Vuelo (Trilogía Ravenhood 1)

Kate Stewart

Fragmento

g-3

Prólogo

Toda la vida he estado enferma.

Me explico. De pequeña estaba convencida de que las verdaderas historias de amor debían incluir un mártir o exigir un gran sacrificio para ser dignas.

Mis novelas, canciones de amor y películas favoritas, aquellas con las que me identificaba, siempre hacían que mi tristeza persistiera mucho más allá de pasar la última página, de que las notas se desvanecieran o de que acabaran de pasar los títulos de crédito.

Lo creía porque yo misma me obligaba a creerlo y así fue como gesté al corazón romántico más masoquista del mundo, lo que acabó dando lugar a mi enfermedad.

Cuando viví esta historia, mi propio y retorcido cuento de hadas, no me di cuenta de que lo estaba haciendo porque era joven e ingenua. Cedí a la tentación y alimenté a esa bestia latente, que se volvía más voraz con cada puñalada, con cada golpe, con cada puñetazo.

Esa es la diferencia entre la ficción y la realidad. Uno no puede revivir su propia historia de amor porque, cuando se da cuenta de que la está viviendo, ya ha terminado. Al menos ese fue mi caso.

Años después, estoy convencida de que yo misma creé esa historia a causa de mi trastorno.

Y todos recibimos nuestro castigo.

Por eso estoy aquí, para alimentar, lamentar y quizá curar mi enfermedad. Aquí fue donde todo empezó y aquí es donde debo ponerle fin.

Este lugar que me atormenta, que me hizo ser tal como soy, es un pueblo fantasma. A pocas semanas de cumplir los diecinueve años, mi madre me envió a vivir con mi padre, un hombre con el que solo había pasado algunos veranos cuando era mucho más joven. En cuanto llegué, me quedó claro de inmediato que su actitud no había cambiado en lo que a su obligación biológica se refería y me impuso las mismas reglas que cuando era pequeña: verme lo mínimo y no escucharme jamás. Debía mostrar una moral intachable y sobresalir en los estudios, además de adaptarme a su forma de vida.

Durante los meses posteriores, prisionera en su reino, naturalmente hice lo contrario, autodestruyéndome y mancillando todavía más su nombre.

Por aquel entonces no tenía ningún tipo de remordimiento, al menos en lo que se refería a mi padre, hasta que me vi obligada a enfrentarme a las consecuencias.

Ahora, a los veintiséis años, sigo sufriéndolas.

Tengo claro que nunca superaré lo de Triple Falls ni olvidaré el tiempo que pasé allí. Tras años de lucha, esa es la conclusión a la que he llegado. Ahora soy una persona diferente, pero también lo era antes de irme. Cuando todo sucedió, me prometí no volver jamás. Pero entonces descubrí una triste realidad y es que nunca podré pasar página. Esa es la razón por la que he vuelto. Para hacer las paces con mi destino.

No puedo seguir ignorando la ansiosa reivindicación del vacío que late en mi pecho ni el acoso de mi subconsciente. Nunca seré una mujer capaz de olvidar, de dejar el pasado en paz, por mucho que lo desee.

Mientras conduzco por carreteras sinuosas, bajo la ventanilla, agradeciendo el frío. Necesito insensibilizarme. Desde que he entrado en la autopista, no dejo de pensar en los recuerdos que he intentado reprimir desesperadamente cada día desde que hui de aquí.

Son mis sueños los que se niegan a liberarme, los que hacen que mi mente siga en pie de guerra mientras la sensación de pérdida arrasa mi corazón, obligándome a revivir las partes más duras una y otra vez, en un bucle angustioso.

Durante años, he intentado convencerme de que hay vida después del amor.

Y quizá la haya para otros, pero el destino no ha sido tan benévolo conmigo.

Estoy harta de fingir que no dejé la mayor parte de mi ser entre estas colinas y valles, entre el océano de árboles que guarda mis secretos.

Aun con el frío azote del viento en la cara, sigo sintiendo el calor del sol sobre la piel. Todavía puedo recordar la sensación de su cuerpo tapándome la luz, percibir el hormigueo de certidumbre que sentí la primera vez que él me tocó y evocar la piel de gallina que ese roce dejó a su paso.

Todavía puedo sentir a mis chicos del verano.

Todos tenemos la culpa de lo que ocurrió y todos estamos cumpliendo nuestra condena. Fuimos descuidados e imprudentes, pensando que nuestra juventud nos hacía indestructibles, que nos eximía de nuestros pecados, y pagamos las consecuencias.

La nieve cae perezosa sobre el parabrisas, blanqueando los árboles y cubriendo el terreno circundante, mientras abandono la autopista. El crujido de los neumáticos sobre la grava hace que empiece a notar los latidos del corazón en la garganta y que me tiemblen las manos. Paso al lado de los interminables árboles de hoja perenne que bordean la carretera mientras intento convencerme de que enfrentarme directamente a mi pasado es el primer paso para encarar eso que lleva años atormentándome. No me queda más remedio que habitar la prisión que yo misma he construido. Pero la verdad a la que me empeño en enfrentarme no puede ser más evidente y demoledora.

Muchos creen que conocer ese tipo de amor que lo eclipsa todo es una suerte, pero para mí fue una maldición. Una maldición de la que nunca podré librarme. Nunca volveré a conocer el amor tal como lo hice aquí, hace ya tantos años. Ni tampoco quiero hacerlo. No puedo. Todavía me está matando.

Porque no me cabe la menor duda de que lo que yo sentía era amor.

¿Qué otro tipo de atracción podría ser tan fuerte? ¿Qué otro sentimiento podría adueñarse de mí hasta el punto de volverme loca? ¿De llevarme a hacer las cosas que hice y obligarme a vivir con estos recuerdos dentro de esta historia de terror?

Aun siendo consciente del peligro, sucumbí.

Hice caso omiso de las advertencias. Fui una prisionera voluntaria. Permití que el amor campara a sus anchas y acabara conmigo. Interpreté mi papel con los ojos bien abiertos, tentando a la suerte hasta salir escaldada.

Nunca tuve escapatoria.

Me detengo delante del primer semáforo de las afueras de la ciudad, apoyo la cabeza sobre el volante y respiro hondo para tranquilizarme. No soporto seguir sintiéndome tan impotente ante las emociones que este viaje ha despertado en mí, aun siendo la mujer que soy ahora.

Exhalando, giro la cabeza hacia la bolsa que he echado en el asiento de atrás después de haber tomado esta decisión, hace solo unas horas. Acaricio con el pulgar el anillo de compromiso y lo hago girar en el dedo, sintiendo una nueva punzada de culpabilidad. Las esperanzas depositadas en un futuro que había pasado años construyendo se desvanecieron en el momento en el que puse fin a mi relación. Él se negó a aceptar el anillo y yo aún no me lo he quitado. Cuelga pesado en mi dedo como una mentira. El tiempo que pasé aquí en su día ha causado otra baja más, una de tantas.

Estaba prometida con un hombre capaz de cumplir sus votos, con un hombre digno de tal compromiso, de recibir amor incondicional, con un hombre leal de corazón noble y espíritu bondadoso. Pero nunca habría sido justa con él. Nunca podría haberlo amado como una esposa debería amar a su marido.

Él era un premio de consolación y aceptar su propuesta de matrimonio fue como conformarme. Me bastó con mirarlo a la cara cuando cancelé nuestra futura boda para saber que la verdad lo había de

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