Los hombres más altos

Fabián Martínez Siccardi

Fragmento

Uno

¿En una sola palabra? Lo describiría como una fuerza. ¿Una fuerza maligna? No es maligna, Padre, aunque sí capaz de hacer el mal. Un mal que depende de la mano que la use, como la navaja que hoy nos afeita y mañana nos degüella. ¿Insiste en que es un animal, hermano? Sin duda es un animal, un animal enorme y poderoso. ¿Como alguno que conocemos? La cabeza podría ser de un bisonte o de un toro salvaje. El cuerpo podría pertenecer a un percherón o incluso a un búfalo. Pero después está el cuerno, un cuerno ancho y curvo, un cuerno tosco que nace entre las cejas y apunta hacia el cielo como en los rinocerontes. ¿Desde cuándo le aparecen estas imágenes? Comenzaron a insinuarse en Argentina, unos meses antes de tomar el barco, pero desde mi arribo a Turín se han vuelto más reales. ¿Con qué frecuencia tiene esos sueños? A diario. Pero no son sueños, o no son solo sueños. Las más de las veces a la bestia la veo despierto, mientras lavo la vajilla o ayudo en la huerta o hago cualquier cosa que lance mi mente a la deriva, en esos momentos aparece tan vívida como el temblor de una montaña y la escucho rascar el suelo con las pezuñas. ¿No serán las pezuñas una señal del Demonio? No es el Demonio, Padre. ¡No es el Demonio! ¿A qué huele? A animal macho. Huele a carnero, a toro enojado, un olor agrio que me repele y me atrae. ¿Lo atrae carnalmente? No sabría decirle con certeza. No es un anhelo de acople entre cuerpos, eso lo sé, aunque debo admitir que se produce algo similar a un acople. ¿Entonces existe un deseo lascivo? Hay un deseo, que en otras circunstancias podría llamarse lascivo. Y también un acople, pero no son del tenor que usted sugiere. ¿De qué tenor serían? Algo así como una metamorfosis, una fusión. Cuando la bestia se corporiza, entro en un trance y me pierdo dentro de ella y ella se pierde dentro de mí y nos convertimos en una sola cosa. ¿En un centauro? Más bien un minotauro. El torso y la cabeza encornada son de la bestia y el resto del cuerpo, o sea el vientre, el trasero y las patas, es mío. ¿No ve la conexión entre el minotauro y el becerro de oro, no le preocupa que el Demonio esté buscando corromper su alma de seminarista? Repito que no es el Demonio. ¿Entonces dígame quién, quién si no el mismísimo Satanás podría plantar semejantes ideas en su cabeza?

Detuve la confesión sin dar explicaciones. Aunque podría haber agregado que cuando me fundía con la bestia los músculos se me agrandaban, las arterias se me hinchaban para dar paso a los litros de sangre que avanzaban al tun-tun de nuestro corazón, que nos cubría el cuerpo un pelambre áspero y que nuestro sudor olía montaraz, a animal indómito. Podría haberle dicho que una vez disuelto en el bisonte mi humildad trocaba en deseo de insultar, mi paciencia en apremio de tomar las armas, que mi estoicismo devenía en ganas de decir no a todo y que ese formidable poder me embriagaba hasta el espanto o hasta el éxtasis, es difícil decir. Pero no mencioné nada más ese día, ni en ninguna otra de mis confesiones. Tampoco volví a hablar del bisonte unicornio con nadie dentro de la Iglesia, a todas luces el peor sitio para dirimir ese asunto.

Pero no por callarlas las apariciones se hicieron más débiles ni más esporádicas, sino todo lo contrario. Bien sabemos los seminaristas que las perturbaciones reprimidas suelen desatarse de maneras nefastas, y los retornos de la bestia me mantenían en una intranquilidad constante. Pero el tiempo, el mejor de los maestros, me fue mostrando que esas apariciones no eran deseos travestidos, menos aún perturbaciones, sino más bien una señal y para descifrar esa señal debía sacar al bisonte del mundo de la imaginación (tan aterrador, tan lleno de libertad) y llevarlo al terreno de lo concreto. Y en ese camino de investigar textos populares y arcanos, de atar cabos y encontrar conexiones que en un primer momento parecían descabelladas, unos años después salí en búsqueda de ese animal mítico, de ese bisonte unicornio que, de acuerdo a una infinidad de indicios, debía seguir merodeando la meseta patagónica.

Sé que me adelanto, me adelanto demasiado y a este paso no será sencillo seguir el hilo de la historia, pero no siempre es fácil elegir un buen principio. Los comienzos, según los versados en las artes del narrar, templan la historia o le tuercen el rumbo, por eso hay que escogerlos bien. Será irónico elegir el más convencional de los inicios para una vida que ha luchado tanto contra las convenciones, pero si he de asumir mis limitaciones de narrador, no se me ocurre nada mejor que arrancar por mi infancia.

Fui bautizado el primero de diciembre de 1904 como Manuel Palacios Ranel, aunque en mis documentos figuro como Manuel Palacios. El apellido de mi madre, como los de tantas otras, no perduró más allá de la partida de nacimiento. Mi padre pudo haber venido de Asturias, aunque también del País Vasco o de Galicia o de cualquier otra región del norte de España, pero lo más probable es que fuera asturiano como la mayoría de los españoles que llegaban a Santa Cruz a principios del siglo veinte. Mi madre era una hija de la tierra, una india patagona o tehuelche o aonek’enk, ese nombre musical que usan para llamarse a sí mismos. De mi padre no queda ninguna fotografía ni nadie que recuerde sus rasgos y la única información que nadie discute es que era un puestero de la estancia Bajo el Amor que vivía acollarado con una india tehuelche.

Mi padre murió antes de que yo cumpliera un año y en circunstancias poco claras. Perdura la versión que mientras recorría a caballo los potreros de la estancia el revólver calzado en la cintura hizo un disparo involuntario y le atravesó la femoral desangrándolo en medio del campo. Pero puede que alguien le haya disparado o incluso que no haya habido ningún disparo y que el asturiano (o el vasco o el gallego) haya hecho mutis por el foro de un día para el otro y para siempre y alguien inventó esa historia para justificar su ausencia. Más allá de la causa, después de su muerte los dueños de la estancia, una familia de apellido Cunningham, nos llevaron a mí y a mi madre al casco principal para que ella ayudara en las tareas domésticas. Así pasamos a vivir en una habitación pequeña separada de la casa, un cuarto de paredes de piedra y techos de chapa en medio de un bosque de tamariscos, ciruelos, álamos y sauces, un bosque que en mi mente de niño parecía encantado. Y fue la familia Cunningham, o más bien la señora Roberta Cunningham, quien convenció a mi madre de que, al cumplir diez años, me enviara pupilo al colegio salesiano de Rawson. Pero he vuelto a adelantar la historia.

El señor Cunningham era un inglés malvinero, como casi todos los ingleses que se afincaron en el territorio de Santa Cruz a fines del siglo XIX. Su esposa era de New Hampshire, algo inusual pues más allá del par de forajidos que se escondieron durante esos años en la Patagonia (de los que me enteré de boca de Bruce Chatwin mucho tiempo después), a estas tierras casi no llegaban estadounidenses. Del señor Cunningham recuerdo la cara redonda y la nariz roja, invariablemente roja, pero no por beber dem

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