El milagro Del Potro

Sebastián Torok

Fragmento

Cuatro instantáneas
(Introducción)

UNO

—¿En serio Román le puso Palermo de nombre a su perro? Decime que no es verdad. No puede ser…

—Eso dicen algunos rumores maliciosos por el barrio de La Boca…

—Pero, ¿en serio? Está bien que no se quieran, allá ellos. Pero no puede ponerle ese nombre al perro. No puede haber tanta maldad. No lo creo...

Los relucientes pasillos del Melbourne Park parecen un hormiguero. El Abierto de Australia, primera competencia grande de la temporada, en pocas horas levantará su telón. Tenistas —hombres y mujeres—, familiares, entrenadores, promotores, periodistas, ball boys, ex jugadores y agentes de seguridad envasados en ajustadas chombas amarillas con el logo del torneo van y vienen, vertiginosos. Hay mucho tránsito por esas entrañas de paredes blancas con detalles azules; mucho más durante el mediodía. Ese sector es como un parque de Disney pero de las raquetas, donde se mezclan idiomas, rutinas, vestimentas, humores.

Transcurre la segunda quincena de enero de 2010 y Juan Martín del Potro está en Oceanía como el último campeón de Grand Slam, luego de haber conquistado Flushing Meadows unos meses antes. El tandilense debería lucir radiante, ilusionado con seguir escalando la montaña de la elite. Sin embargo, está preocupado; algo no está funcionando bien en su cuerpo. Le duele la muñeca derecha, la del latigazo poderoso; y por momentos, mucho. Teme que pueda ser algo severo (tanto es así que tiempo después tendría que operarse en los Estados Unidos). Juan Martín está por entrar en el vestuario, pero al ver al autor de este libro, que en su momento había cubierto la actividad de Boca Juniors para el diario La Nación, abruptamente detiene su marcha y pregunta si lo que se dice sobre los ídolos xeneizes es verdad o, simplemente, una fábula. Los cortocircuitos entre Martín Palermo y Juan Román Riquelme ya eran públicos desde hacía años. Las diferencias eran irreconciliables. Y muchos fanáticos boquenses, amantes de los goles del optimista número 9 y de la exquisita técnica del número 10, se resistían a aceptar ciertas historias, algunas de ellas potenciadas por sembradores de polémicas. Aquella era, sin dudas, falsa, pero de alguna manera se había instalado. Lo llamativo, en el caso puntual de Del Potro, fue que en medio de los estudios médicos que se estaba haciendo en Melbourne y de la tensión previa a un debut en un Grand Slam, se aislara de todo ese mundo de exigencias para mostrar un costado más terrenal y espontáneo. Del Potro es un fanático del fútbol, mucho más que del tenis. Lo practicó de chico, en Independiente de Tandil, incluso antes de empuñar una raqueta; y lo disfruta de adulto, yendo cada vez que puede a la Bombonera y hasta jugando picaditos con amigos en la ciudad serrana. El deporte más popular del mundo lo alegra, lo pone eufórico y también lo enfurece; es capaz de estar compitiendo en cualquier lugar del mundo y, así y todo, estar pendiente de lo que sucede en el fútbol argentino. Y hasta tomarse el tiempo de escribir y enviar un correo electrónico rezongando un poco por la supuesta benevolencia de algún árbitro para con River Plate, el archirrival boquense.

El fútbol también lo hace estremecerse, como un niño. Como en aquel martes 22 de junio de 2010 en el que se quebró frente al televisor cuando Palermo, su amigo y referencia de superación, le marcó un gol a Grecia en el Mundial de Sudáfrica. “¡Qué emoción que tengo! Es increíble. Salimos a festejar y a gritar al balcón con mis amigos. Sé cómo peleó cada golpe que la vida le dio; por eso me emociono”, decía el mail que envió a la casilla de quien esto escribe, a las pocas horas de aquel partido del seleccionado que dirigía Diego Maradona, en Polokwane. Se hacía más entendible el significado de aquella franca y sorpresiva pregunta de unos meses antes en Australia, en medio de la vorágine de un Grand Slam. Con un tema que lo fanatizaba, intentar apartar la mente de los fantasmas que empezaban a sobrevolar su cielo; ni más ni menos.

DOS

La tardecita es ideal. Casi todas las canchas del Buenos Aires Lawn Tennis Club están ocupadas por socios que aguardan el año nuevo haciendo un poco de deporte. Es el viernes 28 de diciembre de 2012. Del Potro, por entonces séptimo tenista del planeta, se acomoda en uno de los salones del histórico club de Palermo y larga lo que lleva mascullando desde hace semanas: “Hablé con el capitán, Martín Jaite, le comuniqué mi decisión para el año que viene, que es apuntarle al circuito. El fin de año que tuve me llenó de ilusión, me siento dentro de un grupo de jugadores que puede pelear por los primeros lugares. Tengo 24 años y es un momento en el que tengo que tomar decisiones. La decisión es no jugar la Davis por 2013. Sé que no puedo conformar a todos”, nos dijo Juan Martín a un reducido grupo de periodistas. Su relación con el cuerpo técnico de la Davis y con la dirigencia de la Asociación Argentina de Tenis se encontraba hecha añicos. Hacía semanas que Del Potro estaba evaluando alejarse del equipo y sin embargo no lo había anunciado; por eso, aquel día, cuando dejó el club después de hacerlo, se sintió aliviado, pese a saber el peso que caería sobre su espalda en un país impulsivo y desaforadamente exitista, que todavía no había ganado la bendita (o maldita) Ensaladera. “No puedo conformar a todos”, añadió Del Potro, acompañado por Franco Davin, su entrenador pero también su confidente y sostén. La Copa Davis sería, durante mucho tiempo, un asunto que a Juan Martín no le permitiría disfrutar libremente del circuito y que lo pondría ante situaciones incómodas y tensas, algunas de ellas potenciadas por sus propios silencios, vaivenes anímicos y desconfianza, incluso con algunos que le demostraban respeto y se le acercaban con buenas intenciones.

TRES

El chirrido del despertador retumba en el silencio de la amplia y luminosa casa frente al mar. Son las 7.30. No hay espacio para remolones. Jugo de naranja, cereales, yogur y tostadas son la base del desayuno. Un poco de cada cosa, no más que lo suficiente. El preparador físico Martiniano Orazi, bastante más madrugador que todos los habitantes del chalé, ya está en el jardín, ajustando el cronómetro. Del Potro, tratando de espabilarse, se une a él; apenas trasponen una puertita, ya están sobre la arena. El escenario es ideal para un deportista de elite que pretende entrenarse con libertad absoluta. Son los primeros días de noviembre de 2014 y la playa de Cariló todavía está desierta. A la distancia se divisan los esqueletos de las carpas que en menos de dos meses estarán completas. La idea es correr durante 50 minutos y regresar, para luego prolongar la rutina con ejercicios de tenis en el Cariló Tenis Club, en medio del bosque. Es el turno para que trabaje Davin; Juan Martín calienta el brazo y castiga la pelota con tanta furia que el ruido del impacto tapa al de los cantos de los pájaros. Hay pocos testigos de esos primeros golpes de Del Potro. Uno de ellos se llama Santiago, tiene 14 años y, enterado de que su ídolo estaría allí, con

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