Bingo!

Martín Caparrós

Fragmento

Unas palabras

UNAS PALABRAS

Todo empezó como empieza casi todo: por el medio. Un día, sin quererlo —por un pedido guasón—, me encontré escribiendo sobre el número 69. Y unos días después, ya queriendo, me encontré pensando que si podía escribir sobre el 69 también podría sobre el 70, el 71, el 17. En esos días me encontraba bastante. Peor: me daba charla.

Era un desafío: si cifras y más cifras nos gobiernan, por qué no tratar de contarlas. Y un paseo: cómo armar alrededor de los números, que arman el mundo, un viaje por ese mundo numerado. Además imaginé que la consigna de escribir sobre nada —redacción tema el 54— me obligaría a escribir sobre lo que realmente me importaba —fuera lo que fuese. Me obligaría a descubrir qué era lo que me importaba.

Lo hice, entonces, en las revistas Veintidós y Veintitrés. Durante casi dos años —los primeros del siglo— tuve que pensar, cada semana, qué hacer con el número que me correspondía. Tenía un título obligado, una medida estricta: era como hacer sonetos por encargo —y las obligaciones de una métrica fuerte son un ejercicio que siempre me sedujo. Después, un día, canté bingo. Había llenado mi lotería de cartones y me pareció que tenía sentido.

Ahora he releído y corregido estos números —estas palabras. Me alivió suponer que, en general, mantienen su vigencia. Ciertas indignaciones parecen trasnochadas: algunos argumentos se hicieron más comunes. Es un síntoma —y hasta suena alentador. Algún panfleto parece más fechado. Dos o tres, incluso, resultan involuntarios fragmentos arqueológicos: en el número 22, por ejemplo, me alarmo ante la cifra reciente de “diez millones de pobres” —en un escrito que fue publicado por primera vez hace menos de diez años. Pensé en actualizarlo; me pareció más interesante mantener esos datos —que convocan a pensar cómo fueron cambiando ciertas cosas en el tiempo que pasó desde entonces. Cómo cambiaron, entre otras cosas, las cifras de nuestra indignación.

Aquí están, entonces: una manera de la autobiografía y un modo atravesado del discurso político y una vía caprichosa de la historia y una enciclopedia de saberes inútiles. Me permitieron conocer y conocerme: quizás a ustedes les permitan cosas mejores. Me gusta creer que son ensayos mínimos: palabras muy cruzadas, anónimos firmados, cien panfletos sobre todo y nada.

Capítulo 00

00

Es difícil pensar un mundo sin cero. Y resulta que siempre —casi siempre— ha habido unos, tres, cincos, cientos, pero ceros no. Es difícil pensarlo. En general, es difícil pensar un mundo distinto: cuando se trata del futuro, porque últimamente nos han convencido de que éste es el único mundo posible; cuando se trata del pasado, por escasez de datos o pereza intelectual o carencia pura y simple de ganas o de imaginación. Pero el mundo ha cambiado tanto, y cambiará.

—¿Y el presente?

—¿De qué presente me está hablando? ¿De un regalo, de lo que ahora está aquí, de este momento juyendo como agua entre los dedos?

—No me joda, Caparrós, por una vez le solicito.

Ahora —en este presente que ya lleva algunos siglos— nadie se pregunta cómo escribir dos mil trescientos cuarenta y seis: 2346. En realidad, lo que estamos escribiendo es algo más complejo:

(2 × 1000) + (3 × 100) + (4 × 10) + (6 × l)

con perdón de las cifras. Lo que pasa es que, de tan acostumbrados, ya ni pensamos que ese 3 en el lugar de las centenas significa 3 veces 100, o ese 4 en el sitio de las decenas quiere decir 4 veces 10: un artificio que —como tantos— parece natural. Ahí está, a veces, la gracia: en tratar de entender qué es lo que hacemos cuando hacemos lo que siempre hacemos.

El sistema de escritura posicional de números apareció entre los babilonios hace unos cuatro mil años. Pero —aunque ahora nos parezca obvio— muchas otras culturas nunca lo manejaron: los griegos y romanos, por ejemplo, y Europa hasta después del 1000 después de Cristo. “La idea es tan simple”, escribió el matemático Pierre Simon hace dos siglos, “que su propia simpleza es la razón por la que no nos damos cuenta de cuánta admiración merece”.

El sistema posicional era admirable, pero tenía un problema central: cómo hacer cuando faltaban las centenas o las decenas o las unidades: cuando había que escribir, digamos, 408. Los babilonios no terminaron de resolverlo: se las arreglaban, pero confusamente. Quizás por eso las demás culturas no adoptaron el modelo. Recién hace unos quince siglos el cero vino a solucionar esa cuestión, entre muchas otras. Es difícil pensar que hay que crear una cifra para lo que no se puede contar: la carencia, el vacío. Aunque sea uno de los números más significativos.

—Eso porque todavía no hablamos del 69.

—¿Perdón?

Los mayores inventos de la humanidad no tienen casi historia. Nadie sabe quién inventó la rueda, quién domó al primer burro, quién cocinó primero una comida. Nadie sabe, tampoco, quién definió el cero: se supone que fue algún indio, hacia el año 500. Es casi lógico que haya aparecido en la India: en el resto del mundo, en general, el vacío era una idea aterradora, aquello de lo que todos intentaban huir. Allí, en cambio, entonces, las dos religiones principales, el hinduismo y el budismo, lo buscaban. Para las dos, de maneras levemente distintas, el propósito básico de cualquier creyente consistía en vivir una vida lo suficientemente pía como para poder dejar de reencarnar y disolverse, tras su muerte, en el nirvana: una especie de inexistencia perfecta, un vacío feliz, el Gran Cero.

—No debían tener una vida fácil, esos muchachos.

—¿Le parece?

—Digo, si lo único que querían era dejar de vivir, no reencarnarse más…

Las religiones se inventaron, más que nada, para calmar el miedo de lo incomprensible y consolar del terror a la muerte: para eso, la mayoría ofrece algún tipo de vida del otro lado, alguna forma de suponer que también después vamos a poder seguir siendo y haciendo. Salvo estos orientales, que imaginaron que el castigo es vivir una y otra vez, y la recompensa que todo se acabe definitivamente. Estaba —ahora es fácil decirlo— cantado: los grandes cultores del vacío nos ofrecieron el cero, la cifra de la Nada.

Después los árabes lo llevaron a Europa para que pudiera haber una civilización occidental y cristiana, y ahora el cero tiene un lugar central en nuestra cultura: no hay cifra que se parezca más a un concepto, a una idea.

—¿Entendiste, n

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