Lo que no tiene nombre

Piedad Bonnett

Fragmento

lqn-Capitulo1

 

Buscamos un sitio vacío donde estacionar y lo encontramos a unos cincuenta metros del viejo edificio de cinco pisos que se levanta, digno pero sin gracia, casi al final de la 84 entre 2ª y 3ª, una de esas típicas calles neoyorkinas del Upper East Side, tradicionales y casi siempre apacibles a pesar de los muchos negocios que funcionan en los pisos bajos. Del baúl del carro bajamos dos maletas grandes, livianas porque están vacías. Antes de llegar al portón, y como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba, como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir. Camila abre el portón y aparecen el hall, amplio y sombrío —uno de esos espacios donde cualquier mínimo ruido produce eco—, y las escaleras de granito, las mismas que en el pasado agosto nos parecieron eternas cuando ella, Renata y yo subíamos y bajábamos, entusiastas y acezando, cargadas con toda clase de enseres. Ahora, en cambio, hay algo crispado en nuestro silencio, en la manera a la vez pausada e impaciente con que remontamos los escalones, contra los que tintinea el metal de las ruedas de las maletas.

Pamela nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y detrás la escalera de incendios que da a la calle. Examino todo, brevemente, de un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros, los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada con cuidado en la silla. Durante algunos segundos no decimos nada, no hacemos nada, a pesar de que un turbión de emociones nos agita por dentro. Entonces Camila abre el clóset y vemos los zapatos alineados, los suéteres y las camisetas puestos en orden. Es la habitación de alguien pulcro, riguroso, aseado. Confusos, intercambiando frases cortas que quieren ser eficientes, nos dividimos los espacios a fin de poder hacer la tarea que nos ha traído hasta aquí. Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor a los demás.

Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?

Mirando este cuarto austero, donde cada cosa cumplía su función, tenía un sentido, recuerdo los versos de Wislawa Szymborska que durante años leí con mis alumnos y que parecen haber sido escritos para este momento:

No parecía que de esta habitación

[no hubiera salida,

al menos por la puerta,

o que no tuviera alguna perspectiva, al menos

[desde la ventana.

Las gafas para ver a lo lejos estaban en el

[alféizar.

Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.

Seguramente creéis que cuando menos la carta

[algo aclaraba.

Y si yo os dijera que no había ninguna carta.

Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos

en un sobre vacío apoyado en un vaso.

***

Reviso uno a uno los libros y los cuadernos. En el fondo de mi corazón suplico por que aparezca un diario, una nota de carácter personal. Pero sólo hay trabajos críticos o notas de clase, escritas con letra pequeña, apretada, minuciosa. En su morral encuentro la pequeña tarjeta que le envié hace dos días, acompañada de un billete, y que dice para que te des un gusto. Te quiere, tu ma. Camila abre los cajones de la cómoda y saca camisas y medias. Dentro de un par encuentra un rollito de dólares, metido ahí para preservarlos de un posible intruso. Entonces Rafael, mi marido, nos hace notar lo que acaba de descubrir: cuidadosamente alineados sobre el escritorio están el reloj, la billetera, el iPod, el teléfono móvil. Los ojos se nos llenan de lágrimas.

Cuando salimos, ahora con las maletas cargadas, se abre la puerta del apartamento vecino, y dos ancianas muy ajadas, que evidentemente han estado esperando algún ruido nuestro para salir, nos dan un ramito de flores y una tarjeta, y nos abrazan, conmovidas. En ese momento aparece en el descanso de la escalera una pareja con un niño; se detienen, con timidez. ¿Somos nosotros parientes del estudiante que se mató ayer? También ellos lo sienten mucho. La mujer, una rubia joven, de semblante amable, nos dice que ella estaba allí a la hora de la tragedia y que lo oyó correr. Mi hija Camila se asombra, se adelanta: ¿lo oíste correr?, ¿dónde estabas? En su piso, el último. Desde ahí oyó un tropel de pasos en el techo. Entonces todo termina de aclararse: la ventana abierta, la escalera de incendios que trepa hasta el techo del edificio.

***

Daniel murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años y llevaba diez meses estudiando una maestría en la Universidad de Columbia. Renata, mi hija mayor, me dio la noticia por teléfono dos horas después, con cuatro palabras, de las cuales la primera, pronunciada con voz vacilante, consciente del horror que desataría del otro lado, fue, claro está, mamá. Las tres restantes daban cuenta, sin ambages ni mentiras piadosas, del hecho, del dato simple y llano de que alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá a mirarnos ni a sonreírnos.

En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender. Antes de preguntar a mi hija los detalles, de rendirme a la indagación, mis palabras niegan una y otra vez, en una pequeña rabieta sin sentido. Pero la fuerza de los hechos es incontestable: «Daniel se mató» sólo quiere decir eso, sólo señala un suceso irreversible en el tiempo y el espacio, que nadie puede cambiar con una metáfora o con un relato diferente.

Daniel se mató, repito una y otra vez en mi cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie.

***

Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda, dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una bolsa. Tres horas hace, tres horas de un tiempo que ya ha empezado a correr hacia su disolución, y tú no te has desmayado, no has caído al suelo de rodillas ni te tambaleas a la orilla del vértigo o la locura. No. Estás, como dicen los manuales sobre el duelo, en estado de shock o embotamiento. Tu dolor, el de los primeros minutos después de la noticia, se ha trocado en

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