Oriundo Laredo

Alejandro Páez Varela

Fragmento

Donde lloran los sauces

Donde lloran los sauces

No supo, Oriundo Laredo, que así sucedió:

Que Teresa salió de su casa en El Millón y casi a rastras fue llevada al borde del Río Bravo en una mañana fría, como frías suelen ser, aun en el verano, casi todas las mañanas por allí.

—Crúcese el río y la veo del otro lado —ordenó el padre de Oriundo, que no se llamaba como él.

—¿Y a qué me cruzo? —contestó la madre de Oriundo, muy jovencita y de buen parecer.

Se vería obligada a nadar en las aguas frías del Río Bravo y eso no le generaba dudas. Dudaba del a qué: a qué dejar México, a qué irse al otro lado. Dos a qué.

—Pues mírese esa barriga, señora, ¡no aguanta un día más! Le va a reventar —dijo Octavio Laredo y se fue al puente para cruzarlo a pie, con su papel de american citizen en la mano—. Brínquese el río y la veo del otro lado.

Pasaron el río, ella y Oriundo nonato, por un vado donde un grupillo de sauces llorones tendía su cortina de ramas deshojadas a ras de la tierra congelada.

Teresa iba de nueve meses de embarazo y apenas se notaba su gravidez. Era de esas familias donde a las mujeres apenas se les nota.

No vio Oriundo Laredo que, al cruzar al otro lado, un letrero decía PETROLEO, así, sin acento; y que abajo, con letras chiquitas, se leía KEROSENE.

A lo lejos había nogaleras, algodonales ralos y algo de sorgo para ganado. Y más adelante, poco más allá del vado, el pueblo de Clint presumía su único logro: una estación de la Border Patrol mucho más grande que la escuela del condado.

No supo, Oriundo Laredo, que el aire era húmedo esa mañana fría de invierno, fría como casi todas las mañanas allí, excepto algunas.

Y que el color café oscuro de los nogales acentuaba el tiempo.

Que un letrero decía: WEDINGS AND QUINCEAÑERAS .

Que en Clint había un salón de baile llamado Dunas Ballroom. La John Deere tenía una sala de exposiciones para tractores. El Saragosa Fireworks vendía fuegos artificiales lo mismo para el 4 de julio que para la noche del 15 de septiembre. El Jumping Baloons abría sólo los fines de semana para que los niños jugaran.

Y los torbellinos de tierra se estacionaban en los campos sin sembrar.

Y dos árboles y los restos de un tercero, todos centenarios, estaban junto a una bomba de agua y más algodonales. Y había tierra desaprovechada, mucha, porque allí lo que sobra es tierra y mucha está sin sembrar.

No supo, Oriundo Laredo, que cuando cruzaron el río había dos árboles y los restos de un tercero, y allí los estaban esperando para llevarlos a un hospital: a ella chiquita y guapa, con nueve meses de embarazo; a él sin ver la luz todavía.

Y a lo lejos, hacia el norte, el desierto lanzaba destellos de sol reflejado.

Y hacia el sur, México y más México, desierto.

Y esas tierras, todas, habían pertenecido a los apaches.

Y los pueblos de kilómetros a la redonda, mexicanos o gringos, no tenían banquetas y las casas lucían porches enormes, como extensiones de la sala.

No supo, Oriundo, que así sucedió:

Que su padre dijo a su madre, cuando cruzaron el río:

—¿Por qué tardó tanto?

Y que ella respondió:

—Porque estaba fría el agua.

Hablaba del agua del Río Bravo.

Y había, del otro lado, una iglesia: la Indios Community Church. Y otra, la Emmanuel Dios con Nosotros; y una tercera, la Even-Ezer.

Y Rodilla Floja era el nombre de un rancho y el nombre también de un indio manso al que nadie hizo caso.

Y Saltondo era un cerro o dos, porque lo partían las aguas de un brazo del Bravo.

Entre El Paso y Socorro estaba la calle de Prescott Sheldon Bush. En esa calle moriría su madre días después del parto, dejándolo huérfano del todo porque su padre nunca vio por él.

No supo, Oriundo, que así sucedió:

Que ésa era la primera vez que su madre cruzaba a Texas y que cuando cruzaba, pensó:

“Qué pueblos más tristes, qué calles más tristes, qué día más triste y hasta los árboles lloran por acá”, y un grupillo de sauces llorones tendía su cortina de ramas sin hojas a ras de la tierra congelada.

Esto no lo supo Oriundo Laredo, aunque así fue como sucedió.

Gangrena hasta los tanates

Gangrena hasta los tanates

Oriundo Laredo creció creyéndose millonario. Millonario-millonario. Con un chingo de dinero, pues.

Y en los primeros años no se preguntó dónde estaba su dinero.

Después entró en dudas, y después, fue después.

Su padre se refería a él de esta manera: “Pinchi muchachito millonario”.

O:

—Pinchi muchachito millonario tan jodido, pues. Átese las cintas, límpiese los mocos. Pinchi millonario tan jodido.

O:

—¡Épale, don millones, vaya a la tienda!

O:

—Usted es un arrimado, pinchi muchachito millonario. Vaya usted a la tienda, ándele. Gánese a sus hermanos, que ni hermanos suyos son y lo tienen que soportar.

Porque Oriundo estuvo de arrimado hasta los cuatro o cinco años de edad. Luego, un día, su padre fue por él adonde lo había abandonado y le dijo:

—Junte sus trapos, nos vamos.

—¿Adónde? —dijo él.

Oriundo aún no tenía nombre.

—¡Que junte sus trapos, muchacho cagado, que se va de aquí! ¡Ya no lo soporta nadie! ¿Entiende? ¡Nadie!

Y se lo llevó, con jalones y golpes en la nuca, a México. A El Millón, pueblo junto a Ciudad Juárez.

En Estados Unidos quedó el registro de su nacimiento con el nombre del padre, Octavio, pero el padre no lo supo o no quiso saberlo o no le importó o no se dio cuenta.

Cuando llegaron a México, Octavio debió registrarlo otra vez.

—Tiene que registrar a este muchacho —dijo una tía abuela de Oriundo cuando el padre lo llevó a El Millón para abandonarlo allá, también.

La tía abuela ocupaba la misma casa que fue de la madre de Oriundo Laredo, la pobre de Teresa, quien ya no regresó. La vieja vivía allí aunque tenía unos cuartos al lado, por

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