Algún tiempo atrás. La vida de Gustavo Cerati

Sergio Marchi

Fragmento

Algún tiempo atrás

Imágenes retro

La cartografía de un hombre puede llegar a ser infinita. Si vamos a ser rigurosos, y esa es la intención de este libro, deberíamos cuidar de no caer en los excesos que Jorge Luis Borges, inspirado por Lewis Carroll o por Mark Twain, señaló en un breve texto apócrifo1 donde escribió acerca de un Imperio en el que la exactitud cartográfica era tal que la escala de un kilómetro equivalía exactamente a un kilómetro. La desmesura tornó innecesaria la existencia de mapas tan excesivos porque eran equivalentes al territorio a representar: un duplicado redundante en aras de la precisión o la obsesión. La perfección es inalcanzable. Sin embargo, Gustavo Cerati la buscó desaforadamente en su arte aunque en su interior supiera perfectamente que la vida se encarga de difuminar esa vana pretensión porque la luna roja te hace mortal y todos estamos expuestos a esa luz implacable.

Por lo tanto, este libro intentará aproximarse a los pasos de Gustavo del mismo modo: sabiendo que todo no se puede, en conocimiento de que hay enigmas de imposible resolución, pero actuando sin límites en el afán de esclarecerlos. Algún Tiempo Atrás: La vida de Gustavo Cerati no es un título casual; tanto se ha hurgado en su muerte que la vida, su vida, ha quedado ligeramente obturada en el ojo público —aunque no de su público— y ahí es donde quiero poner énfasis, sin olvidar que la muerte forma parte del trazado de esa vida luminosa que tantas maravillas ha forjado. Investigué por todos los rincones al artista, tanto al que trascendió masivamente con Soda Stereo como al que desplegó una carrera solista deslumbrante que hace aún más terrible su prematura partida: Gustavo Cerati no tenía techo. Pero también quise saber sobre el niño que fue, el adolescente curioso e insaciable, el joven enamoradizo, el hijo de una familia domiciliada en Buenos Aires cuyos padres provenían del interior de Argentina, el muchacho preocupado por su porvenir que sabía de la dificultad de procurárselo solo con su talento, todavía en desarrollo; me interesó averiguar más acerca de su formación musical, sobre el alumno del primario, el secundario y el estudiante de publicidad que encontró unos cuantos aliados en su incompleta vida universitaria; descubrir los nutrientes con los que se alimentó el rockero principiante y el obrero musical que muy poca gente escuchó, sin descuidar al Gustavo que todos conocemos: el cantante fabuloso, el formidable guitarrista, el compositor genial que se fue construyendo a sí mismo y se convirtió en uno de los artistas más prodigiosos de Latinoamérica; la estrella de rock que pisó con paso fuerte territorio americano y europeo al borde de la cornisa, casi a punto de caer; el marido y padre que siempre anheló ser, sin olvidar por eso al hombre que a lo largo de 55 años cargó por tandas con todos los anteriores y otros no mencionados.

El prisma del tiempo nos permite observar también las múltiples dimensiones de un hombre que puede situarse en una multitud de contextos diferentes, y no solo sobre un escenario, un estudio de grabación o un medio de comunicación. Gustavo Cerati ha sido un artista extraordinario, aunque en los incontables formularios que tuvo que llenar al pasar una frontera prefiriera completar el casillero profesional como “músico”, una palabra más modesta con la que se sentía absolutamente identificado. Pero también fue un hombre de muchas mujeres que encontró en ellas un manantial inagotable de inspiración, amor, cuidados y no escasos dolores de cabeza, padecimientos y decepciones. Conoció de niño la simpleza de la vida urbana en la Buenos Aires de los 60, que fue un faro cultural para Latinoamérica; entró en ebullición rockera en los 70, al tiempo que la política argentina se volvía sanguinaria y violenta y fue parte fundamental y gran animador dentro de los gasificados y democráticos 80 con Soda Stereo. Se casó dos veces, tuvo dos hijos a los que quiso con locura, perdió propiedades inmobiliarias y estudios de grabación en divorcios; experimentó con el rock, el pop, la electrónica, con la tecnología, con la música y con sus pelos. Probó todas las comidas que estuvieron a su alcance, recorrió los destinos turísticos más vulgares, más exóticos y más incómodos que se pudiera imaginar. Lidió con adversidades externas e internas, aprovechando los ocasionales vientos de cola, esquivando las envidias, los nubazones, y los mullidos sillones que ofrece el éxito a cambio de una obediencia a sus supuestas reglas, a las que violentó sin titubeos cuando le pareció necesario para su expresión. Supo rendirse a las ovaciones y también entendió cuál era el momento de escapar a la momificación de la repetición. Fue hábil, talentoso, escurridizo, veloz, inteligente y audaz. Y al mismo tiempo demostró una torpeza absoluta en el plano físico, legendaria entre los que lo quisieron bien. Pero al ser tremendamente famoso no hubo manera de escapar al óxido de los relatos que calcificaron ciertas creencias en torno a su persona que este libro se propone desbaratar convocando a la realidad de los hechos, muchos de los cuales pude presenciar y hoy me permiten, de ser menester, atestiguar.

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Corro con la ventaja de la contemporaneidad: mi carrera profesional como periodista se inició en Buenos Aires durante 1983, al tiempo que Soda Stereo comenzaba a transitar el circuito de pubs abierto a nóveles agrupaciones. Gustavo me llevaba tres años y medio, Zeta Bosio uno más y yo le llevo dos meses a Charly Alberti. Los vi por primera vez en Marabú, un antiguo cabaret devenido en sala para recitales, cuando transcurría marzo de 1984. Esa noche actuaron como banda soporte de Los Twist, el grupo sensación de aquellos primeros meses de la democracia argentina recuperada tras siete años interminables de una dictadura militar asesina e incapaz. Soda Stereo, en aquel entonces, me pareció una banda bien ensayada, ajustada, fervorosa, y no presentí en ese show atisbo alguno de la grandeza que tendrían en un futuro no demasiado lejano, a la que tendría la oportunidad de observar bien de cerca. Pero entendía bien lo que pretendían; Soda Stereo era un grupo decididamente new-wave, que combinaba el pulso reggae de The Police, y el ska británico que tuvo como grandes exponentes a The English Beat, The Specials y Madness, entre otros. Eso me cayó simpático porque yo me había integrado a una banda de características similares: pensé que si a ellos les iba bien, a nosotros nos facilitaría el camino, cosa que no sucedió pues nos separamos a fin de año. Para entonces, Soda Stereo ya había editado un disco, saturaba la exigua capacidad de La Esquina del Sol, un pub que yo frecuentaba asiduamente como periodista, y a fines de año se animarían a presentarse en el Teatro Astros. Se llenó un poco más de la mitad pero fue como un triunfo, aunque lo vivieron con sensaciones contradictorias.

A Gustavo recién lo conocí en 1986 en el departamento que había alquilado en la calle Juncal, a corta distancia de su agencia de representación. Fui junto a Eduardo de la Puente a entrevistarlo y lo primero que hizo tr

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