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Golden boys

Hernán Iglesias Illa

Fragmento

1

Pibes de oro

Capas de agua, como latigazos, sacuden el estadio de los Miami Dolphins. En las tribunas, ochenta mil personas ensopadas tiritan y esperan la segunda mitad del Super Bowl, la final del fútbol americano. Prince, cargando la tarde de electricidad y apocalipsis, toca Purple Rain bajo la tormenta.

Los únicos que no se mojan son los famosos y los hombres de negocios sentados en las pocas filas techadas de la platea media. Tom Cruise y su mujer, Katie Holmes, saludan desde sus butacas a otras celebridades y a los ignotos que les sacan fotos con teléfonos celulares. Jim Carrey y su novia se sientan a unos metros de distancia y, más allá, Alec Baldwin, con una gorra de los Indianápolis Colts. Entre todos ellos, cerca de una Paulina Rubio que se mueve y posa, Daniel Canel y su hijo de 14 años se divierten viendo estallar frente a sus ojos los flashes de las camaritas, como si fueran para ellos. Canel, uno de los latinoamericanos más poderosos de la historia de Wall Street, pagó 8.000 dólares por las entradas. Quería darle el gusto a su hijo, que vivió siempre en Estados Unidos y se entusiasma más con el football local de cascos y gruñidos que con el de patadas y gambetas que jugaba él a principios de los 60 en las inferiores de Boca y San Lorenzo.

Durante el primer tiempo, Canel hijo comentó en inglés algunas jugadas del partido. En un momento, un gordito cuarentón y simpático, sentado en la fila de atrás, empezó a responderle y a elogiarle su lectura del juego. Ahora, en el entretiempo, se han puesto a conversar. Canel escucha que el gordito le pregunta a su hijo de dónde son y que su hijo le dice que viven en Miami. El gordito le responde que él y su socio, una figura borrosa sentada a su lado y desinteresada de la conversación, son de Nueva York.

—Ah, yo nací en Nueva York. Mi papá trabajaba en Wall Street.

—¿Trabajabas en Wall Street? —le pregunta el gordito a Canel—. Yo también, tengo un fondo. ¿Sabés quién está acá conmigo? Mi socio. Seguro que lo conocés: John Meriwether.

Canel se da vuelta y ahí están, a un metro de distancia y algo avejentados, la cara redonda y el legendario jopo rebelde de Meriwether. No sabe qué decir. Grupos de borrachines y exaltados siguen sacándoles fotos a Cruise y los demás famosos: para Canel la única celebridad es John Meriwether, leyenda de Wall Street, trader talentoso e iconoclasta en los años 80, protagonista del ascensoy-caída más humillante de los 90. Canel se acerca a su hijo y le dice, en voz baja:

—Este tipo era mi ídolo.

Se pone de pie, se da vuelta y saluda al propio Meriwether. Le habla en inglés, en el razonable acento que ha conseguido después de veinte años en Estados Unidos.

—John, cómo le va. Mi nombre es Daniel Canel y quería decirle que... Bueno, ahora ya estoy retirado, pero quería decirle que me hice trader por usted. Nací admirándolo.

—¿En serio? —responde Meriwether, sorprendido.

—Sí, usted era todo para mí. Seguí todos sus pasos en Salomon, en Long Term Capital Management, leía todo lo que salía sobre usted.

Meriwether le pregunta dónde ha trabajado y Canel inicia una versión abreviada de su currículum —J.P. Morgan, Chase, UBS, la aventura de Patagon.com—, pero Meriwether ha perdido interés: su cabeza está en el Super Bowl, que ha vuelto a comenzar, y en lo difícil que están las cosas para los Chicago Bears.

Sentado en su oficina de Miami, la mañana de un jueves de febrero de 2007, diez días después del partido, Canel deja de hablar de Meriwether y se queda pensando. Tiene puesta una camisa negra, un chaleco impermeable azul, jeans de tiro bajo y zapatos de cuero negro, como si tuviera quince o veinte años menos que sus cincuenta recién cumplidos. Con frecuencia le cae sobre la cara una mata de pelo castaño oscuro que él tira para atrás con un manotazo y un cabezazo coordinados. Mientras me muestra su oficina, un amplio espacio sobre la Avenida Brickell donde medio centenar de personas compran y venden bonos y acciones de América Latina, Canel camina rápido y dando las zancadas más largas que le permite su metro setenta. Cruzamos pantallas de fondo negro que titilan precios en blanco, verde y rojo; las miran fijamente, sentados frente a ellas, veinteañeros en jeans y zapatillas. La atmósfera es juvenil e informal: desde Canel, uno de los socios de este banquito de inversión, hasta las recepcionistas. Por las ventanas panorámicas se ve la avenida, eje del pequeño distrito financiero de la ciudad: palmeras, cubos de cristal de diez pisos, camionetas polarizadas, veredas sin peatones.

Después de la pausa, Canel sonríe un poco y vuelve a Meriwether. Le hace mucha gracia que haya conseguido sus entradas para el partido gracias a una apuesta. Hace cuatro meses, cuando jugaron Chicago y los New York Jets, el equipo de su socio, en la temporada regular del torneo, Meriwether le apostó que si alguno de los equipos llegaba al Super Bowl, el otro debía comprar las entradas y pagar los gastos del fin de semana. Chicago le ganó ese día a los Jets y los otros diez partidos hasta la final.

—¿Te das cuenta? Se ganó la entrada timbeando. Un genio.

Canel ha mantenido su admiración por Meriwether pese al escándalo que en 1991 provocó su renuncia de Salomon Brothers y al hundimiento de LTCM, el fondo titánico y arrogante que en 1998 tuvo que ser rescatado por el gobierno y los bancos de Wall Street. Es posible que el deslumbramiento se deba, en parte, a una cuestión generacional: ambos hicieron sus carreras en una época en la que los traders todavía eran más intuitivos que matemáticos. Hoy es al revés, y por eso a Canel lo pone de buen humor saber que Meriwether sigue usando su instinto. En los 80, Meriwether era la estrella de Salomon, el banco que inventó cómo ganar plata comprando y vendiendo bonos, y Canel era el trader principal de la mínima oficina latinoamericana de J.P. Morgan, donde intentaba sacarle jugo a los préstamos defaulteados y mil veces refinanciados por los países de la región.

—Nosotros nos fijábamos mucho en lo que hacían ellos. Tenían una mesa muy exitosa, y queríamos ver si podíamos adaptar algunas de las cosas que hacían a nuestro mercado. Así como en esa época Goldman Sachs era el lugar para los banqueros de inversión, la casa de los traders, la de los más timberos, era Salomon.

Leyendo sobre Meriwether y hablando con Canel y con quienes trabajaron con él o fueron sus competidores, empecé a pensar en un momento que Canel no sólo admiraba a Meriwether por sus éxitos sino que también se identificaba con él en un nivel personal. Hijo de un oficinista contable y una empleada pública, Meriwether creció en un barrio irlandés de clase media aguerrida del sur de Chicago. Fue a un colegio católico, donde era buen alumno pero no brillante, y le gustaban mucho los deportes, tanto que se pagó la universidad con una beca para estudiantes golfistas. Cuando tenía 27 años entró en Salomon, una empresa pequeña pero en el centro de grandes cambios a punto de explotar. Años después, como jefe, valoraría de sus traders más el rigor que la testosterona y sería el introductor de los doctores matemáticos en Wall Street.

Canel, hijo de un mecánico de autos con taller propio y un ama de casa, nació y creció en Congreso, un barrio de clase media aguerrida de Buenos Aires. Fue a un colegio de curas, el Don Bosco de la calle Solís, a dos cuadras del Congreso nacional, donde era buen alumno, especialmente en matemática, pero no el mejor. Jugaba mucho al fútbol: hizo inferiores en Boca y en San Lorenzo y también jugaba en el colegio y en los torneos internos del club Gimnasia y Esgrima. Trabajó mientras estudiaba economía en la Universidad de Buenos Aires —fue cadete en una distribuidora de perfumes y administrativo contable en la obra social del Ejército— y, a los 23 años, fue contratado por J.P. Morgan, un banco con poca presencia en Argentina pero en el centro de grandes cambios a punto de explotar. Había aprendido sobre mercados y tasas de interés trabajando en Arfina, una financiera cuyo accionista principal era la familia Soldati. Canel tuvo allí como cliente a quien después sería su jefe en J.P. Morgan. Años más tarde, como gerente, valoraría de sus traders más el rigor que los cojones y supervisaría la transición de Morgan en América Latina hacia los derivados y modelos financieros más sofisticados.

Demasiados paralelismos como para no intentar ponerlos uno detrás del otro. Cuando se los enumero, Canel piensa un rato:

—No sé si tanto. Lo que sí me identificaba con él, en realidad, era que, como yo, tenía menos estudios que los demás y era el jefe de todos.

Yo creo que todavía hay más. Meriwether fue el emblema de una época de Wall Street, entre fines de los 70 y fines de los 80, cuando el trading (tratar de ganar plata comprando y vendiendo bonos y monedas) empezó a ser más importante que el negocio histórico de los bancos comerciales (prestar plata) y de inversión (asesorar a empresas) y una nueva generación de ambiciosos pibes de barrio se llevaron puestos a los banqueros tradicionales de buena familia y máster en Harvard. Canel y los de su generación hicieron lo mismo en los 80 con el paisaje financiero de América Latina: tomaron el trading, un negocio que los viejos banqueros chetos, cuicos y fresas de sus países despreciaban por vulgar —ser banquero en América Latina consistía en prestarles plata a los padres de tus compañeros de colegio— y lo convirtieron desde Nueva York, a donde comenzaron a mudarse a fines de los 80, en la estrella de la década siguiente en Wall Street.

Ésta es la historia de Canel y de cientos de otros traders, banqueros y economistas que primero se adueñaron del negocio latinoamericano de los bancos de inversión, después del grifo del dinero para América Latina —a vos te presto barato, porque enviás las señales correctas; a vos no, porque yo digo que no sos confiable— y terminaron siendo árbitros y sumos sacerdotes de las crisis financieras de principios de siglo, incluyendo, especialmente, el derrumbe de Argentina. Durante años, su estado de ánimo informó cada decisión de los endeudados gobiernos de la región, resignados y reducidos a mimar y seducir el cariño financiero. Ministros cincuentones y políticos veteranos se persignaban ante la llegada a palacio del imberbe corresponsal del banco de inversión, que recitaba de memoria su evangelio de recomendaciones y advertencias. Presidentes en apuros, sobrevivientes de innumerables batallas políticas con pesados caciques domésticos, sonreían nerviosos y tartamudeaban en su visita anual a las catedrales de Wall Street, donde los recibían compatriotas de la edad de sus hijos, amables en el gesto pero implacables en el mensaje. En abril de 2001, los argentinos de los bancos recibieron con disgusto la idea del gobierno de Fernando de la Rúa de incluir al euro en la paridad del peso con el dólar. Cayeron los precios de la deuda y Domingo Cavallo, ministro de Economía desde hacía un par de semanas, explotó: “Los mercados son unos muchachos jóvenes, que están ahí en unas mesas, mirando una computadora, que no tienen tiempo de pensar, que reciben informes de algunos que se creen genios y la mayoría de las veces se equivocan”, dijo. Una década más tarde, sin embargo, aquellos muchachos jóvenes ya no son tan jóvenes, y han perdido buena parte de su glamour y su omnipotencia. La bonanza de las materias primas en América Latina los ha hecho menos necesarios para la economía de los países y ha conseguido lo imposible: los ha obligado a negociar.

Son Golden Boys porque son la prole sonriente y luminosa —puro futuro, nada de pasado; mucho mundo, poco barrio; promesa tecnócrata, no política— con la que la Argentina de los 90 soñaba para sus hijos. Eso fue Martín Redrado, el golden boy original y después presidente del Banco Central, en 1991: un jovencito rubio y de ojos claros que tenía la palabra “Harvard” en su currículum y que, según la narración suspirada por los medios, volvía del exilio para ofrecerse al país como funcionario público con un sueldo varias veces inferior al que tenía en Nueva York. También son de oro porque triunfaron en Nueva York y en Wall Street, que es como ser los campeones mundiales de las finanzas. Pero son unos campeones malvados, porque con los años hemos aprendido —lo sospechamos, pero pensamos mal y creemos acertar— que, si hay un gobierno global, no está en el edificio finito y albiazul de Naciones Unidas sino 70 cuadras más al sur o diez al oeste, en los rascacielos de los bancos de inversión de Manhattan. Mientras los líderes mundiales se saludan y se dedican cortesías inanes, poderosos banqueros anónimos —podemos verlos, o imaginarlos, en la penumbra de los pasillos— tejen y bordan los negocios verdaderamente importantes. Nos hemos convencido de que lo visible, el protocolo y la fanfarria, son irrelevantes y de que la verdad está oculta, escondida detrás de una cortina, recibiendo un fajo de dólares de un banquero de Wall Street. Buena parte del mundo bailó fox-trot en los años 20 al ritmo de la efervescente alegría de Wall Street: después del crac de 1929, sufrió su resaca. En los 80, cuando las finanzas volvieron a ser importantes, después de medio siglo en el armario, aparecieron los yuppies y, con ellos, una nueva era de arrogancia y velocidad. Hemos construido un acto reflejo: si a Wall Street le va bien, desconfiamos, porque creemos que durará poco y porque no está nada claro quién pagará los daños.

De vuelta en su oficina, Canel suelta una mueca tristona, como si se hubiera quedado con ganas de conversar un rato más con Meriwether:

—Después de eso no volvimos a hablar. Él estaba muy a las puteadas porque perdía Chicago, recontracaliente. Además con un boludo que va y le empieza a hablar de cosas de hace veinte años, imaginate, ja-ja. Y se fue temprano. No sé qué problema tenía con el avión privado, porque se habían venido en avión de su cancha de golf. ¡De una de ellas, porque tiene varias el tipo! Mirá qué nivel, boludo, “ahora me voy a jugar a mi cancha”. ¿Qué tal? Un genio.

EL MISMO AMBIENTE

Un sábado de agosto de 2003, el Greenwich Time, el pequeño diario de Greenwich (Connecticut), publicó en tapa la historia de Ramiro Pérez, un argentino de Bahía Blanca que había sido dos veces campeón juvenil nacional y su damericano de golf y que después había viajado a Alabama con una beca, como la de Meriwether, para estudiar y competir. En Alabama, Pérez conoció a su esposa mexicana y, después de graduarse, se mudó con ella cerca de Greenwich, uno de los cinco municipios más ricos de Estados Unidos, cincuenta kilómetros al norte de Nueva York. La que tenía trabajo firme era ella, en el brazo financiero de General Electric. Pérez pasó por varios empleos, entre ellos el de caddie, hasta que, según el autor de la nota, “le dio utilidad a su licenciatura” y consiguió un puesto en una compañía financiera de Manhattan.

El artículo fluye en el habitual tono pacífico de los periódicos de pueblo: el residente famoso cuenta su vida, el periodista intercala observaciones lo más graciosas posible y cierra con una anécdota edificante. El reportero del Time, sin embargo, elige en un momento olvidarse de Pérez y dedicar los últimos párrafos a los argentinos que siempre juegan con él en el campo municipal de Greenwich. Estos argentinos, banqueros de inversión en grandes firmas de Wall Street, se salen del guión, y la tentación de citarlos es demasiado grande. Luis Blaquier, de 37 años, banquero de Goldman Sachs y miembro de los Blaquier que ya entraron en su tercer siglo como azucareros y hacendados, dice en el artículo que los argentinos juegan al golf entre ellos porque no aguantan a los estadounidenses, que son tramposos y grasas: “El protocolo del golf en Argentina es mucho más estricto que en Estados Unidos. Acá es muy común ver a gente haciendo trampa o no terminando sus putts. Además, en Argentina, uno no puede entregar su tarjeta sin la firma de un testigo. Y la gente es más educada. Por ejemplo, los argentinos siempre arreglan los piques en los greens”. Sebastián Sánchez Sarmiento, un ex rugbier cordobés de 31 años que trabajaba en la muy paqueta división de fusiones y adquisiciones de J.P. Morgan, intentará bajar el nivel de conflicto —“Jugamos juntos porque es más fácil con gente que habla tu mismo idioma”—, pero será tarde. La altiva perorata de Blaquier, a quien quizás le costaba pasar del golf minoritario y ritual de Argentina al informal y populachero golf de EE.UU., ofendió a los vecinos de Greenwich, que enviaron cartas al periódico. Pablo Pereyra Iraola, de 35 años, banquero de Morgan Stanley y presidente del club virtual de argentinos que jugaban en la cancha pública, cerró el episodio con otra carta de lectores, en la que declaraba su “profunda preocupación” por lo ocurrido y decía que el artículo “no representa de ninguna manera el pensamiento de los miembros del Argentine Golf Club of North America (AGCNA)”.

En la nota, Blaquier también hace una definición, muy jugosa para los objetivos de este libro, sobre sus vecinos compatriotas: “Somos un grupo muy unido. Los argentinos de Greenwich venimos más o menos del mismo ambiente en Buenos Aires”.

Quizás Blaquier pensaba que nadie lo iba a leer fuera de Greenwich, o de su propio ambiente, porque la suya es una frase extraña, políticamente incorrecta, que le da la razón a quienes acusan a Wall Street de ser un club de cogotudos y ricachones que se contratan unos a otros y sólo les importan los intereses de su clase. ¿Es cierto entonces? ¿Son todos parecidos los trescientos argentinos y sus familias que han pasado por Greenwich en las últimas dos décadas? ¿Hablan y se visten igual, fueron a las mismas universidades, están casados con las primas y las hermanas de sus amigos, son todos investment bankers? La respuesta corta es: sí, se parecen bastante. Pero no, o no sólo, por su origen o su ambiente sino porque también se han mimetizado unos con otros en el apacible discurrir de la vida suburbana en Connecticut. El estereotipo del argentino de Greenwich existe —rugbier, San Isidro, universidad católica, casado, varios hijos, treintipico de años, golf, misa los domingos, fusiones y adquisiciones en J.P. Morgan o Goldman Sachs—, pero es una caricatura que nadie cumple del todo ni hace nada por darla de baja: cada recién llegado se alimenta de ella como mejor le conviene: para muchos traders y banqueros con origen de clase media, ser confundidos con un rugbier católico sanisidrense es una forma oblicua pero bienvenida de ascenso social.

¿Quiénes son entonces estos golden boys, todo brillo y risitas, que Wall Street ha importado de América Latina desde los 80, para hacerlos millonarios y atenderlos como príncipes? ¿Son sólo los cachorros de las clases altas y sus satélites, que plantan cercos a su alrededor y creen que la banca de inversión es aún un negocio de salones y contactos personales? ¿O los bancos han preferido a los jóvenes arrebatados, enérgicos y sin pedigrí como Canel y sus sucesores?

Antes de que se me ocurriera escribir este libro, veía a los treintañeros argentinos empleados en Wall Street, con quienes jugaba al fútbol en Chelsea Piers o festejaba el cumpleaños de algún conocido en el Upper West Side, como una gran masa informe, hombres grises de quienes envidiaba el sueldo pero no su trabajo ni su filosofía de vida. Me podía permitir esta actitud, útil para mi amor propio y habitual entre los pobretones y orgullosos miembros del campo cultural, porque la verdad es que no sabía nada sobre su trabajo ni su filosofía de vida. Casi dos años después de conocerlo, una noche le presenté a mi amigo Ricardo una amiga de mi mujer, con la intención de formar una bonita pareja. En la introducción, lo describí como “banquero”. Ricardo me corrigió, ofendido: “Yo soy economista”. La rectificación me sorprendió, porque no entendía cómo alguien pretendía reforzar sus opciones sexuales presentándose como economista antes que como banquero, y porque revelaba la poca idea que tenía yo sobre la división del trabajo en Wall Street. Yo sabía que Ricardo trabajaba en un banco importante y que tenía un departamento magnífico sobre el río Hudson: en mi partido de “Banqueros vs. Resto del Mundo”, no tenía hasta ese momento ninguna duda sobre qué camiseta ponerle.

Mi ignorancia sobre el asunto me hizo sentir mal conmigo mismo: llevaba cinco años escribiendo de economía y suponía que la zoografía básica de la fauna financiera —tres especies, cada una en su propia pileta genética: economistas, traders y banqueros de inversión— era algo que debía conocer. Después me di cuenta, quizás para consolarme, de que los relatos sobre Wall Street en Argentina y, en general, en América Latina, han sido casi siempre borrosos y esquemáticos, y que la distinción entre economistas y banqueros o traders no era para nada vox populi. Yo confundí una vez a Ricardo con un banquero; los diarios lo hicieron mil veces.

Esta historia, por otra parte, la de los argentinos que se mudaron a Nueva York para ser pelusa en el ombligo de las finanzas globales, es también una historia de la década de los 90. El goteo de golden boys empezó antes —con Canel y su jefe, Martín Benegas Lynch, a mediados de los 80— y siguió después, pero fue en los 90 cuando el proceso quedó cristalizado como otra más de las miles de tendencias —privatización de empresas e ideales, globalización de mercados y arquetipos, aperturas comerciales y mentales— que en aquellos años parecían ir todas en la misma dirección. En una década que premiaba el movimiento, la juventud y la capacidad para adaptarse, ellos lo tenían todo: se agarraron fuerte a los vientos de época y se dejaron caer en Wall Street, donde los esperaba un mundo nuevo en el que todo estaba por hacerse. En Buenos Aires, ejecutivos veinteañeros y cosmopolitas reemplazaban en las grandes empresas a los naftalínicos gerentes de la generación de sus padres, que sabían vivir con inflación pero no en contacto con el resto del mundo. En Wall Street, los jóvenes trasplantados no reemplazaban a nadie: ocupaban escritorios vacíos, llenaban organigramas nuevos y creaban brigadas flamantes para aprovechar el huracán que se estaba llevando por delante a la somnolienta y confortable economía latinoamericana. Si los clichés de los 90 pudieran meterse en una foto de familia, ahí estaría la caripela del banquero argentino de Wall Street —panzón, narigón y siniestro si es viejo; rubio, canchero y arrogante si es más joven—, pegada a la del funcionario menemista corrupto y exhibicionista, el conductor de televisión de jopo y carcajada, la supermodelo fría y muda y el periodista de investigación guerrero y solemne.

Los 90 fueron también la primera década en más de medio siglo en la que América Latina tuvo un mercado financiero razonable. En los 60, los países le pedían plata al Fondo Monetario Internacional (FMI); en los 70 y principios de los 80 aceptaron los préstamos de los grandes bancos comerciales de Estados Unidos y Europa, que dejarían de pagar casi enseguida. En los 90, gracias a los bonos Brady, que transformaron los préstamos viejos en bonos nuevos, y a políticas amistosas con los mercados en buena parte de los países de la región, la lucecita de América Latina volvió a titilar en el radar de Wall Street. Los bancos se dieron cuenta de que sus empleados no sabían nada sobre estos países y salieron a contratar lo que estaba más a mano. Los que tenían oficinas regionales se trajeron pibes de Buenos Aires y São Paulo; los que no, se pararon en la puerta de las universidades norteamericanas y le ofrecieron trabajo a cualquiera que hablara en castellano, supiera el nombre de las capitales de América Latina y tuviera un talento apenas razonable para las matemáticas.

Muchos de estos jóvenes fueron argentinos, en una proporción mucho mayor a la que habría correspondido por la importancia económica del país. Cuando llegó el momento de la verdad, muchos argentinos ya llevaban una década dándose machetazos en la jungla financiera de la city porteña, un mercado kafkiano que desde fines de los 70 había sido caos (montañas de regulación incomprensible), fiebre (inflación: todos los días, todos los años) y rabia (fortuna hoy, bancarrota mañana) casi sin interrupciones. Daba la impresión de que nada podía sorprender a estos argentinos, como si hubieran nacido curados de espanto. La primera camada de traders copó el equipo inicial de J.P. Morgan, el primer gran líder del mercado de deuda de países emergentes, y colocó traders en cada uno de los otros bancos. Haber tenido la edad y la experiencia correctas en el momento justo les permitió a estos pibes de veintilargos o treinta y pocos —muchos contadores, algunos economistas, unos pocos ingenieros— subirse a la ola de los mercados emergentes cuando era chiquita y ser jefes y managing directors cuando la ola fue grande e hizo mucho ruido. Aquella generación alcanzó su punto más alto entre 1996 y 1998, cuando cinco argentinos manejaban los grupos de mercados emergentes —que para entonces casi siempre incluían a Europa del Este y Asia— de cinco de los principales bancos de Wall Street: Canel en UBS, Pablo Calderini en Deutsche Bank, Miguel Gutiérrez en J.P. Morgan, Jorge Jasson en Chase y Juan del Azar en Merrill Lynch. Su trabajo se había sofisticado: ya no se dedicaban sólo a comprar y vender papelitos con la plata de sus jefes, sino que también se ocupaban de que hubiera cada vez más papelitos, es decir, que los gobiernos se endeudaran sacando nuevos bonos a la calle. También en este apartado fueron muy exitosos.

Mientras los cincuentones miembros de la primera generación empiezan a retirarse —ya casi ninguno trabaja en bancos: van dos o tres veces por semana a sus propios fondos de inversión, corren triatlones, buscan a sus hijos tras el entrenamiento de soccer—, el panorama para los jóvenes de hoy es bastante más peliagudo. La Wall Street de los últimos años exige una base tan fuerte de ciencias duras que los argentinos, y los latinoamericanos en general, poco pueden hacer para competir con la tropa nerd de rusos, chinos e indios que pueden pasarse días desatando un algoritmo frente a las pantallas de sus terminales. Cuando había que ser cínicos y desconfiados, los argentinos reinaban. Cuando lo más importante era seducir clientes, contarles un chiste y palmearlos en la espalda, en un restaurante de Puerto Madero o en un teibol dance del Distrito Federal, los argentinos fueron los mejores de todos. Esta última encarnación de Wall Street, la de la ingeniería financiera y los derivados hipercomplejos, ya no se adapta tan bien a los talentos rioplatenses. (No es fácil calcular cuántos son los argentinos de Wall Street, porque además depende de cuán estricta sea la medición: no es lo mismo ser un trader, protagonista principal de los mercados financieros, que un burócrata a cargo de las cuentas de residentes argentinos en el exterior. Por otra parte, en los últimos años muchos argentinos pasaron de los bancos, donde eran más visibles, a fondos de inversión, un trabajo menos institucionalizado que los hace difícil de cuantificar. Dicho todo esto, y después de una serie de cálculos con algunos de los implicados, hemos llegado a la conclusión de que en los últimos diez años ha habido siempre, al mismo tiempo, entre 300 y 400 argentinos en Wall Street. No han sido siempre los mismos —unos volvieron a Buenos Aires; otros los reemplazaron—, pero la cantidad ha sido más o menos constante, con una ligera caída en 2002 y 2003.)

En los primeros meses después de mudarme a Nueva York, en 2004, me llamaba la atención, cuando hablaba con argentinos de Wall Street, la cercanía que habían tenido ellos con la crisis anterior y posterior a la renuncia de Fernando de la Rúa. En diciembre de 2001, yo no tenía deudas en dólares ni depósitos a plazo fijo y el saldo de mi caja de ahorro era de 600 pesos; trabajaba en blanco en un diario de Buenos Aires y nunca tuve en mi billetera ninguno de los patacones provinciales: vi pasar el descalabro y sus soluciones casi como si no hubieran existido. Como el derrumbe de Argentina había tenido un importante costado financiero —el default de la deuda fue el huevo, la devaluación la gallina, o viceversa—, los golden boys se pasaron dos años enteros tomando decisiones relacionadas con el crac. Recuerdo ahora conversaciones con algunos de ellos en una cancha de fútbol-siete en Chinatown, un sábado al mediodía, mientras tomábamos gatorades azules después de perder contra unos italianos gritones pero muy buenos, o en un restaurante japonés cerca de la estación de Grand Central, una tarde oscura de invierno, o en un balcón del Upper East Side sobre la avenida Madison, en una fiesta un viernes a la noche, cuando todavía fumábamos: pibes de mi edad o apenas más grandes que me contaban cómo en 2002 habían comprado “por chirolas” papeles en default —“Acindar, Telecom, Provincia de Buenos Aires, cualquier cosa, estaba todo regalado”— para venderlos más tarde al doble; economistas que recordaban cómo la madre les había pedido por favor que no dieran más entrevistas a Radio 10 y cómo estaban orgullosos de haberles avisado a sus amigos de la infancia que sacaran sus ahorros del banco y guardaran dólares —“Algunos se compraron sus primeros departamentos gracias a mí”, se felicitaban—; y también el trader feroz que admitía sin culpas haber apostado a la caída de Argentina desde un año antes de la crisis y haber hecho “fortunas” con su decisión: “Es así, viejo. Yo no tengo poder para cambiar a dónde va el mercado, no tengo ninguna influencia. ¿Cuál es el problema?” Yo escuchaba estas historias bastante impresionado por las anécdotas y porque me parecía curioso cómo estos tipos, quienes en la interacción social de vino y empanadas parecían de lo más corrientes —tampoco descollaban con pantalones cortos en el verde césped sintético—, podían transformarse de lunes a viernes en versiones sudamericanas de los masters of the universe de La hoguera de las vanidades, bulones financieros por los que alguien pagaba medio millón de dólares anuales y cuyos dedos apretaban botones que influían en la historia de su país. ¡Fascinante! Al final va a ser que no eran tan grises, pensé, dominando apenas el hervor de la envidia. (Cuando hable de ingresos, siempre serán brutos y anuales, por lo que hay que descontarles algo más de un tercio de impuestos para ver el neto. Además, siempre estarán incluidos el salario oficial, habitualmente modesto, y el bono de fin de año, varias veces más grande.)

La excitación, por suerte, duró poco. Después de hablar con ellos, de visitarlos en sus oficinas, sus trading floors y sus casas, de escarbar apenas por debajo del resumen de grandes éxitos, pude respirar algo de sus vidas cotidianas, ese veneno que destruye mitos y matrimonios. Un día, poco después, volví a cruzarme con una cita de Gay Talese, un escritor y periodista norteamericano de la generación de Tom Wolfe y Truman Capote, que explicaba muy bien mi

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