La mujer del novelista

Eloy Urroz

Fragmento

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Estamos a pocos días de llegar a Aix, adonde pasaremos un año. Seguimos en Madrid desde hace cinco semanas y no he conseguido empezar esta novela. Me he dicho que lo haré nada más lleguemos a Francia, una vez nos instalemos en la casita que he alquilado a las afueras y que aún no conocemos. Vimos unas pocas fotos en el internet, pero eso es todo. Sabemos que tiene tres recámaras, un baño, una salita y un pequeño patio trasero con jardín. No sé qué más pueda tener; lo añadiré cuando lleguemos y la conozcamos. Por ahora, basta recordar que el plazo (el pretexto) para empezar este relato se vence y no me queda más remedio que iniciarlo.

Pero ¿qué historia, de qué relato hablo? El de mi vida con Lourdes. La historia de los dieciséis años que llevamos casados, la de nuestro amor y desamor, la de nuestros rompimientos y reencuentros, la de nuestros dos hijos y todo eso que nos tiene unidos y frustrados como dos animalitos atrapados en su caja de alabastro. Cumplimos justo los dieciséis este próximo once de agosto, falta poco en realidad; ahora que empiezo esta novela —sí, la novela de mi matrimonio—, julio está por terminar, no sé qué día es hoy ni me importa. Eso sí: hace un calor endemoniado, una calina sofocante, casi peor que la de Carlton, donde vivimos desde hace un lustro o poco más.

Ahora mismo estamos a las afueras de Madrid; para ser precisos, en un pueblo urbanizado con el espantoso nombre de Collado Villalba —sitio de paso o de tránsito—. Sólo esperamos que la casita de Aix se desocupe y podamos, por fin, habitarla. Falta poco, falta nada, lo salmodio cuando el tránsito me agobia, cuando quiero tener mi casa, mi cuarto y mi silencio para recordar y sentarme a escribir en absoluta paz.

Éste no será sólo el relato de mi matrimonio, otro más que zozobra; quiero que sea, sobre todo, la novela de mi generación. La de un grupo de escritores que alguna vez se dijeron (nos sentimos) jóvenes. La de nuestros encuentros y rencillas, hazañas y desventuras durante casi treinta años. Podría convertirse también en la crónica del año que pasaremos en Aix los cuatro, mis dos hijos, Lourdes y yo. Así que iré entreverando el presente francés con el pasado. Lo haré como vaya aconteciendo… El problema es decidir dónde da inicio ese pasado: ¿cuando Lourdes y yo nos casamos o cuando la vi por primera vez, en 1992, o años antes: cuando conocí a mis amigos de generación en el bachillerato, o mucho tiempo atrás cuando, por ejemplo, supe (siendo adolescente) que lo que más deseaba en la vida era ser un escritor como Stendhal? La novela que me propongo no es la de un hecho concreto o varios sucesos planeados con la típica antelación de novelista. Prefiero desmenuzar la crónica de un matrimonio durante sus tres primeros lustros y hacer de paso la novela de un escritor hasta sus 45 o 46. Esa historia, sin embargo, no podría estar desligada a la de otros novelistas que, como él, soñaron convertirse en Stendhal también. ¿Qué ha sido (qué fue) de nosotros después de treinta años, más o menos el tiempo que llevamos de amarnos, odiarnos y envidiarnos?

Confieso que la idea de escribir algo así surgió, al menos en parte, de la lectura de Los mandarines, de Simone de Beauvoir, la cual apenas terminé de leer este verano. Mientras lo hacía, me decía medroso, ambivalente: ¿por qué no hacer una novela parecida… todas las distancias salvadas? Pero ¿podría interesarle a alguien?, ¿vale la pena intentar algo así, tan largo, complejo y privado? Muy distinto, claro, es descifrar lo que pasaba con Camus, Sartre, Koestler, Algren y Simone de Beauvoir después de la liberación francesa, que enterarse de lo que ocurría con mis amigos hace treinta años, justo después de la caída del sistema en 1988 o bien tras la debacle económica del 94. Por eso mismo digo que la idea surgió sólo en parte o por culpa de Los mandarines. La otra parte viene de la mera urgencia ontológica, la necesidad de romper este cerco o bloqueo de quince insoportables meses que me agobia.

Me explico: hasta mi último libro, yo había sido poseído por la historia que debía contar. Sucedía como sortilegio, un pathos humano inapelable. Cada novela tenía que ser escrita. Un día cualquiera, la idea se instalaba en mí, se adueñaba de cada partícula de mi ser, y a partir de ese instante todo se precipitaba en cascada. Era cosa de ponerse a trabajar y terminar el nuevo libro. Esta vez, y tras un año y pico de asfixiante silencio, nada se vuelve impostergable, nada me interesa demasiado. ¿Será un signo de madurez literaria, de realismo crítico, y no un bloqueo como suelo pensar entristecido?

Vienen y van retazos, tramas e impulsos, pero no llega el íncubo o demonio. Es, pues, la necesidad (la ananké griega) la que ahora empuja este relato. A diferencia de los viejos fantasmas, esta vez será la disciplina, la austera máquina la que guíe esta novela que me he impuesto el tiempo que dure este sabático.

Esto no lo he dicho: me han dado un año entero en Bastion College, donde trabajo desde hace seis años. Tuve, por supuesto, que proponer un proyecto a un comité, quince profesores que no entienden un ápice lo que prometí hacer en los próximos doce meses: un libro de exégesis sobre las novelas autobiográficas de Mario Vargas Llosa. Al final, contra todos los augurios, me otorgaron el año completo y no la mitad como suele suceder. Lourdes se quedó perpleja con la noticia; contenta y descontenta a la vez.

Lo primero, la conmoción, sobrevino porque jamás creyó que me darían el año completo (por lo que hubiera tenido que declinarlo según lo convenido); lo segundo, el contento o alegría, es obvio, y no requiere explicación: ¿quién no desea un año para marcharse a Francia, todos los gastos pagados? Finalmente, el descontento o contrariedad surge porque mi mujer se encuentra a la mitad de su carrera de pedagogía en Carlton College, la otra universidad, la rival de Bastion. En resumen: que Lourdes vivió esas tres emociones, una encima de otra —perplejidad, dicha y descontento—, sin que, al final, pudiéramos declinar nada, lo que implica doce meses para pasarlos donde más deseábamos por segunda vez en la vida: en Francia.

El descontento, insisto, viene de que Lourdes hubiese querido este sabático dentro de dos años (una vez terminase la carrera) y no ahora, a la mitad de su empeño, cuando más encaminada se encuentra estudiando para convertirse en maestra y ayudar a niños hispanos pobres de Estados Unidos. De pronto la situación se tornó parecida, al menos para ella, a la de aquel que no puede no aceptar una invitación a la playa cuando menos la hubiese esperado. No así para mí, que deseaba este año con toda mi alma. No así para mi hija Natalia, de doce, que odió a sus padres por tener que hacerla abandonar su ciudad, sus amigas, su escuela, su lengua y su perfecta rutina americana. En cuanto a Abraham, nuestro hijo de ocho, todavía no sabe qué pensar de este desvío en su itinerario vital. Natalia le dice al oído que es terrible, algo monstruoso en sus destinos de niños felices estadounidenses; su padre le dice lo contrario y su madre simplemente sonríe. Yo, por supuesto, le

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