Prólogo
En el Año Uno del nuevo milenio, del 2 de septiembre al 11 de noviembre, la ciudad de Yokohama se convirtió en el escenario de un festival de arte sin precedente.
Se celebró principalmente en el pabellón de exposiciones Pacífico Yokohama y en la nave número 1 del Red Brick Warehouse, pero se extendió a la ciudad entera. Había exposiciones en museos, salones públicos y galerías a lo largo y ancho de la población, y participaron unos ciento diez artistas de treinta y ocho países del mundo. La Trienal Internacional de Arte Contemporáneo Yokohama 2001 fue el primer festival de este tipo celebrado en Japón a tan gran escala, y se iba a organizar cada tres años a partir de entonces.
Desde la década de los sesenta, cuando vivía en Nueva York, mi obra se ha exhibido por todo el planeta y ha dado la vuelta al mundo varias veces. Siempre me he preguntado por qué Japón va tan rezagado: cuenta con el dinero y las instalaciones, pero no tiene un verdadero interés por el arte contemporáneo ni tampoco lo comprende. La primera vez que regresé desde Estados Unidos, me quedé impresionada al encontrarme con que en mi país se vivía, por lo menos, con un siglo de retraso.
Después de eso, cada vez que he regresado de un viaje al extranjero, he tenido la sensación de estar volviendo a un Japón nuevo. Aun así, continuamos desfasados, incluso hoy en día. Existe un inmenso margen de mejora en todas y cada una de las facetas del mundo del arte y de la red de museos. Por poner un ejemplo, durante los años de la burbuja en la economía japonesa a finales de los ochenta, el dinero se malgastaba en toda clase de frivolidades, mientras los museos de todo el país pasaban serios apuros para conseguir fondos. Nunca vemos semejante necedad en Estados Unidos, ni siquiera en los tiempos de mayores apreturas. Los norteamericanos y los europeos tienen una noción mucho más arraigada de la importancia de las artes. En Japón, el arte se considera poco más que un pasatiempo entretenido, cuando no una extravagancia. Esto crea un entorno que suprime cualquier progreso real y genera una visión puramente superficial de las artes.
Ahora, sin embargo —en 2001—, el país ofrecía su apoyo a una inmensa exposición internacional de arte contemporáneo: un feliz acontecimiento, sin duda alguna. El tema central de la exposición era «Mega Wave: hacia una nueva síntesis». Se iba a reunir todo tipo de géneros imaginables del arte contemporáneo: pintura, escultura, fotografía, filmaciones, instalaciones… El sueño era crear un tsunami de arte capaz de engullir el mundo entero. ¡Qué maravilla para la japonesa Yokohama ser el epicentro de semejante ola, tan gigantesca!
En esta nuestra primera e histórica trienal, presenté instalaciones tanto de interior como de exterior. La de interior se titulaba Endless Narcissus Show [Espectáculo de Narciso sin fin]. Construí una sala espejada dentro del pabellón de exposiciones Pacífico Yokohama: diez espejos inmensos recubrían las superficies interiores, con unas mil quinientas bolas metálicas pulidas a espejo, suspendidas del techo y cubriendo el suelo. Al entrar en la sala, el observador se veía reflejado en las incontables superficies, y se iba transformando sin cesar conforme se desplazaba. Era una experiencia de inmersión en la Visión Repetitiva.
La instalación al aire libre se titulaba Narcissus Sea [Mar de Narciso]. Hice flotar dos mil esferas espejadas, todas ellas de treinta centímetros exactos de diámetro, en el canal que discurre paralelo a las vías del tren en el distrito del Puerto Nuevo. Estaba montando la obra, y cada bola salpicaba con un alegre ¡chof! al caer al agua. Me pareció extraordinariamente conmovedor. Las esferas espejadas rodaban y cabeceaban entre las olas, emitían destellos de luz, y el cielo, las nubes, el agua y el paisaje a su alrededor se reflejaban en la perfecta redondez de su superficie. El observador veía un interminable mar de espejos plateados que cobraba forma en un burbujeo. El movimiento incesante del agua iba juntando y separando las esferas entre suaves chirridos y tintineos, en una constante transformación de las siluetas de la obra. Era una imagen impactante, pero también te encandilaba: una suerte de entidad misteriosa que se reproducía de forma interminable al borde del agua.
Se dice que los japoneses siguen considerando que el arte es algo muy alejado de la vida cotidiana, y no cabe duda de que el arte contemporáneo aún no ha florecido aquí por completo, eso es cierto.
Históricamente, el puerto de Yokohama fue el primer lugar de Japón que se abrió a la influencia extranjera, y está claro que en ese sentido continúa siendo puntero. Tal y como yo lo veo, es de lo más significativo que la primera gran exposición internacional de arte contemporáneo en Japón se presentara aquí, y a una escala sin precedente. Ojalá pudiéramos ver algo así todos los años, y no cada tres.
Con ese mar de brillos de las esferas espejadas, deseaba celebrar un nuevo inicio para el arte contemporáneo en Japón y festejar también el comienzo del siglo XXI.
Al mirar atrás, veo que he recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Mi batalla constante con el arte comenzó cuando aún era una niña, pero mi suerte quedó echada en el momento en que tomé la decisión de marcharme de Japón y partir rumbo a Estados Unidos.
PRIMERA PARTE
A Nueva York
Mi debut como artista de vanguardia
1957-1966
1
Viaje temerario
Aterricé en Estados Unidos el 18 de noviembre de 1957.
Como tantos otros niños de la generación que creció durante la guerra del Pacífico, no había estudiado una palabra de inglés en el colegio, y aun así no sentía el menor temor ante mi primer viaje al extranjero. Me moría de ganas de salir de Japón y de escapar de las cadenas que me retenían.
En aquellos tiempos, sin embargo, aún había límites en la cantidad de moneda extranjera que se podía sacar del país, así que tomé la decisión de llevarme sesenta kimonos de seda y unos dos mil de mis dibujos y mis pinturas. Mi plan consistía en venderlos para sobrevivir.
Jamás se me olvidará el primer vuelo de mi vida, en aquel aeroplano rumbo a Estados Unidos. La cabina de pasajeros iba vacía salvo por dos soldados norteamericanos, una novia de guerra y yo.
Por aquel entonces no se viajaba al extranjero con tanta despreocupación como ahora. Había todo tipo de obstáculos, y muchos de ellos parecían poco menos que insalvables. En mi caso, el primero de los obstáculos fue la oposición de mi familia. Tardé ocho años enteros en convencer a mi madre de que me dejara salir de Japón.
Mi ciudad natal es Matsumoto, en la prefectura de Nagano. La rodean las imponentes cumbres de los Alpes japoneses y, por la tarde, el sol se oculta temprano tras las montañas occidentales. Solía preguntarme qué habría detrás de aquellas sierras que se tragaban la luz diurna. ¿Sería un precipicio cortado, y nada más? ¿O sí habría algo, a fin de cuentas, algo de lo que yo no sabía nada? Y si lo había, ¿qué era?
Esta curiosidad de la niñez sobre aquellos lugares desconocidos evolucionaría y terminaría convirtiéndose en el deseo de ver con mis propios ojos las tierras foráneas que según contaban se extendían mucho más allá de nuestras montañas escarpadas. Un día envié una carta al presidente de Francia:
Estimado señor: desearía ver su país, Francia. Ayúdeme, por favor.
Difícilmente cabía esperar aquella respuesta breve, aunque amable, que no tardó en llegar:
Gracias por su interés en nuestro país. Existen diversas organizaciones que se dedican al intercambio cultural entre Francia y Japón. Me he encargado de que le envíen información al respecto. Su primera tarea, no obstante, es aprender nuestro idioma y aprobar el examen. Le deseo todo el éxito.
Y en efecto, poco después la embajada francesa se mostró de lo más generosa con aquella información y sus recomendaciones. Pero, ¡ay!, ese idioma infernal me causó unos dolores de cabeza de mil demonios.
Después de mucha inquietud y de mucha indecisión, centré mis atenciones en el otro país que yo me moría de ganas por visitar en aquellos tiempos: Estados Unidos. Recordaba el rostro de una niña negra con trenzas que había visto en un libro ilustrado. En un país tan inmenso, donde vivían semejantes niños, quizá encontrara maravillas que no había visto jamás. ¡Ese era el sitio al que tenía que ir! El azul intenso de los cielos transparentes sobre unos campos con más cereales de los que nadie podría comerse jamás, verdes praderas empapándose de la luz del sol, espacios abiertos que se extienden interminables en todas las direcciones... ¡Cuánto anhelaba ver aquellas cosas con mis propios ojos! Deseaba vivir allí. Y si tenía algún problema para ganarme la vida, a lo mejor podía hacerme granjera y dedicarme a pintar en mis horas libres. «Pase lo que pase —decidí—, me marcho a América».
Ahora bien, ¿cómo iba a llegar hasta allí? ¿Cómo iba a entrar en un país en el que no conocía absolutamente a nadie? Estados Unidos también tenía sus limitaciones en cuanto a los dólares con los que viajabas desde el extranjero, y en aquellos tiempos ni siquiera te dejaban entrar en el país sin la carta de alguien que respondiese por ti y te garantizara unos ingresos. Valoré este problema, y luego... seguí valorándolo un poco más.
Poco después del final de la guerra, encontré un libro de cuadros de Georgia O’Keeffe en una librería de viejo de Matsumoto. No tengo la menor idea de cómo podía haber llegado un libro semejante a una ciudad de provincias como la mía, pero aquel descubrimiento fue el hilo del que tiré y que me llevó a Estados Unidos. Miraba las pinturas de O’Keeffe con ojos de asombro y, de alguna manera, me daba la sensación de que esa mujer sí era alguien que podría ayudarme si me marchaba a su país. Era la única artista norteamericana de la que yo sabía algo y, hasta aquel instante, todo cuanto sabía era lo que le había oído decir a una amiga: que era la pintora más famosa de Estados Unidos. Pues bien, a pesar de eso, en aquel momento y en aquel lugar, decidí escribirle una carta.
Un trayecto de seis horas de tren me dejó en Shinjuku, en Tokio. Me fui directa a la embajada americana y hojeé con manos temblorosas su ejemplar del directorio de personalidades, el Who’s Who, en busca de la dirección de Georgia O’Keeffe. Qué emocionante cuando di con ella (jamás soñé que algún día mi nombre pudiese figurar en ese mismo libro).
Georgia O’Keeffe se encontraba en la cúspide del mundo del arte estadounidense. Se la tenía por una de las tres mejores artistas femeninas del siglo XX, y estaba casada con Alfred Stieglitz, uno de los pioneros del arte fotográfico norteamericano. O’Keeffe había huido del ajetreo y bullicio de la vida neoyorquina y se había retirado a un rancho en las montañas de la misteriosa y pedregosa región de Nuevo México, donde pintaba cuadros de calaveras de ganado y vivía como una reclusa espiritual. Fue a ella a quien escribí, en cuanto regresé a Matsumoto, sobre mi deseo de ir a Estados Unidos a toda costa. Adjunté varias de mis acuarelas, mientras me decía a mí misma que el solo hecho de pensar que me fuese a responder ya era una locura.
Aun así, de manera asombrosa, Georgia O’Keeffe me contestó. ¡No me podía creer lo afortunada que era! Había tenido la amabilidad de responder al súbito arrebato de una humilde cría japonesa a quien no conocía de nada y de la que ni siquiera había oído hablar en su vida. Y aquella tan solo fue la primera de las muchas cartas de aliento que iba a enviarme.
Su respuesta redobló mi determinación de marcharme a Estados Unidos, pero aún tenía que encontrar a un norteamericano que respondiera de mí. No era tarea fácil. Como último recurso, me puse en contacto con un pariente lejano, un antiguo secretario de Estado y viceministro de Exteriores llamado Etsujiro Uehara, para preguntarle si podría presentarme a alguien. Él me puso en contacto con una vieja amiga suya, la viuda de un tal señor Ota, que, como inmigrante de primera generación en Estados Unidos, había fundado un banco en Seattle y hacía labores de consultoría para hoteles y otros negocios. La señora Ota aceptó ser quien respondiese por mí. Con la valiosísima cooperación de muchas personas —que no fue menor en el caso de los eminentes psiquiatras, los doctores Yushi Uchimura y Shiho Nishimaru—, por fin conseguí obtener mi visado. El «propósito» oficial de mi viaje al extranjero era celebrar una exposición en solitario con mis obras de arte en Seattle.
Como ayuda para cubrir los gastos del viaje, cambié un millón de yenes en dólares en la delegación que tenía en Tokio la compañía estadounidense Continental Brothers. Esto iba contra la ley, por supuesto. En aquellos tiempos, una podía construir varias casas con un millón de yenes, pero al cambio apenas eran unos pocos miles de dólares que saqué del país a escondidas, con algunos billetes cosidos en mi vestido y otros metidos dentro de la puntera de los zapatos.
Seattle fue la primera ciudad estadounidense donde puse el pie. La dueña de la Zoe Dusanne Gallery de Seattle, que había ayudado a debutar a artistas como Mark Tobey y Kenneth Callahan, se había ofrecido a exponer mi obra.
Yo no conocía a nadie en Seattle aparte de la señora Ota, a la que había conocido anteriormente en Tokio, y a George Tsutakawa, un escultor que daba clases de arte en la Universidad de Washington. Ya sabía que me había marcado yo solita un destino muy arduo. Estaba iniciando una nueva y alocada vida, y no cabía la menor duda de que me iba a encontrar con problemas a la vuelta de cada esquina, pero aquella alegría que sentí al llegar por fin a Estados Unidos, después de haber estado trabajándome cada contacto de una manera tan meticulosa, superaba con mucho cualquier ansiedad sobre las penurias que se avecinaban.
En diciembre de 1957, la Dusanne Gallery celebró mi primera exposición en solitario en Estados Unidos, que contó con veintiséis acuarelas y pinturas al pastel, incluidas Spirit of Rocks [Espíritu de las rocas], Ancient Ceremony [Ceremonia ancestral], Ancient Ball Gown [Traje de fiesta ancestral], Fire Burning in the Abyss [Fuego ardiendo en el abismo], Flight of Bones [Vuelo de huesos] y Small Rocks in China [Piedrecillas en China]. Me invitaron a un programa de la radio llamado Voice of America para charlar sobre la exposición y sobre mis impresiones acerca de Estados Unidos.
La exposición fue un rotundo éxito, pero Seattle no era para mí sino la primera escala de mi viaje temerario. Mi destino final siempre había sido Nueva York: tras haber llegado hasta la falda de la montaña, ahora quería escalar hasta la cima. La gente de Seattle me instaba a quedarme, pero la única opción que yo veía era dejarlos allí y partir hacia la siguiente aventura.
2
Un absoluto infierno en Nueva York
El aguacero y los relámpagos zarandeaban el aeroplano. Las cosas se pusieron tan feas al sobrevolar las Montañas Rocosas que tuve la certeza de que aquello era el final. Entre las sacudidas y los botes del avión, me puse a pensar que allá abajo, en algún lugar, estaban Nuevo México y el tranquilo rancho al que Georgia O’Keeffe me había invitado a ir de visita. Cuando por fin aterrizamos en el aeropuerto de Nueva York, me sentí como si hubiera esquivado la muerte de puro milagro. Casi de manera inconsciente, me sorprendí recitando la oración que mis amigos de Seattle decían antes de cada comida y de cada taza de café: «Te damos gracias, Señor, por bendecirnos con este sustento y por el amor de tu consejo para ayudarnos a conservar la felicidad que sentimos hoy».
El primer lugar donde me alojé en Nueva York fue la Buddhist Society, una residencia para estudiantes extranjeros que supuestamente practicaban el budismo zen. Estuve allí unos tres meses hasta que alquilé una habitación en una casa, más tarde un loft, y me marché a vivir por mi cuenta. Los alquileres eran baratos, pero aquellos tiempos eran el comienzo del declive de la bonanza estadounidense. Cuando el presidente Kennedy hizo su llamamiento a un «Espíritu de la Nueva Frontera», los tremendos costes de la guerra de Vietnam habían arrojado al país a una espiral descendente. Los precios de los alimentos no dejaban de subir y, al contrario de lo que sucedía en la Matsumoto de posguerra, Nueva York era un lugar agresivo y violento en todos los aspectos posibles. Me resultaba estresante a más no poder, y tardé bien poco en verme enredada en una neurosis.
En comparación con Seattle, esta ciudad parecía un infierno en la tierra. Dedicaba todo mi tiempo al trabajo y el estudio, y no tardé en quemar hasta el último dólar que tenía. Antes de que me pudiera dar cuenta, estaba viviendo en la absoluta miseria. Era una dificultad tras otra: conseguir algo de comer para llegar al final de cada día, juntar la calderilla suficiente para comprar lienzos y pinturas, problemas con Inmigración por mi visado, enfermedades... Muchas de las ventanas de mi estudio estaban rotas. Mi cama era una puerta vieja que alguien había dejado tirada en la calle, y solo tenía una manta. El loft se hallaba en un edificio de oficinas en el distrito financiero, y apagaban las calderas de la calefacción a las seis de la tarde. Nueva York está casi tan al norte como la isla de Sajalín, así que me congelaba hasta los huesos y empezaba a dolerme la tripa. Incapaz de dormir, me levantaba de la cama y me ponía a pintar. No había otra manera de soportar el frío y el hambre, y así me sometía a la presión de un trabajo cada vez más intenso.
Un día llamaron a la puerta de mi estudio y al abrir me encontré a un Sam Francis aún desconocido, que vivía en el edificio de al lado. Hice un poco de café, le serví una taza, y me preguntó si tenía leche. Me sonrojé sin saber qué decirle. No tenía comida de ninguna clase, ni había probado bocado desde la noche anterior. Es más, fue casi un milagro que tuviese café siquiera.
En aquella época, la cena podía consistir en un puñado de nueces pequeñas y resecas que me daba un amigo. A veces recogía las cabezas de pescado que tiraban en la basura de la pescadería y me las llevaba a casa en mi bolsa de retales, junto con las hojas exteriores de los repollos ya en putrefacción que había tirado un verdulero. Lo hervía todo en una cazuela de diez centavos de la tienda de segunda mano y me hacía una sopa para ahuyentar la inanición por otro día más.
En ocasiones, cuando me invadía la tristeza, me iba hasta el Empire State Building y subía a lo más alto. Desde allí, la inmensa y deslumbrante panorámica de Nueva York, ciudadela del capitalismo, con el centelleo de sus joyas y su grandioso y vertiginoso dramatismo de alabanzas y culpas, seguía conservando parte de la edad de oro estadounidense, aquella prosperidad y abundancia de los tiempos previos a la guerra de Vietnam. Miraba desde lo alto del rascacielos más famoso del mundo y me sentía como si me hubiese plantado en el umbral de toda la ambición mundana, donde en verdad cualquier cosa era posible: ahora tengo las manos vacías, pero voy a llenarlas con todo cuanto mi corazón desea, justo aquí, en Nueva York. Aquel anhelo era como una llama devastadora que ardía en mi interior. Mi entrega con tal de lograr una revolución en el arte hacía que me hirviese la sangre en las venas y hasta lograba que se me olvidara el hambre.
Un día, más o menos en aquella época, una mujer mayor vino a verme a mi estudio. Georgia O’Keeffe estaba de visita en Nueva York y se había interesado lo suficiente como para tomarse la molestia de pasarse por allí a ver qué tal me iba. Cara a cara con aquella artista legendaria cuyos cuadros de calaveras de vacas había descubierto yo en una librería de segunda mano en el Japón de provincias, me pregunté si estaba soñando.
O’Keeffe estaba decidida a ayudarme, y me presentó a Edith Halpert, su propia marchante de arte, con quien llevaba trabajando toda su carrera. En su Downtown Gallery, Halpert había hecho debutar a artistas tan eminentes como Yasuo Kuniyoshi, John Marin y Stuart Davis. Me compró una de mis obras.
Dediqué prácticamente hasta el último centavo a lienzos y materiales, y me puse a pintar y pintar. Monté un lienzo tan grande que me hizo falta una escalera para trabajar en él, y, sobre una superficie de un negro azabache, me puse a inscribir una monótona red de arcos blancos diminutos, decenas de miles de ellos, hasta que me hartase.
Todos los días me levantaba antes del amanecer, trabajaba hasta bien entrada la noche y no me detenía más que para comer. Poco después tenía el estudio repleto de lienzos, todos y cada uno de ellos cubiertos exclusivamente de redes. Con el tiempo, mis amigos comenzaron a inquietarse y a mirarme con cara de preocupación. «Yayoi, ¿te encuentras bien?», me decían un tanto angustiados. «¿Por qué pintas lo mismo todos los días?».
Lo cierto es que sufría frecuentes episodios de una severa neurosis: llenaba un lienzo de redes, y acto seguido continuaba pintándolas en la mesa, en el suelo, y al final me las pintaba también por todo el cuerpo. Iba repitiendo este proceso una y otra y otra vez, y aquellas redes empezaban a expandirse hacia el infinito. Me envolvían, y yo me olvidaba de mí misma, se me adherían a los brazos, a las piernas, a la ropa, y llenaban la habitación entera.
Una mañana me desperté y me encontré con las redes que había pintado el día anterior, pegadas a las ventanas. Maravillada ante aquello, fui a tocarlas, y las redes comenzaron a reptar y se me metieron por la piel de las manos. Se me aceleró el pulso. En plena agonía de un ataque de pánico de los gordos, llamé a una ambulancia, que me llevó al hospital Bellevue. Por desgracia, este tipo de situaciones empezaron a producirse con una cierta regularidad, y me vi llegando en ambulancia al hospital cada pocos días. Al verme, los médicos ya ponían los ojos en blanco, como si dijeran «¿Otra vez tú?». Terminaron diciéndome que en el Bellevue no trataban enfermedades como la mía. Me aconsejaron que buscara ayuda psiquiátrica y me adelantaron que tendría que internarme en un hospital para enfermos mentales.
Pero lo que hice fue seguir pintando como loca. Incluso comer pasó a un segundo plano respecto de la pintura. Viviendo como vivía en la ciudad más cara del mundo, que parecía devorar cualquier suma de dinero a la que pudiese echarle el guante, era habitual que no tuviese ni los quince centavos para un billete de autobús, y a veces mi estómago se pasaba dos días seguidos sin ver la comida. Pero yo pintaba con toda mi alma.
Sentía la ansiedad como el vaivén intermitente de unas llamas en los huesos... Era una Bodhidharma femenina sentada con las piernas cruzadas sobre aquel gran peñasco llamado Nueva York, bastión del americanismo... En ocasiones pensaba que ojalá tuviese un deportivo rojo resplandeciente para ir a velocidad de vértigo por la carretera, a toda pastilla bajo el cielo azul intenso. Qué más me daba estamparme contra un árbol. Que me dieran un buen dinero fresco, esos dólares nuevecitos contantes y sonantes, que yo me compraba una interminable extensión de llanuras cubiertas de hierba en alguna parte de Texas, para mí sola.
Ese no era mi único sueño. Quería divertirme igual que hacían algunas de mis amigas, noche tras noche, con un chico detrás de otro, todos ellos de rostros diferentes y distinto color de piel: negros, blancos, amarillos, mulatos. Seguía soñando aquello, pensando en que me moría de ganas de ser rica y mascullando para mí que la
