La música de las esferas

Luis F. F. Simón

Fragmento

Título

Capítulo 1

Viena, 7 de mayo de 1824

El director de la orquesta alzó la batuta. El silencio se hizo en el auditorio. Los miembros de la orquesta levantaron sus instrumentos en ensayada coreografía. Los arcos de los violines se tensaron, los trompetistas humedecieron las boquillas y decenas de dedos ensayaron virtualmente los primeros movimientos. Al fondo, las mazas se elevaron sobre los bombos esperando la orden para descargar. La orquesta parecía incapaz de dominar la estampida del primer sonido, que pugnaba, encabritado, por desatarse de las riendas de sus intérpretes. Todos los ojos confluyeron hacia el director, quien a su vez se giró hacia un lateral aguardando la orden del compositor.

Ludwig van Beethoven esperó a que los últimos rezagados ocuparan sus asientos y, con un leve movimiento de cabeza, dio el visto bueno.

Las primeras notas comenzaron a sonar, de manera casi imperceptible. Eran ecos distantes, como dibujando el alba de un nuevo día. La bucólica entrada no auguraba el torbellino musical que esperaba agazapado. En un apresurado crescendo, los violines repitieron los sonidos iniciales, elevados por un potente tono de fagot hasta el límite de la tensión de las cuerdas contra la madera. Las paredes del teatro hicieron lo imposible para contener aquella explosión sonora. Sin mediar tregua, los tambores culminaron la introducción de la obra haciendo vibrar las butacas del teatro.

Beethoven contempló satisfecho el efecto de aquel estudiado preludio: la audiencia, desprevenida, había quedado paralizada en sus butacas. Atisbó en las caras de los más escépticos que sus dudas quedaban despejadas. Ya nadie volvería a insinuar que los diez años de silencio desde su última sinfonía significaban que estaba acabado como compositor. Quedaba por resolver si los allí presentes comprenderían el significado último de la obra. No se trataba únicamente de su novena sinfonía. Allí estaba sonando la gran partitura de su vida.

A partir de la impetuosa entrada, Beethoven observó al público absorber gota a gota su elaborado elixir. Su genio, ese que le despertaba de madrugada para susurrarle sonatas al oído, le había obligado a utilizar todos sus conocimientos sobre música, a exprimirlos, y después a filtrar el resultado a través de lo más profundo de su alma.

Vio cómo su primer movimiento agitaba al público en oleadas incontroladas. Como en un vendaval, violentos aullidos se alternaban con momentos de tensa calma. El desconcierto y la confusión atraparon a los oyentes, mecidos como marionetas articuladas por su batuta. Estrofas ardientes, airadas y violentas, evocaban los peores pasajes sufridos por el hombre, siglos de oscuridad, caos y pérdida de la razón; justo a continuación, suaves melodías dibujaban un futuro de fe y esperanza, el hombre renaciendo siempre de sus cenizas.

Una concatenación de acordes escondida entre los rápidos giros de la obra le hizo sonreír. Al final, aunque había tratado de evitarlo por todos los medios, sí que se había colado algo de su melodía secreta. Su pensamiento fluyó inexorablemente al momento que alumbró la Novena, al instante en el que recibió el fogonazo que marcaría sus días hasta su muerte. Hacía ya casi cuarenta años.

Ocurrió a su llegada a Viena. Aquella insólita experiencia supuso un punto de inflexión en su vida. El destino puso en sus manos aquel pergamino de caracteres tan extraños. Nadie entendía su significado, pero él era capaz de leer las partituras de un solo vistazo, sin necesidad de ir nota por nota, así que la música escondida allí dentro brotó de manera natural. La tinta se hizo sonido en su cabeza, destapando una melodía tan sublime como misteriosa. Su destino quedó impreso bajo las letras de aquel trozo de piel antigua: observar, estudiar y analizar al ser humano para componer el alma musical de la humanidad. El pergamino obró el milagro de la transmutación de su inocencia pueril en la ciega utopía que lo acompañaría de por vida. Esa melodía, instalada en su mente como un eco lejano, volvía a él con renovada intensidad cuando le fallaban las fuerzas, cuando pensaba que estaba equivocado, que todo aquel asunto del pergamino era un error, que era incapaz de asumir esa responsabilidad.

Beethoven volvió a fijarse en los asistentes al concierto. ¿Se daría alguien cuenta de que aquella noche era totalmente diferente, que aquella composición iba más allá de un simple entretenimiento? Esa noche no era Beethoven quien tocaba, era la misma Humanidad la que interpretaba su himno universal.

Un ligero movimiento en uno de los palcos superiores captó su atención. Le importunó ver a su secretario Anton Schindler entrando atropelladamente en el teatro, molestando a varias personas hasta llegar a su asiento. A pesar de que ese joven astuto e inteligente le había procurado razonables beneficios vendiendo sus obras, se había mostrado siempre solícito a todas sus manías y le había aguantado su mal humor, aún no terminaba de confiar en él. Y sin embargo lo necesitaba, mucho más desde que su avanzada sordera le incapacitaba para comunicarse. Al final, muy a su pesar, no sólo se convirtió en su escriba particular, sino en su misma sombra.

Schindler llegó tarde. Lamentaba profundamente haberse perdido el comienzo, pero había merecido la pena. Beethoven no acostumbraba a salir mucho últimamente, así que esa noche, tras desearle suerte al maestro al llegar al teatro, se escabulló y regresó rápidamente al estudio. Por más que buscó, no encontró lo que quería. Llevaba años intuyendo que su señor se inspiraba en algo más que su inteligencia y maestría a la hora de componer. Estaba convencido de que escondía un secreto, y no pararía hasta dar con él.

Ocupó su asiento en uno de los palcos principales y se fijó en su señor, que vigilaba estrictamente cada uno de los movimientos del director. Debía de estar intuyendo, más que escuchando, su propia composición. ¡Qué crueldad la del destino que dejaba sin oído a quien más lo necesitaba! ¡Qué desalmada paradoja hacía que el mayor músico de la historia no pudiera escuchar su composición más gloriosa!

La nueva variación que tejía la orquesta le hizo olvidarse de sus vacilaciones. Su conciencia fue guiada por una espiral descendente hasta entrar en contacto con lo más oscuro de su ser, y sus constantes vitales quedaron suspendidas hasta que regresó de ese viaje a su interior. En esos compases del segundo movimiento, pudo reconocer al auténtico Beethoven desbordando toda su pasión interior. Demostraba un poder absoluto sobre ellos: atravesaba sus almas con los arcos de los violines, elevaba al cielo sus sueños con flautas y clarinetes, y los devolvía, inmisericorde, a la realidad terrenal bajo el rumor de los tambores. Beethoven les estaba regalando amor en estado puro, amor a la propia existencia: naturaleza, Dios y humanidad inseparables. La belleza, esa oculta dimensión que sólo enseñaba sus atributos a unos elegidos, había seleccionado a Beethoven esa noche para hacerse música.

Quedó tan embelesado con la composición de su maestro

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