La emperatriz del nuevo mundo

Irene Dische

Fragmento

Mucho de lo que se fue al traste en las generaciones que siguieron a la mía (kaput, como dicen los norteamericanos) puede achacarse al semen del pobre Carl. Había sacrificado su hombría con heroísmo; los detalles, más adelante. A raíz de eso, engendró un único vástago. Y, para colmo, del sexo equivocado. Seguimos intentando tener otro. Carl se plantaba dentro de mí y se metía en faena. Trabajaba con ahínco, jadeando y sudando, no era ningún haragán. Al acabar, yo me quedaba boca arriba con las piernas en alto y unía los pies en ademán de oración.

Dios no oía mis plegarias. Cuando pasaron cinco años sin que nuestros esfuerzos dieran fruto, y la cría iba ya a la escuela, dije:

—Carl, según las leyes de la Iglesia esto se hace para procrear. Según la Iglesia, si no es para procrear, «no debes».

Carl se guardaba en la manga argumentos de que la procreación era un método, con o sin contenido, que Dios había creado a modo de ritual, igual que la oración, que debía repetirse tan a menudo como fuera posible. Era un hombre de fe, yo lo amaba y lo creía, pero mi cuerpo no. Un día en que me mostré reticente, me explicó:

—A los antiguos judíos les ordenaban yacer juntos en el sabbat porque el éxtasis los acercaba a Dios.

—¡Los judíos! —resoplé.

—No todo lo que viene de los judíos va a ser malo —dijo.

Se mostró tolerante, cosa rara. Me hice de rogar un rato y permití que volviera a poseerme, era mi deber. Empecé a engordar. Pronto me puse tan inmensa que resultaba difícil saber por dónde andaban mis contornos, y a Carl se le quitaron las ganas y me dejó en paz. Incluso a un cirujano puede sorprenderle el cuerpo humano.

El hecho es que, cuando nos conocimos, era preciosa. Conmigo se había alcanzado la cumbre de la belleza femenina en nuestra familia; después comenzó la cuesta abajo. No os riáis de mi vanidad: pretendo ser objetiva. En primer lugar, siempre decían que Otto, mi hermano favorito, y yo éramos los niños más guapos. La adolescencia no alteró esa opinión general. En segundo lugar, no estoy ciega: parecíamos dioses germánicos, los dos con una espesa cabellera rubia, la nariz cincelada, los ojos azules, imponentes como planetas, y labios de una perfección casi etérea. Saltaba a la vista que nuestra familia tenía vínculos con la aristocracia.

Hoy en día eso no sirve para mucho, sobre todo en un mundo menos civilizado, como Nueva Jersey. Pero debería importar. Porque la aristocracia es una cadena de personas que transmiten el sentido de los valores, cautelosamente, para que no se pierda nada de generación en generación. Mi tío bisabuelo fue Joseph von Görres. No me molestaré en contar quién fue. En mi juventud, ese nombre aparecía en la nómina de personalidades que se estudiaban en la escuela, además de en un sinfín de calles y plazas, y cualquiera que nos conociese sabía también que estábamos emparentados con Görres. No por descendencia directa, debo reconocerlo: se casó con una tía lejana, una Von Lassaulx, otro apellido ilustre. Siguieron generaciones de médicos, juristas, ingenieros, prelados... No todos eran alemanes —algunos eran holandeses, otros franceses—, pero todos eran católicos. Con el paso de las generaciones, mi familia, los Gierlich, fue tomando un desvío tras otro hasta desembocar en la clase media, pero nunca cayó más abajo. Gracias a las mujeres, por supuesto, que se aseguraron de que no hubiera chanchullos.

Son las mujeres las que defienden la categoría de una familia; a los hombres les falta entereza. Las mujeres deben mantenerlos a raya, incluida la línea sucesoria. Aprendí eso de mi abuela: me inculcó que mi presencia debía bastar para que los hombres se llevaran inconscientemente las manos a los pantalones y comprobaran que no se habían dejado la bragueta abierta; yo tenía apenas siete años.

A las mujeres las preparaban para elegir con buen ojo a sus esposos. Mi abuela rechazó a un aristócrata rico porque era un vago; tenía un castillo, pero no posición. Así que se casó con un enérgico ingeniero, que pronto la recompensó construyendo la vía férrea desde Berlín hasta San Petersburgo. El zar Alejandro estaba tan agradecido que le regaló a mi abuela un conjunto de ónix y diamantes, unas piezas grandes que me permiten hablar con fundamento de las «joyas de la familia». No siento la pasión de los judíos por las alhajas, pero ha sido una fortuna de la que he gozado de veras en esta vida: heredé una buena parte de esas joyas, otras me las regalaron, y las cuidé como oro en paño. Varias décadas después arriesgué mi vida para que los generosos regalos del zar Alejandro llegaran a buen puerto. Y todo para que, al final, mi nieta los subastara en Christie’s por una miseria, en circunstancias tan denigrantes que nuestra huida de Alemania parece una excursión dominical a la playa de Chadwick. Volveré a eso más adelante.

Porque este pequeño y truculento relato concierne a mi nieta, a los cómos y los porqués de su existencia, una especie de «confesión sincera» que he decidido escribir para ella, porque ha alcanzado un punto en el que se siente tan sola como en el vacío. Sola con su conciencia. Lleva mucho peso a cuestas. La culpa no es enteramente suya. Tuvo unos modelos terribles: su madre y su padre. Y carecía, por naturaleza, de una moral sólida. La verdad, los peores ingredientes de la genética de la familia cayeron todos en el plato de Irene. Abundaré en ese compendio de taras, pero no como una excusa, porque puedes sobreponerte, sacar el mayor partido de lo que te toca en suerte. En cualquier caso, hay que explicar su trasfondo para que cobre sentido el primer plano. Pero ¿por dónde iba?

Mi apariencia.

En nuestra fotografía de compromiso parezco una mártir a punto de caer en las garras de un león. Mi futuro esposo me abraza, mientras la fiera salvaje que lleva dentro asoma entre los barrotes que nos separan: las capas de ropa, las semanas hasta la ceremonia de la boda. Pronto la fiera andará suelta. Carl tenía los ojos aún más grandes que los míos, pero negros, y una nariz también grande y aguileña, y grandes huesos. No iba a ser una fierecilla fácil de amansar.

Ni mucho menos pretendo poner en duda el honor de Carl. Llevó el uniforme militar en nuestra boda: con sus medallas al heroísmo y la espada en el cinto, parecía el perfecto caballero alemán. Sus credenciales morales resultaban impecables. Sin embargo, casarme con él fue un craso error. La familia cayó en picado, y fue un aterrizaje forzoso. El amor te hace bajar la guardia. Les expliqué a mis padres que, dado que Carl se convertiría a mi fe igual que hicieron Gustav Mahler y un sinfín de otras personalidades, y además era el doble de bueno que yo, porque la bondad le salía de dentro sin esfuerzo mientras que a mí siempre me costaba trabajo (a lo que mis padres asintieron con vehemencia), sería un marido perfectamente respetable. La alternativa era que no hubiera ningún marido. Ésa había sido mi promesa hasta que lo conocí a él, el doctor Carl Rother.

Nos habíam

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