Emboscada

Facundo Pastor

Fragmento

En junio de 2020, en medio de la pandemia de Covid que cambió al mundo, volví sobre el asunto. Unos años antes, durante una cena con amigos, había escuchado por primera vez sobre uno de los hechos más resonantes de la última dictadura cívico-militar: el atentado a la sede de la Superintendencia de Seguridad Federal de la Policía Federal Argentina. Esa misma noche y sin un objetivo concreto volqué en un cuaderno los detalles que me impactaron del relato.

Volví a las anotaciones durante los meses de confinamiento.

Una bomba de origen vietnamita explotó en el edificio de la calle Moreno 1417 causando la muerte de 23 personas, muchas de las cuales almorzaban en el lugar. El artefacto había sido estratégicamente ubicado debajo de una de las mesas del comedor. Un bolso con nueve kilos de trotyl y cinco esferas de acero fue cubierto por un abrigo, escondido debajo de una de las sillas y conectado a un sistema de relojería que activaba el detonador. Quien llevó el explosivo sabía que tenía sólo siete minutos para abandonar aquel sitio.

Y así fue.

A las 13.20 del 2 de julio de 1976 el estruendo se sintió en todo el microcentro porteño. El lugar estaba a una cuadra del Departamento Central de Policía. Ese mismo día, la organización Montoneros emitió un parte de guerra y se adjudicó el hecho. En el documento se mencionó una “falla en el dispositivo de vigilancia y control de la Superintendencia”, también se destacó que “la capacidad operativa de este centro represivo quedó seriamente afectada” y “que no puede haber lugar seguro para los que responden a la resistencia de los trabajadores con el secuestro, el asesinato y la tortura”. El documento llevaba la firma habitual: “Viva la patria. Hasta la victoria final”.

En efecto, la Superintendencia (también conocida como Coordinación Federal o “Cordina”) fue uno de los centros clandestinos de detención más activos de la Capital. Y para ese entonces, con apenas cuatro meses de instaurado el horror, cientos de militantes ya habían sido torturados en esta dependencia de una policía que realizaba acciones ilegales en conjunto con el Ejército. Desde fines de 1975 se había asentado en el lugar el grupo de tareas 2, que dependía del Comando del Primer Cuerpo de Ejército, a cargo del general Carlos Guillermo Suárez Mason. Después del golpe, los pisos cinco, seis y siete se empezaron a poblar de detenidos que no figuraban en ningún registro. Ahí los torturaban, los interrogaban y, cuando se consideraba necesario, se disponía de un “traslado final”, como se llamaba a la orden de ejecutar o hacer desaparecer a una persona.

La bomba al comedor fue un hecho maldito, uno de los tantos de los años más oscuros. Parece sencillo ahora revisar lo sucedido hace 45 años, pero no lo es. Requiere de un esfuerzo intelectual para comprender los acontecimientos en un contexto inimaginable en estos tiempos democráticos.

Sobre el atentado se construyó una versión difusa y opaca replicada en libros, testimonios y causas judiciales.

Quise saber más.

¿Cómo lo habían planificado?

Las respuestas llegaron solas.

Un par de llamados y algunas entrevistas bastaron para darme cuenta de que los primeros interrogantes parecían tener mayores evidencias de las que me había imaginado.

Sin poder explicar el origen de la información, todas las fuentes consultadas apuntaban en una misma dirección. Todos, absolutamente todos, señalaban a José María “Pepe” Salgado como el militante que aquel mediodía ingresó al comedor para perpetrar el atentado. Salgado tenía 22 años e integraba las filas del Ejército Montonero.

¿Pero era cierta esa versión?

Seguí indagando.

Para ese entonces, Salgado llevaba meses como infiltrado en la Policía Federal.

La versión replicada por todas las fuentes, la que está escrita en libros y expedientes, indica también que unas semanas antes había ingresado en varias oportunidades a la sede policial con un paquete similar pero inofensivo, sólo para probar las falencias en el sistema de seguridad.

Después, la orden fue que regresara con la bomba lista para explotar.

Nadie podía sospechar de su accionar porque todos conocían su desempeño en el área de documentación de la fuerza. Era un muchacho agradable, de buen diálogo con sus pares, y excelente trato con sus superiores.

Tras el atentado, Salgado siguió con su militancia clandestina. El 12 de marzo de 1977, ocho meses después del hecho, fue secuestrado en Lanús y trasladado a la ESMA, donde lo torturaron e interrogaron sin límites.

El 27 de marzo de 2021, a las 10.30 de la mañana, me encontré en un bar de Saavedra con Irene y Luisa, las dos hermanas de Pepe Salgado. Ambas aceptaron dialogar sobre la historia por más de tres horas. Recordaron con cariño un sinfín de anécdotas y revivieron con emoción aquellos días de miedo y desesperación al enterarse de su captura. Habían pasado tan sólo tres días de un nuevo aniversario del golpe cívico-militar y 44 años de la muerte de su hermano. Durante años convivieron con amenazas telefónicas en su casa familiar, la misma que un día Pepe había abandonado cuando Montoneros pasó a la clandestinidad. “Hoy a la noche va a explotar una bomba y van a volar todos por el aire”, escuchaban al otro lado de la línea en reiteradas advertencias que continuaron hasta el regreso de la democracia.

Irene y Luisa fueron gentiles y amables al compartir un testimonio sentido de su tragedia familiar. Dudé un buen rato antes de darle paso a mi ansiedad periodística.

¿Hasta dónde conocían o qué sabían de la versión que indicaba que Pepe había sido el hombre que llevó la bomba al comedor de Coordinación Federal?

No me animé a la pregunta.

Antes de terminar el encuentro, fueron ellas las que me ayudaron a entrar en el tema. Me confesaron que muchas veces las habían consultado sobre el atentado del que sentían se había construido una versión cómoda para todas las partes. En definitiva, sabían poco y nada, y sentían la impotencia de no poder terminar de reconstruir la verdadera historia. Un rompecabezas incompleto.

“No tenemos ninguna certeza de que haya sido mi hermano quien llevó adelante ese hecho”, coincidieron tajantes.

Y no quisieron seguir hablando.

Respeté su silencio y me fui del encuentro con más dudas que certezas.

Durante un tiempo fantaseé con una exhaustiva investigación sobre el atentado, con plasmar en un libro los preparativos y los efectos políticos posteriores.

Junté información.

Entrevisté testigos y víctimas.

Leí los diarios de la época.

Buceé en expedientes judiciales.

Pero todo el material fue a parar a una caja que aún conservo en mi escritorio.

Nunca escribí ese libro, pero los enigmas alrededor de Pepe Salgado me llevaron a la reconstrucción del asesinato de Rodolfo Walsh.

Quedé atrapado en ese vínculo.

¿Cuál era la relación entre Walsh y Salgado?

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