La Estrella del Trueno (Crónicas de la Prehistoria 8)

Michelle Paver

Fragmento

Capítulo 1

1

Un cazador del Clan del Lince fue el primero en verla. Caminaba con dificultad por la cresta de una montaña, comprobando sus trampas, cuando distinguió un destello de luz que cruzaba raudo el cielo nocturno.

No era la primera vez que el cazador veía una estrella así. Como bien sabía, significaba que el Espíritu del Mundo estaba disparando flechas a los demonios, de modo que siguió avanzando tranquilamente.

Estaban a mediados del invierno, en pleno Tiempo Oscuro, cuando el sol duerme en su cueva y no muestra su rostro en dos lunas enteras. No había viento. Los pinos lo observaban al pasar, en silencio. Sólo se oía el crujir de sus raquetas de nieve y el susurrar de su pelliza y sus calzas de pellejo de reno. Y su aliento.

Al acercarse a la trampa siguiente, la vio con la misma claridad que si fuera de día gracias a la luz de las estrellas, al reflejo de la nieve y, en el cielo, al resplandor verde y ondulante que los clanes llaman «Árbol Primigenio».

Estupendo. Había atrapado una perdiz blanca.

El lazo de crin de caballo estaba congelado y tieso, al igual que el ave.

Cuando el cazador se agachó para cobrarla, algo le hizo levantar la vista. Se llevó una sorpresa al ver que, de repente, la estrella brillaba mucho más y era el doble de grande.

En la ribera del río, Renn asomó la cabeza por la entrada del refugio.

—¡Venga, Torak! —exclamó indignada—. ¡Tenemos que irnos!

—¡Ve tú primero, ya te alcanzaré! —respondió él sin volverse.

—No es verdad, ¡te inventarás alguna excusa para quedarte aquí!

Torak soltó una bocanada de aliento congelado. Las condiciones para pescar en el hielo eran perfectas: había abierto ya cuatro buenos agujeros y puesto un palo sobre cada uno de ellos para colgar los sedales y anzuelos. Para atraer a los peces, había dispuesto una hilera de antorchas hechas también con palos y en las hendiduras había introducido corteza de abedul. El Árbol Primigenio también ayudaba, resplandecía tanto que volvía locas a las truchas, y Torak ya había conseguido pescar tres. ¿Por qué no podía quedarse allí tranquilamente con los lobos?

Lobo se incorporó de un salto, como si hubiera oído los pensamientos de Torak, y le lamió la escarcha de las cejas. Él le apartó el hocico mientras sonreía. El grueso pelaje invernal del lobo estaba salpicado de nieve y el aliento le olía a pescado. A Torak le llevaría demasiado rato explicarle en su lengua que su sombra estaba espantando a las truchas, de modo que lo distrajo retrocediendo a cuatro patas y soltando unos suaves gañidos impacientes: «¡Vamos a jugar!»

Meneando la cola, Lobo se inclinó sobre las patas delanteras: «¡Sí!», y saltó hacia su hermano de camada para agarrarle un brazo entre las fauces y arrastrarlo por el hielo con unos gruñidos amortiguados.

—No pienso irme sin ti, ya lo sabes —dijo Renn.

Bajo el resplandor de las antorchas, era una mera figura negra junto al refugio, pero Torak se la imaginó con el cabello rojo detrás de las orejas y su rostro pálido, con esa expresión suya tan adorable y exasperantemente terca.

—Dark quiere que vayamos al festín —insistió ella.

—Ya, pero ¿por qué?

—No lo sé, dijo que era importante. Y es nuestro amigo, ¡nunca nos pide nada!

Torak lanzó una trucha a la ribera opuesta y observó como Lobo salía corriendo a por ella. Suspiró.

La Luna de la Larga Oscuridad había pasado y se hallaban en los extraños días previos al Despertar del Sol, cuando la noche interminable y azul quedaba brevemente iluminada por un falso amanecer. El cielo palidecía, como si el sol estuviera a punto de asomarse por encima de las Montañas, pero la oscuridad volvía a cernerse cuando el sol se refugiaba de nuevo en su cueva.

En este tiempo de inquietud, los clanes hacían cuanto podían para asegurarse de que, al cabo de unos días, el sol se elevara sobre las cumbres. El Clan del Jabalí quemaba un abeto rojo entero en la cima de una colina. El clan al que pertenecía Renn, el de los Cuervos, celebraba bajo tierra el Festín de las Chispas, mientras su hechicero se internaba aún más en las entrañas del subsuelo para encender el fuego esencial, y todos cantaban y...

—Demasiada gente —gruñó Torak.

—¡Tampoco es tan terrible! ¡El invierno pasado disfrutaste mucho!

Torak captó el tono jocoso en su voz y, tras soltar un bufido, empezó a reír. Pero los agujeros se estaban cubriendo de hielo, de modo que tuvo que centrarse en mantenerlos despejados con el mango de la pala. Las esquirlas que iba apartando las dejaría para la compañera de Lobo; a Pelaje Oscuro le encantaba masticar hielo.

Lobo estaba tendido en la orilla opuesta, aferrando la trucha a medio comer entre las patas delanteras. Tras él, sus lobeznos Pezuña Negra y Tirona daban brincos sobre los ventisqueros intentando inútilmente apresar lemmings. El mayor, Guijarro, montaba guardia a cierta distancia, vigilando la zona que cubría el hábitat de la camada. Cuando era un lobezno, un búho real se lo había llevado por los aires, y aunque después se había convertido en un espléndido lobo joven, aquella terrible experiencia lo había marcado y rara vez se relajaba.

Renn echaba nieve en el fuego con una paletilla de uro. Rip y Rek se posaron en el refugio y graznaron para saludarlos. Ella les respondió con una inclinación de la cabeza, distraída.

—Tampoco es que tengamos que ir muy lejos —le dijo a Torak—. Han acampado a sólo un día de distancia.

Pero Torak también sabía ser testarudo. Le gustaba aquel valle de aire aletargado, con el río soñando bajo el hielo y los alisos dormidos en sus riberas, donde incluso los pinos dormitaban; sólo un árbol permanecía despierto y vigilante.

Había elegido aquel lugar porque una familia de castores había construido una presa para crear una balsa, y ésta albergaba muchos peces. No muy lejos de donde estaba arrodillado, la madriguera de los castores se alzaba en un montón de nieve azulada. El aire que la rodeaba temblaba levemente por el calor de los cuerpos peludos que se arrebujaban en su interior.

Torak volvió a suspirar. Renn tenía razón: si Dark deseaba tanto que fueran...

—¿Qué es eso de allí? —preguntó Renn con un tono de voz extraño.

Torak levantó la cabeza.

—¿Dónde?

—Allí.

Renn miraba al norte y señalaba el cielo.

Lobo y Pelaje Oscuro también lo habían visto. Se habían plantado con las orejas erguidas, la cola tiesa y el cuerpo rígido por la tensión.

Poco a poco, Torak también se levantó.

Baja en el cielo, por encima de los pinos puntiagudos que coronaban la colina, se veía una estrella enorme, brillante y de un blanco azulado.

—Cada vez es más grande —dijo Renn.

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En el Bosqu

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