La última fiesta

Clare Mackintosh

Fragmento

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Nochevieja

Nadie en Cwm Coed se acuerda de cuándo comenzó la costumbre del baño, pero lo que sí saben es que para ellos no hay mejor manera de empezar el año. No se acuerdan de cuándo fue que Dafydd Lewis se metió en el agua vestido solo con un sombrero de Santa Claus, o de en qué año los chavales del equipo de rugby se tiraron en bomba desde el embarcadero y dejaron empapada a la pobre señora Williams.

Pero todos se van a acordar del baño de hoy.

Ha habido nieve en las cumbres desde antes de Navidad y, aunque las montañas lo protegen, la temperatura no ha subido de los siete grados en el pueblo. El lago todavía está más frío. «¡Cuatro grados!», dice la gente casi quedándose sin aliento, jubilosa e incrédula a la vez. «¡Debemos estar locos!».

Como si se rebelasen contra los cielos despejados, unas volutas de niebla se retuercen sobre la superficie del agua, y su reflejo da la desorientadora impresión de que el cielo ha quedado cabeza abajo. Por encima de la niebla, el aire es de un azul intenso, y un remanente de la luna de anoche permanece suspendido sobre el bosque.

Desde la cima de la montaña de Pen y Ddraig, el Llyn Drych se asemeja más a un río que a un lago: alargado, con forma de serpiente; cada recodo, un meneo de la cola del dragón que, según dicen, representa. Drych significa «espejo» y, cuando el viento sopla y el agua está en calma, su superficie reluce como la plata. El reflejo de la montaña se extiende hacia el centro del lago, tan sólido que parecería que uno puede subirse en él; ni un solo indicio de las negras e insondables profundidades que alberga.

A lo largo del camino que sube serpenteando por la cara sur de la montaña —de la espalda a la cabeza del dragón— los excursionistas se agachan a recoger un guijarro. Entonces se enderezan, notan el peso de la piedrecita en la mano y miran tímidamente a su alrededor antes de arrojarla al agua. Cuenta la leyenda que el dragón del Llyn Drych alzará la cabeza si alguien le acierta en la cola; pocos caminantes logran resistirse al mito.

Bordeando la orilla del lago, los pinos montan guardia hombro con hombro, tan juntos entre sí que, si alguno de ellos cayera, es fácil imaginárselos a todos viniéndose abajo, uno tras otro. Los árboles le hurtan la vista al pueblo de Cwm Coed, pero también se llevan lo peor del clima, lo que resulta un trato justo para la gente que vive en él.

En la orilla opuesta, en las estribaciones de la montaña —a menos de dos kilómetros de allí donde ahora se está juntando una multitud— hay una hilera de edificios acuclillados. Los árboles que tenían justo enfrente han sido arrancados de cuajo, y su madera empleada en revestir las viviendas y tallar el gran cartel que hay al final de la larga carretera de acceso privada; cada una de las letras es tan alta como un hombre.

La Ribera.

De momento, hay cinco. Construcciones rectangulares de dos pisos, con los techos revestidos de listones de madera y tarimas exteriores que sobresalen hacia delante y se extienden sobre el lago, sostenidas por pilotes que emergen de entre la niebla. Escaleritas metálicas que relumbran bajo el sol de invierno; pontones despojados de los botes que tensan sus cuerdas en verano.

CABAÑAS DE LUJO EN PRIMERA LÍNEA DEL LAGO, las llama un folleto satinado.

Carafanau ffansi, las llama la madre de Ffion: «caravanas con ínfulas». Dime de lo que presumes…

«Un puñetero adefesio», convienen la mayoría de los habitantes del pueblo. ¡Y a qué precios! Y encima por un lugar donde ni siquiera te dejan vivir todo el año. Según pone en la web, a los propietarios no les está permitido hacer de La Ribera su primera residencia. Como si en Gales del Norte no hubiera ya suficientes domingueros.

Pronto, habrá una segunda hilera detrás de esa primera. Y, después, otra más. Un spa, un gimnasio, comercios, una piscina al aire libre…

—Ya me dirás tú por qué no podrían nadar en el lago. —Con la espalda apoyada en el maletero de su coche, Ceri Jones se quita los pantalones de chándal; la blanca carne de gallina de sus muslos resalta sobre el sucio parachoques.

—Pues porque está la hostia de frío.

Las risas agudas se escapan con rapidez, alimentadas por la fiesta de fin de año de anoche, por más vino y menos descanso de la cuenta, por un frío que atraviesa albornoces y cala los huesos.

—Una gran noche, eso sí.

Se oyen murmullos de aprobación.

Chwarae teg. —«Las cosas como son». Los de La Ribera saben cómo se monta una buena fiesta. Y, lo que es más importante, saben que hay que invitar a los del pueblo. No falla: la curiosidad siempre vence al resentimiento.

Fragmentos de hielo se agrupan en los charcos que hay a la orilla del lago; los dedos de varios pies, recién liberados de sus botas forradas de piel, los resquebrajan.

—Todavía quedan diez minutos. Os vais a congelar.

—Ni siquiera noto el frío. Creo que todavía voy pedo.

—Espero que con esto se me quite la resaca; mañana vienen mis suegros a comer y ya me dan bastante dolor de cabeza de por sí.

—Lo que no mata engorda.

—Pues casi que prefiero lo primero.

La primera de dos bocinas resuena a través del aire fresco, y se desata un grito de exaltación.

—¿Preparada?

—¡Preparadísima!

Los abrigos y albornoces son arrojados a un lado; las toallas cuelgan de los brazos que aguardan, y las bolsas de agua caliente están preparadas para el regreso. Da comienzo una carrera hacia la orilla —una maraña de brazos y piernas blancos y bañadores, valerosos biquinis y prudentes gorros de lana—, y los excitados parloteos suben tanto de volumen que los bañistas se preguntan si no se van a perder la segunda bocina. Pero, cuando esta suena, nadie lo duda un segundo: sueltan un chillido de emoción y un «Blwyddyn Newydd Dda!» mientras corren en dirección al lago, y gritan al llegar al agua helada.

Cuando esta ya cubre, hacen de tripas corazón y se zambullen en ella, atravesando la capa de bruma que flota sobre la superficie. El frío, como una mordaza mecánica, les atenaza el pecho, y las bocas se abren conmocionadas cuando el apretón las deja sin aliento. «¡No os paréis! ¡No os paréis!», gritan los más veteranos, con la dopamina que bombea y les pone una sonrisa en la cara. La olas arrecian, y la gente va de un lado a otro mientras el viento sopla con más fuerza y les provoca un escalofrío en la parte alta de la espalda.

Cuando la bruma empieza a disiparse, una mujer da un alarido.

Su grito despunta entre el clamor entusiasmado del resto, haciendo que a quienes esperan en la orilla les suba por el espinazo una clase distinta de escalofrío. Los que siguen medio hundidos en el agua se ponen de puntillas, esforzándose por ver qué está pasando, quién se ha hecho daño. El bote salvavidas sumerge sus remos en el lago, un, dos…, un, dos…, y avanza hacia el lugar del tumulto.

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