Un lugar para Mungo

Douglas Stuart

Fragmento

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1

Cuando estaban a punto de doblar la esquina, Mungo se paró en seco y se sacudió la mano que el joven le había puesto en el hombro. La determinación del gesto pilló a todos por sorpresa. Después se dio media vuelta y alzó la mirada al bloque de pisos, los ojos le temblaban con sus habituales espasmos nerviosos. Su madre lo observaba a través de los visillos de espigas tratando de convencerse de que aquel tic era un guiño de alegría, un simpático telegrama en código Morse que venía a decir que todo estaba bien. G.E.N.I.A.L. Así era su benjamín. Sonreía incluso cuando no tenía ganas. Era capaz de hacer cualquier cosa con tal de que los demás se sintiesen mejor.

Mo-Maw descorrió la cortina y se asomó por la ventana como una mujer que busca compañía. Levantó la taza de té con una mano y tamborileó las nacaradas uñas sobre el cristal. Había elegido un tono rosa para darles más lozanía a los dedos; si sus manos parecían más jóvenes, también lo parecería su rostro, toda ella. Cuando volvió a mirar hacia la calle, Mungo estaba encaminando sus pasos de vuelta a casa. Mo-Maw agitó los dedos para ahuyentarlo. «¡Vete!».

Su hijo andaba algo encorvado a causa de la mochila. La había preparado de mala gana, sin saber muy bien qué llevarse: un jersey Fair Isle que le quedaba grande, unas cuantas bolsitas de té, el manoseado bloc de dibujo, un parchís y varias pomadas medicinales medio gastadas. Pero el chico se tambaleaba como si estuviese a punto de caerse de espaldas. Mo-Maw sabía que la mochila no era para tanto. Era su cuerpo, que estaba totalmente rígido, como un peso muerto.

A pesar de estar haciéndolo por su bien, Mungo la miró como si estuviese a punto de echarse a llorar. Hacía dema­siado calor para aguantar las tonterías del niño. La estaba sacando de sus casillas. «¡Vete!», articularon de nuevo sus labios y le dio un trago al frío té.

Los dos hombres se quedaron esperándolo en la esquina. Intercambiaron un suspiro, una mirada y algunas risas antes de dejar las mochilas en el suelo y encenderse un cigarro. Mo-Maw se dio cuenta de que estaban deseando irse —estas callejuelas no eran amigas de extraños—; sin embargo, tuvieron la astucia de no impacientarse ni presionar a Mungo estando tan cerca de casa, cuando aún podía huir. Observaron al chico con los ojos entornados, vigilantes, esperando a ver qué hacía. De cuando en cuando se metían las manos en los bolsillos y escarbaban hasta el fondo para separarse los huevos de los muslos. El día prometía ser húmedo y bochornoso. El más joven aprovechó para recolocarse el paquete. Mo-Maw se relamió la cara posterior de los dientes inferiores.

Mungo levantó la mano con intención de saludar a su madre, pero Mo-Maw lo fulminó con la mirada. El chico debió de ver cómo las facciones de su madre se endurecieron, o quizá reparó en que se trataba de un gesto demasiado infantil; fuera como fuese, decidió abortar el saludo y tomó una enorme bocanada de aire, parecía que estaba ahogándose.

Llevaba unos pantalones deportivos cortos, muy holgados, y el chubasquero le quedaba grande; tenía aspecto de vagabundo. Pero cuando se apartó la nube de rizos de la cara, Mo-Maw vio cómo se le endureció la mandíbula y recordó que su hijo estaba convirtiéndose en un hombretón. Volvió a tamborilear las uñas sobre el cristal. «¡No me mires con esa cara!».

El más joven de los hombres se acercó al chico y le pasó el brazo por los hombros. Al echarle el peso encima, Mungo esbozó una mueca de dolor. Mo-Maw lo vio palparse los costados y se acordó de los moretones que tenía en las costillas. Volvió a darle golpecitos al cristal. «Por Dios, ¡vete ya!». A renglón seguido, su hijo bajó la mirada y dejó que los hombres guiaran sus pasos. No dejaban de reírse y de darle palmaditas en la espalda. «Buen chico. ¡Ahí, con un par!».

Mo-Maw no era una mujer religiosa, pero extendió sus uñas rosadas hacia el cielo y comenzó a agitarlas mientras gritaba «Aleluya». Vertió el resto del té en la marchita planta de cinta y, tras llenarse la taza de vino, subió el volumen de la música y se quitó los zapatos de un puntapié.

Los tres viajeros tomaron un autobús en dirección a Sauchiehall Street. Glasgow estaba atravesando una insólita ola de calor y, a lo largo del trayecto, vieron a alborozados jóvenes descamisados cuyas pieles estaban adquiriendo un alarmante tono rosáceo. Los bancos de la ciudad estaban tomados por abuelas de recios brazos que, ataviadas con sus buenos sombreros y abrigos de lana, sudaban la gota gorda. Mientras los sofocados niños iban por la calle dando brincos, las mujeres acurrucaban la cabeza sobre sus carnosos pechos, dejando que el calor las amodorrase. Mungo se acordó de las palomas del barrio, grandes, perezosas, con los ojos entreabiertos y la cabeza oculta tras las plumas del cuello.

La ciudad estaba muy animada, los músicos callejeros competían con los ensayos de una banda de la Orden de Orange. Cual pajarillos, los flautines de la banda emitían un simpático gorjeo que se enhebraba entre los pesados golpes de un tambor Lambeg. La melodía era tan conmovedora que de los ojos de un señor de edad avanzada y aspecto refinado —y presa de un visible estado de ensoñación— comenzaron a brotar espesas lágrimas. Mungo trató de no mirar a aquel hombre que lloraba sin ningún tipo de pudor. No estaba seguro de si el motivo de su llanto era la angustia o el orgullo. Entonces, un brillante reloj de pulsera, de los caros, le asomó por la manga del traje, y Mungo concluyó, sin disponer de más información, que un complemento así era demasiado ostentoso para pertenecer a un católico.

Los hombres arrastraban los pies bajo el sol, iban cargados con finas bolsas de plástico, un bolso de aparejos de pesca y una mochila de acampada. Mungo los oyó quejarse de que tenían sed. Solo hacía una hora que los conocía, pero ya lo habían mencionado varias veces. Parecían estar siempre sedientos.

—Necesito echarme algo al gaznate —dijo el mayor de los dos.

Enfundado en un grueso traje de tweed, el hombre estaba rojo como una remolacha y sudando a chorros. El otro no le hizo caso. Arqueaba las piernas al andar, como si sus ajustados vaqueros les rozasen los muslos.

Llevaron al chico a la estación. Tintineo de monedas mediante, se subieron a un autobús que los llevaría fuera de Glas­gow, a las verdes colinas de Dumbarton, al norte.

Para cuando alcanzaron los asientos de plástico del fondo, los hombres estaban jadeando y empapados en sudor. Mungo se sentó entre ellos y trató de hacerse todo lo pequeño que pudo. Cuando alguno de los hombres miraba por la ventana, el chico aprovechaba para estudiar su perfil. Si el hombre se giraba, fingía un repentino interés por la ventana opuesta, esquivando de este modo el contacto visual.

Mungo acercó la barbilla al pecho y trató de contener la picazón que se extendía por su rostro conforme veía pasar la ciudad gris. Sabía que estaba haciéndolo de nuevo: la nariz arrugada, el parpadeo, la expresión de «tengo ganas de estornudar pero no puedo». Sintió los ojos del hombre mayor clavados en él.

—No recuerdo cuándo fue la última vez que salí de la ciudad.

La voz del hombre era áspera, como si tuviese un trozo de pan seco atravesado en la garganta. De vez en cuando tomaba aire en mitad de una frase y titubeaba, como si cada palabra que dec

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