Cómo perderlo todo

Ricardo Silva Romero

Fragmento

Es milagroso e inverosímil que tan pocos matrimonios acaben en asesinato. Tal vez sea así para probar que el castigo no es la muerte. Quizás el amor sea esa sensatez de último minuto, aquel indulto, o sea tal vez esa buena estrella. Dicen los astrólogos confiables que desde el viernes 1 de enero hasta el sábado 31 de diciembre del pasado 2016, que fue, según se ha probado, el peor año bisiesto que se encuentre en las bitácoras del universo, una conjura de planetas forzó a millones de parejas de acá abajo a la desesperación y a la agonía. Repiten que semejante complot astral ni siquiera nos empujó a matarnos de una buena vez como pares de monstruos enjaulados, que habría sido lo práctico y lo humano, sino que nos animó a susurrarnos “voy a amargarle este día”, “prefiero envenenar gota por gota”, “debo cambiar mi vida” a escondidas de nuestro vigilante: nuestra mujer, nuestro marido.

Piense usted, lector, lectora, en su propia vida de esos doce meses atroces: qué mentiras se dijo, qué trampas pisó, que tumbas cavó, qué duelos soportó a duras penas, qué delirios protagonizó usted en el 2016 para escapar de aquella pareja de mirada fija —Dios: su olor, sus ruidos, sus tics, sus quejas rancias— que durante 366 días sólo estuvo en el mundo para desenterrar su violencia.

Seguro que se preguntó usted en esos meses asfixiantes y enloquecedores si un día de aquellos sería capaz de cometer el horror con sus propias manos, y entonces sospechó, con el corazón hecho un puño, que la respuesta era y sigue siendo “sí”: ¿no es cierto?, ¿no es verdad que una noche supo, desbocado e insomne, que todo ese temor que usted guardaba era temor a usted mismo?

Fue la mente del profesor Horacio Pizarro, que cometió un desliz que hoy se castiga sin piedad en el cadalso de las redes, la que puso en marcha esta trama de parejas relevadas por parejas como provocando un efecto en cadena, un efecto dominó que usted está leyendo y está a punto de leer: ¿dónde estaba usted, lector, lectora, mientras los esposos viejos les entregaban el “testigo” a los amantes descarados —y ellos a los miserables en plena comezón del séptimo año y ellos a los recién casados y ellos a los noviecitos, y así de enero a diciembre— en esta carrera que tuvo la meta que tuvo?

Fue Pizarro quien echó a andar esta novela de relevos aquí en Bogotá, en aquel enero asfixiante e inédito para una ciudad tan fría, cuando en un arrebato de madrugada pegó en su página de Facebook un viejo artículo de la revista Scientific American que jura por la ciencia que las mujeres que han tenido hijos son de lejos las más inteligentes. “¿Cierto?”, remató Pizarro en un mensaje dirigido a sus setecientos setenta y tres amigos, y lo hizo como preguntándoselo en voz alta en el encabezado de su post. Pensaba en su hija mayor, en Adelaida, que en ese entonces iba a cumplir cuatro meses de embarazo: era un guiño para ella, y ya. Había dormido por partes en las últimas veintitrés horas, pero, por culpa de una angustia incorregible y de un jalón que le había paralizado una pierna, no conseguía darse a sí mismo la orden de dormir. Se le había ido la noche espiando, lujurioso y triste, los perfiles de sus colegas, de sus amigas, de sus alumnas: qué lejana y qué envidiable puede ser la vida de los otros, sí, quién quiere ser lo que es.

El altísimo y terquísimo y popularísimo profesor Pizarro, cincuenta y ocho años, Tauro, suele darse cuenta demasiado tarde de su situación. De nada han valido una esposa con un humor que pone todo acabose en su lugar, dos hijas que nacieron hechas y derechas como si el destino no fuera un embeleco de los sabios, y un prestigio y una enorme popularidad ganados a pulso en el mundo de la filosofía del lenguaje por sus clases envolventes y sus artículos inesperados y leíbles. Ningún consejo le sirve. Ninguna señal de alarma le evita una ruina, una calamidad. El largo día de esa noche, ese sábado 9 de enero de 2016, se despertó veinte minutos antes de que sonara el despertador: 4:10 a.m. Y, aunque en los últimos meses no se había hablado de nada más en la familia, sólo entonces cayó en cuenta de que su hija menor se iba de la casa.

Pizarro tiende a la taquicardia porque sí, porque de golpe algo teme, pero esto era además un estrujón en el estómago: se me está yendo, se me va.

Fue por eso, porque para vivir con mis dos hijas ya no queda más sino esto, que me hizo abrir mi perfil de Facebook en agosto del año pasado. Fue por eso, porque desde hace meses se ha estado yendo, que me regaló de Navidad el rompecabezas Ravensburger de mil quinientas piezas de El beso de Klimt, que siempre me ha gustado tanto, y la semana siguiente me obligó a volver a mis clases de squash como si el niño fuera yo. Por eso compramos la chompa roja, la maleta morada, el candado de combinación nosequé cosas. Estoy despierto, estoy parándome en la oscuridad llena de obstáculos del cuarto, estoy bañándome y afeitándome y vistiéndome y comiéndome cualquier cosa en la cocina y encendiendo el carro y abriendo la puerta del garaje a deshoras por eso: porque Julia, mi hija menor, se va, se me va.

También se le iba aquel sábado 9 —pero sólo se iba por ese semestre que fue sitiado, repito, por los movimientos perversos de los planetas— la mamá de sus hijas: su esposa Clara. Y Pizarro no tenía paz porque su paz dependía de ella, dulce y brillante y malhablada. Dependía de que al menos se volteara a mirarlo en el carro como reconociéndolo o le contestara si estaba nerviosa por el vuelo o soltara un quejido cuando él le repetía “ojalá siempre fuera tan fácil andar por Bogotá” o le gritara de frente en la librería del aeropuerto que no entendía por qué diablos prefería quedarse a dictar las mismas clases de siempre “por unos putos pesos” o le reprochara su miedo enfermizo a volar o le confesara a unos pasos de la sala de abordaje que odiaba a muerte separarse de él. Pero ella no bajó la guardia ni recobró su humor ni siquiera en el último minuto.

Julia dijo “papá: tú te quedas porque no puedes vivir sin que tus fans te celebren” y “papá: juraste que no se te iban a aguar los ojos” y “papá: no te quedes con miedo” en la última puerta, siempre la juez y la jefa y la madre de su padre, pero Clara, cansada de todos los miedos y todas las obstinaciones de Pizarro, sólo atinó a decir entre dientes “entonces hablamos en un rato…”, “y nos vemos en seis meses…”.

Pizarro regresó a su casa como un alma en pena recogiendo sus pasos: por el camino de vuelta se dedicó a renegar de su esposa, y a llenarla de peros y a hartarse de razones para odiarla, “pero qué clase de madre abandona el nido vacío…”, “pero qué clase de mujer deja a su marido solo todo un semestre…”, “pero qué clase de vieja hijueputa, que ojalá el avión se caiga, castiga a su esposo de los últimos treinta años con una despedida de aeropuerto cargada de resentimiento y de venganza…”, hasta que ella lo llamó de iPhone a iPhone a decirle “perdóneme, Pizarro, es que me va a hacer mucha falta”, “perdóneme, pero es que dígame qué voy a hacer yo

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