El último verdugo

Toni Hill

Fragmento

ultimoverdugo-2

Prólogo

Hebden Bridge, West Yorkshire, 1990

«Está anocheciendo y mamá no llega».

Ha empezado a soplar un viento frío y Tommy lleva un rato oyendo las ramas de los árboles, que se agitan y emiten un murmullo sibilante. Quizá le advierten que entre en casa a buscar una sudadera, aunque él no piensa hacerlo. Se siente en la obligación de quedarse allí, en el jardín de casa, mirando el muro al que Neil se encaramó hace un rato. Tommy no sabría decir cuánto, porque solo tiene seis años. Es incapaz de calcular si han pasado treinta minutos, o tal vez incluso más. No llega a entender por qué hay veces en que las horas son tan lentas, como cuando mamá los obliga a esperar a haber hecho la digestión antes de bañarse en la playa, y otras en que sucede todo lo contrario: apenas ha salido a jugar con su hermano después de la merienda y ya los están llamando para cenar. Lo único que puede afirmar a ciencia cierta es que no hacía frío cuando Neil se fue, y que se veía con claridad el neumático reconvertido en columpio que ahora es apenas una mancha oscura situada en un rincón del jardín. Y el muro. Ese que ahora es una barrera negra. La tapia que los separa de la propiedad de los Bodman.

Tommy sabe algo más. Se lo han dicho muchas veces sus padres y, hace solo un poco, también su hermano. No hay que acercarse a la casa de los Bodman. «No te muevas de aquí», le ha ordenado Neil en un tono muy serio, y él no se ha atrevido a responderle que la prohibición de no rebasar esa frontera iba, en realidad, dirigida a los dos. Al fin y al cabo, alguien tenía que ir a buscar la pelota y a Neil le gusta ser el líder.

Con casi nueve años, Neil está convencido de que es una especie de segundo papá para Tommy, y a veces le riñe más que su padre de verdad. Claro que su padre no se enfada nunca con ellos. Ni siquiera el día en que tuvo que salir a buscarlos en plena noche porque él, Neil y el hijo pequeño de los Bodman, que va a la misma clase que Tommy, se habían ido de aventuras. Se montaron en una barca que había abandonada a orillas del canal y, empujados por la ligera corriente, avanzaron más lejos de lo previsto. Charlie Bodman se puso nervioso porque no quería llegar tarde a cenar; al intentar conducir la barca hacia la orilla, se cayó al agua. Neil tuvo que ayudarlo a salir mientras Tommy, orgulloso y seco, los miraba. Se les hizo tardísimo: iniciaron el camino de vuelta de noche, con Charlie y Neil chorreando. Luego Charlie se empeñó en tomar un atajo campo a través y este resultó ser un camino aún más largo. Su padre no se enfadó con ellos cuando llegaron, pero le brillaban los ojos de preocupación y los abrazó con fuerza; en cambio el señor Bodman se puso furioso, tanto que no le salían las palabras y empezó a tartamudear. Entonces a Neil le entró la risa floja y el señor Bodman le regañó en un tono muy agitado, tanto que su padre se interpuso entre ambos y los dos adultos estuvieron a punto de llegar a las manos. Aquella no había sido la primera discusión, pero desde ese día ya no pueden acercarse a la casa de los Bodman ni jugar con Charlie

A Tommy no le importa que no los dejen jugar juntos: Charlie era un pesado que hacía trampas y que siempre echaba la culpa de todo a los demás. Según Neil, era porque el papá de Charlie era mucho más estricto que el suyo, quien, en realidad, nunca los castigaba. Tommy no entendió la explicación ni le parecía bien. Para él la verdad era un valor absoluto y la mentira, una ofensa imperdonable, como decía mamá. Sobre todo cuando se mentía en beneficio propio. Y había sido Charlie quien destrozó los rosales de su padre en primavera, no ellos: los pisoteó a conciencia, una y otra vez, cuando en casa le prohibieron ir a la excursión de final de curso porque se le había olvidado regar las plantas del jardín. Tommy no comprendía por qué habían tenido que aguantar un sermón a gritos del señor Bodman, por mucho que su hermano le dijera que era un favor que le hacían a Charlie. Por si fuera poco, papá les hizo comprar unos rosales nuevos con sus ahorros y plantarlos en lugar de los otros, bajo la mirada severa del señor Bodman. Tommy recuerda lo que les dijo su padre: «Os permito una sola travesura importante por estación, ¿está claro? Os toca portaros bien hasta el verano». De hecho, terminó siendo así. Lo del canal pasó unos meses después, el verano anterior. Y a partir de entonces no han vuelto a dirigirse la palabra, ni los mayores ni los niños.

Neil no vuelve. Mamá había salido para llevar un encargo a la casa de los Clarke, y Neil se había negado a ir porque cada vez que ve a Samantha Clarke se pone muy rojo y empieza a tartamudear. A Tommy no le habría importado: le encanta acompañar a su madre a todas partes, sobre todo cuando papá está en Mánchester, como ahora, organizando alguna de sus exposiciones. Neil la convenció de que podían quedarse en casa jugando, de que no iba a pasar nada, de que él se ocuparía de Tommy. Y ahora Tommy está solo, sin saber qué hacer. Las ramas de los árboles susurran cada vez con más fuerza y él comprende de repente lo que le están diciendo. Le chillan que esto no es normal. Que Neil debería haber regresado hace mucho. Que no hay ningún motivo para que su hermano tarde tanto cuando solo tenía que saltar el muro, recuperar el balón y volver corriendo a casa. Que su deber es ir a buscarlo.

Tommy no es un niño atolondrado y sabe que lo primero que necesita para aventurarse en el jardín prohibido del señor Bodman es una linterna. Corre al cobertizo a buscar una y la prueba varias veces. Durante los primeros segundos se siente un poco más seguro con ella encendida; luego descubre que la luz también provoca sombras y que estas dan más miedo que estar envuelto en la oscuridad. Respira hondo y se arma de valor, intentando mirar solo hacia delante, caminar deprisa hacia donde debe ir sin distraerse con los rumores que parecen acecharle. Tommy deja la linterna en la parte superior de la tapia poniéndose de puntillas y luego se encarama sobre el muro. Le cuesta hacerlo, debe tomar carrerilla un par de veces antes de lograrlo y se rasca la rodilla cuando por fin consigue colgarse de la parte superior y alzarse hasta apoyar medio cuerpo sobre la tapia. Un último esfuerzo lo lleva a caer en el jardín vecino. Se apresura a recuperar la linterna de encima del muro, enfoca hacia la casa y respira aliviado. Todo está a oscuras: no hay nadie. No tendrá que en­frentarse a ningún miembro de la familia Bodman.

El terreno de los Bodman es mucho más grande que el suyo. Tommy sabe que frente a la casa hay una zona ajardinada, donde estaban los dichosos rosales. El resto es una extensión de tierra cubierta de maleza, un espacio tan irascible y hostil como su dueño, lleno de trastos inútiles: un motor viejo, herramientas oxidadas, sacos de cemento. Charlie presumía de que iban a construir una piscina, pero eso nunca ha pasado, y Tommy en parte se alegra: sería una tortura oír a Charlie chapotear en los días calurosos del verano sin que ellos pudieran bañarse también.

Tommy avanza despacio por el suelo desigual, plagado de arbustos y de malas hierbas, y enfoca hacia la antigua caseta de Buster, el perro de los Bodman. Habían visto como la familia lo enterraba en uno de los rincones de la finca. «No me extrañaría que ese zumbado hubiera molido a palos al pobre bicho», había dicho su padre en voz alta, y mamá lo había hecho callar. En ocasiones habían oí

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