Cuore nero (Bilogía Cuore 2)

Alessandra Neymar

Fragmento

Sin título-2

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MARCO

Regina sonreía. Lo hacía como si no le importara nada más que el contenido de su copa y la mirada devoradora de aquel hombre de espalda ancha, que intuía ya lo cerca que estaba de terminar la noche entre las piernas de la joven.

Con las mejillas sonrojadas, los labios hinchados y las pupilas embriagada, el mundo veía en ella a una mujer dolorosamente bella e insolente, con una mirada capaz de poner a todo un reino de rodillas. Pero aunque sus habilidades para embaucar eran refinadas y a pesar de que lograba atrapar a cualquiera en su seductora tela de araña, a mí no podía engañarme.

Analicé el ambiente. Lo comprendí demasiado rápido.

El sofisticado y suntuoso pub del hotel Romeo apenas contaba con clientes en su elegante penumbra. Solo quedaban los rezagados. Tres tipos en un rincón, junto a los ventanales que mostraban una panorámica nocturna de la costa napolitana. A una distancia prudencial se encontraba una pareja convencional, quizá celebrando su aniversario; lo intuí por el anillo que ambos lucían en el dedo anular y la excesiva confianza con la que se hablaban. Un poco más a la izquierda vi al típico cincuentón adinerado tratando de disimular la torpeza con la que su mano escalaba por el muslo de la mujer que había contratado como acompañante. Y en la barra había otro hombre, vestido con un traje de firma, perdido en el tintineo del hielo que bailaba en su vaso mientras un maletín de cuero negro reposaba a sus pies.

No era un escenario molesto ni áspero.

Lo que me irritaba era que mi esposa estuviera dispuesta a herirse a sí misma entre los brazos de un amante que no la apreciaba, que jamás entendería el grado de dolor que ella guardaba bajo su piel. Ni una sola caricia, por delicada que fuera, le haría olvidar que su hermana pequeña estaba siendo velada a tan solo unos kilómetros de allí.

Regina no soportaba la idea de ver a Camila dentro de un ataúd, tan inerte y fría, mientras los invitados murmuraban plegarias que ayudaran al alma de la cría a encontrar su camino hacia el paraíso eterno. Y yo había creído que la ayudaría si nos hospedábamos en un hotel, lejos de la casa que tantas desgracias le había regalado.

—¿Desea una copa, caballero? —preguntó el camarero de sala bloqueando mi perspectiva del objetivo.

—No.

Me obsequió con una pequeña reverencia y se alejó. Fue entonces cuando lo vi. Regina inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás, lo suficiente para darle acceso a su acompañante a hundirse en su clavícula. El hombre rozó la zona con los labios y murmuró algo que ensanchó la sonrisa de mi esposa. Volvieron a mirarse. Un poco más atrevidos y ardientes. No me gustó lo que detecté en los ojos de Regina. Certeza, arrogancia, embriaguez. Apenas se había esforzado por cautivar a ese tipo. Lo supe por su mueca engreída y también por el sutil temblor en la yugular, fruto de sus apresuradas pulsaciones.

Mentir se le daba bien. Demasiado bien. Incluso a sí misma. Pero aquello no erradicaba el dolor. Y Regina solo sabía acallarlo a través de la frivolidad más impúdica. Porque a veces se creía que solo era un mero objeto con el que cualquiera podía jugar.

Me acerqué con decisión, a tiempo de evitar que la mano de aquel tío descansara sobre su trasero. No la miré a ella, sino a él, y me inundaron unas terribles ganas de partirle el cuello allí mismo.

Era corpulento, de músculos firmes y bien desarrollados. Piel bronceada, ojos verdes, labios gruesos, mejillas perfiladas y nariz recta. Se trataba de un atractivo muy específico. Masculino y vigoroso.

Fruncí el ceño. La sospecha se asentó en mi estómago. Un nombre llenó mi mente. Regina había escogido a alguien concreto, buscaba un reflejo de aquel mercenario al que le robó un beso. El mismo sobre el que insistía en sus escritos y al que no podía olvidar. Apreté los dientes porque, en cierto modo, sentí rabia ante las intenciones que escondían sus actos.

—¿Nos disculpas? —espeté mirando al tipo.

—Lárgate de aquí —gruñó él, que veía como la oportunidad de follarse a Regina se le escapaba de las manos.

Entorné los ojos y adopté una mueca severa. Mi gesto cruel causó el impacto habitual, un pequeño escalofrío que terminó inundando de inseguridad su mirada.

—Puedo llamar a mis hombres y dejar que ellos mismos te expliquen el problema que supone que estés flirteando con mi esposa —rezongué agrio mientras mis dedos se enroscaban en torno al brazo de Regina—. Créeme, sus métodos no son muy ortodoxos.

Y entonces entendió bien con quién trataba. No sabía mi nombre, no conocía mi reputación, ignoraba cuán grave podía ser desafiarme. Pero reconoció a la mafia y su maldad. Así que tragó saliva, suspiró frustrado y se largó de allí plenamente consciente de que no le quitaría ojo hasta verlo desaparecer.

La sonrisa de Regina atrajo mi atención.

—Me acabas de fastidiar la cacería, Berardi —me reprochó antes de vaciar su copa de un trago.

—Hablas como si hubieras olvidado estas últimas semanas conmigo.

Esa frialdad y desapego no eran habituales en ella.

—Olvidar no es fácil. —Se encogió de hombros y chasqueó los dedos en dirección al camarero para que le rellenara la copa—. Pero con varias de estas se crea la ilusión de estar consiguiéndolo. Aunque a veces se necesita una ayuda extra...

Metió la mano en el bolsillo trasero de su vaquero y extrajo una papelina. Por la forma arrugada de sus pliegues entendí que ya la había usado. Tal vez en un par de ocasiones. Ese tamaño solía equivaler a tres o cuatro rayas de cocaína.

Se la arrebaté de las manos antes de que tuviera ocasión de abrirla.

—No te favorece consumir —protesté con tibieza. Me asombró lo mucho que me costó contener la irritación.

—Solo lo hago cuando la vida se vuelve demasiado insoportable.

—Vámonos.

Tiré de ella, pero me empujó con las pocas fuerzas que todavía le quedaban.

—¿Adónde? ¿Al velatorio de mi hermana? —preguntó con amargura, y los ojos se le empañaron al tiempo que se dilataban y se perdían en algún rincón de sus recuerdos—. Ella odiaba el rosa y su puñetera madre la ha vestido con un trajecito rosa con el que se pudrirá en ese agujero en el que la enterrarán mañana. ¿No te resulta irónico? No, irónico no… Más bien es una putada.

Me impactó aún más que lo dijera empleando una sorna tan desconcertante e hiriente. Regina sufría de un modo devastador, pero no estaba dispuesta a reconocer por qué le aterrorizaba.

Volví a cogerla del brazo.

—Suéltame. —Esa vez la intención de empujarme se quedó en un amago que la hizo tambalearse.

—Te vas a caer.

—No pasaré del suelo. —Me sonrió—. Yo nunca muero. A mí solo me castigan.

Apreté los dientes de nuevo. Era tan frustrante la exasperación que sentía en aquel momento acechándome como un viejo fantasma…

—He dicho que me sueltes, Berardi.

—Marco. No me llames así —gruñí amenazante.

Regina t

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