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Ese día no sería un buen día. La cabeza le chillaba como un gato sin padre, el teléfono de Fellini se reía de su urgencia y la única huella del rubito era un cartel escrito con espuma de afeitar en el espejo del baño: “Bienvenido al club del sida”. Además de sábanas, almohadones, vasos y platitos repartidos por la habitación con un orden parecido al caos.
Ese día, como tantos otros días, estaba por terminar antes de que Jáuregui lo empezara. Debían ser las siete y media y ya casi todo estaba perdido; la ducha también fue un trámite sin esperanzas. Jáuregui se refregaba el cuerpo flaco con saña y una esponja de mar, y cuando escuchó que estaba canturreando los mareados se le escapó media sonrisa, pegó un manotazo a la cortina del baño y encendió la portátil que se oxidaba en las inmediaciones del lavatorio. Una voz chillona anunciaba entre trompetas un flash informativo, pero no lo daba; antes, otra voz, todavía más chillona, y femenina, recomendaba un aceite bueno y barato. Hubo un momento de silencio, quizás de desconcierto, y después sí: “Son las veinte horas cuarenta y cinco minutos en todo el territorio nacional. Un cable recién llegado a nuestros estudios nos informa de la profanación de otra tumba en el cementerio de la Recoleta. Se trata, en esta oportunidad, del nicho que albergara los restos de la señora María de las Mercedes Burroughs de López Aldabe. Con ésta, ya son tres las bóvedas despojadas en las últimas semanas. Aunque la familia no ha hecho todavía la denuncia pertinente, el hecho se conoció gracias a la información de un cuidador de la citada necrópolis. No se conocen por el momento los móviles ni los autores del incalificable atentado, pero se investigan las posibles vinculaciones con los dos anteriores. Esperamos ampliar la información en posteriores encuentros informativos. Más información, en nuestro panorama gigante de las 22 horas, y en todas las ediciones del rotativo del aire”. Y más trompetas.
Jáuregui, enjuagándose, no pareció prestarle más atención que al terremoto que destruyó Lisboa en 1756. Cuando cerró la ducha, las carcajadas de las cacatúas del aire desgarraban el vaho del baño; para afeitarse tuvo que deshacer con una toalla mojada las letras blancas sobre el espejo. Por un momento se quedó con la toalla llena de espuma sucia en la mano; después se enjabonó con ella la cara y, al pasar el primer trazo de gillette por el cuello, una gotita de sangre muy roja tiñó las nubes grisáceas del jabón.
Con la toalla enroscada en las caderas se paseó unos minutos por los dos ambientes, recogiendo algún almohadón, un par de vasos. El ambiente grande era bastante más grande que un maní grande; allí, en el mejor estilo baulera, se repartían el espacio vital una mesa redonda de madera deslustrada, cuatro sillas de la misma calaña y, contra la pared sobrante, un silloncito de dos cuerpos con un estampado donde todas las flores del mundo se daban la mano, solidarias. Junto al sofá había una mesita baja, de vidrio y mimbre, que estaba a punto de morir bajo el peso del teléfono, el contestador y un radiograbador de plástico plateado.
Intentó otra vez hablar con Fellini, y después se metió en la cocina como quien se dirige al sacrificio. La heladera estaba tan vacía como había imaginado que estaría la cabeza del rubito, con la diferencia de que la heladera no hizo ningún esfuerzo para demostrarle su error. Llenó un vaso de leche larga duración, y se lo llevó al living.
Sobre la mesa había un papel de diario y, encima, unos potes de pintura grandes como una nuez, tres o cuatro pinceles ahogándose en un frasquito y un soldadito de plomo a medio pintar. Otros cuatro esperaban su turno, sin colores. Al lado había un libro grande, lleno de dibujos de uniformes militares, y el soldadito empezaba a parecerse a uno de ellos. Un mameluco egipcio, de esos desafortunados cairotas que acompañaron a Napoleón en todas sus campañas, mataron sin odio europeos de todas las naciones, reprimieron españoles en un cuadro de Goya y terminaron muriendo en un desierto sin arena, en la nieve de Rusia, 1812. Tenía sin pintar la gorra, unos arreos del uniforme y, sobre todo, el bigote. El libro lo explicaba: “Era requisito indispensable para pertenecer al cuerpo de mamelucos —o mamluks— el porte de importantes bigotes, usualmente renegridos, con las guías vueltas hacia el cielo”. Y, más abajo: “Mameluco deriva de una palabra árabe, mameluz, que significa el poseído, el esclavo”.
Jáuregui se fue a la habitación, se puso un bluyín gastado, una camisa violácea y unas zapatillas negras. Vestido, miró la almohada, miró a su alrededor y decidió salir a la calle, porque no se le ocurría nada mejor.
* * *
Llamarlo casualidad es un abuso. Jáuregui se encontró a Fellini en la esquina de Palladium, junto a las fogatas de los refugiados, porque hacía casi media hora que se había parado ahí, a esperarlo. Conocía bastante bien las costumbres del recién llegado. Que podía tener treinta o cuarenta años y tenía, sin duda, el pelo castaño y enrulado un poco largo, casi hasta los hombros; una nariz delgada y quebradiza y, en general, la cara más larga que haya podido imaginar un espejo convexo sobre un cuerpo que se iba achatando progresivamente. Las fogatas chisporroteaban con entusiasmo mesurado, y los dos hombres se besaron en la mejilla.
—Esta escena es increíble. Me parece que la película tendría que empezar acá, con estos fuegos de fondo para los títulos. Las moscas, se va a llamar, estuve pensando mucho. Tiene que haber mucha dispersión, me entendés, el sinsentido, y mucho fragmento. Fragmentos acelerados y brillantes, tipo videoclip, y después largos pedazos confusos, casi sin movimiento, sin imágenes definidas.
Jáuregui lo conocía de muchos años, de cuando todavía quedaba gente que lo llamaba Andrés y no dileaba con cocaína; desde entonces, en ningún momento había dejado de explicar a quien se le cruzara por delante que el tráfico era sólo una astucia para conseguir fondos para la película. En los últimos años, la película había cambiado una docena de veces de tema y argumento, y casi todas las noches de tratamiento cromático, enfoques, ritmos y estilo narrativo pero seguía siendo maravillosa, la mejor, el sentido de una vida.
—¿Tenés algo?
—¿Acá?
—No te hagás el boludo.
—Ya va. ¿Y vos, me conseguiste a alguien?
* * *
Es probable que el baño de hombres de Palladium no sea el lugar ideal para que un padre separado lleve a sus hijos cuando le toca el paseo semanal. Ya se sabe que los chicos suelen contarle todo a mamá, y no hay más de diez o doce madres que quedarían encantadas con el relato. Si la estación de tren de Perpiñán era para Dalí el ombligo del mundo, ese baño representaba seguramente el epicentro de cierto mundo porteño: esa noche, como casi todas las noches, el baño de hombres era un concentrado de la fauna de la discoteca, ampliada y desnudada por la luz muy blanca. Por allí se paseaban los penachos lila y las ojeras negras, las miradas perdidas y l