fuera por una noche?
—Ah —exclama antes de que me dé tiempo a desdecirme—. Podrías, pero... Mi compañera de cuarto está enferma.
—¿Julie? —Frunzo el ceño—. La he visto esta noche en el concierto de Natalie. Estaba...
—Sí, creo que... Creo que debe de haberse empezado a encontrar mal después —comenta. Su voz se oye amortiguada mientras finge llamarla—. ¿Qué dices, Julie? ¿Estás vomitando? ¡Ahora voy! —Uf, esta chica miente fatal—. Alex, creo que tengo que colgar —dice, intentando poner fin al espectáculo—. Julie acaba de...
Cuelgo antes de que termine la frase, ahorrándole el resto. No hace falta que siga con el numerito ni un segundo más.
Suspiro y miro mi lista de contactos, buscando a otra persona a quien llamar. Quizá Natalie tuviera razón sobre Megan, pero eso no significa que no haya un millón de personas que conozco y con las que me puedo quedar esta noche.
Se me ponen los ojos vidriosos al leer los nombres. Melissa, Ben, Mike. Compañeros de trabajo que nunca han pasado de ser simples conocidos. Gente con la que he tratado trabajando detrás de la barra o en el instituto. Cada mensaje que intento escribir está en un chat vacío porque, simplemente... perdí el contacto. Han pasado meses desde la última vez que ignoré sus preguntas o sus propuestas para vernos, porque estaba tan ocupada con los estudios o cuidando de mi madre que no tenía tiempo de nada más.
Pero también me doy cuenta de que la mayoría son rollos, o posibles rollos, tal como ha dicho Natalie. Muchos de ellos. Chicas con las que tonteé solo para ver qué pasaba, a sabiendas de que no podía comprometerme a más de lo que me ofreciera ese momento, consciente de que jamás podría tener nada que no fuera temporal.
Algunos contactos ni siquiera tienen nombre.
«Morena, Starbucks».
«Pecas, pizzería».
Hay unas diez así, o tal vez más. Una descripción genérica de una chica seguida del sitio donde la conocí.
Sigo mirando la lista hasta que llego al final. No hay nadie a quien pueda llamar a la una de la madrugada. No tengo ningún sitio adonde ir, excepto a la estación de autobuses, para esperar siete horas a que llegue mi autobús.
«Estás sola». El rostro de Natalie aparece en mi mente; su mirada penetrante me nubla la vista.
Pero tenía que ocuparme de mi madre, ¿no? Y, además, me marcho a Pittsburgh. No iba a volver a ver a la mayoría de esta gente, pues claro que perdí el contacto. Son conocidos, rollos, amigos con los que en realidad nunca hablé después de las clases, porque tenía mi vida privada escondida en una cajita.
La única persona en la que realmente confié fue ella. Hasta esta noche.
Noto un golpe de aire caliente mientras el tren se detiene delante de mí, rechinando. Entro y me dejo caer en uno de los asientos tapizados de azul. Me noto el cuerpo entumecido. Apoyo los brazos en las rodillas, cierro los ojos con fuerza y me froto la cara. Sus palabras dan vueltas y vueltas en mi mente; la verdad que hay en ellas me pilla desprevenida.
Tiene razón. Me ha visto con más claridad que yo misma.
Me ha dicho «Te quiero» y yo me he reprimido para no decírselo a ella. Me ha pedido que le diga algo, una sola cosa, sobre lo que significa para mí, y no he sido capaz.
No he sido capaz de decirle que los sábados por la mañana junto a ella son lo mejor de mi semana. Que sus letras resuenan en mí más que ninguna otra canción, y que verla tocar me hace sentir... ligera, porque, en esos instantes, no siento ningún peso en mi interior. No he sido capaz de decirle lo agradecida que estoy por haber podido contar con su apoyo los últimos meses con toda la mierda de mi madre.
Sin su ayuda, no sé si habría podido subirme en ese autobús mañana por la mañana.
Pero no le he dicho eso. No le he dicho nada. Lo he estropeado todo porque me ha pedido la luna y yo todavía no podía dársela.
Es la primera persona de la que no quiero despedirme, y aquí estoy, huyendo.
¿Cuál es mi problema?
Trago saliva con dificultad; tengo un nudo en la garganta. Apoyo la cabeza en la ventanilla y miro Filadelfia pasar al otro lado del cristal, consciente de que tengo que cambiar.
No sé cómo lo voy a arreglar, pero tengo todo el camino hasta Pittsburgh para descubrirlo.
CAPÍTULO 2
Molly
¡Uf!
Me despierto intentando coger aire mientras mi viejo perro labrador de cincuenta kilos salta sobre la cama, clavándome una pata amarilla en el riñón.
—¡Leonard, fuera! —Intento bajar el tono unas cuantas octavas, pero no sirve de nada. Solo le hace caso a mi padre.
Se pasa los cinco minutos siguientes atacándome con besos y pisoteando cada uno de mis órganos hasta que, satisfecho con su trabajo, se baja de la cama.
No voy a echar de menos despertarme así.
Bueno, al menos no demasiado.
Mientras me seco la baba de la cara con una mano, con la otra palpo la mesilla buscando el móvil, pero lo que encuentro es el montón de cinco archivadores recién etiquetados que terminé de preparar anoche para el año escolar. Nada puede compararse con una noche tranquila a solas con mi máquina de etiquetar.
Desconecto el móvil del cargador y luego, por millonésima vez este verano, busco el perfil de Cora Myers en Twitter con cuidado de no darle al botón de seguir sin querer.
Ayer me quedé dormida a las nueve y media, igual que siempre, así que me había perdido un tuit que publicó más tarde: «¡Mañana seré oficialmente una pantera! #vivapitt».
Siento náuseas, pero, a la vez, se me dibuja una sonrisa en la cara. Me aprieto el teléfono contra el pecho.
¡Es hoy!
Hace tres meses de la graduación del instituto.
Ochenta y siete días desde la última vez que la vi.
Solo para aclararlo: no es que vaya detrás de ella a la universidad. Más o menos la mitad de mi instituto se apunta a la Universidad de Pittsburgh. Simplemente, las dos formamos parte de esa mitad.
Y, si me preguntas a mí, diría que tiene mucho que ver con el destino. Como si, por fin, el universo se estuviese portando bien conmigo después de la porquería que han sido los últimos cuatro años.
Este verano he intentado distraerme con otras cosas, pero cuando conoces a una chica como Cora Myers es imposible pensar en nada más. Bueno, quizá «conocer» no sea la palabra más adecuada, pero lo cierto es que no he conseguido quitármela de la cabeza desde que entró en el aula hace cuatro años, vestida con un abrigo de terciopelo rojo vintage y un par de botas militares amarillas demasiado grandes que no pegaban nada.
Pero me gustaron de todos modos.
Y no fui la única.
Tenía una energía magnética. La gente gravitaba hacia ella de forma natural al principio de cada clase, en los pasillos y después de las lecciones, pero tanta atención nunca parecía subírsele a la cabeza. Nunca era borde, ni excluía a nadie, y siempre era ella misma, sin importar quién estuviera a su alrededor. Parecía capaz de hablar con cualquiera sobre cualquier cosa.
Tampoco es que hablara conmigo, pero a dos pupitres de distancia se pueden oír muchas cosas.
No es que yo no quisiera hablar con ella. Simplemente, no se me da bien abrirme a los demás, y tampoco hacer amigos. Y, cuando pasas tantísimo tiempo como yo preocupada por qué decir y cómo decirlo y aun así te sale mal, lo más fácil es no decir nada y ya está.
Sin embargo, este año ya no tengo que ser Molly Parker, la chica callada con una ansiedad social incapacitante. En Pitt, las cosas pueden ser diferentes. Es la universidad. Es un nuevo comienzo, una oportunidad para reescribirme. La gente siempre dice que todo mejora al llegar a la universidad y tengo que creer en ello. No es posible que no haya nada más que esto.
Tiene que mejorar.
No creo que pueda sobrevivir a otros cuatro años de...
¡Pum!
Una caja cae contra los azulejos de la cocina; el ruido del golpe se oye a través del parquet.
Mi madre.
Aunque anoche le dije un millón de veces que todo lo que necesito ya está en el coche, sé perfectamente que sigue empaquetando más basura para que me lleve. Si no bajo ahora mismo, va a acabar metiendo toda la casa en el maletero de su monovolumen.
Respiro hondo antes de salir de la cama y bajo los escalones de dos en dos. Al doblar la esquina, me encuentro a mi madre yendo a la velocidad del rayo de una punta a otra de la cocina, abriendo y cerrando cada cajón y cada puerta a su alcance. Lleva la media melena canosa recogida con una pinza negra.
—¿Dónde está ese cabrón? —gruñe, tan concentrada buscando quién sabe qué que ni siquiera me ve.
Oigo el ruido del papel y miro hacia la mesa del desayuno para ver los ojos color avellana de mi padre, que asoman por encima de La Gaceta de Pittsburgh. Están arrugados por las comisuras, señal de que me está sonriendo.
—Menos mal que te has levantado. —Ya se está riendo por lo que va a decir a continuación—: Pensaba que tendríamos que subir a girarte para que no te llagaras. —Una ocurrencia mañanera típica de Charlie Parker.
—Solo son las ocho y media —contesto y hago una mueca. Reírle los chistes solo sirve para animarlo a seguir.
—¡Molly! —Una sonrisa sustituye el entrecejo fruncido de frustración de mi madre, que por fin ha dejado de revolver cajones y me está mirando. Unos mechones sueltos flotan alrededor de su rostro redondo.
Se acerca para darme un abrazo. Se lo devuelvo, con los dos brazos, uno por encima y el otro por debajo, o me obligará a repetirlo porque «no estaba bien». Se comporta como si me fuera a la guerra, pero me cuesta fingir que no vaya a echarla de menos, aunque me está aplastando casi tanto como Leonard.
Cuando me suelta, me acerco a la encimera, cierro unos cuantos armarios y uno de los cajones con un golpe de cadera. Mi adicción al orden, sin duda, no es algo que haya heredado de mi madre.
—¿Qué narices estás haciendo? —le pregunto.
—Le he dicho que no lo hiciera —interviene mi padre sin levantar la vista del periódico.
—Uf, céntrate en tus crucigramas, Charlie. —Mi madre le hace un gesto de impaciencia con la mano y cruza la cocina para abrir otro armario—. Te estoy preparando unas cuantas cosas más. Solo me falta el batidor de varillas, pero no encuentro el de repuesto.
—Mamá —le digo con toda la firmeza de que soy capaz—. No necesito un batidor de varillas.
—Todo el mundo necesita uno —replica, como si estuviésemos hablando de un inodoro, o algo así.
—¿Qué voy a hacer con un batidor de varillas en el dormitorio de una residencia? —le pregunto con la esperanza de aportar un poco de lógica a la conversación, pero ella sigue rebuscando en los cajones.
Me agacho y abro la caja que está llenando. Su contenido me deja muy confundida: un rollo de papel de aluminio, la grapadora de nuestro cajón de sastre, una espátula, dos abridores de latas y una sartén que no se pega.
—Mamá, no necesito ninguna de estas cosas —le digo, cogiéndola del brazo para evitar que abra otro cajón.
—Pero ¿y si luego sí? —pregunta con la voz temblorosa—. ¿Y si necesitas algo y no lo tienes? ¿Y si te entra hambre en mitad de la noche y...?
—En ese caso, me las tendré que arreglar yo sola. —La aparto del cajón y la obligo a mirarme. Cuando levanta la vista, tiene los ojos llenos de lágrimas.
—No te vayas, por favor —me pide, aunque no lo dice en serio. O, al menos, eso intenta.
—Mamá, estaré bien —le aseguro. Intento parecer más segura de lo que estoy.
—Pero yo no —admite con una risa cercana al patetismo.
Le doy otro abrazo porque, aunque sé que es un poco triste..., es básicamente mi mejor amiga. Nunca nos lo hemos dicho así, pero cuando tienes una relación tan íntima con alguien no hace falta. Ha sido mi mejor amiga durante todo el instituto. Mi única amig