La guerra moderna

Fragmento

—¿Así que todavía no conoces a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso, y vas a ver.

Bert tiene 49 años y sus dos hijos ya están en la universidad. Su señora se ocupa de la casa donde viven, cerca de Düsseldorf, y parece que desde que los chicos se fueron se aburre un poco, aunque Bert dice que siempre le dio lo mejor y que no tiene de qué quejarse, y debe ser cierto. Bert usa esos anteojos de marco finísimo y unos labios muy finos y una sonrisa fina de óptico germano al que uno le entregaría sus ojos sin temores. Bert tiene el pelo corto, muy prolijo, y una vida intachable. Sólo que, en cuanto puede, una o dos veces por año, cuando la empresa óptica donde trabaja lo manda a la India, Bert viene a darse una vuelta por Sri Lanka, el centro mundial de la prostitución de chicos. El resto de sus días es un ciudadano modelo, y vive del recuerdo:

—Pero si supiera que no puedo volver aquí me desesperaría.

Dice Bert, ahora que estamos en tren de confesiones. No sé por qué, hace un rato, se decidió a hablarme de esto. Seguramente porque ayer nos cruzamos, mientras yo entraba y él salía de la casita donde Bobby, el cafishio, tiene sus cuatro chicos. En estos días ya habíamos charlado un par de veces, en el bar de la playa, pero nunca de esto, por supuesto. Quizás le guste suponer que soy su cómplice; debía necesitar alguna compañía.

—No, no vas a prender ese cigarrillo, ¿no? No me digas que vas a arruinar con tu cigarrillo este aire tan puro.

Un poco más allá, el mar brilla con un azul inverosímil; el sol un poco menos. Hace calor. Esta mañana la radio dijo que estaría fresco, no más de 32 o 33. Cuatro o cinco chicos de 10 o 12 juegan con las olas, se revuelcan, se pelean como cachorritos. Bert los mira con ojos de catador experto. Me parece que puedo pegarle o hacerle una pregunta más. Querría preguntarle por qué hace lo que hace pero no debo, porque Bert tiene que suponer que yo soy uno de ellos:

—¿Y no te molesta que sean tan oscuros?

—Me parece que si no fueran negritos no podría.

Las playas del sudoeste de Sri Lanka son modelos: alguien estudió las playas tropicales de todas las postales del mundo y se encargó de combinar la más apropiada arena blanca, las olitas más apropiadamente turquesas perezosas, las palmeras recostadas en el más apropiado de los ángulos. Esta playa es absolutamente intachable, y me hace sentir un poco torpe: si no fuera por mí, todo sería perfecto. En la playa de Hikkaduva reina la concordia: media docena de surfistas australianos repletos de músculos muy raros, un par de familias cingalesas numerosas y vestidas, dos o tres matrimonios alemanes gordos con sus niños, tres o cuatro parejas de viajeros con mochila al hombro, unos cuantos perros, un par de pescadores, los chicos morochitos revolcándose y cuatro o cinco europeos cincuentones mirándolos, sopesando posibilidades. De vez en cuando pasa una pareja extraña: uno es graso, cincuentón, blancuzco, de panza poderosa y fuelle en la papada, mirada zigzagueante, slip muy breve; el otro es un chico pura fibra, oscuro, erizado de dientes, pantaloncito viejo, medio metro más bajo que su compañero. Yo no conozco a Yohan pero, por lo que voy sabiendo, dudo que tenga mucho más de 10 años.

El turismo sexual existió siempre. Ya algún romano escribía sobre “los finos tobillos y las salaces danzas” de las cartaginesas de Cádiz, hace dos mil años. Y Venecia atraía viajeros por sus cortesanas hace doscientos. Pero últimamente, con la explosión turística, el mundo se ha convertido en un burdel con secciones bien diferenciadas. Hace unos quince años, a algunos gobiernos les pareció que podía ser una buena forma de atraer turistas, es decir: dinero.

En 1980, el primer ministro de Tailandia se dirigía a una reunión de gobernadores: “Para incrementar el turismo en nuestro país, señores gobernadores, deben contar con las bellezas naturales de sus provincias, así como con ciertas formas de entretenimiento que algunos de ustedes pueden considerar desagradables y vergonzosas porque son formas de esparcimiento sexual que atraen a los turistas… Debemos hacerlo porque tenemos que considerar los puestos de trabajo que esto puede crear…”. Y los agentes de viajes, los hoteleros, las compañías aéreas también sacan tajada. Los turistas están produciendo muchos cambios en el mundo. El periodista francés Jean-Paul Sartre los llamó, alguna vez, “los invasores suaves”.

Los destinos de los turistas sexuales son variados. Los que buscan el calor de las mulatas tropicales suelen ir a Brasil, Cuba o Santo Domingo; son, más que nada, italianos, mexicanos, españoles. En Filipinas o Tailandia se encuentran los australianos, japoneses, americanos o chinos que quieren comprarse la sumisión de ciertas orientales. Europa del Este funciona últimamente como proveedora de esposas blancas y más o menos educadas para los occidentales con problemas de seducción.

Tanto en Brasil como en Tailandia, muchas de las chicas son muy chicas. Organismos internacionales calculan que hay en el mundo un millón de menores prostituyéndose, y que el negocio mueve unos 5000 millones de dólares por año. En medio de todo esto, a Sri Lanka le quedó, como especialidad, los chicos.

Hay quienes dicen que fue, curiosamente, culpa del machismo: las niñas, en Sri Lanka, están muy controladas, porque es fundamental que lleguen vírgenes al matrimonio; en cambio los muchachitos pueden andar libremente por ahí, sin restricciones. Como, además, son tan amables y pobres y confiados, resultaron una presa casi fácil para los primeros pedófilos —“amantes de los niños”— europeos que llegaron alrededor de 1980, junto con los últimos hippies que escapaban de Goa, en la costa oeste de la India.

Los pedófilos conseguían chicos sin ningún problema, y las autoridades no los molestaban. De vuelta a casa, empezaron a correr la voz; a los pocos años, decenas de miles llegaban todos los años a Sri Lanka en busca de la carne más fresca. Y, últimamente, la difusión circula bien por internet. En ciertas “home pages” de los grupos pedófilos se puede conseguir toda la información: adónde ir, cómo organizar el viaje, con quién contactarse en el país. La tecnología sirve para todo.

El turismo es la tercera fuente de divisas de Sri Lanka, detrás del té y la industria textil. En un país con un producto bruto per cápita de apenas 660 dólares anuales, la entrada es importante. Pero el precio es demasiado alto. Las estadísticas no son del todo fiables pero se supone que hay, en estos días, en las playas que rodean la capital, Colombo, unos 30.000 menores, entre 6 y 16 años, que se prostituyen. Y un estudio reciente mostró que uno de cada cinco chicos había sido sexualmente abusado en Sri Lanka. La cuestión, últimamente, se está convirtiendo en un problema nacional.

En esta playa, Hikkaduva, no sólo hay alemanes, pero son la fuerza básica. Muchos carteles están en alemán, muchos locales te abordan en la playa diciéndote wie geht’s. Cada cincuenta metros se te aparece alguien que empieza por preguntarte de dónde sos, sigue diciéndote si no querés comprar batik o máscaras o una excursión en bote con fondo de vidrio a los corales y, muchas veces, termina por ofrecerte un chico:

—¿De qué edad?

—De la que quieras. Ocho, diez, catorce…

La primera vez que Bobby me paró le dije que sí, que quería, porque tenía que hacerlo. Pero cuando habíamos caminado unos metros le dije que mejor mañana. Yo sabía que tenía que ir, pero me estaba dando terrible retortijón en el estómago. Hikkaduva es tan bella, y está en el medio de la nada. Unos kilómetros hacia el sur hay pescadores que se pasan el día colgados de troncos clavados en el lecho del mar, acechando a sus presas; un poco más acá está el árbol que acabó con Manaos. A fines del siglo pasado, la explotación del caucho en el Amazonas convirtió a ese poblacho brasilero en una ciudad donde Caruso fue a cantar ópera. Brasil tenía el monopolio mundial del caucho, y se enriquecía. Hasta que un inglés consiguió sacar, de contrabando, unas semillas del árbol de goma —Hevea brasiliensis— y las plantó en estos parajes. En pocos años, la industria del caucho en el sudeste asiático acabó con la prosperidad de Manaos y la condenó a muchos años de siesta y mosquitero.

Al otro día, a eso de las 6, Bobby me esperaba en el mismo lugar de la playa. La puesta de sol era magnífica y había un viento suave que ondeaba las palmeras. Bobby me dijo que el precio seguía siendo el mismo, 300 rupias, y que Jagath ya me estaba esperando en la casa, ahí nomás, en el pueblo. 300 rupias son unos 5 dólares. Bobby tenía 22 años, una barbita mal cortada, la mirada dura y un par de dientes menos; era de un pueblo del interior, a unos 80 kilómetros de Hikkaduva.

—¿Y hace mucho que te viniste para aquí?

—Me vine cuando tenía 10. Yo tenía que irme de mi pueblo. Tenía miedo de que me vendieran.

Mientras caminamos, Bobby me cuenta la historia de Sunil, un amigo del pueblo: que su padre lo mandó a trabajar a un hotel, aunque sabía para qué lo querían, porque un día apareció en el pueblo un hombre que le ofreció un televisor. El padre de Sunil no tenía dinero; el hombre le dijo que él se lo prestaba. El padre no podía devolvérselo, y el hombre le dijo que si mandaba a Sunil a trabajar al hotel, en dos años su deuda estaría saldada. Hace unos años, en la India, un chico me contó que sus padres lo habían entregado por veinte meses a un fabricante de cigarros para pagar la deuda contraída tras una sequía. No es lo mismo una sequía, y la hipoteca para salvar la tierra, que un televisor: otra gran victoria de la tecnología moderna. Y se supone que ésta sea una de las razones del desastre: en todo el Asia una población rural, que vivió por siglos en una economía de subsistencia, se enfrenta con tentaciones nuevas, que se le ofrecen pero están fuera de sus posibilidades, y quiere alcanzarlas. Aunque, en muchos otros casos, lo que buscan es sólo la comida.

Bobby me cuenta que cuando se enteró de la historia de Sunil pensó que tenía que escaparse antes de que su padre lo vendiera. Su padre no tenía trabajo, y había demasiados chicos. Bobby se escapó pero no tenía dónde vivir, pasaba hambre y dormía en la calle. Al final encontró a su amigo Sunil en un hotel cerca de Hikkaduva, y Sunil habló con su patrón, un cafishio de la zona; a los pocos días, Bobby también tenía conchabo.

Nos hemos parado bajo la sombra de un árbol muy grande. A 100 metros de la costa, la vegetación se cierra y el mundo se transforma: caminos intrincados de tierra roja recorridos por motitos y carretas de bueyes, pozos donde los campesinos van a buscar el agua con baldes en la cabeza o en las dos puntas de una rama larga, campos de arroz donde su hunden los búfalos de agua, chozas de bambú, mercaditos paupérrimos, un verdor invencible. Bobby me sigue contando y, para que me cuente, yo tengo que ser amable con él. Lo nuestro es una triste carrera de ratas.

—Trabajé para ese hombre hasta que tuve 19 años. El tipo nos llevaba a casas de hombres blancos, o a habitaciones del hotel, según. Pude aguantar más porque soy bajito, y parecía más pequeño. Pero a los 19 me tiró a la calle.

Cuando llegan a esa edad los chicos ya son demasiado viejos: se quedan afuera del circuito y no tienen demasiadas posibilidades de reciclarse. Algunos, los más astutos, siguen en el ramo como intermediarios, cafishios. Y otros se reciclan en el chiquitaje de la venta de drogas o los robos. Unos pocos zafan y hay uno, cuya historia escuché varias veces, que consiguió que un alemán rico le pusiera casa y granja: es el modelo que hace que muchos marchen. Quizás ni siquiera exista. Bobby estuvo un par de años sin saber qué hacer, pasándola muy mal, hasta que se decidió a convertirse él mismo en un cafishio.

—¿Y qué fue de tu amigo Sunil?

—A Sunil le fue mal. Le dieron mucha droga, y ahora no puede vivir sin su cuota. Siempre dice que querría volver al pueblo, pero no puede porque le da vergüenza, porque todos saben dónde estuvo…

—¿Y entonces tú no vas a poder volver nunca?

—Sí, yo voy a volver, y mis padres me van a recibir felices.

Bobby se sonríe un poco maligno, como quien rumia una venganza. Los dientes de tan blancos le brillan en la cara oscura:

—Yo voy a ahorrar mucha pela, voy a volver con mucha pela. Entonces mis padres me van a tener que recibir y me van a pedir que los perdone y yo los voy a perdonar, y vamos a hacer una gran fiesta.

—¿Y ya tienes algo ahorrado?

—No, muy poco, pero ya voy a tener, en unos años más. Aquí se gana bien.

Seguimos caminando. Mientras vamos, juntos, por las calles intrincadas del pueblito, la gente me mira, sabe de qué se trata, y yo me hundo de vergüenza. Aunque no es seguro que me estén condenando. Todavía no está nada claro, en estas tierras, que la prostitución infantil sea algo grave; es, para muchos, una forma relativamente fácil e inofensiva de conseguir algún dinero. Hace tiempo que esta gente dejó sus actividades habituales —el cultivo o la pesca— ante el espejismo del turismo: en general, malviven de vender cositas, o de ofrecer servicios más o menos confusos. Bobby me dice que ya estamos llegando.

—¿Y te gusta hacer esto?

—Es un buen business.

Me dice, como si la cuestión no mereciera mucho más comentario. Y es cierto que yo no estoy en condiciones de ponerme moralista, mientras me lleva hacia la cama de uno de sus chicos.

Sri Lanka es una isla, pegada al sudeste de la India, de 353 kilómetros de largo por 183 de ancho, unos 65.000 kilómetros cuadrados: la provincia de San Luis con 18 millones de habitantes. En ese espacio se concentra casi todo lo que el trópico puede ofrecer: playas increíbles, montañas de más de 2000 metros, plantaciones de té, campos de arroz, la jungla más espesa, tigres, cobras, elefantes y flores, árboles y frutas que apenas tienen nombre. “La isla más bella de su tamaño en todo el mundo”, escribió, hacia 1295, Marco Polo, que había visto unas cuantas.

La isla se llamó Tambapanni o Taprobane en tiempos de Alejandro Magno, Serendib en el siglo XIII, Ceylán para los portugueses y otros colonos. Y siempre fue un poco mítica: con uno de sus nombres, los ingleses inventaron una palabra que no existe en ningún otro idioma, “serendipity”: la facultad de descubrir, por casualidad, algo inesperado. Serendipity es una de las armas más poderosas de la ciencia. Desde 1972, el país se llama República Democrática Socialista de Sri Lanka, aunque ya nadie sabe bien por qué.

Ceylán fue colonia inglesa hasta 1948. Desde la independencia, hubo diversos gobiernos, todos surgidos de elecciones más o menos limpias, y distintos conflictos; a principios de los ochentas se acabó la ola estatista que había dominado la escena y empezó el reino de la economía de mercado. El producto bruto aumentó, y también la pobreza y la desocupación. La presidente actual, Chandrika Bandaranaike, hizo su campaña en 1994 con la promesa de atacar esos problemas. Una vez elegida, se lanzó a privatizar todo lo que pudo y, ahora, hay protestas sociales y gremiales importantes. Como corresponde, Bandaranaike es hija de un padre, S. W. R. Bandaranaike, que fue primer ministro hasta 1959, cuando lo asesinaron, y una madre, Sirima Bandaranaike, que fue primera ministra durante más de diez años entre 1960 y 1977. En 1994, Bandaranaike ganó las elecciones, adelantadas porque los guerrilleros tamiles mataron al presidente y, poco después, nombró a su madre de 80 años primera ministra.

En la prensa mundial, Sri Lanka existe poco. Las noticias sólo hablan de Sri Lanka cuando los guerrilleros tamiles —los Tigres— hacen volar algo. Los tamiles son una etnia que viene de la India, de religión hinduista, que vive sobre todo en el norte; los cingaleses, budistas, que son originarios de Sri Lanka y son la mayoría, gobiernan el país. Los tamiles quieren formar un estado independiente, y los cingaleses se oponen: la guerra ya lleva más de quince años.

Yo no venía pensando en eso, pero lo primero que me dijo el taxista que me sacó del aeropuerto fue que la semana pasada la nafta había aumentado 25 por ciento porque el gobierno necesitaba recaudar fondos para sus operaciones contra los Tigres, en el norte. No supe si creerle, porque los taxistas de los aeropuertos a veces cuentan historias muy raras, pero al cabo de un par de kilómetros cruzamos el primer control militar: tres barreras de alambre de púas, de esas que hay que pasar despacio y en zigzag. Como llovía, los soldados se habían metido en una casilla. Después, al entrar a Colombo, hubo varios puestos más, y ahí sí había soldados con capotes, muy armados.

Colombo es una ciudad de un millón de habitantes, aireada y razonablemente sucia, todo el tiempo en lucha contra matorrales y palmeras, pero no hay muchas moscas: supongo que no soportan tanto calor. En Colombo los olores de basura, de incienso y de especias se mezclan en proporciones muy variables con una buena dosis de sudor, escape y frito, y ese jabón de aceite de coco con que se lavan todas las almas del sudeste asiático. Colombo tiene un centro colonial inglés más o menos decrépito, interrumpido por cuatro o cinco rascacielos un poco cutres, muy fuera de lugar. Tiene un puerto de aguas profundas donde hay una docena de casos de piratería por mes; tiene un gran bazar donde todo se vende y se compra con el placer del regateo; tiene una zona residencial de caserones rodeados de bananos, gomeros, canchas de cricket, un cementerio contundente y su Kentucky Fried Chicken, por si acaso; tiene cantidad de barrios que oscilan entre la casita tipo Banfield y la choza sin tipo, con vacas retozando en los barriales, y tiene, sobre todo, cuervos: los cuervos son los verdaderos amos de Colombo. Hay quienes dicen que son más de 100.000; yo creo que es un gran cuervo esencial dividido en partículas, el modelo del cuervo, el Cuervo Rey. Los cuervos de Colombo gritan poderosos, dan órdenes que todos simulan entender. Los cuervos de Colombo son negros como el hambre, y campean en todas las basuras, asustan a los perros, patotean a los niños y algún día van a ser gobierno y, ese día, esta ciudad va a ser la capital de un mundo. Por ahora, Colombo es la capital de un país en guerra sorda.

—Esta guerra no se va a terminar nunca.

Me dice, casi como si se jactara, Stanley, un profesor de sociología de la universidad, de origen “burgher”: los burghers son los descendientes de los colonos holandeses, muy mezclados y asimilados por los años.

—Los cingaleses han matado demasiados tamiles. Hubo pogroms, matanzas colectivas, quemas de casas y negocios. Los tamiles no pueden vivir con los cingaleses, y ahora que tienen un grupo armado que los defiende, es lógico que lo apoyen. Lo necesitan. Porque ahora el gobierno y los cingaleses se cuidan de hacer nada contra los tamiles, por miedo de la reacción de los Tigres.

Stanley tiene unos 40: se educó en Inglaterra y trata de mirar la historia desde afuera. Stanley va muy occidental, con bluyíns y una camisa oxford:

—Así que no hay reintegración posible de los tamiles, y los Tigres no se van a rendir, pero tampoco tienen suficiente fuerza como para formar el estado independiente que quieren. Tal como están las cosas, esto puede durar años y años.

El gobierno suele ocultar la verdadera dimensión de los enfrentamientos. Este fin de semana, por ejemplo, hubo una emboscada donde los tamiles mataron a casi cincuenta soldados regulares, y les sacaron muchas armas. El gobierno, en sus comunicados, mezcló estas informaciones con la supuesta toma de un campamento de los Tigres. Pero la situación se le complica. Sus soldados son profesionales mal pagados y poco motivados que tienen que enfrentar a guerrilleros que luchan por su supervivencia: se dice que casi un tercio del ejército regular ha desertado.

—Y la gente cree cada vez menos en los políticos, y sabe que muchos de ellos están ganando mucho dinero con esta guerra. Donde hay que comprar armas y abastecimientos siempre hay mucha ganancia.

Dice Stanley, con cara de ya me entiendes, no te estoy contando nada nuevo. Stanley es muy occidental pero come su curry picantísimo con los dedos, y me explica que no hacerlo sería como no mirar o no oler la comida: los dedos la van anticipando, y tocarla forma parte del placer de comerla.

—Y, para colmo, desde el año pasado, cuando los tamiles empezaron de vuelta con sus bombas suicidas, la guerra llegó a Colombo. Ahora los cingaleses saben que se pueden morir en su propia ciudad, y no les gusta nada.

Sólo las costas del sudoeste son seguras. Los Tigres no atacan los lugares turísticos, porque gran parte del negocio del turismo pertenece a tamiles, y sería como escupir para arriba.

Nadie sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. Yo me leí varios artículos sobre la cuestión, y todos hablan de los previsibles traumas infantiles, necesidades de afecto insatisfechas, dificultades para relacionarse, que se descubren precisamente porque el fulano empieza a manotear criaturas. Como quien dice que la pelota rueda porque es redonda y es redonda porque rueda. Y los artículos suelen terminar diciendo que, de todas formas, nadie sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. Suelen parecer la gente más normal: un abogado francés, un bancario australiano, el óptico Bert, un jubilado suizo. Ni Bert ni los otros me contaron demasiado por qué les gustaban tan chicos. Yo tampoco podía preguntar mucho: en ese hotel, en esos días, yo era uno de ellos, y no podía mostrarles excesiva curiosidad ni distancia. Sus comentarios no eran razones:

—Ay, es que son tan frescos, tan tiernitos: son tan inocentes.

—Y además se les nota que de verdad me necesitan, y me obedecen todo lo que les digo.

—Bueno, y sobre todo no están contaminados. Son tan chicos, pobrecitos, que no pueden haberse contagiado nada.

En todo el mundo, la prostitución infantil aumentó mucho con el sida: el miedo a la enfermedad hizo que muchos buscaran menores cada vez menores, con la idea equivocada de que con ellos estarían a salvo. Error: los tejidos jóvenes de los chicos tienen más posibilidades de contagiarse el virus y, además, sus abusadores no suelen protegerse. En 1995, un estudio mostró que más del 30 por ciento de los chicos y chicas prostitutos en el sudeste asiático estaban infectados. Uno de esos días, en Hikkaduva, Cristophe, un abogado francés tan culto y encantador, me dijo que la pedofilia era sólo un escalón, y me citó una frase del doctor Johnson:

—El que se convierte en una bestia se alivia del dolor de ser un hombre.

No se sabe por qué los pedófilos se vuelven pedófilos. “Los monstruos no están abusando de estos chicos: los abusadores son todos gente común y corriente”, dijo un delegado al Congreso de Estocolmo. El Primer Congreso Contra la Explotación Sexual Comercial de los Chicos se reunió en Estocolmo en agosto de 1996. En sus resoluciones, el congreso declaró que “la pobreza no puede ser usada como justificación de la explotación sexual comercial de niños, aunque contribuye a formar el entorno que puede llevar a esa explotación. Hay otros factores complejos que también contribuyen, como las desigualdades económicas, las familias desintegradas, la falta de educación, el consumismo creciente, las migraciones del campo a la ciudad, los conflictos armados y el tráfico de chicos”. Y resolvió presionar todo lo posible para que los gobiernos europeos se hagan cargo de los desastres de sus súbditos. De hecho, en los últimos años, Francia, Alemania, Estados Unidos, Australia, Bélgica, Suiza y Suecia, entre otros, dictaron leyes que permiten condenar a sus ciudadanos que cometen abusos sexuales contra chicos fuera de su territorio. En Inglaterra un proyecto similar fue derrotado en el Parlamento en 1995.

En Sri Lanka, el gobierno cambió, hace más de un año, ciertos artículos del Código Penal para introducir penas mayores a los acusados de ese delito. Hasta ahora menos de veinte extranjeros fueron juzgados, y sus condenas fueron irrisorias. Un médico francés, por ejemplo, que se declaró culpable hace dos años, recibió una multa de 30 dólares y una condena de dos años en suspenso.

—Ahora las leyes son más severas y permitirían atacar más en serio el asunto. Pero la cosa no está ahí. Las leyes existen; lo que no existe es la voluntad de hacerlas cumplir.

Me dirá, días después, en su oficina de Colombo, Maureen Seneviratne. Maureen tiene unos 60 años, es una socióloga y periodista muy conocida y es, además, la presidente de PEACE —Protecting Environment and Children Everywhere—, una organización que se ocupa, desde hace años, del problema de la prostitución de niños en Sri Lanka:

—A veces la policía recibe una denuncia, va a la casa del pedófilo y cuando llega, por supuesto, no hay nada: alguien les avisó y tuvieron tiempo para levantar todo y escaparse. Estos señores suelen contar con muchas complicidades y ventajas: la corrupción de la policía local, el hecho de que los políticos y los jueces son fáciles de sobornar, la falta de preocupación general sobre la cuestión.

Esos señores son, en general, los peces gordos: los que hicieron de su pedofilia un estilo de vida o, incluso, un negocio muy serio. Los tipos como Bert o el francés Cristophe o el australiano Philip, mis compañeros del hotelito de Hikkaduva, son los aficionados. Los profesionales suelen instalarse tierra adentro: a 500 o 1000 metros de la costa, en medio de la vegetación exagerada, en casas grandes con parque y un paredón alrededor.

—Estos fulanos suelen hacer una pequeña inversión en el país, instalan un criadero de pollos o un taller textil, para conseguir una visa de negocios y la tolerancia, la complicidad de las autoridades. Sri Lanka es un país pobre y necesita todo el dinero que pueda llegarle. Así que cuando viene alguien a invertir, aunque sea poco, nadie le pone trabas. De ningún tipo.

Me dice, en la veranda del New Oriental Hotel, un periodista local que no quiere que se sepa su nombre:

—Yo te cuento pero no me nombres. Los pedófilos son muy peligrosos, y en este país no es caro contratar a un par de sicarios.

El New Oriental Hotel de la ciudad de Galle tiene trescientos años pero hace sólo ciento cincuenta que es hotel. Los salones son amplios, los ventiladores perezosos, los muebles thonet de principios de siglo y los mucamos van descalzos, con largos pareos blancos. En los salones vuelan y cantan pajaritos. El New Oriental es el último reducto verdaderamente victoriano que queda en el antiguo imperio; en la veranda, boqueando las primeras brisas de la tarde, el anónimo me explica las maneras:

—Entonces el fulano tiene distintas posibilidades. Puede instalar una supuesta fundación que se ocupa de los niños pobres, y así está más que justificado para tener en su casa todos los chicos que quiera sin que nadie lo moleste. O puede invitar a una familia local a vivir con él e instalarse como una especie de “tío”, que los mantiene a todos a cambio de que lo dejen abusar de los hijos.

Galle está en plena zona de playas y prostitución: es una pequeña ciudad amurallada con un puerto desde donde los portugueses exportaban canela y pimienta, y creo que no hay lugar en este mundo donde el tiempo sea más lento.

—O, más simplemente, se instala en su casa y empieza a comprarles chicos a sus familias o a los intermediarios locales. Le pueden costar unos 100 dólares cada uno: algunos se compran docenas. Después, en cualquiera de los casos, el fulano puede empezar a traer a otros pedófilos a pasar temporadas en su casa, con servicio completo. Los visitantes se contactan en Europa, a través de las redes que ellos tienen allá, y cuando llegan los van a buscar al aeropuerto y los traen directamente a estas casas. Algunos, incluso, me contaron, los van a buscar en una camioneta con tres o cuatro chicos, para que el recién llegado no pierda ni un momento. Y también se dedican a la producción de videos pornográficos con chicos, que después venden en Europa a través de sus redes.

La casita de Bobby estaba al lado de un campo de arroz rodeado de palmeras. El lugar era idílico. Los campos de arroz son como la mujer según la mayoría de las religiones: tersos a la vista, resplandecientes de tan verdes, invitantes. Eso, de lejos. Porque si uno caminara por ellos, se hundiría hasta los muslos en tierra cenagosa. La casita tenía paredes de ladrillo y ninguna tumba alrededor. En estos pueblos los que tienen una casa con diez metros de tierra gozan de un señalado privilegio: se guardan a sus muertos. Los jardines de estas casas rebosan de tumbas.

Cuando íbamos llegando nos cruzamos con Bert, que salía con su mejor cara de nada. Por encima, cuervos revoloteaban con graznidos. La casita estaba en silencio, y le calculé tres o cuatro habitaciones. Bobby me llevó directamente a una. Era diminuta, con una cama grande y la pared sin revocar. El chico estaba sentado en el borde de la cama, con un pantaloncito rojo y una sonrisa triste o asustada. Parecía muy chiquito. En la pieza no había ventanas; del techo colgaba una lamparita de 40. Hacía calor, y yo quería escaparme.

—Bueno, yo los dejo.

Dijo Bobby, y se preparó para irse. A mí me dio la desesperación:

—No, lo que yo quiero es que él me cuente, y tú me tienes que traducir.

—¿Qué?

Bobby me miró como si no se lo pudiera creer, y me parece que no se lo creía: me miró como si me hubiera vuelto loco. Yo traté de convencerlo:

—Bueno, a algunos les gusta mirar, a otros tocar o lo que sea. A mí me gusta que me cuenten historias.

Bobby le dijo al chico algo en cingalés; supongo que le explicaba mi locura. El chico se encogió de hombros, como si ya todo le diera lo mismo. Era espantoso verlo; me seguían las ganas de salir corriendo.

—Él se llama Jagath, y nació por aquí. Cuando tenía 7 años su madre se fue a trabajar de mucama a Arabia Saudita.

Me empezó a contar Bobby. Más de 300.000 mujeres de Sri Lanka trabajan en países árabes, y sus familias se disuelven en su ausencia: poco después, su padre se fue, y Jagath se quedó con su abuela materna y una tía. En esos meses, apareció un inglés, el señor Tony, que conoció a Jagath en la playa. Se puso a charlar con él y después lo acompañó a su casa. El señor Tony le dijo a la abuela que Jagath era un chico muy inteligente y que quería ocuparse de su educación: la abuela no dudó demasiado, recibió 5000 rupias y a los pocos días Jagath estaba instalado en la casa del inglés, junto con otros cinco chicos. El señor Tony los mandaba a la escuela y, cada tarde, los llevaba a su cuarto a mirar películas pornográficas, y abusaba de ellos.

—Dice que las primeras veces le dolió mucho y lloró muchas horas. Después perdió el miedo y se fue acostumbrando.

Dijo Bobby que le contaba Jagath. Jagath hablaba bajito, en un tono siempre igual, como quien odia sin violencia, bastante más allá de la violencia. Jagath estuvo dos años en la casa del señor Tony: ése era, para él, el mundo. Una vez trató de escaparse y volvió a la casa de su abuela; la señora lo retó mucho y, cuando el inglés lo fue a buscar, se lo entregó contenta. El señor Tony había llevado regalos para todos.

—Después, hace unos meses, el señor Tony se fue y cerró la casa. Los chicos se quedaron en la calle. Jagath dice que no quería volver con su abuela. Primero estuvo trabajando un poco por su cuenta, en la playa, pero tenía problemas; después me encontró, y se quedó conmigo.

Dijo Bobby, y nunca sabré si se inventó todo. Jagath era flaquito, tenía un par de mataduras en los hombros, miraba para abajo; por un momento tuve la sensación de que le daba más miedo este relato que su trabajo habitual: era espantoso. Cada tanto, Bobby me recordaba que tenía que pagarle las 300 rupias que habíamos acordado. El dinero es casi todo para él: el chico se guarda, como mucho, 50 de las 300 rupias. Y Bobby le lleva tres o cuatro gringos por día, lo que encuentre. Yo le decía que sí, y me sentía una basura.

—Así que ahora yo lo protejo, le doy casa y comida y lo cuido, porque yo sé cómo cuidar a los chicos.

Terminó Bobby, y se calló. Hubo un silencio. Jagath se quedó mirándolo con la cara vacía. Recién entonces me di cuenta de que en la pared de la cabecera de la cama había un poster cruelmente pornográfico: un bebé rosadote, pura raza aria, con el culito empolvado y rozagante, muy en primer plano.

Para llegar a Negombo tomé el camino más largo, por la región montañosa del interior de la isla. Son cientos de kilómetros de paisajes tan impresionantes: bosques de helechos impracticables atravesados por ríos con cascadas, montañas de pinos, cumbres entre nubes, campos de arroz verdísimos en terrazas rodeadas de palmeras, flores inmensas, plantas aromáticas, un elefante a la vera del camino, fakires, encantadores de serpientes. Pero son zonas muy pobres, y de aquí salen muchos de los chicos que van a prostituirse a la costa. Es idiota, pero no dejaba de asombrarme que de tal belleza saliera tanta desgracia. En estas montañas se produce el mejor té del mundo: las mujeres que lo cosechan cobran 75 rupias —poco más de un dólar— por día y el alojamiento en unos caserones destartalados donde viven de a muchos. Sus chicos también trabajan, cargando fardos o ayudando a clasificar las hojas.

—Yo quiero conocer Nueva York. Pero es tan grande que está muy lejos. ¿Más grande que la India es, Nueva York?

La chica tenía una sonrisa maravillosa y una extraña idea del mundo. Aunque tuviera su lógica. Las pocas veces que puede mirar la tele, suele aparecer ese lugar, Nueva York, que debe ser tan grande. La chica era tamil, cortaba té y yo le pregunté si sabía que vive en uno de los países más lindos del mundo.

—No, ¿por qué? ¿Quién lo dice?

Después vi, al costado del ca

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