Llegar a la cima y seguir subiendo

Jorge Bucay

Fragmento

El camino de la espiritualidad

PRÓLOGO

Mientras mi padre escribía los textos que luego conformarían Cartas para Claudia, él no sabía que estaba escribiendo un libro. Escribía esas «cartas» por diversión, por interés y, supongo, para aclarar sus propias ideas. Yo tenía en ese entonces nueve años y apenas recuerdo a mi padre tecleando en una máquina de escribir de color naranja o garabateando con un lápiz en un cuaderno mientras pasábamos unas vacaciones en la costa.

Si él no sabía que estaba escribiendo un libro, menos aún podía saber que ése sería el primero de muchos por venir (a mí, al menos, dieciocho libros me parecen muchos). Tampoco yo podía saber en aquel momento, ni remotamente imaginar siquiera, que un día estaría escribiendo el prólogo para uno de los libros de mi padre.

Y sin embargo aquí estamos. Casi veinticinco años han pasado desde entonces. Para mi padre este tiempo implicó el pasaje gradual del trabajo con pacientes en su consultorio a la tarea docente y literaria, acompañado por una popularidad que crecía con cada libro y que se expandía a otros países y a otros medios de comunicación. Para mí, el mismo tiempo incluyó la decisión de estudiar medicina, luego mi formación como psiquiatra y como psicoterapeuta, el crecimiento de mi práctica clínica y, desde hace algunos años, incursiones regulares en el campo de la escritura.

Aun así y contra lo que pudiera parecer, este camino no estuvo, para ninguno de los dos, desprovisto de vueltas, desvíos ni contramarchas. Sé que mi padre tuvo que enfrentarse muchas veces con los sinsabores del reconocimiento y la notoriedad: con el resentimiento de aquellos que, por no poder conseguir el éxito propio, no toleran el ajeno; con la tergiversación, malintencionada o no, de sus dichos; con los reclamos de mayor presencia de su familia. Imagino que, en más de una ocasión, dudó si seguir adelante o volver al ámbito, más seguro, del consultorio. Sé que alguna vez se preguntó si valía la pena y que, afortunadamente, se respondió que sí.

Por mi parte, la «fama» de mi padre me sorprendió en plena adolescencia y fue a entremezclarse con los reclamos que todo hijo tiene para un padre. Eso hacía que estuviese un tanto enojado con él y renegase un poco de todo lo que tenía que ver con su actividad profesional. Recuerdo que, en la presentación de uno de sus libros (no sé ya de cuál se trataba, pero yo tendría alrededor de veinte años), mientras esperábamos que mi padre saliera a «escena», alguien de la organización se paseaba por el salón seguido por una cámara de vídeo proponiéndole a la gente que hiciese una pregunta que luego mi padre contestaría. En un momento, el «entrevistador», que no me conocía, se me acercó y me preguntó si quería hacerle una pregunta al «Doctor». Y yo, no sin algo de crueldad, aproveché el malentendido. De modo que tomé el micrófono y, mirando a la cámara, dije: «Bueno, yo quería preguntarle al Doctor si él aplica en su casa todas esas cosas que propone en sus libros».

A todas luces, una jugada sucia. Media hora más tarde, se proyectaba el vídeo con las preguntas y mi padre las respondía desprevenido, cuando de pronto aparecí en la pantalla. Ni bien terminé de escucharme a mí mismo, sentí vergüenza y deseé no haber hecho la incómoda pregunta, pero era demasiado tarde. Mi padre, sin embargo, salió del paso con naturalidad: «Ése es mi hijo, Demián —dijo para incluir a los que no me conocían, y luego se dirigió a mí, aun sin verme pues ya estaba a un costado, entre la multitud—. Para responder a tu pregunta, hijo, te diría que lo intento. A veces no lo consigo, pero lo intento».

Y luego continuó respondiendo a otras preguntas, como si tal cosa. No sé si para mi padre este episodio fue tan importante como para mí o si ni siquiera lo recuerda (seguramente me enteraré cuando él lea esto). Pero para mí fue un momento trascendente, porque ni bien escuché su respuesta tuve la certeza de que era la verdad. Supe, sin asomo de dudas, que lo intentaba. ¿Y qué más se le puede pedir a un padre, más que intentar hacer lo que cree que es lo mejor? ¿Qué más se le puede pedir a una persona, más que intentar permanecer siempre fiel a lo que cree, aunque en ocasiones no lo consiga?

Hubo un tiempo en el que yo, por la admiración que despierta mi padre en otros y también en mí, temí estar condenado a ser siempre «el hijo de Jorge Bucay». Por fortuna, o quizá porque sabíamos que eso era lo más importante entre nosotros, mi padre y yo no perdimos nunca la capacidad de hablar de lo que nos pasaba. Cuando le conté lo que sentía, él (como era previsible) me contó un cuento:

Dicen que había un pequeño pueblo en el que vivía un rabino. Todos los habitantes estaban muy conformes con el modo en que el rabino llevaba la vida espiritual del pueblo. Siempre tenía una palabra de aliento o un sabio consejo para darles a los que se acercaban para consultarle.

Sin embargo, el rabino era viejo y estaba claro que pronto moriría. Los habitantes del pueblo se reunieron para decidir quién sería su sucesor y todos coincidieron en que debía ser el hijo del rabino, que también había estudiado religión, pues ¿quién mejor que su propio hijo para que continuara el legado del padre?

Pronto el rabino murió y su hijo ocupó su lugar. Sin embargo, al poco tiempo el nuevo rabino comenzó a proponer cambios y a dar consejos misteriosos o totalmente opuestos a los que todos creían que habría dado su padre. Los habitantes del pueblo volvieron a reunirse para decidir qué hacer y resolvieron ir a hablar con el rabino.

Cuando estuvieron frente a él, uno de ellos tomó coraje y habló:

Mire, rabino, para serle franco, estamos un poco preocupados con todos los cambios que está haciendo. ¿Sabe qué pasa?, que nosotros lo elegimos porque pensamos que usted era como su padre, pero no es así.

Se equivocanrespondió el nuevo rabino. Yo soy igual que mi padre. Él no hacía las cosas de otro modo que como él creía que era mejor hacerlas… y yo tampoco.

No sé si yo he conseguido ser como el hijo del rabino, si he conseguido heredar ese rasgo que mi padre posee y que podría llamar convicción. Ojalá algún día lo consiga. Lo que sí puedo asegurar es que mi padre sí es como el rabino del cuento. Él ha intentado siempre, para bien y para mal, vivir su vida de un solo modo: el suyo. Siempre ha intentado ser fiel a lo que creía, pensaba y sentía.

Por eso, si a algún otro osado se le ocurriera hacerle a mi padre aquella irrespetuosa pregunta de si él aplica en su vida todas las cosas que propone en sus libros, yo podría ser el primero en responder que sí, o que al menos lo intenta cada vez. Y es justamente eso lo que lo hace un guía al que vale la pena seguir a través de los caminos de los que habla, dado que los conoce de primera mano. Mi padre ha explorado, quizá más que ninguna otra persona que yo conozca, el camino de la autodependencia, intentando mantenerse siempre en esa delgada línea que queda entre la dependencia y la autosuficiencia. Sé (y esta vez en forma directa) del empeño que pone al recorrer con otro el camino del encuentro, buscando que cada vínculo sea un espacio de seguridad y crecimiento. Lo he visto atravesar el camino de las lágrimas, lo he visto llorar y penar por sus pérdidas, y lo he visto, también, renacer luego. En el camino de la felicidad, siempre ha intentado vivir de acuerdo a su propia definición de la felicidad como la convicción de estar en el camino correcto, y, de esa modesta manera, creo que ha sido feliz.

El camino de la espiritualidad no es diferente de los anteriores, pues estoy bastante seguro de que es el camino por el que mi padre ha andado durante los últimos años. Me gustaría pensar que ésa es una de las razones por las que él me ofreció, justo a mí, que escribiera este prólogo. La espiritualidad, como yo la entiendo, habla de aquello que es más grande que uno mismo, de aquello que nos trasciende. Imagino que para mi padre esa trascendencia ha pasado o pasa, al menos en parte, por el mensaje que hay en sus libros y por sus hijos, mi hermana Claudia y yo. Me gustaría pensar que el hecho de que yo esté escribiendo este prólogo tiene, en sí mismo, algo de espiritual.

DEMIÁN BUCAY

Octubre de 2009

A MODO DE PREFACIO

Cada mañana, al abrir los ojos, cruzamos el umbral que nos regresa al mundo de nuestra vida cotidiana. Volvemos del universo mágico, y muchas veces incomprensible, de los sueños, al no menos mágico (y muchas veces más que incomprensible) mundo de la realidad tangible. Cualquiera de nosotros coincidiría sin dudarlo con lo sorprendente de esta experiencia pensada así, y sin embargo, casi nunca tomamos plena conciencia de lo maravilloso de ese diario viaje de vuelta. La mayoría de nosotros no valoramos en su justa medida el «milagro» de cada despertar.

Esta vivencia es tan importante, que las más notables escuelas de pensamiento, y cada uno de los hombres y de las mujeres cuyas palabras han trascendido a su tiempo, han construido y legado para todos un concepto más amplio y metaforizado de la palabra despertar, un significado no tan relacionado con el paso del sueño a la vigilia sino más bien emparentado con la impactante experiencia de la iluminación y con la simple entrada al camino espiritual

Uno de los más polémicos maestros espirituales, Gurdjieff, enseñaba que el hombre, mecanizado por la rutina de su lucha diaria por la subsistencia, no hacía más que sobrevivir como un sonámbulo, pero que tarde o temprano debería enfrentarse a su despertar.

Giorgios Ivanovich Giorgiades, nombre con el que fue bautizado Gurdjieff, nació en lo que era territorio ruso a finales del siglo XIX y peregrinó durante toda su vida por la India, China, Japón y Oriente Medio, buscando respuestas definitivas a las preguntas eternas. Su biografía, bastante extraordinaria, parece un catálogo de experiencias y hazañas que ilustran y justifican su audaz y provocativo pensamiento (para algunos, genial; para otros, delirante).

En el final de su agitada existencia, radicado en Francia, donde murió en 1949 (incidentalmente, un día antes de mi nacimiento), escribiría algunas de sus ideas más impactantes.

La más provocativa, para mí, es la de aquel texto en el que sostenía que para vivir verdaderamente era necesario despertar, pero que ese despertar nunca sería posible sin antes animarse a transitar algunas muertes y otros tantos renaceres.

Apoyado en esta idea, sostengo que estos «despertares» no son patrimonio exclusivo de algunos pocos elegidos o superdotados o seres excepcionales; pequeños o grandes, forman parte de la vida de todos. A veces son sorprendentes y subjetivamente transformadores; otras veces parecen nimios incidentes poco importantes; pero todos, o mejor dicho, la suma de todos estos sucesos, conforman nuestro camino de crecimiento y son el fundamento esencial de nuestro desarrollo como personas.

Déjame que recuerde aquí la leyenda de la iluminación de Buda, que seguramente escuchaste alguna vez:

Cuenta la leyenda que Siddhartha Gautama se transformó en Buda después de meditar bajo una higuera toda una noche de mayo en el año 542 antes de nuestra era. Se dice que ese día, después de haber renunciado al confort y el poder de haber nacido príncipe, después de buscar como mendigo el remedio para el sufrimiento de su pueblo, después de haber martirizado su cuerpo de mil maneras y de ayunar durante cuarenta días, vio un árbol enorme y hermoso, rodeado de una espesa sombra y una gran tranquilidad. Por alguna razón sintió que ése era el lugar y, fiel a su intuición, se sentó debajo del árbol y se preparó para meditar a la luz de la luna llena.

Al amanecer, aquella mañana de mayo, Siddhartha despertó Buda. Según la tradición, al iluminarse había transcendido todas las limitaciones humanas, había traspasado todas las dualidades: vida y muerte, tiempo y espacio, yo y tú.

El árbol de la iluminación,* Maha Bodhi (o quizá un «hijo» de aquél), existe aún y es el árbol más viejo de la historia del que se tiene registro, ya que desde que se plantó siempre ha tenido vigilancia y cuidado. En la actualidad, este árbol está cercado por una valla y rodeado de templos, adonde acuden los peregrinos a orar y meditar. Rodeado por guirnaldas, Bodhi es adorado y celebrado por los visitantes como lo que es: un monumento vivo a la capacidad de despertar de los seres humanos.

De más está aclarar que no todos los despertares son tan trascendentes como el de Buda, pero insisto: cada uno de nosotros ha vivido los suyos y seguirá viviéndolos.

Sacar de ellos todo lo que nos ofrecen es cuestión de aprender a reconocerlos y aprovecharlos.

El primer consejo de casi todos los maestros es permanecer lo suficientemente alerta como para poder registrarlos cuando sucedan, aunque esa actitud no sea por fuerza una condición necesaria; también puede suceder, nos advierten, que algunos tengan la fortuna de que el estímulo que toca a su puerta los sacuda con tal intensidad que los despierte aunque los encuentre desprevenidos.

Mi primer encuentro con un hombre sabio:

Muy lejos de los grandes maestros, permíteme compartir contigo uno de mis más entrañables y significativos recuerdos.

Tendría yo diez años, quizá once, y por aquel entonces no había un plan más atractivo para mí que ir a pasear con la tía July, mi tía más querida, a pesar de que ella no era realmente de la familia. July y mi madre habían sido íntimas amigas desde que se conocieron en la escuela y, como comprendí mucho después, mi hermano y yo ocupábamos en su corazón el lugar de los hijos que nunca tuvo.

Compartía con cada uno de nosotros aquellas cosas que a ella le parecían más apropiadas. Con razón o sin ella, iba con Félix al fútbol, al cine y a remontar cometas. Conmigo, iba al teatro, a escuchar música y a tomar el té en la Ritchmond (una confitería de lo más elegante y británica, en pleno centro de la ciudad).

—¿Dejarás que Jorge me acompañe a una conferencia el viernes? —había preguntado July el domingo anterior, durante el almuerzo.

—¿Una conferencia? —había preguntado mi mamá—. ¿De quién?

—Krishnamurti viene a Buenos Aires —dijo mi tía con emoción.

—¿Y ése quién es? —pregunté yo.

—Es un maestro del alma —dijo July—, un sabio que nació en la India y que viaja por el mundo enseñando cosas maravillosas.

—¿Pero no te parece que Jorge es un poco chico para ir a esa conferencia? —acotó mi madre.

—Puede ser, pero no creo que Krishnamurti vuelva a Buenos Aires —contestó la tía proféticamente—. Quizá sea la única oportunidad de verlo que tenga en su vida.

—Bueno —dijo finalmente mi mamá—, si él quiere, que vaya.

Muy lejos estaba yo de rechazar una salida con mi tía July, así que ese mismo viernes nos dirigimos al salón de actos de una importante compañía de seguros, frente a la plaza de Mayo, a escuchar al extraño visitante.

La situación era muy impactante para cualquiera, y más para mí.

Ésa era su tercera y última conferencia. Ese pequeño hombrecito de voz dulce, aspecto vulnerable y cara de ángel, había reunido a más de trescientas personas para escucharlo hablar de la India, del mundo occidental y de la espiritualidad.

Si bien se me escapaban muchas cosas de las que decía, me tranquilizaba saber que en la conversación posterior con la tía, ella aclararía todas mis dudas.

Después de hablar durante casi una hora, Krishnamurti dijo que había llegado el momento de las preguntas.

—Ayer —se apresuró a decir—, alguien me preguntó después de la charla cómo definiría yo «la vida». ¿Está aquí esa persona?

—Sí, maestro —dijo alguien desde el fondo.

—Yo no soy tu maestro —contestó Krishnamurti—. Tu maestro está en tu interior… Ayer te pedí que me trajeras dos garbanzos, dos lentejas o dos alubias, para poder contestar hoy a tu pregunta. ¿Las trajiste?

—Sí, aquí las tengo —dijo el hombre.

Un señor de unos cuarenta años se adelantó entre el público y le dio a Krishnamurti dos alubias blancas, que el conferencista guardó, apretando una en cada puño.

—Dejaré la respuesta para el final —añadió.

Durante la siguiente media hora, Juddi Krishnamurti contestó a todo tipo de preguntas sobre toda clase de temas. Recuerdo que su jugada, si lo era, respecto de la pregunta postergada, había conseguido tenerme expectante.

Llegó el momento de despedirse y Krishnamurti bajó la cabeza y nos habló muy lentamente:

—Me preguntan qué es la vida para mí… Creo que no puedo explicarlo sólo con palabras, porque la vida se siente, se ve, se vive… No puedo dar definiciones —repitió—, pero quizá pueda dar un ejemplo.

Después de hacer una pausa, Krishnamurti prosiguió:

—La vida es la diferencia que hay entre esto… —dijo, mientras mostraba la alubia que había guardado en su mano izquierda— y esto otro —concluyó, enseñando la otra alubia, la que había permanecido en su puño derecho.

Una exclamación de asombro inundó la sala.

No era para menos.

Un pequeño brote verde asomaba de la alubia que yacía a la vista de todos en la palma de su mano derecha.

En poco más de media hora, con la humedad y el calor de su mano, una de las alubias, solo una, había germinado.

Después, mucho después, vendrían las preguntas.

¿Qué fue lo que pasó?

¿Cómo lo hizo?

Más tarde aún, los intentos de explicar, que abrirían inevitablemente más preguntas: ¿cómo puede un hombre manejar la humedad, el cal

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