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PREFACIO
Compartidor de calles y de versos:
la amistad de Borges y Ulyses Petit de Murat

Este libro es la crónica de la amistad más antigua y más larga que tuvo Borges; empieza en los años veinte, cuando era casi un desconocido, y se prolonga por más de medio siglo. De allí su principal interés: no hay fuente más directa para conocer a ese Borges joven: los diarios de Bioy sobre su amigo empiezan hacia 1950; los recuerdos tardíos del mismo Borges son sospechosos como todo lo que el Borges famoso dijo de sí mismo; los rastros de Borges en la prensa de aquellos años son muy pocos: fuera de los pequeños círculos literarios, ¿quién se iba a interesar por ese escritor cuya Historia de la eternidad había vendido solo treinta y siete ejemplares?

“Compartidor de calles y de versos” llama Borges a su amigo en una postal de los años veinte. Petit de Murat tuvo el privilegio de acompañar a Borges en sus famosas caminatas por Buenos Aires en esos años. Desde la llegada de la familia, de vuelta de Europa en 1921, y durante unos diez años —digamos, hasta su Evaristo Carriego de 1930—, Borges recorre los barrios y descubre el Buenos Aires que hará famoso, el que da título a este libro.

Petit de Murat recuerda esa ciudad que exploraron juntos: la calle Echeverría; el puerto, donde traducen a O’Neill; Barracas, donde van a pie y vuelven en taxi, con los sesenta centavos que les da mamá Leonor; la confitería La Paloma, cerca del Arroyo Maldonado; el café Los Inmortales y el almacén de Charcas y Malabia. La Chacarita, donde le ofrecen al escritor francés Paul Morand un asado en el almacén La Tapera de Corrientes y Dorrego. Morand se decepciona: venía a buscar el tango “verdadero” y no entendía cómo lo recibían escritores cultos, que hablaban francés y citaban a Rimbaud. Lo que el francés llamaba “verdadero”, Borges lo llamaría color local: un exceso de pintoresquismo, una realidad fabricada para turistas. Borges conocía el tema, él mismo había caído en esos errores: “Olvidadizo de que ya lo era, también quise ser argentino. Incurrí en la arriesgada adquisición de un Diccionario de argentinismos que me procuró palabras que hoy apenas puedo descifrar”. Pero rápidamente entendería que eso no funciona y empezaría a incubar una de sus ideas más importantes: el “verdadero” Buenos Aires no está en lo obvio, en lo que se ve, en los rasgos distintivos de nuestro folklore: está en imágenes, en olores, en sueños, en recuerdos imprecisos. Es el Buenos Aires de “La muerte y la brújula” que acaso empezó a imaginar en esas caminatas con su amigo.

Los amigos comen juntos en la casa de los Borges, en la calle Quintana 222; van a las famosas tertulias del Royal Keller y las peñas del Café Tortoni, donde Borges, que ya entonces tenía miedo a hablar en público, conversaba con Carlos Mastronardi, Francisco Luis Bernárdez, Raúl González Tuñón o Xul Solar. Petit de Murat también recuerda que Borges compuso un tango, Biaba con caldo, y evoca los encuentros con las hermanas Norah y Haydée Lange y los paseos por la calle Montenegro.

La Revista Multicolor: erudición y sensacionalismo

Hacia mediados de 1933, Ulyses Petit de Murat tuvo una idea genial: le presentó Borges a Natalio Botana, el dueño de Crítica, el diario más popular del país. Había que tener imaginación para pensar en ese encuentro. Botana hacía política y negocios, era uno de los hombres más poderosos del país y andaba en Rolls-Royce: algo así como nuestro Citizen Kane; Borges era un escritor tímido y miope que andaba en tranvía.

En ese encuentro, Botana les propuso a los dos amigos que dirigieran un suplemento del diario que saldría los sábados. Borges tenía treinta y tres años y por primera vez en su vida ganaría dinero; además, era un muy buen sueldo: trescientos pesos.

La experiencia duró poco más de un año, de agosto de 1933 a octubre de 1934; fueron sesenta y un números de ocho páginas cada uno, formato sábana. La Revista Multicolor de los Sábados fue una de las publicaciones más originales del periodismo y una experiencia transformadora para Borges. El Borges que entró a Crítica se pasaba tres semanas buscando un adjetivo; en el diario, a veces tenía que entregar o corregir un texto en el día. Borges vendía poquísimos libros y colaboraba en revistas casi inexistentes; Crítica tiraba “cien mil ejemplares por hora” (así titula Roberto Tálice su libro sobre el diario) y apenas impresa la edición, miles de canillitas salían a vender el diario en todo el país. Fue la primera experiencia de Borges con lo masivo: ¿qué habrá sentido?, ¿habrá imaginado allí la fama que lo esperaba?

Eso no lo sabemos, pero Petit de Murat nos cuenta un dato revelador: Borges aceptó de inmediato. Curioso: la propuesta implicaba un cambio drástico en su vida, en su forma de trabajar y, sobre todo, en la enorme difusión que tendría su trabajo; y, sin embargo, acepta enseguida, casi sin pensarlo. Algo hay ahí, algo que lo atrae mucho.

La Revista combinaba admirablemente temas eruditos con otros populares y hasta sensacionalistas: jazz, boxeo, torturas en la Antigüedad, premoniciones y parapsicología, piratas y estafadores, gitanos, leprosos, monstruos, dragones, sapos, fantasmas, leyendas chinas o del Amazonas, orgías romanas, harakiri, linchamientos y toxicomanía; todo eso entre comics, cuentos policiales y artículos sobre Henri Bergson, Proust, Bernard Shaw o Schopenhauer. El diseño incluía grandes titulares, magníficas ilustraciones en color y secciones de rarezas o curiosidades (“Visto y oído”) y trucos (“Alarme a sus amigos”).

Borges elegía los temas, los colaboradores, muchas veces los títulos, además de contribuir con sus propios textos. Pero lo más peculiar era la “mano” de Borges que se nota en algunos textos sin su firma. Petit de Murat nos confirma en este libro lo que muchos sospechábamos: “A veces es una señorita que nos habla aparte y que necesita algún dinero, porque anda sin trabajo. Le aceptamos un cuento. Borges o yo lo tornamos publicable”.

“Lo tornamos publicable”, linda forma de describir una de las prácticas más interesantes que Borges inventa en ese diario: la intervención en textos ajenos. Por ejemplo, en el número 48 de la Revista un artículo empieza: “En la vasta literatura…”; el tema es la lepra, que nos recuerda al profeta enmascarado Hákim de Merv; el género, un seudoensayo, elaborado a partir de un libro inhallable, y está firmado “Herbert Ashe”, evidente seudónimo, pues es el nombre de un famoso personaje de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. El texto no parece ser de Borges. Pero, este, claramente, “metió mano” ahí.

Borges se habrá preguntado: ¿quién es el autor de ese artículo? Y ya que estamos, ¿quién es el autor de notas como “Un teólogo en la muerte”, que en Historia universal de la infamia, el libro que contiene las contribuciones de Borges en la Revista, aparece firmado por Emanuel Swedenborg, y “La cámara de las estatuas” o “Historia de los dos que soñaron”, que dicen ser extraídas de Las mil y una noches? En el prólogo de ese libro, Borges dice, irónicamente: “No tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector”. Pero el estilo es inconfundible y los textos serían otros sin esa “traducción”.

Después de su paso por Crítica, un autor y una ficción ya no son lo que eran. Las ideas que Borges empezó a imaginar allí lo harán famoso, unos años más tarde, en la rive gauche parisina, y luego en el mundo entero. Todo eso por ayudar a esas señoritas que necesitan un dinero…

Otra novedad para el Borges que frecuenta Crítica: el mundo del policial, o mejor dicho, los dos mundos policiales, el real y el de ficción, que en cierta forma se confunden. En el diario, el delito y el crimen ocupan un lugar central, podríamos decir que definen un nuevo modelo de periodismo que inventó Natalio Botana. La Revista Multicolor era como la contraparte literaria de esas noticias: desde “El homicidio” que aparece en el número 1, el suplemento que dirigen Borges y Ulyses trae cuentos y crónicas sobre crímenes y delitos. Borges conoce a los periodistas que frecuentan ese medio, que recorren calles, cárceles y manicomios, y que conviven con presos. Ese mundo que comparte con Petit de Murat es diferente del que está acostumbrado: el de La Nación, el de Sur y el círculo de amigos de Victoria Ocampo, que despreciaban Crítica y que no entendían qué hacía Borges ahí.

El trabajo en esa revista fue para Borges como el empujón que necesitaba para lanzarse a escribir su mejor literatura. Y Botana tuvo mucho que ver en esa transformación. Petit de Murat, que conoció bien a ambos, nos explica en La noche de mi ciudad (1979) una de las virtudes más singulares de Botana: descubrir en sus colaboradores capacidades que ellos mismos desconocían. El primero fue José Antonio Saldías, hombre de teatro: Botana lo manda a escribir noticias policiales. ¿Un escritor a la sección de policiales? Saldías se resiste al principio, pero luego cede: la página de policiales, escrita en verso, es una de las más originales y leídas del diario. La segunda víctima fue Pablo Rojas Paz, poeta: ¡a la cancha y a escribir sobre fútbol! Nuevamente, Botana tenía razón: la página fue un éxito que el mismo poeta no se hubiera imaginado. Luego le llegó el turno a Borges: Botana le pide que escriba cosas de “alto impacto”, o sea, que exagere un poco, que invente si hace falta. Petit de Murat recuerda la consigna que “el trompa” le daba a sus redactores: “Un veinte por ciento de verdad para dar base a la nota era suficiente”. Ahí está la receta de Botana: veinte por ciento de verdad, ochenta de ficción, y que no se distinga bien entre una y otra cosa. Borges adopta la fórmula, que será una marca registrada de su literatura.

Botana también influye en los temas. Borges prepara un artículo sobre Las mil y una noches: no, dice Botana, no es para los lectores de Crítica. Entonces Borges ensaya textos sobre gnomos y dragones: la versión erudit

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