La enfermedad de la noche

Fragmento

La enfermedad de la noche

Mano derecha

Las ganas de matar empezaron con Norma. Ella era una mina grande, estudiaba Dirección de Teatro en una universidad privada y necesitaba actores para una materia de la carrera. La conocí una de esas miles de veces en las que no tenía un mango, y aunque solo había hecho un taller de actuación en mi vida, vi el aviso del casting y fui. Quedé. En los ensayos me miraba con odio, me gritaba y humillaba, hasta que un día me dijo arrodillate y ladrá, en una escena que nada que ver, y me fui. A los dos días me pidió disculpas por teléfono. No había conseguido a nadie más que hiciera el ridículo por tan poca plata.

Yo interpretaba a una embarazada y los compañeros de Norma a los demás personajes. Ella decía que las microobras de Brecht duran quince minutos porque es imposible actuar o que el público soporte más tiempo tanta oscuridad. A mí la pobreza y la violencia de la obra no me conmovían tanto como a Norma y a mis compañeros. Me daba un poco de vergüenza no entender por qué lloraban en los ensayos. Imaginaba que el sucucho donde dormían los alemanes pobres era como mi habitación de cuando era chica, la que compartía con mi hermano, mi abuela, mi mamá y mi papá.

Socorro de invierno se llamaba la caja que los nazis les llevaban a los alemanes con hambre, llena de cosas que les robaban a los judíos. Nuestra caja PAN del radicalismo de los ochenta, me explicaba Norma, pero vos qué vas a saber. Era una mina que no se podía relajar nunca y acartonada recitaba en off el poema del principio. Presentó el trabajo y aprobó. Me pagó extra y con los ojos llenos de lágrimas me dio un abrazo de agradecimiento. No sé por qué, pero a partir de ahí me invitaba a su casa cada vez que se juntaba con sus amigos a cantar o a leer teatro clásico. Me insistía con que invitara a Hernán, mi novio de aquel entonces, con el que convivía en la casa de atrás de la de mi mamá, pero yo prefería caer sola porque los que íbamos a lo de Norma nos creíamos actores, escritores, artistas, pero solo éramos, en el mejor de los casos, unos oficinistas borrachos. Ellos solos, en realidad. Yo apenas era una borracha desempleada.

Me venía rondando la idea de hacerme puta, pero no sabía cómo mantenerlo a escondidas de Hernán. Creía que tenía experiencia porque me gustaba ser amiga de varones y la amistad con ellos la pagué siempre de la misma manera. Había cojido con tipos que no me gustaban. Siempre me sentí responsable de la calentura ajena. Era muy difícil para mí decirle que no a alguien que me acosaba.

Norma dejó la carrera de teatro, no tengo tiempo, decía, pero la verdad era que le daba complejo, aunque a nadie le importaba, estoy segura. No solo la acomplejaba ser la más grande entre sus compañeros, sino ser lesbiana. Nunca supe bien a qué se dedicaba hasta que me ofreció trabajo en el Estado.

Los sindicatos tienen créditos usureros, muchas veces atraen afiliados de esa forma. Si algún trabajador necesita plata, ellos se la prestan con la condición de afiliarse mientras dura el crédito. Norma maneja las finanzas del sindicato del Congreso de la Nación. No es muy difícil deducir que el que maneja la plata es el que decide, aunque la figurita política sea otra: el secretario general. Ella necesitaba a alguien de confianza y me llamó.

—Necesito una mano derecha, es como una beca.

Le dije a todo que sí.

Nunca me explicó bien lo que tenía que hacer. Sos una chica inteligente, y me sentaba en la silla del escritorio frente a su computadora y se paraba detrás de mí mientras yo miraba la pantalla negra llena de números y nombres. Cuando entraba a un legajo, solo había más números que significaban otra cosa y se traducían en créditos pagos, impagos o en la financiera que, a través del sindicato, había otorgado la plata a los afiliados.

Al principio Norma tenía mucha paciencia, ya vas a aprender, decía cuando yo no lograba recordar qué significaban los cientos de códigos, aunque tenía una libreta que me había regalado Hernán, cuando festejamos por el trabajo nuevo, y ahí me anotaba todo y estudiaba en el tren como si fuera un libreto de teatro mientras viajaba a mi casa.

A las dos semanas Norma dejó de saludarme. Empezó a llegar a la oficina y patear las sillas, revoleaba los papeles de arriba del escritorio y buscaba algo que nunca encontraba. Te lo di a vos, me acusaba cada vez que se refería a algún recibo de sueldo de algún afiliado del que yo nunca había escuchado hablar. Los portazos de Norma siempre me sobresaltaban, así que contenía en el pecho la respiración para no molestarla. Empecé a liberar espacio en la oficina para que ella pudiera caminar hasta su escritorio y anotaba en mi libreta todo lo que me decía y todos los papeles que me daba para evitar cualquier cosa que pudiera irritarla, pero nunca lo conseguía porque cuando estudiaba mi libreta me encontraba con que las órdenes que me había dado eran contradictorias.

Me enamoré de un escritor que había conocido en la casa de Norma y dejé a Hernán casi sin dudarlo. Se fue de la casa que era mía pero que habíamos arreglado juntos sin entender qué le veía a ese tipo que era más gordo que él.

La enfermedad de la noche

¿Qué parte de “no” no entendés?

Llevaba un año como empleada del sindicato cuando el escritor que me había fascinado resultó ser un mediocre que inventaba éxitos, pero no escribía. A mí las ganas de pedirle a Hernán que volviera no me dejaban concentrar.

Ese día uno de los delegados, que también trabajaba en la seguridad del Congreso del turno noche, entró a la oficina porque la puerta estaba abierta y escuchó cuando Norma me preguntaba si era pelotuda o si me estaba haciendo para pasarla bien. Después ella lo vio, dijo eh, Dieguito, lo abrazó con alegría, salió por la puerta y removió el pelo negro largo del nene pálido que había llegado con él y estaba parado sin hablar. Apoyado en el marco armaba y desarmaba un cubo de Rubik.

—Tenés que cortarle el pelo a este pibe —le dijo Norma a Diego antes de desaparecer.

—Saludá, Iván —le dijo Diego al nene, que no levantó la mirada del juguete ni respondió—. Es el hijo de mi señora. Creí que eras la pareja de Norma —me dijo a mí después.

—¿Por qué?

—Porque sos muy ortiva, parecés lesbiana.

—OK.

—Nah, mentira, pensé que había algo entre ustedes por lo mal que te trata.

—Tengo novio, se llama Hernán —dije más para mí que para él.

Mis experiencias con chicas, hasta ese momento, habían sido todas insignificantes. La primera fue con una amiga de la secundaria con la que nos hacíamos dos colitas en el pelo y nos sacábamos el guardapolvo blanco para mostrar las remeras cortas a la salida del colegio. De más grande me besé con amigas o compañeras de trabajo que aprovechaban un poco de alcohol para desinhibirse y querían calentar a los varones que les gustaban. Cuando “no” significa no. Me pregunto: ¿cuán necio puedes ser? Digo qué parte del “no” no entendés. Cantaba “Deléctrico” siempre efusiva en los recitales de Babasónicos, aunque yo no sabía decirle que no a nadie. Diego o el sonido de las piezas tratando de encastrarse en el color correcto del cubo de Iván llenaban el silencio. Me hicieron dar cuenta de que le aguantaba el maltrato a Norma no solo porque necesitaba el trabajo, sino porque la admiraba: ella era la lesbiana ortodoxa que yo no podía ser.

La enfermedad de la noche

Planta permanente

Al Estado entré como monotributista y al mes Norma me consiguió la planta transitoria. Es el lugar intermedio entre ser un trabajador en negro y la tranquilidad total: la permanente. Esa vez ella me felicitó para hacerme entender que estaba en deuda.

La permanente me llegó a los seis meses junto con un triple aumento de sueldo. Pasé sin escalas y por decreto de la categoría ocho a la cinco. Pensé que Norma lo había gestionado hasta que Diego entró contento a la oficina y me dijo que él era la persona que armaba las listas con las solicitudes de pedidos de permanencias y categorías y que había visto que yo no faltaba nunca. Bajó la voz para decirme que sabía que me maltrataban, que había hablado con el secretario general para agregarme a la lista, que le había parecido justo. Que era mucha plata toda junta, no sabía bien cuánto, que a los permanentes, si tenían un jefe copado, no se les controlaban las faltas ni las llegadas tarde, que podían pedir el pase a otro sector si estaban incómodos o si se llevaban mal con sus compañeros. Siguió con que lo más importante era el trabajo para toda la vida, que para despedir a un planta permanente había que hacer un sumario y que eso era muy difícil. Volvió a bajar la voz para decirme que se rumoreaba que había algunos permanentes en cana que cobraban sus sueldos igual porque la información del Poder Judicial y la del Ejecutivo nunca se cruzaban. Yo miré hacia la puerta y ahí lo vi a Iván con la vista clavada en su cubo de Rubik.

—Estoy sin dormir, preparate unos mates —quiso cambiar de tema—, te mata laburar de noche.

—¿Norma sabe? —pregunté.

—Acá te jubilás. Pensá en eso.

Norma no apareció por la oficina ese viernes. El lunes pidió por teléfono a la cafetería de la esquina dos cafés en pocillo de loza y cuando llegaron recibió a la piba, le dio propina y cerró la puerta con llave. A mí el corazón se me salía por la boca.

—Sentate acá —dijo, señaló la silla frente a su escritorio y me acercó el café que yo no había pedido.

Abrió su sobre de azúcar, lo volcó adentro de la taza y revolvió una eternidad. El ruido de la cuchara contra la cerámica era insoportable. Cuando terminó, sacudió la cucharita y la dejó en el borde del plato. Me miró un rato mientras yo permanecía clavada en la taza.

—¿Así que ahora tenés categoría cinco y la permanencia?

—Me dijo Diego el viernes.

—Ah, ¿no sabías? ¿Y estás contenta?

—No, no sabía. No sé muy bien cómo son esas cosas. Sí, creo que estoy contenta, no sé. Me dijo que voy a ganar más.

—Acá esas cosas salen por contactos, un decreto, nena, son deudas muy grandes. ¿A quién se la tenés que pagar?

Odié a Diego por haberme puesto en esa lista. Por qué me había hecho eso.

—¿A Diego?

—No te hagás la pelotuda.

—¿A vos?

—¿Vos te hacés la pelotuda para pasarla bien?

—Te juro que no me lo esperaba, Diego me vino a felicitar y yo no sabía ni por qué. Me dijo que iba a ganar más y creo que me puse contenta por eso. Perdoname.

—¿Y cómo no te vas a poner contenta?

—No sé. Yo no le pedí nada a nadie. Te juro, Norma.

—Todo el mundo sabe que le fuiste a mover el orto al secretario general.

—No, por favor. No. Eso, no —le rogué—. Yo no salgo de esta oficina, Norma. Te juro. Es una locura.

—Ya sé que no es verdad —bajó el tono como para tranquilizarme y enseguida volvió a subir la voz—, pero me pasaron por encima, me puentearon, nadie me preguntó si yo quería que vos estuvieras en la lista del decreto. Y yo como boluda no voy a quedar.

—No entiendo —apenas pud

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