—¿Así que todavía no conoces a Yohan? Ah, pero es maravilloso. Maravilloso. Tal vez, si me da un ataque de bondad, mañana te lo paso, y vas a ver.
Bert tiene 49 años y sus dos hijos ya están en la universidad. Su señora se ocupa de la casa donde viven, cerca de Düsseldorf, y parece que desde que los chicos se fueron se aburre un poco, aunque Bert dice que siempre le dio lo mejor y que no tiene de qué quejarse, y debe ser cierto. Bert usa esos anteojos de marco finísimo y unos labios muy finos y una sonrisa fina de óptico germano al que uno le entregaría sus ojos sin temores. Bert tiene el pelo corto, muy prolijo, y una vida intachable. Sólo que, en cuanto puede, una o dos veces por año, cuando la empresa óptica donde trabaja lo manda a la India, Bert viene a darse una vuelta por Sri Lanka, el centro mundial de la prostitución de chicos. El resto de sus días es un ciudadano modelo, y vive del recuerdo:
—Pero si supiera que no puedo volver aquí me desesperaría.
Dice Bert, ahora que estamos en tren de confesiones. No sé por qué, hace un rato, se decidió a hablarme de esto. Seguramente porque ayer nos cruzamos, mientras yo entraba y él salía de la casita donde Bobby, el cafishio, tiene sus cuatro chicos. En estos días ya habíamos charlado un par de veces, en el bar de la playa, pero nunca de esto, por supuesto. Quizás le guste suponer que soy su cómplice; debía necesitar alguna compañía.
—No, no vas a prender ese cigarrillo, ¿no? No me digas que vas a arruinar con tu cigarrillo este aire tan puro.
Un poco más allá, el mar brilla con un azul inverosímil; el sol un poco menos. Hace calor. Esta mañana la radio dijo que estaría fresco, no más de 32 o 33. Cuatro o cinco chicos de 10 o 12 juegan con las olas, se revuelcan, se pelean como cachorritos. Bert los mira con ojos de catador experto. Me parece que puedo pegarle o hacerle una pregunta más. Querría preguntarle por qué hace lo que hace pero no debo, porque Bert tiene que suponer que yo soy uno de ellos:
—¿Y no te molesta que sean tan oscuros?
—Me parece que si no fueran negritos no podría.
Las playas del sudoeste de Sri Lanka son modelos: alguien estudió las playas tropicales de todas las postales del mundo y se encargó de combinar la más apropiada arena blanca, las olitas más apropiadamente turquesas perezosas, las palmeras recostadas en el más apropiado de los ángulos. Esta playa es absolutamente intachable, y me hace sentir un poco torpe: si no fuera por mí, todo sería perfecto. En la playa de Hikkaduva reina la concordia: media docena de surfistas australianos repletos de músculos muy raros, un par de familias cingalesas numerosas y vestidas, dos o tres matrimonios alemanes gordos con sus niños, tres o cuatro parejas de viajeros con mochila al hombro, unos cuantos perros, un par de pescadores, los chicos morochitos revolcándose y cuatro o cinco europeos cincuentones mirándolos, sopesando posibilidades. De vez en cuando pasa una pareja extraña: uno es graso, cincuentón, blancuzco, de panza poderosa y fuelle en la papada, mirada zigzagueante, slip muy breve; el otro es un chico pura fibra, oscuro, erizado de dientes, pantaloncito viejo, medio metro más bajo que su compañero. Yo no conozco a Yohan pero, por lo que voy sabiendo, dudo que tenga mucho más de 10 años.
El turismo sexual existió siempre. Ya algún romano escribía sobre “los finos tobillos y las salaces danzas” de las cartaginesas de Cádiz, hace dos mil años. Y Venecia atraía viajeros por sus cortesanas hace doscientos. Pero últimamente, con la explosión turística, el mundo se ha convertido en un burdel con secciones bien diferenciadas. Hace unos quince años, a algunos gobiernos les pareció que podía ser una buena forma de atraer turistas, es decir: dinero.
En 1980, el primer ministro de Tailandia se dirigía a una reunión de gobernadores: “Para incrementar el turismo en nuestro país, señores gobernadores, deben contar con las bellezas naturales de sus provincias, así como con ciertas formas de entretenimiento que algunos de ustedes pueden considerar desagradables y vergonzosas porque son formas de esparcimiento sexual que atraen a los turistas… Debemos hacerlo porque tenemos que considerar los puestos de trabajo que esto puede crear…”. Y los agentes de viajes, los hoteleros, las compañías aéreas también sacan tajada. Los turistas están produciendo muchos cambios en el mundo. El periodista francés Jean-Paul Sartre los llamó, alguna vez, “los invasores suaves”.
Los destinos de los turistas sexuales son variados. Los que buscan el calor de las mulatas tropicales suelen ir a Brasil, Cuba o Santo Domingo; son, más que nada, italianos, mexicanos, españoles. En Filipinas o Tailandia se encuentran los australianos, japoneses, americanos o chinos que quieren comprarse la sumisión de ciertas orientales. Europa del Este funciona últimamente como proveedora de esposas blancas y más o menos educadas para los occidentales con problemas de seducción.
Tanto en Brasil como en Tailandia, muchas de las chicas son muy chicas. Organismos internacionales calculan que hay en el mundo un millón de menores prostituyéndose, y que el negocio mueve unos 5000 millones de dólares por año. En medio de todo esto, a Sri Lanka le quedó, como especialidad, los chicos.
Hay quienes dicen que fue, curiosamente, culpa del machismo: las niñas, en Sri Lanka, están muy controladas, porque es fundamental que lleguen vírgenes al matrimonio; en cambio los muchachitos pueden andar libremente por ahí, sin restricciones. Como, además, son tan amables y pobres y confiados, resultaron una presa casi fácil para los primeros pedófilos —“amantes de los niños”— europeos que llegaron alrededor de 1980, junto con los últimos hippies que escapaban de Goa, en la costa oeste de la India.
Los pedófilos conseguían chicos sin ningún problema, y las autoridades no los molestaban. De vuelta a casa, empezaron a correr la voz; a los pocos años, decenas de miles llegaban todos los años a Sri Lanka en busca de la carne más fresca. Y, últimamente, la difusión circula bien por internet. En ciertas “home pages” de los grupos pedófilos se puede conseguir toda la información: adónde ir, cómo organizar el viaje, con quién contactarse en el país. La tecnología sirve para todo.
El turismo es la tercera fuente de divisas de Sri Lanka, detrás del té y la industria textil. En un país con un producto bruto per cápita de apenas 660 dólares anuales, la entrada es importante. Pero el precio es demasiado alto. Las estadísticas no son del todo fiables pero se supone que hay, en estos días, en las playas que rodean la capital, Colombo, unos 30.000 menores, entre 6 y 16 años, que se prostituyen. Y un estudio reciente mostró que uno de cada cinco chicos había sido sexualmente abusado en Sri Lanka. La cuestión, últimamente, se está convirtiendo en un problema nacional.
En esta playa, Hikkaduva, no sólo hay alemanes, pero son la fuerza básica. Muchos carteles están en alemán, muchos locales te abordan en la playa diciéndote wie geht’s. Cada cincuenta metros se te aparece alguien que empieza por preguntarte de dónde sos, s