El héroe de las mujeres

Adolfo Bioy Casares

Fragmento

De la forma del mundo

De la forma del mundo

Un lunes a la noche, a principios de otoño del año 51, ese mozo Correa, que muchos apodan el Geógrafo, esperaba en un muelle del Tigre la lancha que debía llevarlo a la isla de su amigo Mercader, donde se había retirado a preparar las materias que debía de primer año de Derecho. Por supuesto, la isla en cuestión no era más que un matorral anegadizo, con una casilla de madera sobre pilotes; lugar indescifrable en el laberinto de riachos y de sauces del enorme delta. Mercader le previno: «Allá perdido, sin más compañía que los mosquitos, ¿qué recurso te queda sino meterle el diente al estudio? Cuando suene tu hora, vas a estar hecho un campeón». El propio doctor Guzmán, viejo amigo de la familia, que por encargo de ésta benévolamente vigilaba los pasos de Correa por la Capital, dio su aprobación a ese breve destierro, que reputó muy oportuno y hasta indispensable. Sin embargo, en tres días de isleño, Correa no alcanzó a leer el número de páginas previsto. Perdió el sábado en cuidar un asado y en chupar mate, y el domingo fue a ver el encuentro de Excursionistas y Huracán, porque francamente no sentía ganas de abrir los libros. Había empezado sus dos primeras noches con la firme intención de trabajar, pero el sueño lo volteó pronto. Las recordaba como si hubieran sido muchas, y con la amargura del esfuerzo inútil y del remordimiento ulterior. El lunes tuvo que viajar a Buenos Aires, para almorzar con el doctor Guzmán y porque se había comprometido a concurrir, con un grupo de comprovincianos, a la función vermouth del teatro Maipo. Ya de vuelta, en el Tigre, mientras esperaba la lancha, que venía con singular atraso, pensó que la culpa de esta última demora no era suya, pero que en adelante debía aprovechar todo minuto, porque la fecha del primer examen se aproximaba.

Con inquietud pasó de una preocupación a otra. «¿Qué hago» se preguntó «si el lanchero no sabe cuál es la isla de Mercader?» (El que lo llevó el domingo sabía). «Yo no estoy seguro de reconocerla.»

La gente se puso a conversar. Alejado del grupo, acodado en la baranda, Correa miraba las arboledas de la ribera opuesta, borrosas en la noche. Es verdad que, para él, a pleno sol no hubieran sido menos confusas, ya que era un recién llegado a la región, que no se parecía a nada de lo que había visto anteriormente, pero sí a un paisaje muchas veces imaginado y soñado: el archipiélago malayo, según se lo reveló en las aulas del colegio de la provincia natal más de un volumen de Salgari, forrado en papel madera, para que los curas lo confundieran con los libros de texto.

Cuando empezó a llover debió guarecerse bajo el tinglado, junto a los conversadores. Descubrió muy pronto que no había un solo grupo, como había supuesto, sino tres; por lo menos tres. Una muchacha, prendida de los brazos de un hombre, se quejaba: «Entonces no sabés lo que siento». La respuesta del hombre se perdió tras una voz trémula, que decía: «El proyecto, que ahora parece tan sencillo, encontró grandes resistencias, a causa de las erradas nociones que se tenía sobre los continentes». Después de un silencio, continuó la misma voz (quizá chilena), en tono de dar una buena noticia: «Felizmente Carlos acordó su más decidida protección a Magallanes». Correa quería seguir el diálogo de la pareja, pero una tercera conversación, cuyo tema eran los contrabandistas, dominó a las otras y le trajo a la memoria un libro sobre contrabandistas o piratas, que nunca leyó, porque tenía láminas con personajes de una época lejana, arropados con bombachas, faldones y camisas demasiado holgadas, que de antemano lo aburrían.

Se dijo que inmediatamente de llegar a la isla empezaría el estudio. Recapacitó luego que estaba muy cansado, que no podría concentrarse, que se dormiría sobre las páginas. Lo más juicioso era poner el despertador a las tres y echar un sueñito —eso sí, bien cómodo en el catre— y después, con la cabeza fresca, emprender la lectura. Melancólicamente imaginó el campanillazo, la hora destemplada. «Tampoco es cuestión de desanimarse» pensó «ya que en la isla no me quedará otro recurso que estudiar. Cuando me presente a examen estaré hecho un campeón».

Le preguntaron:

—¿Usted qué opina?

—¿Sobre qué?

—Sobre el contrabando.

Ahora nos parece (pero ahora sabemos lo que sucedió) que lo más juicioso hubiera sido salir del paso con una contestación que no lo comprometiera. La discusión lo arrastró y antes de pensar ya estaba diciendo:

—Para mí el contrabando no es delito.

—Ajá —comentó el otro—. ¿Y se puede saber qué es?

—Para mí —insistió Correa—, una simple contravención.

—Lo que usted dice me interesa —declaró un señor alto, de bigote blanco y anteojos.

—Le hago notar —gritó alguien— que por esa contravención corre sangre.

—El fútbol también tiene sus mártires —protestó un gigantón que parecía llevar una boina encasquetada, pero que sólo tenía pelo crespo.

—Y no es delito, que yo sepa —dijo el de bigote blanco y anteojos—. En materia de fútbol hay que distinguir entre aficionados y profesionales. En materia de contrabando, ¿el señor se declara profesional, aficionado o qué? El punto me interesa.

—Voy más lejos —insistió Correa—. Para mí el contrabando es la inevitable contravención a una ordenanza arbitraria. Arbitraria como todo lo que hace el Estado.

—A través de opiniones tan personales —observó alguien— el señor se perfila como todo un ácrata.

Esas opiniones tan personales eran en realidad las del doctor Guzmán. Para formularlas ahora, Correa había repetido fielmente las frases de Guzmán y hasta le había imitado la voz.

Desde la otra punta del grupo, un gordito atildado —«un profesional», pensó Correa, «un dentista, sin duda»— le sonreía como si lo felicitara. En cuanto a los demás, ya no le hablaron; pero hablaron de él, quizá desdeñosamente.

La lancha llegó al rato. Correa no estaba seguro de cómo se llamaba. «La Victoria no sé cuántos» dijo. En todo caso era una especie de ómnibus fluvial, de largo recorrido por el delta.

Cuando subieron a bordo se encontró, al azar de los empujones, junto al gordito, que le preguntó sonriendo:

—¿Usted ha visto alguna vez a un contrabandista?

—Que yo sepa, nunca.

El otro se llevó las manos a la solapa, sacó el pecho y declaró:

—Aquí tiene uno.

—Qué me cuenta.

—Le cuento. Puede llamarme doctor Marcelo.

—¿Dentista?

—Adivinó: odontólogo.

—Y contrabandista en los ratos libres.

—Estoy seguro (me remito a las razones que usted explicó admirablemente) que en tal carácter no perjudico a nadie. A nadie, salvo a los comerciantes y al fisco, lo que no me quita el sueño, créame. Gano algunos pesitos, casi tantos como en el consultorio, pero de un modo que por ahora me divierte más, porque bordea la aventura, algo inédito en un hombre como yo. O como usted, apostaría.

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