La mirada quieta (de Pérez Galdós)
Tengo a Javier Cercas por uno de los mejores escritores de nuestra lengua y creo que, cuando el olvido nos haya enterrado a sus contemporáneos, por lo menos tres de sus obras maestras, Soldados de Salamina, Anatomía de un instante y El impostor, tendrán todavía lectores que se volcarán hacia esos libros para saber cómo era nuestro presente, tan confuso. Es también un valiente. Quiere su tierra catalana, vive en ella y, cuando escribe artículos políticos criticando la demagogia independentista, es convincente e inobjetable.
En la civilizada polémica que tuvo sobre Benito Pérez Galdós hace algún tiempo con Antonio Muñoz Molina, Cercas dijo que la prosa del autor de Fortunata y Jacinta no le gustaba. «Entre gustos y colores, no han escrito los autores», decía mi abuelo Pedro. Todo el mundo tiene derecho a sus opiniones, desde luego, y también los escritores; que dijera aquello en el centenario de la muerte de Pérez Galdós, cuando toda España lo recordaba y lo celebraba, tenía algo de provocación. A mí no me gusta Marcel Proust, por ejemplo, y por muchos años avergonzado lo oculté. Ahora ya no. Confieso que lo he leído a remolones; me costó trabajo terminar En busca del tiempo perdido, obra interminable, y lo hice a duras penas, disgustado con sus larguísimas frases, la frivolidad de su autor, su mundo pequeñito y egoísta, y, sobre todo, sus paredes de corcho, construidas para no distraerse oyendo los ruidos del mundo, que a mí me gustan tanto. Me temo que si yo hubiera sido lector de Gallimard cuando Proust presentó el manuscrito de su primer volumen, tal vez hubiera desaconsejado su publicación, como hizo André Gide (se arrepintió el resto de su vida de este error). Todo esto para decir que, en aquella polémica, estuve al lado de Muñoz Molina y en oposición a mi amigo Javier Cercas.
Pero algunos meses más tarde, en su columna semanal de El País (9 de enero de 2021), titulada «El mérito de Galdós», Cercas publicó una versión mucho más favorable y acertada, creo, sobre el autor de Fortunata y Jacinta. Dentro del gran vacío que dejó en España el Quijote, la revolucionaria novela de Cervantes, le reconocía a Pérez Galdós haberse embarcado «en un proyecto literario de una ambición y una amplitud inéditas con el fin de cimentar una tradición novelesca que brillaba por su ausencia en España». Y afirmaba que ni «las Memorias de un hombre de acción, de Baroja, ni La guerra carlista, de Valle-Inclán, eran concebibles sin los Episodios nacionales…», afirmaciones con las que no puedo estar más de acuerdo.
Creo injusto decir que Benito Pérez Galdós fuera un mal escritor, como dijeron muchos en su tiempo. (Véase al respecto el libro reciente de Francisco Cánovas Sánchez, Benito Pérez Galdós: Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial, 2019). No sería un genio —hay muy pocos—, pero fue el mejor escritor español del siglo XIX, el más ambicioso y, probablemente, el primer escritor profesional que tuvo nuestra lengua. En aquellos tiempos, en España o América Latina era imposible que un escritor viviera de sus derechos de autor (lo increíble es que muchos periodistas dejaban de recibir sueldos y escribían gratis sólo para «hacerse conocidos»). Pero Pérez Galdós tuvo una familia próspera, que lo admiraba y que lo mantuvo durante un buen tiempo, garantizándole el ejercicio de su vocación y, sobre todo, la independencia, que le permitía escribir con libertad. Sus novelas y ensayos los publicaba con editores diversos (y a veces él mismo hacía de editor) y bajo contratos que, creía él, sus editores no siempre respetaban. Y, sin duda, se hizo muy conocido y pasó a escribir, sin intermedios novelescos, los Episodios nacionales.
Tenía muchas ganas de leer a Pérez Galdós de principio a fin —cuando era estudiante había leído de él Fortunata y Jacinta, por supuesto, pero desconocía el conjunto de su obra—, y pensé que la pandemia del coronavirus me facilitaría la tarea. Dieciocho meses después estaba terminando las obras de teatro y había leído ya sus novelas y los Episodios nacionales, y estaba impresionado con el mundo quieto y dolido que inventó. Pero me faltaban los artículos, que constituyen una inmensa tarea —voy avanzando en ella, poco a poco—, que, creo, sólo algunos críticos han culminado. Por una razón muy simple: Pérez Galdós no era un gran pensador, como Ortega y Gasset o Unamuno, y aunque escribió algunos ensayos interesantes, la mayoría de su obra periodística pasó sin pena ni gloria, como algo transitorio y superficial. No tenía mucho sentido dedicar tanto tiempo a esa literatura de escaso vuelo, con algunas excepciones, por supuesto.
Pérez Galdós había nacido en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843, hijo del teniente coronel Sebastián Pérez, jefe militar de la isla, que, además, tenía tierras y varios negocios a los que dedicaba buena parte de su tiempo. Fue el menor de diez hermanos y la madre, doña María de los Dolores de Galdós, de mucho carácter, llevaba los pantalones de la casa. Ella decidió que Benito, quien, al parecer, enamoraba a una prima que a ella no le gustaba, se viniera a Madrid cuando tenía veinte años a estudiar Derecho.
Yolanda Arencibia, gran promotora de Pérez Galdós y que ha escrito, de lejos, la mejor (y la más abultada) biografía que se conoce de él (Galdós. Una biografía, Barcelona, Tusquets Editores, 2020), ha tratado de esclarecer si la salida de Las Palmas de Gran Canaria se debió a que Pérez Galdós estaba enamorado de Sisita, aquella prima, unos amores que su madre, la severa doña María de los Dolores, no aprobaba. Pero se encontró contra un muro, pues, en esta familia por lo menos, los secretos se guardaban estrictamente.
En las primeras vacaciones que tiene en Madrid, Pérez Galdós regresa a su isla, donde todavía estaba Sisita. Pero ella, según Arencibia, parte pronto a Cuba, de donde era oriunda —y de la más bella ciudad colonial de la isla, Trinidad—, donde contrajo matrimonio con un hacendado, Eduardo Duque, con el cual tuvo un hijo, Sebastián, que vivió pocos años. Fallecido su primer esposo, Sisita volvió a casarse con un pariente, Pablo de Galdós, pero murió muy joven, a los veintiocho años, de fiebres puerperales. Si Pérez Galdós estuvo realmente enamorado de ella y permaneció soltero por el recuerdo de aquella muchacha, es algo que pertenece a la pura especulación de los críticos, porque ni él ni su familia tocaron nunca ese tema ni dejaron que trascendiera al público.
Benito obedeció a su madre, vino a Madrid, se matriculó en la Complutense pero se desencantó relativamente pronto de las leyes, que detestaba, aunque consiguió aprobar las materias del curso en los primeros dos años. Lo atrajeron más el periodismo, al que dedicó mucho tiempo, y la bohemia madrileña, la vida de los cafés, que él describió admirablemente, donde se reunían pintores, escribidores, periodistas y políticos, y se orientó más bien hacia la literatura, empezando por el teatro, su primera pasión. Escribió muchas comedias, en prosa y en verso, y, según su propia versión, sin que subiera a las tablas ninguna de ellas, un día las quemó todas. Volvería al teatro años después.
Su amor a Madrid fue más constante. No lo ha tenido a ese extremo ningún otro escritor, ni antes ni después que este canario. Fue el más fiel y el mejor conocedor de sus calles y tugurios, comercios y pensiones, sus tertulias y chismes, sus tipos humanos, costumbres, oficios y negocios, hasta de las maneras defectuosas de hablar el español de algunos madrileños incultos, y, por supuesto, de su historia.
Si se quiere un ejemplo del amor y la profundidad con que Pérez Galdós conoció y quiso a Madrid, basta leer los dos primeros capítulos de Prim, uno de los mejores Episodios nacionales; aquellas calles y pobladores parecen revivir como animados por una varita mágica —la prosa del autor—, mientras el personaje de Santiago Ibero, un chiquillo, gran admirador del general Prim, prepara su delirante fuga rumbo a México para acompañarlo. En esa misma novela, hay una descripción del Ateneo, donde Pérez Galdós estudió y leyó mucho, que es espléndida por la buena prosa en que está escrita y por la ajustada síntesis política que hace en ella de España en abril de 1862. Su visión es tranquila, muy serena, de ese mundo inmovilizado por la religión que describió y que tiene la virtud (¿o el defecto?) de aquietarlo en una inmovilidad que a veces da la impresión de una buena pintura. Y en otras aparece como su maldición y su tragedia.
Hoy nos parece increíble la hostilidad que despertó Pérez Galdós en su propio país, en aquellos años en que escribía sus novelas, sus obras de teatro y los Episodios nacionales. Tenía sus partidarios, por supuesto, pero me temo que sus adversarios fueran más numerosos. Como revela Francisco Cánovas Sánchez en su ensayo, se decía de él que sus libros apestaban «a cocido», que escribía con vulgaridad, sin elegancia, y es famoso el insulto que le dedicó Valle-Inclán en Luces de Bohemia llamándolo «garbancero», un apodo que nunca se pudo quitar de encima. Se vio, sobre todo, cuando hubo un movimiento espontáneo de sus admiradores; unos quinientos escritores, periodistas y artistas pidieron para él el Premio Nobel de Literatura en 1912, cuando el autor tenía sesenta y nueve años. Al parecer, la Academia Sueca recibió listas de firmas de España combatiendo esa idea que superaban en número a las que respaldaban su candidatura, objeciones que procedían de círculos católicos ultras que lo consideraban un librepensador extremista. Nadie es profeta en su tierra y en la España de Pérez Galdós, todavía impregnada entonces de un catolicismo estrecho y sectario, se lo tenía injustamente por un «liberal» comecuras, aunque nunca lo fuera: su liberalismo y republicanismo fueron discretos y, sobre todo, tolerantes. Con razón y la claridad que lo caracteriza, el escritor y poeta Andrés Trapiello dijo de aquella operación sueca contra Galdós: «Fue el triunfo de la roña y la sarna españolas frente a los principios liberales».
En su obra describió principalmente a la clase media —por lo menos eso se dijo—, con las limitaciones que veremos; pero no evitó referirse a la nobleza o a los más humildes personajes de la sociedad; a menudo subió y descendió en la escala social y, por ejemplo, uno de los Episodios nacionales de la última época, titulado Los duendes de la camarilla, comienza con una espléndida descripción del Madrid más miserable, «una de sus más pobres y feas calles, la llamada de Rodas, que sube y baja entre Embajadores y el Rastro», donde vive precisamente una mujer de pueblo, Lucila Ansúrez, que se ha refugiado allí con el capitán Bartolomé Gracián, al que ama y que está perseguido por el poder.
Hay fotos que muestran la gran concentración de madrileños que acompañaron los restos de Pérez Galdós hasta el cementerio de la Almudena el día de su entierro, el 5 de enero de 1920; al menos treinta mil personas acudieron a rendirle ese póstumo homenaje, según la prensa. Aunque no todos aquellos que siguieron su carroza funeraria lo hubieran leído, había adquirido enorme popularidad. ¿A qué se debía? A los Episodios nacionales, sobre todo. Él hizo lo que Balzac, Dickens y Zola, por los que sintió siempre admiración, hicieron en sus respectivas naciones: contar en novelas la historia y la realidad social de su país, y, aunque sin duda no superó a los dos primeros (pero sí, tal vez, en ciertas novelas, a Émile Zola, que había nacido sólo tres años antes que él), con sus Episodios estuvo en la línea de aquéllos, convirtiendo en materia literaria el pasado vivido, poniendo al alcance del gran público una versión quieta pero amena, bien escrita, con personajes vivos y documentación solvente, del XIX, decisivo en la historia española porque en él ocurrieron la invasión francesa, las luchas por la independencia contra los ejércitos de Napoleón, la reacción absolutista de Fernando VII, la invasión de Marruecos, las guerras carlistas, la Primera República y su corto tránsito y, finalmente, la Restauración.
Pero, a diferencia de otros países europeos, como Alemania, Francia e Inglaterra, de España se puede decir que no tuvo revolución industrial y perdió miserablemente el tiempo en estos años con anacrónicas guerras de religión, quedando fatalmente postergada después de haber sido durante siglos la primera potencia europea.
El mérito de Pérez Galdós no es sólo haber documentado con novelas todo este período, sino cómo lo hizo: con objetividad y un espíritu comprensivo y generoso, sin parti pris ideológico, poniendo la moral por encima de la política, tratando de distinguir entre lo tolerable y lo intolerable, el fanatismo y el idealismo, la generosidad y la mezquindad en el seno mismo de los adversarios. Eso es lo que más llama la atención al leer sus novelas, sus dramas y sus Episodios: un escritor que se esfuerza por ser imparcial. Su actitud da la impresión de congelar a la España de entonces en una mirada quieta y objetiva, que inmoviliza aquello que quiere narrar para dar una visión más fidedigna de lo narrado.
Nada más lejos del español recalcitrante y apodíctico de las caricaturas que Benito Pérez Galdós. Era un hombre civil y liberal que, en su vejez, militó con los republicanos; pero, antes que político, pese a que estuvo en las Cortes, fue un hombre decente y sereno; al narrar un período neurálgico de la historia de España, se esforzó por hacerlo con imparcialidad, diferenciando el bien del mal y procurando establecer que había brotes de uno y otro en ambos adversarios. Salvo, tal vez, en lo que se refiere a la frivolidad de las clases altas y medias, sobre todo en la época de la Restauración, contra la que solía ser implacable. Esa limpieza moral da a los Episodios nacionales su aire justiciero y por eso sentimos sus lectores, desde Trafalgar hasta Cánovas, gran cercanía con su autor.
Escribía así porque era un hombre de buena entraña o, como decimos en el Perú, muy buena gente. No siempre lo son los escritores; algunos pecan de lo contrario, sin dejar de ser magníficos escribidores. El talento de Pérez Galdós estaba enriquecido por un espíritu de equidad que lo hacía irremediablemente amable y creíble. Pero esa equidad daba a lo narrado por él esa quietud que se confunde con la inmovilidad, como si lo que narrara fuesen fotografías.
Se advierte también en su vida privada. Permaneció soltero y sus biógrafos han detectado que tuvo tres amantes duraderas y, al parecer, muchas otras transeúntes. A la primera, Lorenza Cobián González —una asturiana humilde, madre de su hija María (a la que reconoció y dejó como heredera universal)—, que era analfabeta, le enseñó a escribir y leer. Sus amoríos con doña Emilia Pardo Bazán, mujer ardiente —salvo cuando escribía novelas—, fueron bastante inflamados. «Te aplastaré», le dice ella en una de sus cartas. No hay que tomarlo como licencia poética; doña Emilia, escritora púdica y militante cultural feminista, era, por lo visto, en su vida privada, un diablillo lujurioso. La tercera fue una aprendiz de actriz, bastante más joven que él: Concepción Morell Nicolau. Pérez Galdós apoyó su carrera teatral y, no hay duda, no se portó nada bien con ella, que era, dicho sea de paso, pedigüeña y difícil. El rompimiento, en el que intervinieron varios amigos, fue largo pero discreto.
Su gran defecto como escritor fue ser preflaubertiano: no haber entendido que el primer personaje que inventa un novelista, lo sepa o no, es el narrador, y que éste es siempre —personaje implicado o narrador omnisciente— una invención del autor que da independencia y autonomía a las historias. A pesar de escribir tantas novelas, esto no lo entendió nunca. Por eso sus narradores suelen ser personajes «omniscientes» a la manera clásica, que, como Gabriel Araceli y Salvador Monsalud, tienen un conocimiento imposible de los pensamientos y sentimientos de los otros personajes, algo que conspira contra el «realismo» de sus novelas. Pérez Galdós, que a menudo se presentaba como «el narrador» de los Episodios y de sus novelas —por ejemplo, en Amadeo I, de la quinta serie, donde aparece transformado con el nombre de don Tito Liviano, caricatura de Tito Livio—, disimulaba esto atribuyendo aquel conocimiento a supuestos «historiadores» y testigos, o, peor aún, saltando a lo fantástico en una vena realista, algo antinatural, que introducía la irrealidad en sus relatos.
En los siguientes Episodios, La Primera República y De Cartago a Sagunto, en los que narra los desórdenes —el caos— en que transcurre la primera experiencia republicana de España, con crisis ministeriales constantes, la aventura cantonal de Cartagena, amenazas de golpe de Estado y la guerra civil con los carlistas, de pronto, el historiador don Tito Liviano, enano leguleyo e incansable fornicador, se enamora de una maestra, Floriana. Ésta, en realidad, es una ninfa, y arrastra al historiador en un paseo subterráneo, lleno de sorpresas mágicas, como toros monumentales y pacíficos que sirven de cabalgaduras a las delicadas figuras femeninas que pueblan el subsuelo madrileño.
En realidad, se trata de una recreación imaginaria de la Grecia clásica, de un sueño. Todo esto interrumpe la acción de manera arbitraria, introduciendo en ella una fantasía fuera de lugar y nada persuasiva. Son detalles que suelen pasar, a la larga, desapercibidos dentro del conjunto de la narración, pero sus lectores más avezados debían de adaptar su conciencia a aquellos deslices de la novela del pasado, después de que Flaubert, en las cartas casi diarias que escribió a Louise Colet mientras hacía y rehacía Madame Bovary, dejara clara esta revolucionaria concepción del narrador como personaje central, aunque a menudo invisible, de toda narración.
En el penúltimo episodio, De Cartago a Sagunto, hay una inolvidable descripción de la toma de Cuenca por el Ejército carlista —nada menos que a las órdenes de una amazona, doña María de las Nieves, esposa de don Alfonso de Borbón— donde la realidad se llega a confundir con lo diabólico por la ferocidad de las matanzas, degollinas y saqueos, de una crueldad y salvajismo indescriptibles. Es una prueba de que, a veces, Pérez Galdós podía ser un narrador desatado y hasta un poco salvaje, pero se trata de excepciones; lo más frecuente es que sus relatos procedan serenamente, con sosiego y en una prosa de pasos tranquilos.
Las novelas
La sombra (1870)
La sombra es la más antigua novela que escribió Pérez Galdós. Sus biógrafos no se ponen de acuerdo si la escribió en 1870, es decir, después de La Fontana de Oro, o un año antes que esta última. Es lo más probable. Salió publicada en tres números de la Revista de España, donde Pérez Galdós entró a trabajar en 1872. Fue reimpresa en folletines de diversos periódicos.
Lo más acertado es que haya sido su primer ensayo novelesco, y de índole fantástica, cuando el autor era todavía un joven sin experiencia en composiciones literarias. Se trata de una historia bastante desatinada, sin poder de persuasión, donde el milagro o hecho insólito consiste en la desaparición y reaparición misteriosa del personaje de un cuadro, nada menos que el ateniense y mitológico Paris, en un lienzo que compartía con la bella Elena. El cuadro, se supone que bastante antiguo, está en casa de un rico coleccionista de antigüedades, el doctor Anselmo, que ha convertido su hogar en un caos de trastos y objetos griegos, bizantinos, africanos…, en todo caso antiguos.
Todo lo que ocurre en esta historia es delirante, empezando por los personajes, que cambian de funciones arbitrariamente en el curso de la novela (llamémosla así, aunque no se lo merezca). Lo más sorprendente es un duelo entre el doctor Anselmo y el fugado del cuadro, Paris, en que aquél hiere de muerte (pero no acaba de matarlo, porque un ser mitológico es inmortal) a su adversario, que sobrevive a sus heridas sólo para envenenarle la vida al otro duelista.
Quizás lo más absurdo de esta novelita sin aliento ni forma es la confusión que hay entre el narrador y los personajes de la historia, algo que en las novelas posteriores Pérez Galdós trataría a menudo de disimular, aunque, ya lo hemos dicho, sin haber tenido nunca en cuenta la lección de Flaubert sobre la función y razón de ser del narrador en una novela.
La Fontana de Oro (1871)
La segunda novela, que publicó en 1871, La Fontana de Oro, es más larga y compleja que la primera, aunque no mucho más lograda. Ocurre en 1821 y cuenta dos historias, una política y otra sentimental. Según un interesante artículo de María del Pilar García Pinacho, Pérez Galdós utilizó para sus primeras novelas muchos ensayos y crónicas que escribió para revistas y periódicos.
Esta novela narra los amores de los jóvenes Clara y Lázaro, dos aragoneses de Ateca; su historia es muy simple y el amor brota entre ellos antes siquiera de que cambien dos palabras. La política, en cambio, es un panfleto antiabsolutista en el cual Lázaro deshace una emboscada armada por su tío, agente de Fernando VII, destinada a matar, agitando a las turbas, a los liberales que forman parte del Gobierno. Lo ayuda en esta operación un militar joven y guapo, Claudio Bozmediano, que, aunque enamorado de Clara, renuncia a ella cuando descubre que la joven ama a Lázaro.
El malvado de la novela es un personaje característico de Pérez Galdós y de los Episodios nacionales. Lo llaman Coletilla. Este viejo reaccionario, católico de extrema derecha, realista férvido, se siente horrorizado por la modernización que ve a su alrededor, sobre todo en lo que se refiere a las costumbres y creencias. No entiende su época ni acepta que se modifique, porque piensa que si el mundo se estropea cae en poder de Satán. Ha permanecido soltero, ve (o se imagina más bien) que Clara, su pupila, está «perdiéndose» y por eso la lleva donde tres fósiles —doña María de la Paz Jesús, doña Salomé y doña Paulita, las tres Porreño, momias vivientes— para que guarden su virtud. La experiencia de la niña entre estas damas es por supuesto catastrófica.
Las tres mujeres viven rodeadas de curas ultrarreaccionarios como el fraile de la Merced que las visita y a quienes ellas obedecen ciegamente. Pese a todo, doña Paulita, humana al fin, termina enamorándose del joven Lázaro y sus hermanas creen que ha enloquecido. En las últimas páginas, enloquece de verdad.
Hay dos finales de la historia, escritos por Pérez Galdós en distintas épocas; en uno de ellos, mueren ambos jóvenes cuando tratan de huir de Madrid; en el otro, llegan a Aragón, se casan, viven felices y en silencio, tienen muchos hijos y renuncian a buscar la celebridad.
La novela se llama La Fontana de Oro por un café político de moda en la época, donde se reunían los jóvenes madrileños para discutir temas de actualidad y fraguar conspiraciones y contraconspiraciones, como en este caso. Más que una novela es un panfleto, por el lenguaje furibundo y militante en el que el libro está escrito. Como casi siempre en las novelas de Galdós, el narrador es el propio autor, que constantemente, nos afirma, tiene seguridad de aquello que cuenta pues ha sido bien informado —por el propio Bozmediano—, de tal manera que su testimonio es verdadero y exacto.
La novela se concentra en Coletilla, tío de Lázaro, y en las tres fanáticas, las Porreño, alejadas de la vida, dedicadas a la fe y a arrebatos místicos. Las mujeres y el anciano Coletilla son fanáticos religiosos hasta extremos patológicos, pero este último, a diferencia de aquéllas, que se han aislado del mundo asqueadas de la época, es un intrigante y armador de emboscadas antiliberales, para las que hace correr dinero que recibe sin duda del propio rey.
Todo en este panfleto es superficial y alambicado, sobre todo la jerga agresiva que utiliza el autor, insultando a los personajes o endiosándolos según su filiación política, a extremos de hacer increíble la historia que nos cuenta. No es posible en una novela tomar partido tan abiertamente en favor del narrador, so pena de conseguir el efecto contrario al que se busca, es decir, despertar las simpatías del lector por quien es insultado y caricaturizado de manera tan agresiva.
Es lo que ocurre en esta novela, en la que, sin embargo, hay algunos episodios logrados y bien escritos, como el recorrido que hace Clara, de noche, por un Madrid proceloso y exaltado, lleno de pícaros y mendigos, donde nadie quiere darle la dirección que busca, y en la que incluso un curita fornicario trata de abusar de ella, que, a punto de desmayarse, consigue por fin llegar a casa de la criada Pascuala, que la ampara. Este episodio es lo mejor que tiene esta novela, junto a aquel paseo nocturno por un Madrid de los arrabales en que las sombras parecen detenerlo todo: las figuras amenazantes, los pájaros de mal agüero y hasta los ladridos de los perros que salen a embestir a Clara.
El audaz (1871)
De las tres primeras novelas que escribió Pérez Galdós, la más política y la menos mala es El audaz, que apareció también en el año 1871. Cuenta dos historias que, al final, se funden en una sola. Una, el imposible amor de una aristócrata, Susana, hija del conde de Cerezuelo, y un pobre muchacho de pueblo, Martín, que se considera un revolucionario y quiere acabar con nobles, curas y poderosos, tratando de establecer una sociedad igualitaria y justa en España.
La otra historia, trenzada con la primera, es la de una conspiración para acabar con Godoy, el Príncipe de la Paz, al que, en un principio, parece profesar toda España un odio universal. Los conspiradores, que, al comienzo, son todos los españoles o poco menos, eligen a Martín para que dirija las acciones revolucionarias. Pero el extremismo y virulencia de este muchacho asusta a los curas —principalmente al padre Corchón, alto prelado de la Inquisición—, que traicionan y frustran la revolución popular, y, más bien, agitan a las masas contra el joven caudillo. Son sobre todo los altos funcionarios de la Inquisición los que le dan la espalda.
Martín se vuelve loco, se llama a sí mismo un dictador y ordena que pasen a la guillotina a medio mundo. En tanto, la pobre Susana se suicida, echándose al torrente del Tajo en una noche oscura.
Pérez Galdós no entendió nunca lo que Flaubert enseñó al mundo. Ya lo dije pero vale la pena repetirlo: que la invención del narrador es el primer y más importante paso que debe dar quien se dispone a escribir una novela. Las posibilidades son sólo dos: un narrador omnisciente, que, como Dios, lo sabe todo y está en todas partes (pero no se muestra a los lectores, aunque a veces sí), o un narrador-personaje, que, como tal, sólo sabe lo que los personajes pueden saber. Un narrador-personaje no puede atribuirse las funciones de un narrador omnisciente, es decir, ser el Dios de la novela, sin crear una confusión caótica en la historia que cuenta. Claro que en una novela ambos narradores pueden alternarse, así como puede haber uno o varios narradores-personajes. Si el autor no tiene esto claro, escribe «novelas antiguas», como lo hacía Pérez Galdós, novelas que parecían «viejas» siendo jóvenes.
Pérez Galdós nunca tuvo clara esta diferencia de narradores. A menudo se presenta él mismo como el narrador de los Episodios, y, entonces, para explicar cómo sabía tanto de la intimidad y vida privada de los otros personajes, recurría a fórmulas que sólo servían pa
