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La canguro

Pablo Rivero

Fragmento

Capítulo 1

1

Jueves, 25 de septiembre de 2025

Trece días antes de los hechos

Lo bueno de vivir en un séptimo piso es que con la ayuda de unos prismáticos puedes ver absolutamente todo lo que abarca tu ángulo de visión. Lo bueno de vivir en un séptimo piso y tener una terraza como la nuestra, que hace esquina y tiene forma de L, es que desde aquí puedo verlo todo. Mi calle, las paralelas, la infinidad de ventanas en los edificios de enfrente y gran parte del Retiro, que está a tan solo un par de minutos andando desde casa. Pero lo mejor es que a la altura a la que me encuentro nadie puede verme. Como mucho se vislumbrará una silueta, tal vez se intuya por mis curvas que soy una mujer. Lo que es imposible es que se den cuenta de que sostengo a una bebé en brazos.

Martina pesa poco para los ocho meses que tiene ya y está muy mal acostumbrada. Cada vez aguanta menos tiempo en la cuna o en la trona, en cuanto la dejo se pone a llorar como una loca porque prefiere que la coja. Me desespera. Antes estaba asomada mirando hacia el parque, muy pegada a la barandilla, que apenas me llega al ombligo, sin reparar en lo expuesta al vacío que estaba mi bebé hasta que una imagen escalofriante ha anidado en mi cerebro y he retrocedido, muerta de miedo.

La secuencia era la siguiente: yo estaba asomada y observaba la zona de los columpios con Martina dormida por fin entre mis brazos. De pronto Ethan, mi hijo mayor, se acercaba hacia mí corriendo para decirme algo que no podía esperar, y cuando llegaba a mi altura no controlaba la fuerza del impacto de su cuerpo contra mi espalda y me daba un fuerte empujón que me hacía perder el equilibrio, y su hermana se precipitaba al vacío. Entonces me asomaba y la veía caer los siete pisos. La imagen espantosa se me ha quedado grabada.

He cambiado de posición a Martina, y ahora que su cara está contra mi pecho la abrazo. Muy fuerte. Ya no hay peligro, pero el pensamiento ha sido tan real que no quiero separarla de mí. Me giro y no veo a mi hijo. Ethan debe de seguir en su cuarto; sabe que lo primero que tiene que hacer al llegar a casa son los deberes. Ya tendrá tiempo para merendar y jugar después. Con eso, como con otras cosas, soy muy estricta, aunque mucho menos que su padre. Así no tengo que estar el resto de la tarde persiguiéndolo para que los haga. Aun así me ha plantado cara, muy en su línea, y le he dado un grito. Martina se ha asustado, se ha puesto a berrear, y he tenido que salir a la terraza para calmarla y que nos diera un poco el aire a las dos. Estar todo el día encerradas en casa es lo que tiene.

Aunque trato de quitarle importancia a lo que ha pasado, la distancia que hay entre mi hijo y yo me duele. Quiero abrazarlo, pero no lo hago por miedo al rechazo. Me gustaría decir que solo es una etapa, pero no sería verdad. Hay algo más. Ethan siempre ha sido muy listo e intuitivo, y a él no lo puedo engañar. Lo noto en su mirada, cuando nos observa a su hermana y a mí. No son solo celos, sino que no le gusta que la proteja tanto y que no salgamos nunca. Pero lo hago por su bien. Por el bien de todos. No quiero arriesgarme a que pueda pasar algo.

Martina se mueve agitada y aparece su cara arrugada, esa que puede vaticinar una inminente explosión. No, por favor, sigue durmiendo. Espero que solo sea un sueño y no se espabile. Estos ratos en los que está dormida son momentos de tranquilidad, y por eso aguanto la respiración hasta ponerme morada, si es necesario, con tal de que no se despierte. Ni siquiera la he querido dejar en la cuna por miedo a que vuelva a la carga.

Vuelvo a dar un paso al frente, y otro más. Casi estoy en el mismo punto que antes, pegada a la barandilla. Lo noto porque el aire me agita el pelo y siento la fuerza del abismo. Me fijo de nuevo en el parque, concretamente en el banco en el que me sentaba cuando Ethan era pequeño y se pasaba horas tirándose por el tobogán. Entonces ya me sentía atrapada, pero no era nada comparado con como estoy ahora. Hace mucho tiempo que no voy por ahí. Me gustaría pasear con Martina por esos caminos que antes recorría. Pero tengo que ser consecuente con las normas, sobre todo cuando las he impuesto yo. Entre semana la niña no debe salir, y menos conmigo, a no ser que sea necesario, y, en tal caso, no lo haremos por el portal, sino directamente por el garaje del edificio. Nunca iremos andando, siempre en coche.

Un grito dentro de casa me saca de mis pensamientos e instintivamente abrazo a Martina con fuerza para asegurarme de que está a salvo. La aprieto tanto que se despierta de golpe y se pone a llorar a lágrima viva.

—¡Mamááá! ¡Mamááá…, ven!

Es Ethan, también está llorando.

—¡Voy!

—¡Mamááá, correee!

Cada vez suena más desesperado, nunca lo he escuchado así. Algo muy grave ha tenido que pasar. El pánico corre por mis venas.

—¡¡¡Mamá, ayúdameee!!!

Mi hijo está en peligro, y como una exhalación entro en casa.

2

No hay nada más aterrador en este mundo que escuchar a tu hijo pedirte ayuda presa del pánico. Me pongo en lo peor, pienso que ha sufrido un accidente y está a punto de morir. Antes no era así. Tenía responsabilidades, pero me sentía libre. Cuando nació Ethan desarrollé un sentimiento de protección que ha terminado por ocuparlo todo y ahora vivo con el miedo constante a que a él o a su hermana les pase cualquier cosa.

A menudo fantaseo con la idea de recuperar la vida que tenía antes de ser madre, pero siento que me volvería loca si les sucediera algo terrible a mis hijos. No me imagino sin ellos. Por eso cuando despotrico porque han hecho algo, me repito que no es justo culparlos; el problema soy yo. Hay una solución, Raúl me insiste a menudo, podría buscar ayuda, aunque es muy fácil decirlo cuando te pasas el día fuera de casa y sin haber hecho renuncia alguna por la familia. Sé que en parte tiene razón y que en algún momento deberé tomar una decisión práctica que me permita encontrar la manera de acabar con esta angustia en la que me veo inmersa desde que decidí quedarme en casa para cuidar de los niños.

Desde el pasillo veo que la puerta de la habitación de mis hijos está abierta. Parece que Ethan está bien porque ya no me llama, pero un nuevo grito me eriza la piel.

—¡Mamááá, ayúdame! ¡Tienes que hacer algo!

¿Qué me estoy perdiendo? Estoy desconcertada, nunca lo he escuchado tan desesperado, y he de reconocer que durante una milésima de segundo me enternece detectar en su fragilidad a mi niño pequeño. Ahora no hay malas contestaciones ni chulerías. Me necesita, y en el fondo me encanta.

—¿Qué pasa, cariño? —le digo cuando casi estoy entrando por la puerta.

—¡Se los está comiendo! ¡Se los está comiendo! —grita entre lágrimas.

Encuentro a Ethan de espaldas y no veo qué es lo que hay sobre la cama. Me acerco y me doy cuenta de que es la jaula de los hámsters.

—¡Ratona se los está comiendo! —chilla con desesperación.

Cuando nació Martina, Ethan empezó a estar muy raro. Apenas hablaba y actuaba de una manera extraña. Así que, muy a mi pesar, le compramos la pareja de hámsteres que nos llevaba tiempo pidiendo para ver si así los celos por su hermana pasaban a un segundo plano. Cuando los trajimos a casa, nos llevó toda una tarde pensar en un nombre para ellos, y como Ethan no se decidía le facilitamos la tarea y convenimos que él se llamaría Ratón, y ella, Ratona. Hace una semana tuvieron crías, ocho en concreto, y esos bebés rosados y sin pelo me repugnan incluso más que sus padres. Menos mal que nuestros hámsteres no tienen la cola larga como la de las ratas que protagonizan algunas de mis pesadillas desde aquel verano en Nueva York, cuando aparecían por todos lados.

—¡Mamá, se los está comiendo, quítaselos! —me suplica de­ses­perado.

«¡¿Cómo voy a meter la mano ahí para separarlos?! ¡¿Estamos locos?!», pienso mientras avanzo hacia la jaula haciendo gala de mi rol de eterna salvadora, incluso cuando no sé qué hacer, como tantas veces me ocurre. Parece que con el carnet de madre te dan un bono indefinido con soluciones a cualquier problema. Ojalá fuera así. De nuevo vuelvo a vérmelas yo sola para resolver una situación en tiempo récord si no quiero que Ethan tenga una crisis de ansiedad o algo por el estilo. Es lo que me faltaba. Así que agarro la jaula con toda la seguridad que soy capaz de transmitir.

—No te preocupes, no te preocupes.

—¡Mamá, quítaselos! —repite.

—¡Que sí, que voy! —grito contagiada por su histerismo.

Cuento hasta tres mientras intento calmarme. No quiero ni mirar a los ratones o vomitaré por todo el pasillo.

—¡¿Adónde vas?!

—No te preocupes, ahora vengo. Quédate aquí.

El llanto de mi hijo suena cada vez más lejano conforme me acerco a la terraza. Dejo la jaula sobre la mesa, miro de refilón y distingo cómo, efectivamente, Ratona se está comiendo a una de las crías. Me muero del asco. No puedo meter la mano ahí. En el móvil busco corriendo qué hacer en estos casos, leo por encima y solo encuentro los motivos por los que «tu hámster se come a sus crías»:

El canibalismo entre los hámsteres es una señal de estrés, generalmente debido a hacinamiento severo, una negligencia o una atención inadecuada.

«Atención inadecuada»… No, si al final la culpa será mía, como siempre. No tengo suficiente con mis dos hijos que, encima, tengo que hacer un curso de buena madre para ratas. No me vale. Abro otro enlace en busca de algo que desarrolle cómo actuar en casos como este:

Puede que la hembra, ante tantas crías, empiece a ver que no puede con todas, que no puede mantenerlas a salvo; por ello, opta por comerse a alguna para cuidar del resto de su descendencia sin problema. Así se asegura de que no le falte nada al resto de su familia.

Ratona está matando a algunas crías para proteger al resto. Por supervivencia. Ha hecho una selección para decidir a cuáles salvar. Estoy impactada. Me ha removido por dentro. Pero es absurdo sentir esto, es solo un hámster, tras su conducta no hay raciocinio, solo es un comportamiento propio de su especie. No puede afectarme algo así. En el fondo lo que ha sucedido me viene hasta bien, ¡a ver qué iba a hacer con todos esos ratones cuando crecieran!

No oigo a Ethan, espero que esté más calmado. Le he dicho que iba a solucionarlo, que no se preocupara, pero no es verdad. Voy a dejar la jaula en la mesa hasta que Ratona se coma a todas las que quiera. Después le explicaré que las que faltan no han sobrevivido, haré pequeños paquetes con papel de plata y le diré que no los abra, que no hay que molestar a los muertos. Y el fin de semana, cuando vayamos a ver a Dolores, la madre de Raúl, los enterraremos en algún parque. Ya lo pensaré bien, pero de momento que se queden aquí y que Ratona, como buena madre, resuelva la situación. ¿Quién soy yo para interferir? Las cosas de casa son de casa. Alguien ajeno a la familia no debe entrometerse en sus asuntos si no quiere salir mal parado.

3

Diario de Ethan

Hoy ha pasado algo horrible. Cuando he vuelto del colegio me he quedado en mi habitación porque tenía deberes y no quiero que mamá se enfade.

Me he puesto a dibujar zombis en un cuaderno. ¡Me flipan! He dibujado uno sin cabeza y con un chorro de sangre saliendo del brazo que le han arrancado y el fondo era todo rojo.

De repente he escuchado unos chillidos y he pensado que era mi hermana, que no para de molestar la muy pesada y se pasa el día llorando y haciendo ruiditos raros que me molestan. Pero no era ella, venían de la jaula de mis jamters hamsters. ¡Ratona se estaba comiendo a una de sus crías! He gritado para que mamá viniera. Se los ha llevado y me he quedado solo. Luego ha vuelto y me ha dicho que los ha separado. Menos mal. Yo le he preguntado por qué Ratona le ha hecho eso a sus hijos. Me da miedo. Mamá me ha contado que lo ha hecho porque sabía que no todos iban a sobrevivir y los ha matado para que los demás vivieran, que es algo que hacen los ratones, que son animales. Yo le he dicho que los humanos también somos animales y se ha callado. Cuando no sabe qué decir no dice nada. A veces se queda mirando a mi hermana en silencio muy seria. Yo también lo hago. Ojalá se la coma.

4

Cada tarde cuando se abre la puerta de casa siento un alivio enorme porque eso significa que Raúl ha vuelto y que, aunque esté cansado o «con la cabeza como un bombo», como me dice nada más entrar, podré darme una ducha rápida y aprovechar para sentarme al menos cinco minutos en nuestro cuarto a oscuras sin tener que atender ninguna de las demandas de nuestros hijos. Pero hoy lo he arrastrado hasta nuestro dormitorio para contarle el incidente de los hámsteres sin que se entere Ethan.

—¿La consolita entre semana? —me recrimina en cuanto escucha el sonido de uno de los videojuegos a todo trapo.

Sé que hay que evitar los videojuegos porque los críos se enganchan y luego no atienden y se vuelven violentos. Pero a veces necesito que esté entretenido para, por ejemplo, limpiarle el culo a su hermana. De todas formas no hará falta que intente justificarlo porque lo entenderá perfectamente cuando le cuente lo que ha ocurrido.

Cierro la puerta con cuidado, me doy la vuelta y me apoyo sobre ella.

—Uy, cómo estamos, ¿no? —me dice juguetón mientras se quita la chaqueta del traje y la lanza sobre la cama.

—Escúchame, tenemos un problema… —Me mira con su cara de «¿puedes concretar?»—. Se trata de Ethan…

—No me asustes, ¿qué ha pasado?

—A él nada, tranquilo. Las ratas esas…

—Los hámsteres.

—A mí me parecen ratas…

—No te habrás deshecho de ellos…

—¡Claro que no! ¿Por quién me tomas? Ethan los adora…

—Pero…

—Pero ha habido drama cuando ha vuelto del colegio. La madre se ha comido a las crías y…

—Auch… —Tuerce el gesto—. Cuando éramos pequeños mis primos tenían una que hizo exactamente lo mismo. No me acordaba… de lo malas que sois las mujeres —bromea.

—¡Cállate! —le digo susurrando. Quiero abofetearlo, aunque reconozco que, después de estar todo el día sola con Martina, su salida de tiesto tiene hasta gracia—. No sabes cómo se ha puesto, me ha llamado llorando. He pensado incluso que alguien le estaba haciendo daño…

—¡Qué exagerada eres! No puedes ponerte siempre en lo peor.

—¡No me interrumpas! La cosa es que me ha pedido que sacara a Ratona para que no se los comiera a todos, pero he sido incapaz, me moría del asco. He cogido la jaula y la he llevado a la terraza. Le he dicho a Ethan que los he separado, que había que dejarlos tranquilos para que se recuperaran.

—Pero no lo has hecho.

—No. Y se las ha comido. A todas las crías. Había leído que a veces se deshacen de las que no van a poder atender, o algo así, pero esta no ha tenido piedad. No ha quedado ninguna.

—Bueno, está Ratón. En pocos meses vuelven a tener crías y estaremos atentos para que no se repita.

—Sí, muy atento vas a estar tú —«Que no sabes ni la talla de ropa que usan tus hijos», pienso para mí—, no me hagas reír. Con todo lo que tienes.

—Pues tendrá que estar atento él, que son suyos y es su responsabilidad.

—Tenemos que decírselo, yo he preparado esto.

Voy hasta el aparador y del primer cajón saco varias figuras del tamaño de las crías que he hecho con papel de plata.

—Si parecen momias.

—Mira, nos vale como metáfora para explicárselo. Le decimos que no han sobrevivido, que habrán decidido irse con ellos, que era mejor que se fueran todos los hermanos juntos y que seguro que no han sufrido. —Veo cómo levanta la ceja, escéptico—. ¿Se te ocurre algo mejor? No, ¿verdad? Pues venga, que haces tú la cena. No le digas nada hasta que yo acabe de la ducha. Martina está en su parque.

—Señor, sí, señor —me responde mientras hace el saludo militar con la mano.

Sale por la puerta y empiezo a desabrocharme la blusa para ponerme bajo el agua cuanto antes y que desaparezca el bombardeo de imágenes repugnantes que me vienen a la cabeza. Entonces escucho un grito desgarrador, más fuerte que los de esta tarde. Es otra vez Ethan. En menos de un segundo salgo en su busca con el corazón en un puño.

5

Diario de Ethan

No es justo… Todo me pasa a mí. No ha quedado ni uno vivo. Eran lo único que me gustaba de esta casa y ahora no están. No queda ninguno… Tampoco Ratón ni Ratona. Mamá me dijo que los había llevado a la terraza y que había conseguido que sobrevivieran algunas crías que no se había comido Ratona y que las había separado. Yo he querido ir a verlas y me ha dicho que mejor no, que había que dejarlas para que se tranquilizaran y que no fuera peor, que en la terraza estaban bien porque les daba el aire. A ella le gusta mucho la terraza. Siempre que puede está ahí, mirando hacia abajo como hipnotizada, parece una zombi…

Yo le he hecho caso porque quiero mucho a mis hamsters y quería que estuvieran bien y no he ido. Lo que pasa es que después estaba jugando a la consola y he escuchado la puerta justo cuando estaba terminando la partida. He ido corriendo porque sabía que era papá, pero no lo he encontrado ni en la cocina ni en el salón y he pensado que mi madre estaría en la terraza y que él estaría con ella. He salido, he mirado dentro de la jaula y lo he visto… Ratón y Ratona estaban muertos. Me he puesto a gritar y le he preguntado a mamá en cuanto ha venido que dónde había puesto a las crías, qué dónde estaban, y no me ha dicho nada… Se ha quedado callada con cara de susto. Están TODOS MUERTOS. ¡Ratona se ha comido a todas las crías! Mi madre Mamá no los había separado…, me mintió. Estoy seguro. Me ha mentido como siempre. No para de mentirnos a todos. Le he dicho a papá que es una mentirosa, pero él siempre la defiende y me grita y me manda a mi cuarto castigado y sin cenar. Estoy escribiendo esto para que quede aquí y no se me olvide la próxima vez que vuelva a mentirme.

Sigo enfadado y no me arrepiento de lo que he hecho, aunque haya tenido que decir a papá que sí para que el castigo no se alargue más y me quite la consola. Pero lo volvería a hacer. Mamá los ha matado. Asesina. Y lo peor de todo es que sé que lo ha hecho aposta…

6

No lo he hecho aposta! —le grito a mi marido cuando veo la cara que me pone después de que Ethan se vaya a su cuarto hecho una furia—. He hecho lo que he podido, joder, como siempre. Me encanta porque a toro pasado todo resulta supersencillo y es muy fácil hablar de cómo se podría haber evitado. Pero hay que estar en el ajo día y noche para saber que cuando estás pringando a veces es difícil verlo, porque tienes suficiente con cumplir con las rutinas y llegar al final del día.

—Es que… ¡¿a quién se le ocurre dejarlos al sol, Paula?!

—¡A mí! ¿Y sabes por qué? Porque tú no estabas y, además, no se me ha ocurrido, ¡ojalá! Ese ha sido el problema, si lo hubiera pensado, es probable que hubiera caído. Pero estaba nerviosa…, porque no sabes cómo se ha puesto y Martina ha empezado a llorar también. Por eso le he prometido que los salvaría, pero he sido incapaz de hacerlo, y ahora no he podido mentirle.

—Pues es peor, ya lo has visto. Ethan no es un crío…

—Sí lo es.

—Ya no es tan pequeño y se da cuenta de las cosas, y, si le mientes así, lo nota y luego te lo recrimina como ahora.

—¡Joder, qué mal lo estoy haciendo todo!, ¿no? Debo de ser la peor madre del mundo, porque me paso el día con ellos y…

—¡Porque quieres! No empieces con el cuento de que has abandonado todo…

—¡Es que es verdad!

—Pero ¡nadie te lo ha pedido!

—Claro, porque lo ibas a hacer tú…, ¿no? Ibas a aparcar tu exitosa carrera y a colgar tus trajes a medida para ponerte un delantal todo el día.

—De hecho, lo hago y me encanta.

—Cuando estás.

—Cuando puedo, sí. Y tú también podrías hacerlo, la gente trabaja y ve a sus hijos. Existen las guarderías, los jardines de infancia y las canguros precisamente para eso. ¡Incluso tenemos a mi madre, estaría encantada de cuidarlos! No te lo voy a repetir otra vez porque este tema me agota y ya sabes cuál es mi opinión. Respeto que quieras pasar tiempo con ellos porque pienses que contigo están mejor que con nadie y que Martina es muy pequeña y le puede pasar de todo. Pero no estoy de acuerdo. Hay profesionales que podrían echarnos una mano. Pero es tu decisión, no la mía. Yo estoy fuera la mayor parte del día, como dices…, pero trato de ayudar y de poner soluciones. Así que no me hagas chantaje con eso.

Sus palabras se me agarran al pecho. En gran parte tiene razón, pero no es solo que me cueste delegar. El mayor problema es el riesgo que corremos si bajo la guardia y no puedo estar pendiente de los niños. Si Martina sale de aquí y la llevamos a una guardería, podría irse todo a la mierda. Pero eso no se lo puedo decir a mi marido. Además, me aterra la idea de que mis hijos se acostumbren a estar sin mí y que, si vuelvo a trabajar y paso menos tiempo en casa, Ethan vaya a peor, porque me necesita más que nunca. También me da miedo volver al trabajo y descubrir que ya no encajo o que no soy capaz de seguir el ritmo tan exigente del rodaje. Desde que nació Ethan dejé de liderar equipos de arte y no he regresado ni a un solo plató ni he vuelto a localizar exteriores. Tan solo le he prestado ayuda puntual a Alberto, mi antigua mano derecha, en cuestiones técnicas, y siempre desde casa. Soy consciente de que me puedo quedar fuera del mercado cuando precisamente había ascendido muy rápido. Empecé a trabajar desde muy jovencita y tuve muy buenos mentores, pero lo que propició mi metódico ascenso fue la baja por enfermedad de uno de mis jefes. Debí asumir la responsabilidad y, pese a mi juventud, puse las cosas tan fáciles y salí tan airosa que la productora quedó encantada y fui encadenando un proyecto tras otro estando a la cabeza del departamento. Son tantas cosas que me generan mucha ansiedad.

—No me merezco esto —le digo bajando el tono—. ¿Tú te crees que yo quería que los hámsteres se murieran?

—Mucho no te gustaban…

—¿En serio me lo estás diciendo? ¿Crees que los he matado yo? —le suelto aún más exaltada.

—¡No, hombre, no! Digo que no te gustaban, no que los hayas matado.

—Te repito: los he dejado aquí para que no viera cómo se los comía. Luego, como te he dicho, tenía pensado contárselo entre los dos con un poco de literatura. No he caído en que la exposición directa al sol los dejaría secos.

No me sorprende que Ethan se haya puesto así, la imagen era de lo más desagradable. Los dos ratones habían intentado luchar en vano contra los rayos del sol que los estaban consumiendo: estaban tiesos, como disecados, en posición vertical, levantados sobre las patas traseras, con las delanteras extendidas y las garras en alto. Su expresión reflejaba desesperación, con la boca abierta, los dientes a la vista y franjas de pelaje empapadas.

Y lo peor ha sido que Ethan ha visto que íbamos a coger la jaula para tirarlos y, muy enfadado, se ha adelantado, ha metido la mano, los ha agarrado y los ha lanzado por encima de la barandilla. Ha sido todo muy rápido. Cuando estaban vivos no podía con ellos, pero mi instinto me ha pedido no perderlos de vista mientras se precipitaban al vacío.

La discusión con mi marido hace que arranque a llorar sin poder controlar el temblor del labio inferior.

—Paula… —me dice ahora Raúl con un tono mucho más dulce.

Sabe que se ha pasado, que aunque tuviera razón no me puede reprochar las cosas así. En la vida se debe señalar cuando nos equivocamos, y más si es alguien a quien quieres, pero también cuando acertamos. En casa esto escasea porque «se da por sentado». Y no es que yo me queje, Raúl está pendiente de mí, «de todo y de todos», como se defiende él, sino que a veces necesito escuchar que hago cosas bien. Aunque no sea verdad. Porque también he hecho cosas mal, muy mal.

—Es que ¡¿cómo voy a ser la salvadora si lo que necesito es que me salven a mí, joder?! —le recrimino antes de que me arrope con un caluroso abrazo.

7

Para compensar el disgusto voy a decirle a Ethan que de cena haré una fuente de patatas fritas con huevos y que le voy a dejar que ponga todo el kétchup que quiera. Además, habrá chocolate de postre. Hoy habrá barra libre de todo lo que se le prohíbe durante la semana, lo que sea con tal de reparar la situación tan horrible que ha vivido esta tarde. Pero, cuando voy a entrar a su habitación, descubro que está cerrada, ha echado el pestillo.

—Cariño, abre. No me gusta que te encierres.

Sé que mi hijo me está escuchando.

Espero unos segundos, pero no responde. Miro el reloj, pienso que en nada Martina llorará porque le toca bibe, que es hora de ponerme con la cena —ojalá no se me queme nada porque no quiero aguantar caras largas ni quejas, y que Ethan se termine todo— y luego recoger la mesa y la cocina… Todavía no he arrancado con el último maratón del día y ya estoy agotada.

—Ethaaan, oye. Venga, ábreme, que te voy a decir lo que hay para cenar. ¡Es una sorpresa! Te gusta mucho, ¿a que no sabes qué es?

—¿Hámsteres?

El tono de mi hijo poco se parece al mío. Su respuesta está llena de ira y frustración. Quiero que no me afecte, que me entre por un oído y me salga por el otro. Me gustaría ser ese tipo de madre que en estas situaciones es capaz de contener la emoción, mantener la calma y no entrar al trapo. Aquella que en tono afectuoso reconforta a su retoño asegurando que se pone en su lugar y que entiende su disgusto. Esa madre que no aporrea la puerta hasta que, al fin, su hijo abre, que es justo lo que acaba de pasar. Ethan quita el pestillo y asoma la cara roja de la rabia.

—Si te digo que me abras, me abres. ¿Lo has entendido? —Antes de que pueda responder, insisto—: ¡Que si lo has entendido!

—¡Sí! —chilla.

Por suerte el enfrentamiento termina cuando aparece en escena Raúl.

—Venga, haya paz, que hoy ha sido un día duro. —Rodea con el brazo a Ethan y me dice—: Ya me encargo yo. Descansa.

Le hago caso. Ya no me apetece ni ducharme, lo único que quiero es tumbarme en la cama y cerrar un rato los ojos.

No sé cuánto tiempo transcurre. Miro a mi alrededor extrañada por el silencio que hay. De pronto una idea me asalta. «Espero que no hayan bajado a la calle a por las ratas esas», me digo a mí misma mientras me dirijo a la cocina. Conozco a mi hijo, puede haberse emperrado en recogerlos y que mi marido haya terminado por ceder porque, aunque vaya de estricto, a estas horas del día no te quedan fuerzas para luchar y, como hacemos todos, acaba claudicando.

Sin embargo, cuando me acerco a la puerta que da al office, donde desayunamos y comemos cuando no tenemos mucho tiempo, Raúl está dándole el biberón a Martina. Me quedo mirándolos. Consigo apartar los malos pensamientos y me centro en la enternecedora imagen. Aunque enseguida hago los cálculos pertinentes para saber si es la hora de la toma o si se la ha adelantado, lo que significaría que me va a descuadrar la noche. Menos mal que es su hora.

Se me había ido el santo al cielo con la comida de la bebé, seguro que ella se lo ha recordado llorando.

—¿Y Ethan? —le pregunto a Raúl cuando me percato de que no está con ellos.

—En su cuarto.

Frunzo el ceño, se supone que él se iba a encargar de todo para que yo pudiera descansar.

—Pongo la mesa —le digo mientras saco el mantel.

—Por mí no la pongas, he tenido una comida de trabajo que se ha alargado y me he puesto hasta arriba. Me bebo un batido de proteínas y estoy listo.

—Lo digo por Ethan, que en lugar de estar en su cuarto debería estar cenando.

—No va a cenar.

—¿Por qué?

—No ha querido.

—¿Cómo que no ha querido?

—Ya has visto cómo estaba —me dice muy calmado. Tanto que quiero gritarle—. Ha empezado a poner peros y le he dicho que o cenaba, o se iba a su cuarto. Ha decidido él.

Ahora, aparte de chillarle, quiero zarandearlo. Mi marido es el hombre más estricto del mundo. En el noventa por ciento de las ocasiones lo apoyo porque es importante poner límites para que te respeten, pero a veces no quiere complicarse y aprovecha la influencia que ejerce sobre nuestro hijo para cortar por lo sano. Y es verdad que no pasa nada por que no cene, no se va a morir, pero yo me quedaría más tranquila.

—Le he puesto un vaso de leche. —Parece que me ha leído el pensamiento.

Mi yo policía mira hacia la pila. Es cierto, puedo ver las pruebas. Genial.

—Muy bien —respondo mientras me giro para volver al pasillo—. Hoy no me voy a complicar más.

—¿Tú no vas a cenar nada?

—Igual luego me tomo un vaso de gazpacho.

Camino hasta llegar a la puerta del cuarto de Ethan. En casa no tenemos más que dos habitaciones, amplias, pero dos: el dormitorio principal con vestidor, con el baño fuera en paralelo al de los niños, que tiene bañera, y el cuarto de mi hijo. De momento, la cuna de Martina sigue en el nuestro, aunque cuando le doy las tomas o se despierta por la noche suelo llevarla al salón para no molestar a Raúl.

El salón es espacioso y tiene dos ventanales que dan a la calle y a la terraza, que es la joya de la corona. En las paredes cuelgan varios cuadros, pero lo que más destacan son las estanterías, con infinidad de libros y películas, los sofás y la mesa de comedor. El recibidor es bastante amplio y la cocina con el office y un pequeño cuarto donde guardamos la lavadora, la aspiradora y los productos de limpieza.

Paso delante de la puerta de Ethan sin llamar, aunque esté deseando saber cómo está. Quiero pedirle perdón. La culpa, mi alma gemela, ya se ha vuelto a manifestar. Pero hago un esfuerzo porque creo que es mejor dejarlo tranquilo unos minutos hasta que se calme. Voy a aprovechar para coger la jaula y meterla en el lavadero para evitar que la vea y se lleve otro disgusto.

Nada más salir a la terraza noto de nuevo el viento. Empieza a oscurecer. Me acerco a la jaula, que sigue donde la dejé, pero vacía. «Cómo se pueden torcer las cosas en un momento», pienso. Hace unas horas toda la familia de roedores estaba ahí. Los padres comían y atendían a sus crías sin sospechar cuál sería su terrible final.

8

Después de guardar la jaula, voy hasta el cuarto de Ethan y golpeo la puerta suavemente con los nudillos. No obtengo respuesta, pero esta vez decido abrir sin esperar más tiempo. Mi hijo se apresura a taparse con las sábanas. Lo que podría ser el gesto normal de arroparse me resulta extraño. Lo delata la expresión de su rostro.

Tengo ganas de dar un par de zancadas y destaparlo para encontrar lo que guarda como un tesoro secreto, y ponerme a leerlo hasta que deje de serlo. Pero no estaría bien regalarle un diario, como nos pidió, para escribir sobre lo que le pasa y luego arrebatárselo para leerlo delante de sus narices. Debo respetar su intimidad, igual que quiero y necesito que respeten la mía, pero confieso que muchas veces he fantaseado con forzar el diminuto candado con un clip.

—¿Qué tal estás? —le hablo desde el marco de la puerta para que no se sienta invadido.

Hace un gesto con la cabeza, un pequeño giro, y suelta algo que interpreto como un «bueno…» sin mucha convicción. Vamos, que está mal, pero no me lo va a decir porque lo que quiere es que desaparezca.

—Siento mucho lo que ha pasado. Descansa. Te quiero —le digo antes de cerrar la puerta.

No he oído ningún «yo también a ti», para variar. Me estoy esforzando por no entrar al trapo y no discutir con Raúl ni con él, como suelo hacer. Quiero llegar a la cama sin toparme con un nuevo reproche, sin una mirada que me taladre o que me recrimine una nueva equivocación. Estoy cansada, y no es porque hoy haya hecho algo especial o diferente de cuidar a mi hija y mantener la casa en orden. Pero eso me agota, me consume. Voy a darles un beso a Raúl y otro a Martina, a acostarme e intentar descansar para levantarme con energía cuando me despierte el primer llanto de madrugada.

Cuando abro la puerta, mi hija está en la cuna, del lado de la cama donde yo duermo, más cerca de la puerta. Gracias a Dios no está despierta. La colocamos ahí para que yo la tenga más a mano. Como Raúl se levanta muy temprano, suelo ser yo la que la atiendo y le doy el biberón de madrugada. Menos mal que corté el grifo de la leche a demanda desde bien prontito porque, si no, aún estaría esclavizada. A ratos echo de menos el contacto que tuve con Ethan, fue muy especial. Tal vez porque fue un niño muy deseado.

Me parece increíble cómo Raúl consigue que la bebé se duerma tan pronto con él, me da hasta rabia. A veces pienso que Martina pasa tantas horas conmigo que no está desarrollando un sentimiento de apego, sino que está deseando perderme de vista, como su hermano. Solo quiero dormir, pero Raúl me está esperando sentado en su lado de la cama con la luz de la mesilla encendida y el móvil en la mano. No he cerrado la puerta y ya me está hablando.

—¿Ya has cenado?

Ha utilizado un tono amable, pero a mí me irrita igualmente y consigue que rompa mi propósito de paz.

—No pasa nada, no se va a morir uno por no cenar.

Me ha salido tanta mala hostia al imitar sus palabras cuando quiero que Ethan coma más que hasta me caigo mal a mí misma. Podría ser el pistoletazo de salida para una discusión, pero… Ahora es él quien hace alarde de una gran diplomacia y me sonríe con cara de circunstancias. Se lo agradezco, porque no tengo la entereza que necesito para mantenerme firme en una bronca que no busco.

—No ha sido culpa tuya, no te tortures —me dice mirándome a los ojos. Ahora soy yo la que no responde, y hago un gesto subiendo el hombro. No sé si es mi culpa. No quiero pensarlo, me esfuerzo en bloquear mis pensamientos porque no quiero llorar y que me dé la charla con lo que debería hacer para estar bien y que no hago. Ahora no—. ¿Hoy has salido?

Va directo al grano. Preciso y demoledor. Niego con la cabeza aguantando las lágrimas. Ya no hace falta que me justifique, ha ganado la partida. Los dos sabemos que el problema no son los hámsteres, sino algo que lleva años enquistándose dentro de mí. Lo deja estar y solo repite que necesito que alguien me ayude con los niños y que me va a venir bien volver a trabajar. Me alegra que no insista con que debería salir, pasear o comprarme algo. No quiero contarle por qué no saco a Martina, no puedo compartir mis miedos con él. No me puedo permitir que me cuestione. Me da pánico que se dé cuenta de cómo soy en realidad

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