Arde Josefina

Luisa Reyes Retana

Fragmento

Arde Josefina

1

Al llegar al sanatorio en Real del Monte, bajé la ventana del coche para tratar de leer las palabras en la marquesina. Aún era de noche. El frío me picaba la cara y la bruma me impedía leer. La complicada estructura señalaba los edificios de un sanatorio construido a lo largo de muchos años. Los edificios McKenna, Canterbury, Metodista, la Torre de Observación y Diagnosis, el Royal Crown y el Old Town Hall. Los letreros apilados, chuecos, con flechas que apuntaban más o menos en la misma dirección, parecían tener un propósito distinto al de la comunicación visual. Algo más bien asociado a la nostalgia, al autoconvencimiento o directamente a la demencia como propósito. Una marquesina de espectáculo para un hospicio de lunáticos.

Hice un cambio de luces y se abrieron las rejas negras. Crucé el patio con mi coche. El sanatorio me hacía sentir débil, relegada, incapaz de razonar. En el camino creí ver a dos hombres jorobados barrer en sincronía. Quizá trabajaban ahí, o se hospedaban, o los imaginé.

Me estacioné afuera del único edificio iluminado y caminé sobre una cama de hojas secas hacia la silueta ovalada de un hombre calvo. El médico, ojeroso y taciturno, se presentó como Marcos Moore. Sobre su cabeza colgaba un rótulo de madera con la palabra «Canterbury» escrita en semicírculo.

Subimos una escalera de caracol que nos llevó a un vestíbulo casi vacío, salvo por un sillón y una mesa plegable. Cinco o seis mujeres vestidas con batas color rosa miraban en nuestra dirección guardando cierta distancia.

Algo artificial se develaba lentamente en el sanatorio. Una oscuridad demasiado lúgubre, un silencio vehemente, las caras sobradas. De madrugada se anuncian las cosas que nunca debieron suceder.

El médico me miró con compasión y vergüenza, con ojos desnudos y sonrisa errática, mientras algo se le escapaba de la cara. Reconoció la constitución de mi nariz y se estremeció: conocía la historia de mi hermano Juan y sabía que yo era su única familia, su último vínculo con el mundo extramuros. Juan era esquizofrénico y epiléptico y estaba internado en el sanatorio desde hacía varios años.

Moore me invitó a sentarme en el sillón. Desde que llamó la noche anterior para pedirme audiencia urgente sospeché lo peor, pero no quiso decirme de qué se trataba y no me gusta insistir. Nos sentamos y me tomó una mano y la puso entre las suyas. Retiré mi mano. Me preguntó si podía manejar información confidencial. Me pareció una pregunta fuera de lugar.

Desconfiaba de los psiquiatras, pero él me causó un escozor especial, nutrido, en parte, por la halitosis que le impuso a mi recuerdo de aquella conversación. Insistió en la confidencialidad del asunto y accedí. Parecía demasiado joven para su cuerpo de pera.

—Su hermano embarazó a una paciente, señora Aspers.

Sentí una arcada en las tripas.

—Señora Aspers. Señora Aspers, ¿se encuentra bien? —preguntó parpadeando.

Aspers como Asperger, pensé. Aspersión, aspirina, áspero, aspirar, aspartame. Lo repasé para amortiguar el pensamiento caótico que me sobrevino con la noticia. Cerré los ojos un par de segundos, y cuando los abrí vi por la ventana un pedazo del muro del Old Town Hall. Concavidades detrás de la fachada de falsa cantera que de frente simulaba una muralla derruida por la actividad belicosa y heroica del reino.

—¿Mi hermano embarazó a una paciente? —pregunté usando el fraseo exacto del doctor, en parte para asegurarme de haber escuchado bien, en parte porque la acusación que encerraba la frase me preocupó. ¿Estaba insinuando que mi hermano violó a una mujer?

—Su hermano embarazó a una paciente, señora Aspers —repitió Moore, esta vez con un tono más seguro y contundente, como si hubiéramos acordado que repetir la misma frase en distintas entonaciones nos evitaría tener la conversación que debe seguir a una declaración de esa naturaleza.

—¿Él solo? —pregunté mostrándome ofendida, pero Moore prefirió ignorar la acusación implícita en mi pregunta y simplemente aceptar que la dinámica de la reiteración se había terminado.

—Se llama Ágata Rosental y es maniaco-depresiva. Ingresamos a John al Canterbury para separarlos. Es un embarazo de alto riesgo, pero me temo que es tarde para terminarlo. Los padres de Ágata están en la Torre de Observación y esperan hablar con usted.

—Cuando dices que Juan «la embarazó», ¿qué quieres decir exactamente? —le pregunté a Moore.

—Quiero decir que Juan es el padre.

—¿Cuántos meses de embarazo? —pregunté obviando el subtexto de la conversación, no porque dejara de importarme la insinuación de que Juan hubiera violado a la mujer, sino porque no me llevaría a ninguna parte.

—Seis. Seis y medio, señora Aspers. Es imposible terminar el embarazo a estas alturas.

Negué con la cabeza varias veces mientras asimilaba la información. Me levanté y caminé en dirección a los cuartos. Moore se quedó sentado en el sillón con la cabeza inclinada y expresión ofendida.

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