Almas en el páramo

Miguel de León

Fragmento

Capítulo 1

1

En ningún lugar se cruzó el umbral del tercer milenio de la era común con mayor indiferencia que en la ciudad de Antiqua. Quince años después Antiqua permanece abierta a la modernidad sin rendirse a ella, esperando a que lo nuevo se transforme en viejo ante su mirada invulnerable al paso del tiempo.

El símbolo más genuino y afín con el temperamento de Antiqua es una casa que se conoce por el nombre de La Bella. Construida a principios del siglo XX en la mejor parcela de La Umbría, el barrio más caro y privilegiado, La Bella había permanecido deshabitada la práctica totalidad de su siglo de vida, perseguida por la leyenda de que había vuelto locos a los que cometieron la osadía de ocuparla. Un cronista de la ciudad hizo más sobrecogedor el misterio cuando cayó en la cuenta de que La Bella había respetado a las mujeres, y que los casos de locura fueron todos de ocupantes varones.

Según el relato de unos vecinos, cerca de la medianoche, traídos de su interior o de sus inmediaciones por un eco metálico, se oyeron gritos, lamentos, voces de ultratumba, invocaciones al Maligno y el cántico de un coro que proclamaba el advenimiento del mal. Lo oyó un vecino que había sacado a pasear un pequeño caniche, y dio media vuelta y regresó a su casa. La mujer vio al perrito gimiendo debajo de una butaca y a su marido descompuesto bajo el dintel, y le sobraron las noticias.

—¿Otra vez suspira La Bella? —preguntó.

—Esta noche parece la peor —respondió él—. Vamos con los niños a casa de los abuelos antes de que empiece la llantina.

Al salir, saludaron con ademán de resignación a otros vecinos que, como ellos, se marchaban con sus hijos pequeños.

Llevaban dos días de canícula en un agosto implacable, y despertaron las primeras luces en medio de una pestilencia nauseabunda. Uno de los vecinos más ilustres del barrio, Marcelo Cato, el alcalde, no tuvo clara conciencia del problema que había irrumpido en el ámbito de su responsabilidad cuando Tulia Petro, la criada de toda la vida, entró en el dormitorio matrimonial la mañana de aquel domingo inclemente con el desayuno, los periódicos y la noticia de la atroz emanación.

—Este no será un buen domingo. Hay una peste tan tremenda en la calle que un cristal del aparador se quebró cuando abrí la ventana —dijo sin pestañear.

—Se te habrá roto al limpiarlo, Tulia —le respondió con suavidad Paula Calella, la esposa del alcalde, a quien ya no causaban espanto ni los desahogos y ni la lógica descabellada de la criada, a la que sentían como otro miembro de la familia.

—Pues será eso. Pero la peste es tan fuerte que se pueden romper más cristales, señora. Y yo de cosas como esa no me responsabilizo —dijo cuando salía de la habitación.

Marcelo Cato y su esposa rieron entre dientes el descaro legendario de la criada y tomaron el desayuno recordando la larga colección de anécdotas con las que Tulia Petro les había coloreado la vida.

Era inevitable que al hablar de ella recordaran el día de su llegada. Muerta de miedo, medio descalza, con un vestido descosido y una cajita de cartón atada con una cuerda, en la que llevaba todas sus pertenencias: tres bragas, dos sujetadores, una combinación, media docena de pañitos para los días de renuevo, dos pares de calcetines, unas chanclas, una blusa, una falda y una rebeca de lana por todo abrigo. Huérfana de padre desde niña y de madre pocas semanas antes, analfabeta y desahuciada, era dueña de una hermosura de carácter, una desenvoltura y un donaire de trato que nada más entrar por la puerta se apoderó de sus corazones. Hacía tanto tiempo de aquello que preferían no recordar qué año fue.

Como cada domingo, el matrimonio se preparó para acudir a la misa, ineludible para el decoro de un político conservador dispuesto a llegar más lejos y más arriba.

Al abrir la puerta, Marcelo Cato supo que el fuego de aquel agosto sin clemencia y una fetidez bíblica se habían conjurado contra él. Un muro invisible le cerraba el paso y el conductor del vehículo oficial, que esperaba al borde del vómito, intentaba contener con un pañuelo infructuoso el sofoco de plomo líquido de la inmunda hediondez. La imagen dio a Marcelo Cato la clara panorámica del desastre que debía resolver. No salió. Cerró la puerta y regresó turbado sobre sus pasos.

—Coge pañuelos y algún perfume fuerte, Paula —le dijo a su esposa, en un tono tan lastimero que despertó en el corazón de la mujer una desazón de catástrofe.

—¿Tan grave es?

—Un espanto. No sé si ese olor podrá romper los cristales, pero te garantizo que raya los ojos.

El responsable de la policía municipal de servicio ese día, un sargento curtido en el empleo, le dio la novedad de que ya había dispuesto una patrulla de dos guardias que investigaban por la zona, auxiliados por un retén de sanitarios.

—Estaré en misa de once. Manténgame informado —ordenó el alcalde.

La tranquilidad del sargento resultó injustificada. A la primera patrulla se sumó otra sobre las dos de la tarde, junto con una cuadrilla de poceros. Rebuscaron por calles y jardines, bajaron a las alcantarillas, subieron a tejados y azoteas, vaciaron contenedores de basura y escudriñaron palmo a palmo un perímetro cada vez mayor, mientras la inquietud y las quejas comenzaban a llegar a Marcelo Cato.

Era absurdo que un hecho que sólo afectaba a un par de manzanas trastornara a la ciudad. Pero una cadena de televisión que vigilaba la casa del alcalde, ante la sospecha de que se reuniría con alguien incómodo para el partido, informó de la pestilencia y arrastró a otros medios de comunicación.

Todos los esfuerzos fueron inútiles. No consiguieron hallar el origen del mal olor, que iba y venía, y tan pronto daba tregua como arreciaba. Un prestigioso forense que vivía en las inmediaciones aseguró que debía tratarse de un cadáver, pero no concretó más. Sin conceder crédito a tanta inoperancia, el gabinete del alcalde, con la plantilla de personal descuartizada por las vacaciones de verano, pospuso los trabajos.

Pese a todo, para Marcelo Cato la situación no pasaba de ser un inconveniente. Él era un ejecutor eficaz, feroz en la defensa de los intereses de Antiqua, y aunque vivía una etapa de enfrentamiento con una facción del partido, tenía la confianza de los votantes y consideraba accesorio todo lo demás. «La prensa es nuestra, dirán lo que les ordenemos decir; el pueblo es nuestro, se apacigua con cuatro fuegos de artificio y una verbena; y la oposición no existe, se conforma con nuestras migajas, también es nuestra».

Siempre funcionó de tan fácil manera. Sin embargo, al ver las noticias de la noche Marcelo Cato supo que el incordio de la pestilencia se había salido del quicio y el lunes muy temprano hizo una llamada de teléfono.

—Darío, necesito que interrumpas tus vacaciones. Tienes que venir ahora mismo a echarme una mano.

Darío Vicaria era para Marcelo Cato como el hijo q

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