Sevillana

Charo Lagares

Fragmento

cap

A mis padres, que siempre me han

dejado hacer lo que he querido.

A Juanma, que me alienta a serlo.

Lo que se sabe que va a ocurrir en cierta manera es como si ya hubiese ocurrido, las expectativas hacen algo más que anular las sorpresas, embotan las emociones, las banalizan, todo lo que se deseaba o temía ya había sido vivido mientras se deseó o temió.

JOSÉ SARAMAGO, La caverna

No hay cuestión ni pesadumbre

que sepa, amigo, nadar;

todas se ahogan en vino,

todas se atascan en pan.

FRANCISCO DE QUEVEDO,
«Respuesta de la Méndez a Escarramán»

cap-1

Uno

La primera vez que vi a mi madre llorar, mi hermano le acababa de tirar una cafetera caliente sobre las piernas. La había cogido de la placa vitrocerámica y se la había vaciado encima del pijama. Mi madre gritó y lo apartó de un bofetón. La cafetera rebotó contra el suelo y llegó, derrapando, hasta la puerta de la cocina. Mamá se bajó los pantalones frente a nosotros y salió de la cocina gritando. Mi padre no estaba en casa. Todos los domingos por la mañana jugaba, desde las ocho y media, al golf. Mi hermano se acercó a la mesa del desayuno y comenzó a arrancar las hojas del periódico. Lo dejé descuajeringando las grapas del ABC.

Mamá estaba llorando. La oía al otro lado de la puerta del cuarto de baño. Las lágrimas le llenaban la garganta, parecía ahogarse. Empecé a mordisquear la manga de mi bata. Se me escapó un «mamá». El grifo de la ducha sonaba de fondo. Lloraba a sorbitos, aspirando el aire como si estuviera a punto de acabarse. La oía murmurar. Decía: «Por qué por qué por qué, pero qué he hecho yo, soy idiota, de verdad que soy idiota, Felipe, joder, dónde estás, me quiero ir a casa, puto niño, lo odio, es malo, me quiero ir a casa, mamá, por favor». Noté que una lágrima me saltaba al camisón desde la barbilla.

Pipe continuaba destrozando la cocina. Había vaciado las cajoneras y Sol y Luna miraban los cubiertos desde la puerta. Lo agarré del pelo y lo tiré al suelo.

—¿Por qué has hecho eso?

—Porque es mala. Mamá es mala. No me ha dejado ir a Isla Mágica con Diego.

—Y qué esperas, niñato. Diego es un cani.

—Pues su padre tiene un Porsche.

—Porque es un cani. Eres malo. Papá te va a castigar. Eres muy malo. Todos te odiamos. Malo.

Le hice un arañazo en la frente y me llevé a los perros a mi habitación. Lo oía berrear desde la cocina. En el cuarto de baño, mi madre había dejado de lamentarse. Ella, por costumbre, tenía solo dos estados de ánimo. O estaba ocupada o estaba enfadada. Reía solo por teléfono. Por las mañanas nos llevaba al colegio y jugaba al pádel. Por las tardes, junto a la ventana de su habitación, en el taller que había montado en nuestro antiguo cuarto de juegos, después de recogernos de las clases de equitación hacía punto, pintaba en porcelana y leía novelas de detectives italianos antes de quedar con alguna amiga para merendar. Abandonaba el salón en cuanto terminábamos de comer. No soportaba las siestas de sofá.

Ahora mi madre no parecía enfadada ni ocupada. Ya no. Simplemente dejaba que la abrazaran frente a la puerta de la sala número tres. Miraba al suelo durante un par de segundos, agarraba el codo extraño y apartaba, entonces, el cuerpo ajeno. Llevaba una blusa blanca con una lazada sobre las clavículas y una chaqueta negra de terciopelo. Hermanos, tíos y sobrinos lunareaban de oscuro la habitación. Quedaban tres horas para que mi abuelo regresara con nosotros. Bárbara Dosinfantes serpenteó entre brazos cruzados y manos tras la espalda. Apretaba una chaqueta negra contra el pecho. Con la otra mano, casi con timidez, me frotó el brazo.

—¿Cómo estás tú? Que al final has llegado a tiempo. Tu madre no sabía si ibas a poder venir, con todo el trabajo que tienes siempre.

—Cómo no voy a venir, por Dios. Si yo vengo siempre que puedo. Pero vamos, bien. Gracias. A los ochenta y seis nadie se muere por sorpresa.

—Un fallecimiento siempre es duro.

—Si alguien lleva seis años muriéndose, acabas acostumbrándote.

—Tú cuida mucho a tu madre, que te echa de menos.

—No sé yo si hace falta. Ella ya se cuida muy bien sola.

—Hija, no seas así. De verdad, qué bruta eres cuando quieres.

—Bárbara, es que me lo dices como si mi madre tuviera algún problema. Yo creo que a estas alturas no necesita que yo la cuide.

—Ay, Madrid. Cómo os cambia Madrid a todos siempre.

—Hasta las piedras cambian con el tiempo, Bárbara.

—Sí, ya, pero vosotros vais allí, se os pone todo patas arriba, porque es lo que os pasa, que no sabéis ni dónde estáis, y volvéis que no hay quien os reconozca. Vamos, Beltrán aguantó un año de prácticas y en cuanto pudo volvió.

—Porque no se las renovaron, ¿no?

Gonzalo, que acababa de incorporarse a la conversación, me pellizcó el hombro. Impugné el reproche de un tirón.

—Porque él no quiso renovarlas, porque lo que hay allí no es vivir, todo el rato de un lado para otro, corriendo a todas partes, que es que no podéis ni comer en casa, y luego cuando es fin de semana y parece que ya sí, os vais por ahí, que yo no sé para qué vivís en Madrid si luego ni lo conocéis, como quien vive en Huesca, que lo único que conocéis son los bares.

—Y todos los supermercados veinticuatro horas de la ciudad.

Bárbara continuaba hablando con los brazos cruzados. Solo oía su propia voz.

—Y volvéis que estáis mareados de tantas prisas, y de repente a una le da por dejar de trabajar e irse a recorrer Kuala Lumpur en furgoneta, otra que si se casa con uno de cuarenta años del que se ha quedado embarazada, que vaya tela, otra que rompe con su novio de toda la vida porque ha vuelto a Sevilla y, uh, ahora se cree la más guay del Paraguay. Es como si, yo qué sé, como si os cambiaran por otros. Vais allí, os vacían, os rellenan y de vuelta a casa, de vuelta a Sevilla y que sea lo que Dios quiera.

—Oye, Alejandra, ¿tú sabes dónde está el cuarto de baño, que llevo veinte minutos buscándolo?

Rorro había aparecido a mi lado sin hacer ruido. Me sonreía con delicadeza, sin dirigir siquiera la mirada a Bárbara.

—Te acompaño. —Le puse la mano entre los omóplatos y devolví la vista a la amiga de mi madre—. Luego nos vemos, Bárbara. Muchas gracias por venir. Dales un beso de mi parte a tus hijas, que no me ha dado tiempo antes a saludarlas.

Gonzalo me agarró de la mano y me acercó la frente a sus labios. Le apreté los dedos y caminé tras la levita verde de Rorro. Al final del pasillo, el resto de mis amigas se arremolinaban frente a la puerta de la cafetería.

—Esa señora es siempre superimpertinente. He visto que te paraba y he dicho: ya está esta dándole la tabarra a Ale.

—Bueno, yo creo que es solo conmigo, ¿eh? Como seas así con todo el mundo, a esa edad acabas llegando

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