Dios mío

Martín Caparrós

Fragmento

1. Mi primer Dios

1

MI PRIMER DIOS

¿Cómo puede lo limitado conocer la profundidad de lo

ilimitado? ¿Cómo puede la hormiga socavar una montaña?

El saber sobre mí está fuera de sus manos. ¡No! Ustedes son

incapaces de comprenderme.

S. S. SAI BABA

Creo que nunca antes había visto a un dios. Nunca se puede estar seguro, porque hay dioses que no dicen que lo son, pero supongo. Quiero decir: tengo vistos dioses en pinturas, estatuas, frescos, medallas y estampitas e incluso en el corazón de su pueblo. Pero nunca antes había visto a un dios caminando, sonriendo, tropezando, repartiendo cenizas, recogiendo cartas, revoleando caramelos de mango.

El dios caminaba entre mil y pico de devotos sentados en el suelo de un galpón inmenso: muy de blanco los hombres, mujeres de colores, y él naranja. Así, a primera vista, el dios parecía un señor cansado y un poco socarrón, con su papada en serrucho y su boca cocodrilo, la sonrisa a medias, tanta cara y el pelo tan alzado. Los ojos refulgentes. Fue sólo la primera vista. El dios era muy bajito, iba de túnica y caminaba despacio, seguido por su escolta de tres o cuatro hombres de blanco, recibiendo cartas, dando una palmada, recibiendo una mirada de amor infinito, dando una respuesta, recibiendo un anhelo, dando un puñadito de ceniza, dejándose besar a la apurada un pie. Era mi primer dios, y hacía un calor de todos los demonios.

Lo primero que me impresionó de Sai Baba fue una historia: la leí hace unos meses y la cuenta el señor Kasturi, su biógrafo oficial, en el primer tomo de su biografía oficial, Satyam, Shivam, Sundaram: la vida de Bhagavan Sri Satya Sai Baba. Resulta que en esos días Sai Baba tenía 17 años y estaba pasando una temporada en Bangalore, la ciudad grande a 200 kilómetros de su pueblito natal. Entre sus primeros devotos había un Sri Krishnamurti, uno de tantos Krishnamurtis, funcionario del gobierno de Mysore.

“El mencionado señor Krishnamurti era un visitante asiduo y participante entusiasta en el grupo de cantos devocionales —escribe Kasturi—. Observaba y seguía a Baba de cerca, hasta que un día, alrededor de las ocho de la mañana, se acercó y le dijo muy emocionado: ‘Sé que tú eres Dios… ¡muéstrame tu forma real!’. Baba trató de eludirlo, pero no pudo. Entonces materializó una foto de Sai Baba de Shirdi y le indicó que meditara en ella y la puso en la pared, donde se sostuvo por sí sola: ‘Quédate mirando la imagen’, le dijo, y abandonó la casa para ir a dar su Visión Divina a algunos devotos en sus propios hogares.

”Baba regresó cuando el reloj daba las doce. No hacía sino atravesar el umbral cuando se oyó que Krishnamurti daba un grito de alegría y se desplomaba en una habitación interior. Cuando recobró los sentidos, temblaba de manera incontenible y respiraba con dificultad: mantenía los ojos apretadamente cerrados y perseguía a Baba por todas las habitaciones, pidiéndole a ratos de manera lastimera y a ratos de manera impetuosa: ‘¡Dame tus pies! ¡Déjame tocar tus pies!’. Parecía guiarse por el olfato para descubrir exactamente dónde se encontraba Baba, quien lo rechazaba dulcemente, trataba de rehuirlo o mantenía sus pies ocultos mientras estaba sentado, sin ceder a la insistencia.

”Cuando se le pedía a Krishnamurti que abriera los ojos, éste se rehusaba alegando que no deseaba ver nada que no fuera los pies de Baba. Este estado de alegría y excitación continuó por muchos días y Baba le explicó que si llegaba a tocar sus pies en ese estado de éxtasis, moriría. Después, Baba le dijo serenamente que volviera a su casa y que le daría su Visión Divina allá y se trasladó a otra casa. No obstante, Krishnamurti fue incapaz de contenerse: salió de la casa, abordó una carreta y guiándose siempre por su olfato —porque en ningún momento abrió los ojos— guio al conductor hasta el nuevo alojamiento de Baba. Allí descendió de la carreta, entró en los jardines y comenzó a rondar la casa hasta descubrir la habitación en que Baba se encontraba en esos momentos. Baba volvió a decirle que el efecto de una experiencia de Bienaventuranza como aquella resultaría peligroso para su vida. Parientes suyos que lo habían seguido tuvieron que arrastrarlo de vuelta a su hogar, en tanto que él no hacía sino mantener los ojos cerrados y orar por los pies de Baba.

”Como había ayunado por todo este tiempo e incluso se había negado a beber algo de agua, tuvieron que llevarlo al hospital. Cuando Baba lo supo, le envió un poco del agua en la que habían sido lavados sus pies. Tan pronto bebió esta agua, Krishnamurti quedó tan bien como para que pudieran llevarlo de vuelta a su casa. Una vez allí, en su propia habitación y en su cama, les pidió a todos los que lo rodeaban que entonaran cantos devocionales, y así lo hicieron. Cuando los cantos terminaron, se dieron cuenta de que Krishnamurti ya no se levantaría más.

”Había tocado los pies del Señor: el río había desembocado en el mar. ¡Qué alma tan evolucionada debe de haber sido como para merecer tan inenarrable Bienaventuranza!”.

No sólo me pareció una historia de amor incomparable; no podía dejar de preguntarme cómo sería alguien que cree que el agua con que lava sus pies da la vida o la muerte a las almas más altas, y que consigue que lo crean millones.

El dios, a pocos metros, revoleaba caramelos de mango y yo trataba de encontrarle las claves en la cara. Iba a ser difícil, pero por suerte largo. Tres horas antes, en el parque del hotel West End, de Bangalore, me preparaba para entrar en la vida recogida del ashram de Sai Baba.

La comida en la India es un albur. Para ellos es, sobre todo, poca; para nosotros, está bien: suele ser vegetariana y no es mucho más fuerte que la bola de fuego del profeta Elías concentrada en el tamaño de un biznikke nevado. Al primer bocado, un curry de verduras te deslumbra por los matices de sus especias raras, el dulce y el aroma y el ácido mezclados; al tragarlo, generaciones de ancestros del cocinero se ríen de tus imprecaciones agitando las cabezas oscuras como quien no termina de entender por qué murió el mosquito y se mira la mancha en la palma de la mano. Que comer equivalga a anestesiarse la boca con picantes debe significar algo. Se sabe que los picantes son buenos para matar a los gérmenes que dan sabor al trópico, y para ocultar los sabores sospechosos de los alimentos que el trópico pudre un poco fácil. Pero estas son, si acaso, causas. Se suele suponer que como se come se coge, y no consigo encontrar el equivalente sexual de estas comidas que dejan de serlo al cabo de tres bocados, cuando toda sutileza muere a manos de la fogata inextinguible. Me suena, en el mejor de los casos, como una luna de miel con Stallone.

Además, había escuchado sobre la espiritualidad de la cantina del ashram los peores elogios, así que antes de sumergirme decidí hacer una última comida en el gran mundo, entre plantas tropicales y cataratas falsas y pajarracos que gritaban insultos en dialecto local. A las dos de la tarde, d

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