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La resaca de los ochenta
por Pablo Perantuono
“Está cerca la salida, están rotos los bolsillos, estoy dentro de ese brillo que me llevará…”, acierta Palo Pandolfo en “Espirales”, primer tema de Patria o muerte (1988), extraordinario y sombrío segundo álbum de Don Cornelio y la Zona.
Si hacia 1983 la democracia y Malvinas habían alumbrado, también, un período de gloriosa producción en el rock vernáculo; un lustro después el brillo de esa primavera —rastros de carmín de una ilusión— se había opacado lo suficiente como para romper los bolsillos del tejido social argentino. Comenzaba a dibujarse la salida anticipada del gobierno de Raúl Alfonsín. Y aunque cualquier revisionismo histórico debería ahorrarse la interpretación oracular de los hechos que está narrando; la música y Pandolfo, en particular, demostraban una vez más el filo predictivo de su lírica.
Los cuerpos recién sepultados de Luca Prodan, de Miguel Abuelo y, en menor medida, de Alberto Olmedo estaban comunicando algo más que la temprana interrupción de una obra: eran las primeras víctimas notables de la resaca de los ochenta, el oscuro estertor de una bacanal con risas de mandíbulas tensionadas. A ellos se sumaría, cuando el año ya expiraba, el adiós de otro artista fundamental, Federico Moura.
La irrupción de la muerte en la cultura popular —a eso hay que agregar el asesinato de Alicia Muñiz por parte de Carlos Monzón, el primer femicidio mediático— sirvió para iniciar un ciclo humedecido por el escepticismo y el desencanto, la certeza de que el voto había llegado para desplazar al horror pero no era suficiente para alcanzar la tierra prometida. Ocurrida apenas dos años antes, la consagración planetaria de Maradona parecía pertenecer a otra era. Para entonces, Diego ya trotaba crispado por los campos de Europa. La Argentina se preparaba para ingresar más pobre que nunca al mundo.
Mientras tanto, el rock se convertía en un patriciado gris en el que Charly García y Luis Alberto Spinetta eran sus señores feudales. Como todo clan, mostraba una fuerte resistencia a la exogamia y al progreso, no tanto entre sus próceres —los nombrados Charly y el Flaco— sino más bien entre sus acólitos. El porvenir, en ese entonces, lo encarnaban Fito Páez, Andrés Calamaro, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y los Ratones Paranoicos.
De todos ellos, estos últimos eran los que, en apariencia, más lejos estaban de aspirar a esa elite. El grupo liderado por Juanse editó ese año su segundo trabajo, Los chicos quieren rock, un álbum urbano, maníaco, atiborrado de guitarras alla Pistols y letras que exudan drogas, sexo y aventuras noctámbulas por cada centímetro de sus tracks. Los Ratones ya tenían un buen puñado de seguidores pero eran vistos como una expresión artística menor, los precursores de un subgénero —el rock stone y luego chabón— que, paradójicamente, ellos no cultivaban del todo. Es un disco plagado de hits en el que se adivinan las huellas de Lou Reed más que las de Jagger-Richards. Pero el reduccionismo, la haraganería y cierta malicia del círculo rojo del rock hicieron que el grupo quedara categorizado como una manifestación rolinga vulgar y de cabotaje. El tiempo los colocó en su lugar.
Aquel año marcaría también la primera masividad de los Redondos, un salto que estuvo íntimamente relacionado con un cambio de piel: al tiempo que alteraba su formación para siempre, la banda se desprendía de cualquier vestigio de romanticismo lúdico para convertirse en una pyme independiente conducida por el triunvirato Solari-Beilinson-Castro. Su tercer disco, aparecido en mayo de ese año, grabado con altos cánones de producción, arrojó una colección de eslóganes que se impregnaron para siempre en las solapas de la opinión pública. Oblicuo pero testimonial, crudo y cargado de imágenes de fuga malograda —“No tengo dónde ir”—, Un baión para el ojo idiota cimentó el crecimiento de un grupo voraz que empezaba a rapiñarle al sistema un enorme lugar entre sus góndolas.
La crítica a la televisión que ensayaba Solari coincidía también con la lenta pero inexorable asimilación de la cultura anglosajona como parte del ideario de una generación. Allí apareció un enorme campo simbólico por donde el grupo cabalgó su ascenso. Los Redondos le hablaron a —y atraparon los corazones de— los miles de desplazados de esa generación y la siguiente. Esa estrella era su único lujo.
Todavía consideradas dos figuras en ascenso, Páez y Calamaro editaron ese año sendos álbumes que no restallan en sus discografías, pero cuyas letras bien podrían condensar el espíritu del momento: tanto en Por mirarte como en Ey!, es posible detectar partículas de aquello que crepitaba de madrugada. “Los que no podemos dormir de noche... porque tengo los dientes apretados”, reconoce Calamaro; a lo que Páez parece responder: “Nada que hacer, solamente mover, la cabeza al revés”, canta el rosarino en “La ciudad de los pibes sin calma”.
Ese es el clima de época que recrea Martín Zariello en 1988. El fin de la ilusión. Desde su tímida y silenciosa aparición como precoz autor del blog Il Corvino a mediados de la década pasada, Zariello despuntó como un observador simpáticamente ilustrado y agudo, alejado de los vicios de la crítica tradicional: alguien para quien la erudición nunca debía quedar emboscada en la puerta giratoria de la solemnidad ni, mucho menos, en la reproducción de cierta indulgencia. Desde ese espacio se posicionó como un fresco anatomista de la cultura rock-pop. Este libro contiene esa mirada sobre un tiempo que, si bien no vivió, bien merece ser auscultado por su desenfado. Bienvenidos.