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El lado V

Sergio Maffei

Fragmento

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CAPÍTULO 1

El hombre

“Cuando giré, le encajé un cachetazo que le dio vuelta la cara.”

No fue despecho, fue furia. De haber estado planeado, probablemente hubiese fallado. Aquella noche Florencia se dejó llevar por la ira. Y se sacó las ganas. La pila de compacts ya se había desplomado sobre la mesa, discos arrojados con rabia, como quien dice sin decir lo que todos leyeron en ese instante: “¿Los querías? Acá están”. De por sí, a la vista de todos, aun a pesar de la humareda provocada por los cigarros encendidos, incluso a pesar de que el contenido de los vasos con hielo suele distorsionar la precisa mirada de los hechos, era una situación que no dejaba dudas, un desplante hecho y derecho, una escena que Sebastián jamás imaginó. Y mucho menos cuando el golpe, certero, digno de aquella expresión de cancha cuando la pelota pasa a un centímetro del palo, dio de lleno en la mejilla de uno de los jugadores del momento en la ciudad.

La Banda, un restaurante que pasada la medianoche se convertía en bar o, si se quiere, en paso previo a la disco, era uno de los sitios de moda en La Plata. Principalmente por la popularidad de sus dueños, José Luis Calderón y Rubén Capria, amigos de Verón, artífices todos del ascenso de Estudiantes a Primera. La euforia generada por ese éxito deportivo había sido el boom, la mejor promoción posible para ese lugar ubicado en la esquina de las calles 8 y 54, apenas a dos cuadras de la sede del club. Y su atractivo principal eran, justamente, los jugadores: la gente iba a La Banda porque ahí reposaban los ídolos sin camiseta. Florencia también sabía que allí encontraría a Sebastián, con el que acababa de concretar una de las tantas interrupciones que tuvo el noviazgo de ambos. Sabía, en definitiva, que esa exposición pública era el plato que se servía frío, el mejor escenario para la mejor venganza.

La quiso matar. En ese instante, ahí mismo, como si enfrente estuviera su peor enemigo, como si se tratase del propio Sorín en el partido Villarreal-Inter por la Champions, Verón quiso ir por esa chica que, con lágrimas en los ojos pero con la funda vacía y el arma descargada, ya había dejado el lugar. Furioso, se mandó hacia la puerta, decidido a buscar la calle, pero Calderón y otros amigos lo frenaron. Nunca olvidó aquel día. Si después ganó el amor no fue por esa noche, está claro. Esa noche, por el contrario, Sebastián y Florencia estuvieron a punto de cambiar el desarrollo de sus vidas. Ella lo sabía: “Fue una de las tantas veces que dije: ‘Ya está, hasta acá llegamos, basta’. Me costó mucho ser la mujer de Verón. No fue fácil. Sufrí bastante. Porque cuando yo lo conocí éramos dos chicos de 15 años que íbamos a la plaza de la mano, a tomar un helado, que se colaban en los boliches o en una fiesta, que se divertían como cualquier pareja normal”.

Florencia y Sebastián se conocieron en 1990, de vacaciones en un complejo de Miramar, en la Costa argentina; un mismo lugar y ese toque fortuito que nunca falta en la unión de dos personas. Sebastián estaba allí con amigos y con su familia. Florencia se movía con su grupo, aunque también estaba acompañada por sus padres. Vaya paradoja: a papá Luis le habían cambiado aquel año el mes de descanso anual: descartando el habitual febrero histórico, le habían preguntado si por única vez en su vida podía tomarse enero. Del resto se encargó el destino. Miradas, gritos y coqueteo de chicos. Así, lo que había comenzado como una relación de amistad, en el caso de ellos avanzó más de la cuenta. Los dos eran de La Plata, pero nunca se habían visto antes. Ni siquiera se habían cruzado en un boliche de la ciudad. O en la tradicional esquina de 8 y 48, pleno Centro, donde los viernes se reunía la juventud platense a comenzar a palpitar la matinée. Por el contrario, sería la escalera de uno de los tres edificios que tenía ese centro turístico el lugar que les sacó la primera foto a solas, en ese espacio que ellos habían buscado para empezar a escribir su historia. En realidad, todo hubiera salido como lo habían pensado, así, en secreto, de no haber sido por el hecho de que Cecilia, la mamá de Sebastián, salió del departamento y de repente se vio, escalones abajo, como testigo del momento. No se metió, claro. Apenas soltó un “hasta luegooooo” que sonó a aprobación de madre. A partir de ahí, Florencia y Sebastián casi no se separaron: a la playa iban ellos por un lado y sus familias por el otro.

No sería sólo un amor de verano. El 30 de enero, el fin del mes con más turistas de la temporada, se produjo la primera despedida. Ese chico todavía desconocido que empezaba a seguir en el fútbol los pasos de su padre famoso, tuvo que dejar el mar para hacer pretemporada con las inferiores de Estudiantes. Pero antes, como única posibilidad de reencuentro, se alzó con la dirección de la niña que lo había seducido. “Ni siquiera la anotó. Y enseguida pensé: ‘¿Qué va a venir a verme?’. Él insistía en que cuando yo volviera a La Plata iba a ir a buscarme. Y apenas llegué, al día siguiente, estaba en la puerta de mi casa. Tocó el timbre, mi papá se asomó y me dijo: ‘Tu amigo’.”

Don Luis no lo quería a Verón. Esa definición cortante excedía la dosis de celos o aquella coraza con la que los padres suelen proteger a sus hijas de los pretendientes. Luis era hincha de Estudiantes. No era fanático, pero era hincha al fin. Y sabía perfectamente quién era ese chico, el peso de su apellido, acaso el futuro que el fútbol tenía previsto para él y su familia. Como todos en aquella época, había admirado a Juan Ramón, el padre de Sebastián, el crack de ese equipo de Zubeldía campeón del mundo en 1968. Pero lejos de rendirse ante el magnetismo que provocan las estrellas de la pelota, ni siquiera contempló en el balance la posibilidad de conocerlo. Ese aspirante a novio le caía antipático por donde se lo viera. Hasta por aspecto. “Lo que pasa es que en ese momento Sebastián era medio morochón, el pelo no lo ayudaba mucho. Entonces, en el barrio no faltaba quién decía: ‘Mirá con el pibe que está Florencia’. Después, claro, fue al revés: ‘Mirá con la chica que está Verón’. Pero a mi viejo Sebastián le tenía terror.”

La efervescencia del ascenso de Estudiantes a Primera, ya por el 95, la explosión que generó en la ciudad ese equipo que se metió en la gente a pesar de jugar en la segunda categoría del fútbol argentino, coincidió con el boom de las botineras. Y por entonces, la Brujita era algo así como la estrellita saliente, el niño de look desfachatado y apellido conocido, una atracción para chicas jóvenes que ya empezaban a verlo con otros ojos. Lo mismo sucedía con las amistades del campeón. Y ese campo de tentaciones terminó por irrumpir, casi inevitablemente, en su vida particular. Ya no eran, Sebastián y Florencia, una pareja normal. Quien sería su mujer empezaba a conocer las dificultades del mundo de la fama. “Dejamos de ser nosotros dos. En el medio se fue metiendo un montón de gente, y mucha no era para bien. En ese momento, lo que se vivía en La Plata era una locura por ese equipo y yo era chica, no tenía la madurez suficiente. Y por ahí, ante las crisis que teníamos, reaccionaba mal.” Eso mismo le pasó aquella noche de furia en el restaurante La Banda.

Por entonces, la relación entre ellos estaba plagada de idas y vueltas. Verón, además, aceleró su proyección futbolística. Mantuvo su nivel en Primera, pasó a Boca, empezó a ganar buen dinero, a manejar autos atractivos, a cambiar su modo de vestir, a convertirse en una especie de sex symbol. Ya había dejado de ser aquel pibe de 15 años que podía ir a caminar por la ciudad de la mano de su novia y sin que nadie lo conociera. Florencia ya sufría algo más que esa situación: “Mis amigas, directamente, me decían que era una boluda. Mi hermano lo quería matar. Pero yo siempre estuve muy enamorada de él. Y eso me hizo soportar muchas cosas que no fueron fáciles”.

No hubo caso con el casamiento. Ni siquiera el cura del colegio lo lograría, tiempo después, ya como familia consolidada tras diez años de vida en Europa. Antes, tampoco lo logró don Luis, el papá de Florencia, cuando la niña le planteó por primera vez que dejaba la casa paterna para irse con el futbolista y sus millones rumbo a tierra del Calcio.

—Papá… me voy a vivir con Seba a Italia.

—¿Queeeeeé? Vos estás loca. De ninguna manera. Tenés 19 años.

—Papi, es mi decisión, me quiero ir con él.

—Bueno, casate. Antes de ir, se casan. Así sí te vas.

—¡No entendés, papá! Yo no me quiero casar.

—Entonces esto es cualquier cosa. Te vas con este chico, sin casarte, sin terminar tu carrera… Con todo lo que pasó.

—Si me equivoco, de última me equivoco yo. Pero no es la idea equivocarse. Dame la posibilidad de decidir por mí misma. Es mi vida. Como vos dijiste, pasamos muchas cosas. Y Sebastián supuestamente cambió. No es el mismo de antes.

La mamá y el hermano de Florencia jugaron a favor de Verón en uno de los partidos más difíciles. Por entonces, ellos ya habían digerido el affaire mediático que Sebastián había tenido con Panam, chica Sofovich luego devenida en conductora de programas infantiles. Ese romance-aventura, que se dio en el medio de una de las interrupciones que tuvo la relación con Florencia, marcó sin dudas un antes y un después para lo que sería la convivencia a futuro, luego fortalecida por la aparición de Iara y Deian, los herederos. “O seguíamos juntos para formar una familia o él hacía su vida y yo la mía. Si no, era cualquier cosa. Y ahí empezó otra etapa de nuestras vidas.”

A la Bruja le gustaban los anillos. En realidad, todos menos aquellos que el padre Ignacio amenazaba con mostrarle cada vez que se lo cruzaba. Y eso era una vez por mes, cuando Sebastián y Florencia concurrían a las reuniones de padres que se hacían en el colegio con motivo de la comunión de los chicos. Mientras Deian se preparaba, el padre Ignacio insistía para que sus papás “legalizaran” esa unión que ya llevaba demasiados años. El diálogo, entonces, era recurrente.

—¿Estuvieron pensando lo del casamiento?

—Ehhh, sí, padre, lo estuvimos pensando.

—¿Y qué decidieron?

—Y bueno, que lo vamos a ver, padre. Lo vamos a ver.

—Miren que ya tengo todo preparado, eh. Hasta los anillos, jeje…

—Bueno, padre, le agradecemos.

—Piensen bien, es una buena decisión. Incluso para la familia.

Si el padre Ignacio no insistió más no sólo fue por la habilidad de Verón para escapar de la situación, para eludir las marcas tratando de dormir la pelota como cuando su equipo iba ganando un partido, sino porque el cura fue trasladado a una iglesia de la provincia de Córdoba para continuar allí con la educación religiosa. Por otra parte, ambos ya habían decidido que el casamiento no iba a cambiar el desarrollo de sus vidas. Aun sin papeles, eran un matrimonio de hecho y con derechos. Y además, Florencia no se ilusionaba con aquello que la novia suele ofrecer como motivo de presión: nunca tuvo la fantasía del vestido blanco.

Europa y los años de convivencia fueron definitivos para fortalecerlos como pareja y para cerrar el círculo más íntimo. Los Verón nunca fueron de abrir las puertas de su casa hacia el mundo exterior. Incluso cuando volvieron para radicarse en La Plata, siempre el núcleo de visitas fue selectivo y reducido a los amigos más cercanos. El andar solitario por el mundo también genera un estilo de vida difícil de cambiar, a pesar de que el imán del ídolo es capaz de convocar a mucha gente a la mesa. “Nunca fuimos de tener demasiada vida social. Tal vez influyó el hecho de haber estado tanto tiempo afuera y solos. El grupo de personas que vino a comer a casa fue siempre el mismo. Y desde que tuvimos hijos, fuimos de salir poco.”

Ese escudo invisible también aumentó a partir del crecimiento de sus hijos y la inevitable exposición que tuvieron Iara y Deian. Algo parecido a aquello que Sebastián debió superar de chico, aunque a otro nivel mediático, mucho menos invasivo y, acaso, traumático. Porque Verón, con su regreso a Estudiantes, generó una revolución que coincidió con los logros deportivos que aumentaron la efervescencia y, en consecuencia, su endiosamiento. Deian lo sufrió más que Iara. No tanto por la edad. Más bien por una cuestión de personalidad. Y si algo lo ayudó como atenuante fue que sus padres supieron comprender enseguida lo que pasaba. De hecho, ése había sido uno de los temas que tanto habían conversado antes de decidir el regreso: “Era muy chiquito y no entendía todo lo que estaba pasando. Para él Seba era su padre y para los demás era la figura del equipo que había ganado el campeonato y la Copa Libertadores. El jugador de fútbol. Entonces, por ahí en la escuela le traían recortes de diarios, le mostraban fotos de Sebastián y él se iba corriendo para el otro lado”.

Ese riesgo, aunque previsto, superó los cálculos. Así como están los amigos del campeón también están los amigos del hijo del campeón. Y entonces muchos chicos comenzaron a acercarse a Deian con el objetivo de conocer a Sebastián, de tener un contacto, de sentirse parte de su círculo. Incluso, hubo quienes se autoinvitaron a la casa de los Verón. Por lo tanto, la Bruja y su mujer también tuvieron que saber descifrar ese código tan argentino. Aunque Florencia siempre tuvo un particular olfato para descubrir las verdaderas relaciones. “Te vas dando cuenta. Sabés quiénes vienen por interés y quiénes no. En algún momento muestran la hilacha. Por suerte, luego Deian encontró un grupo de amigos que veía a Sebastián como su papá y no como el jugador de Estudiantes.”

Iara, un año mayor que su hermano, supo llevar todo con más naturalidad, acaso por su forma de ser, más fresca, más simple. Aunque también debió superar situaciones incómodas. Durante mucho tiempo, que Sebastián llevara a su hija hasta el colegio, aquello que para cualquier persona es una cuestión cotidiana, provocaba una locura que excedía lo imaginable. No sólo era la devoción de los niños por el crack, sino la de las niñas por el crack-sex symbol. Muchas eran alumnas adolescentes que se lanzaban sobre las ventanas del colegio para gritarle a Verón todo tipo de piropos, incluso “subidos de tono”. Al punto que las autoridades de la escuela debieron tomar medidas disciplinarias con algunas de ellas. Y así tuvieron que ponerse estrictos con una situación que era inédita para todos. La Bruja reconocería luego que la dimensión de su figura había sobrepasado lo que conscientemente podía esperar, sobre todo en una ciudad relativamente chica.

Por la tele todo era diferente. Ver a su papá en la pantalla no le provocaba a Deian la misma sensación que en el aula. Por el contrario, al principio lo confundía con otros jugadores del mismo look: los pelados al ras. Y luego aprendió a manejarlo con su joystick. Cuando la PlayStation se adueñó de una de las habitaciones del hogar, Deian no sólo elegía para sus equipos a Messi, su ídolo inmaculado. También Sebastián formaba parte de su seleccionado virtual.

—¡Mami, mami! ¿No sabés? ¡Hice meter un gol a papá! Fue buenísimo, los pasó a todos.

—Qué bueno, hijo. Viste, por lo menos en la Play papá hace goles.

Muchas veces mamá Florencia intentó condimentar con una broma una situación tan curiosa como increíble: que el hijo moviera a su propio padre en una cancha de fútbol, jugara con su talento. Fuerte desde lo real, natural desde el juego, Deian jugó con el “muñequito Verón” teniendo a “papá Verón” sentado al lado. En definitiva, siempre le costó más aceptar la fama de Verón en público que en la propia intimidad.

Pero no sólo sus hijos tuvieron que sobrellevar esa idolatría fuera de límites. El resto de la familia también debió adaptarse. Sebastián nunca vio llorar tanto a Bianca, su sobrina, la hija de su hermana Yesmil, como cuando fue de visita al jardín de Estudiantes, ubicado también dentro del Country de City Bell, pero en el sector opuesto a la concentración del plantel profesional. A modo de ritual-cábala, la Bruja solía ir en la semana previa a los clásicos con Gimnasia a sacarse una foto con los más chiquitos del colegio del club. Y ese día, apenas entró en las instalaciones, una nube de chicos fanatizados se le fue encima. Su vista intentaba dar con su sobrina, pero tanta era la cantidad de niños que se le había colgado que no pudo moverse. Bianca se horrorizó. Ni siquiera quiso participar de la foto grupal. No entendía por qué sus compañeritos actuaban así con su propio tío, ése al que ella conocía fuera de la cancha. Tal fue el estado de shock de la nena, que cuando su abuela la fue a buscar para llevarla a su casa, la encontró dormida, rendida por tanta tensión. Para Bianca, Sebastián no era Verón, ni siquiera lo tenía registrado como jugador de fútbol. Para ella, era simplemente “el tío pelado”.

Ese nivel de endiosamiento siempre fue una preocupación para Cecilia Portella, la mamá de Juan Sebastián, la ex esposa de Juan Ramón. Aun acostumbrada a vivir al lado de la celebridad, primero como mujer y luego como madre, hay situaciones que nunca le provocaron placer. Entre ellas, algunas vinculadas con la vida cotidiana, con el costado de las estrellas que involucra directamente a sus familiares. “A mí me pasó que, caminando por la calle, un señor me frenara para decirle a su hijo: ‘¿Sabés quién es ella? La mamá de la Brujita, tu ídolo’. Y que el pibe me mirara como asombrado. Yo creo que cuando se lleva a la estatura de Dios a una persona no es bue

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