Algún tiempo atrás. La vida de Gustavo Cerati

Fragmento

Algún tiempo atrás

Imágenes retro

La cartografía de un hombre puede llegar a ser infinita. Si vamos a ser rigurosos, y esa es la intención de este libro, deberíamos cuidar de no caer en los excesos que Jorge Luis Borges, inspirado por Lewis Carroll o por Mark Twain, señaló en un breve texto apócrifo1 donde escribió acerca de un Imperio en el que la exactitud cartográfica era tal que la escala de un kilómetro equivalía exactamente a un kilómetro. La desmesura tornó innecesaria la existencia de mapas tan excesivos porque eran equivalentes al territorio a representar: un duplicado redundante en aras de la precisión o la obsesión. La perfección es inalcanzable. Sin embargo, Gustavo Cerati la buscó desaforadamente en su arte aunque en su interior supiera perfectamente que la vida se encarga de difuminar esa vana pretensión porque la luna roja te hace mortal y todos estamos expuestos a esa luz implacable.

Por lo tanto, este libro intentará aproximarse a los pasos de Gustavo del mismo modo: sabiendo que todo no se puede, en conocimiento de que hay enigmas de imposible resolución, pero actuando sin límites en el afán de esclarecerlos. Algún Tiempo Atrás: La vida de Gustavo Cerati no es un título casual; tanto se ha hurgado en su muerte que la vida, su vida, ha quedado ligeramente obturada en el ojo público —aunque no de su público— y ahí es donde quiero poner énfasis, sin olvidar que la muerte forma parte del trazado de esa vida luminosa que tantas maravillas ha forjado. Investigué por todos los rincones al artista, tanto al que trascendió masivamente con Soda Stereo como al que desplegó una carrera solista deslumbrante que hace aún más terrible su prematura partida: Gustavo Cerati no tenía techo. Pero también quise saber sobre el niño que fue, el adolescente curioso e insaciable, el joven enamoradizo, el hijo de una familia domiciliada en Buenos Aires cuyos padres provenían del interior de Argentina, el muchacho preocupado por su porvenir que sabía de la dificultad de procurárselo solo con su talento, todavía en desarrollo; me interesó averiguar más acerca de su formación musical, sobre el alumno del primario, el secundario y el estudiante de publicidad que encontró unos cuantos aliados en su incompleta vida universitaria; descubrir los nutrientes con los que se alimentó el rockero principiante y el obrero musical que muy poca gente escuchó, sin descuidar al Gustavo que todos conocemos: el cantante fabuloso, el formidable guitarrista, el compositor genial que se fue construyendo a sí mismo y se convirtió en uno de los artistas más prodigiosos de Latinoamérica; la estrella de rock que pisó con paso fuerte territorio americano y europeo al borde de la cornisa, casi a punto de caer; el marido y padre que siempre anheló ser, sin olvidar por eso al hombre que a lo largo de 55 años cargó por tandas con todos los anteriores y otros no mencionados.

El prisma del tiempo nos permite observar también las múltiples dimensiones de un hombre que puede situarse en una multitud de contextos diferentes, y no solo sobre un escenario, un estudio de grabación o un medio de comunicación. Gustavo Cerati ha sido un artista extraordinario, aunque en los incontables formularios que tuvo que llenar al pasar una frontera prefiriera completar el casillero profesional como “músico”, una palabra más modesta con la que se sentía absolutamente identificado. Pero también fue un hombre de muchas mujeres que encontró en ellas un manantial inagotable de inspiración, amor, cuidados y no escasos dolores de cabeza, padecimientos y decepciones. Conoció de niño la simpleza de la vida urbana en la Buenos Aires de los 60, que fue un faro cultural para Latinoamérica; entró en ebullición rockera en los 70, al tiempo que la política argentina se volvía sanguinaria y violenta y fue parte fundamental y gran animador dentro de los gasificados y democráticos 80 con Soda Stereo. Se casó dos veces, tuvo dos hijos a los que quiso con locura, perdió propiedades inmobiliarias y estudios de grabación en divorcios; experimentó con el rock, el pop, la electrónica, con la tecnología, con la música y con sus pelos. Probó todas las comidas que estuvieron a su alcance, recorrió los destinos turísticos más vulgares, más exóticos y más incómodos que se pudiera imaginar. Lidió con adversidades externas e internas, aprovechando los ocasionales vientos de cola, esquivando las envidias, los nubazones, y los mullidos sillones que ofrece el éxito a cambio de una obediencia a sus supuestas reglas, a las que violentó sin titubeos cuando le pareció necesario para su expresión. Supo rendirse a las ovaciones y también entendió cuál era el momento de escapar a la momificación de la repetición. Fue hábil, talentoso, escurridizo, veloz, inteligente y audaz. Y al mismo tiempo demostró una torpeza absoluta en el plano físico, legendaria entre los que lo quisieron bien. Pero al ser tremendamente famoso no hubo manera de escapar al óxido de los relatos que calcificaron ciertas creencias en torno a su persona que este libro se propone desbaratar convocando a la realidad de los hechos, muchos de los cuales pude presenciar y hoy me permiten, de ser menester, atestiguar.

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Corro con la ventaja de la contemporaneidad: mi carrera profesional como periodista se inició en Buenos Aires durante 1983, al tiempo que Soda Stereo comenzaba a transitar el circuito de pubs abierto a nóveles agrupaciones. Gustavo me llevaba tres años y medio, Zeta Bosio uno más y yo le llevo dos meses a Charly Alberti. Los vi por primera vez en Marabú, un antiguo cabaret devenido en sala para recitales, cuando transcurría marzo de 1984. Esa noche actuaron como banda soporte de Los Twist, el grupo sensación de aquellos primeros meses de la democracia argentina recuperada tras siete años interminables de una dictadura militar asesina e incapaz. Soda Stereo, en aquel entonces, me pareció una banda bien ensayada, ajustada, fervorosa, y no presentí en ese show atisbo alguno de la grandeza que tendrían en un futuro no demasiado lejano, a la que tendría la oportunidad de observar bien de cerca. Pero entendía bien lo que pretendían; Soda Stereo era un grupo decididamente new-wave, que combinaba el pulso reggae de The Police, y el ska británico que tuvo como grandes exponentes a The English Beat, The Specials y Madness, entre otros. Eso me cayó simpático porque yo me había integrado a una banda de características similares: pensé que si a ellos les iba bien, a nosotros nos facilitaría el camino, cosa que no sucedió pues nos separamos a fin de año. Para entonces, Soda Stereo ya había editado un disco, saturaba la exigua capacidad de La Esquina del Sol, un pub que yo frecuentaba asiduamente como periodista, y a fines de año se animarían a presentarse en el Teatro Astros. Se llenó un poco más de la mitad pero fue como un triunfo, aunque lo vivieron con sensaciones contradictorias.

A Gustavo recién lo conocí en 1986 en el departamento que había alquilado en la calle Juncal, a corta distancia de su agencia de representación. Fui junto a Eduardo de la Puente a entrevistarlo y lo primero que hizo tras su recibimiento fue ofrecernos algo no demasiado rockero: “¿No quieren una sopita? Yo me estoy preparando”. Típico primer departamento de soltero, parecía tan luminoso como poco amoblado, pero había cierto glamour en él quizás por formar parte de una construcción antigua: los departamentos estaban construidos en torno a un jardín común. No era un edificio y mucho menos una torre; no era lujoso, pero tenía estilo. Gustavo había vuelto hacía poco de un viaje por Europa con los Soda y avanzaba en los temas que conformarían Signos; Soda Stereo ya era un grupo de grandes ligas, pero Gustavo no era una figura estelar ni un divo. Me cayó bien de entrada y la conversación fue animada y profunda a la vez. Da ternura leerlo decir que “me gustaría componer un tema clásico algún día”: ya había escrito al menos dos pero él no lo sabía.

Muchas veces leí que Gustavo era “frío y distante” y yo conocí a una persona que era exactamente lo contrario: cálido y cercano. En alguna ocasión sentí que alguien me agarraba por detrás, inmovilizándome los brazos y me alzaba por el aire, una broma muy común en el colegio secundario: era Gustavo en alguna gira de Soda durante los 80. Recuerdo cosas más dolorosas como cuando en un viaje a Mar Del Plata, salí de una van para comprar cigarrillos y no pude volver a entrar porque el vehículo había sido rodeado por fanáticas de Soda Stereo. Lo peor era que ellos desde adentro se desternillaban de risa ante mi desventura. Me sentí como un niño al que su madre no fue a buscar al colegio y luego experimenté un intenso dolor: con una maniobra precisa, Charly Alberti me agarró de los pelos y me jaló al interior del rodado. “Es que Charly es el rey de la escapatoria de las fans —me explicó Nicolás Nóbile, personal mánager del trío en las giras de los 90—; se tiraba al piso y pasaba por entre las piernas de las fans. Un experto”. Me he cruzado con los tres Soda en los lugares más insólitos: los he visto en Paraguay, en Nueva York y hasta me encontré con Zeta en el festival de Roskilde en Dinamarca durante 2006. A Gustavo lo entrevisté toda la vida, y la última nota que hicimos fue junto a Marcelo Fernández Bitar, con quien lo reporteamos en noviembre de 2009, poco antes de la presentación de Fuerza Natural en el Club Ciudad. Fue el último concierto multitudinario de Gustavo en Buenos Aires, y no puedo evitar conectarlo con el hecho de que justo enfrente de aquel club conoció a su primera novia. Ya lo leerán.

Me he ido hasta de gira con Soda Stereo y entrevisté a Gustavo y a los Soda más veces de las que puedo recordar. He sido siempre bien recibido en camarines, no solo por los músicos sino por todo su cuerpo técnico que siempre me trató como a uno más del equipo; con no pocos luego desarrollé amistad personal. Conocí a los padres de Gustavo, a su hermana Laura, y también me encontré con él en algunas situaciones sociales. Recuerdo varias con alguna claridad. La primera es triste e insólita a la vez. Sucedió en la trasnoche de un día de semana en la ciudad de Campana, los tres Soda Stereo, yo y alguien más revolviendo interminablemente unos cafés ya fríos en el único bar abierto a esas horas. Salimos a tomar aire un rato del velatorio de nuestro común amigo Roberto Cirigliano, oriundo de aquella ciudad a 75 kilómetros de Buenos Aires, que había muerto en un terrible accidente automotor en México. Conversamos de lo que se habla en esas circunstancias: naderías que nos oxigenasen frente a la tristeza infinita. Nadie se acercó a tomar fotos ni a pedir autógrafos.

Más divertida fue la invitación que me hizo Richard Coleman a la grabación del disco debut de Los Siete Delfines, producido por Gustavo en Supersónico, el estudio que Soda Stereo construyó en la casa rentada que también oficiaba como oficina comercial, sala de ensayo y, durante un tramo de los 90, refugio temporal para Adrián Taverna. Esa noche Gustavo se puso violento, muy violento. Por fortuna no fui yo el destinatario de su furia desbocada sino un rack de efectos al que casi destroza sacudiendo un cable con la intención de encontrar un sonido especial para la guitarra de Coleman, con fuerza más demencial que natural.

Desconozco el año, pero seguramente fue después de 1993, porque al toparme con Gustavo en algún otro lugar, le dije lo mucho que me había gustado Amor Amarillo, su primer disco solista, que había salido hacía poco. “¿En serio me lo decís?”, me respondió un poco extrañado. Y no era porque yo fuese un crítico severo sino porque él lo veía como una obra menor, probablemente para no subirle el perfil al disco ante ese tambaleante e incierto momento de Soda Stereo. Se decía —y los rumores eran afirmaciones off the record de fuentes inobjetables— que la banda ya no existía como tal.

Otro encuentro fortuito sucedió en la casa del músico y actor Antonio Birabent que invitó a algunos allegados a escuchar un nuevo trabajo antes que saliera. Allí fue Gustavo el que acudió a mi encuentro para agradecerme que le hubiera hecho llegar un ejemplar de mi primer libro, No Digas Nada: Una vida de Charly García, contarme que le había gustado mucho y lo había hecho reír. “Ahora: ¡qué feo eso de Charly metiéndose con vos por un pifie! ¡Encima que le salvaste el show!”, me dijo con seriedad. Explico: en una ocasión faltó el baterista de García, y al ser yo un amigo cercano en aquel tiempo, lo reemplacé sin mi instrumento, sin ensayo y sin lista de temas. Ante un fallo inevitable, el escorpión me picó: “¡Dedicate a escribir!”, me gritó al comando de su guitarra. “Se metió con algo muy tuyo y no tenía por qué”, se solidarizó conmigo Cerati. Creo que fue un gesto muy cariñoso de su parte y retengo el haberle dicho que algún día teníamos que hacer un libro sobre él pero que había que dejar pasar el tiempo porque en 1998 estaba muy fresca la separación de Soda Stereo y él tenía que vivir muchas más cosas: todavía no había cumplido cuarenta años. Estuvimos absolutamente de acuerdo.

Tampoco faltaron las quejas profesionales: Gustavo leía todas las críticas y hasta se enfurecía con algunas. Al saber esto me preocupó muchísimo el error de un diagramador que había perdido una línea de mi crítica de Canción Animal en la revista Rock & Pop; todavía se hacía todo en papel y se recortaban los párrafos con cúter. Con tanta mala suerte que la ausencia de esas palabras cambiaba todo el sentido del comentario. Tenía que explicárselo a Gustavo y lo llamé por teléfono, pero él estaba de gira y solo había un contestador al que llené de mensajes de disculpas tratando de aclarar sin oscurecer. No sé si logré hacerlo con claridad pero me dijo que había escuchado mis mensajes y que notaba la preocupación. Al año siguiente, me contó que él y Daniel Melero se rieron mucho al leer la crítica de Colores Santos donde en vez de escribir la palabra “adictivos” yo puse “aditivos”. Si mi error provocó su risa, bien ganada estaba. También se enojó cuando Ahí Vamos recibió solo tres frías estrellas y media sobre un total de cinco en la revista La Mano, y otros álbumes que quizás no fueran tan buenos como el suyo, obtuvieron cuatro. No sé si alguien le explicó que se trataba de distintos periodistas, pero le doy la razón porque Ahí Vamos merecía las cuatro estrellas.

Nada de esto constituyó un inconveniente en nuestra relación que no era de estricta amistad pero que estaba enmarcada por una corriente de simpatía, mezclada con complicidad y no pocas discrepancias en nuestras charlas musicales con las que nos divertíamos mucho. Cuando lo provoqué preguntándole por Hot Chip, grupo al que yo había denostado en otra conversación, me dijo: “Para que veas lo fan que soy, una noche salí de River vestido de Soda Stereo y me fui a Crobar a ver un show que transmitían por internet”. Leandro Fresco no me deja mentir: “Lo recuerdo, nos bajamos del escenario y Diego Sáenz tenía preparada una combi a pedido de Gustavo para ir a ver el show de Hot Chip a un bar. Fue muy gracioso, y una de las tantas locuras que hicimos”.

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Resulta complejo ensamblar la historia de Gustavo Cerati porque transcurrió en muchos niveles. Para comenzar, está inscripto en la historia del rock argentino y también en la idiosincrasia de su público, totalmente diferente de las audiencias de Latinoamérica que también tienen sus regionalismos y valoraciones. Al ser argentinos tanto el protagonista de esta historia como el que estas líneas escribe, pido disculpas si algunos modismos de estas latitudes dificultan la lectura de este libro: traté de hacerlo lo más neutro que pude, pero al fin y al cabo somos quienes somos.

Otro punto en el que opera la figura de Gustavo es el generacional: dentro del rock argentino, pertenece a una segunda camada de músicos que nacieron entre fines de los 50 y los primeros años de los 60. Aunque esté a su altura artística, Cerati es de una generación distinta a la que nos brindó nombres como Luis Alberto Spinetta y Charly García, por mencionar solo algunos de los más conocidos fuera de la frontera argentina, quienes desarrollaron la primera parte de sus carreras en los 70, mientras que Soda Stereo fue y continúa siendo un feliz emblema de los años 80, aunque su evolución los haría muy gravitantes en los 90 también.

A la hora de elegir los entrevistados mi idea fue hablar con todo el mundo pero hubo gente que no quiso participar, otros que lo hicieron pidiendo anonimato, y además hubo que seleccionar porque de ser completa la lista habría sido infinita. Como siempre hago en libros de estas características, quise que la familia fuera la primera en saber del proyecto y hablé con Laura Cerati, que tutela el legado de su hermano junto a Benito y Lisa, los hijos de Gustavo. Ellos habían pensado hacer una biografía familiar con varios periodistas, pero yo soy demasiado neurótico como para poder escribir un libro con más gente. Quedamos en ver si en algún futuro podíamos confluir, pero eso no sucedió y entendí que ese escenario planteaba una categoría clara: esta no es una biografía autorizada ni oficial. También otorga una mayor independencia pero no un compromiso menor con los hechos tal y cual fui entendiendo que verdaderamente sucedieron.

Quise hablar con Lillian Clarke, esa mujer que fue la mejor portavoz de la esperanza durante los cuatro años que Gustavo permaneció en suspenso. Pese a lo bien conservada que se la ve a sus 92 años, Laura no creyó bueno para ella tener que exponerse a remover sus recuerdos. Y yo estuve de acuerdo. Hay que entender que se trata de una familia que sufrió una terrible tragedia, y también hay que comprender que la familia extendida de Gustavo —amigos, músicos, mujeres, colaboradores y otras personas— también fue tocada por lo irremediable de la pérdida, así como sus fans y el rock latinoamericano en su conjunto. Gustavo era un motor que tenía un enorme poder de tracción (¡y atracción!) que actuaba sobre todos. Con el tiempo y no sin insistencia, Laura aceptó ser entrevistada para este proyecto y colaborar en despejar algunos datos imprecisos.

Hay dos ausencias que hacen ruido, en todos y en los mejores de los sentidos: Zeta Bosio y Charly Alberti. Dejé pasar un buen tiempo antes de convocarlos para no desanimarme si me decían que no como sospechaba que iba a ser. Charly fue el más receptivo y sugirió hablar más adelante porque quería conversarlo con Zeta. Al poco tiempo hizo el anuncio de la puesta en marcha de su propio libro. Estefanía Iracet, que maneja los contactos de Zeta con el mundo mediático, me explicó que a su marido lo requieren mucho por toda clase de proyectos y que remite a todos a su autobiografía Yo conozco ese lugar. Y que ambos están resguardando lo que quede por contar para otro proyecto, probablemente una serie.

El título Algún tiempo atrás apareció con fuerza y naturalidad. Tuvo la cortesía de esperar a que yo terminara Ruido de magia, la biografía oficial de Luis Alberto Spinetta, a quien Gustavo admiraba y adoraba. Cuando finalmente se publicó, yo ya sabía que llegaba el turno de Cerati y estaba percibiendo señales claras y concretas de mis propias ganas de escribir esta fantástica historia. Durante unas hermosas vacaciones en Chile, me llamó la periodista chilena Johanna Watson con la idea de entrevistarme para The Clinic y eligió que hiciéramos fotos frente al famoso mural de Gustavo en Santiago Central realizado por Daniela Galatea y Cristóbal Espinoza. Pudo ser casualidad, pero yo estaba en Santiago porque quería que mi novia, que estaba trabajando en la ciudad, no pasara sola su cumpleaños. Ya hacía tiempo que había entrado por primera vez en su hogar —¡una antigua fábrica de soda!— y había visto una hermosa pintura de la cara de Gustavo en su living. Y de Santiago, nos fuimos unos días a la playa de Zapallar, sitio que según supe después Gustavo supo frecuentar.

Luego, la llegada de la pandemia de Covid obligó a improvisar sobre la marcha y aprovechar los días de confinamiento para conectar, investigar y comenzar las entrevistas a distancia, lo que tuvo ventajas y desventajas. Con Adrián Taverna, cuya enorme generosidad le dio un invalorable sostén a este proyecto, practicamos la presencialidad con distancia social, alegremente vulnerada por su gata Frida. Richard Coleman resultó ser un gran implementador de protocolos y termos de café. Y podría seguir así con cada uno de los que aceptó formar parte de esta aventura, en persona o a distancia, porque todos ellos ayudaron a la concreción de este libro: sugirieron otros nombres, abrieron puertas, pasaron contactos, develaron secretos, aclararon equívocos y bucearon en sus memorias para que yo pudiera escribir esta historia.

¿Qué otra cosa puedo hacer? Gracias por venir.

SERGIO MARCHI

1 “Del rigor en las ciencias”– Jorge Luis Borges. El hacedor (1960).

Algún tiempo atrás

1

SWEET SAHUMERIO

Una vuelta más.

Entera.

En el fragor de los bises, Gustavo Cerati captó la sonrisa y el movimiento ascendente de la cabeza de Carlos Santana que lo invitaba a hacer una vuelta más de solo en la monumental zapada que se había montado en El Campín de Bogotá, Colombia. “Esa noche, Gustavo la rompió”, asegura Adrián Taverna, sonidista de toda la carrera de Gustavo y uno de sus más grandes amigos. Santana es generoso de por sí pero no es un hombre que sea demagógico: si pedía otra vuelta, era porque en realidad la quería. Él disfrutaba más que el propio Gustavo, serio, concentrado y empleándose a fondo. No podía fallar: no quería fallar. Y no lo hizo. ¿Lo disfrutó? Hmmm, es difícil ponerle resultado a esa experiencia, pero cuando todo terminó se sintió muy feliz. ¡Había tocado con Santana, el primer músico que fue a ver a un show! Tenía 14 años y una ansiedad de locos. Pero puso en pausa esa experiencia dentro de su cabeza, porque temía que la emoción le arruinara el solo. Después de todo, era una jam en torno a “Exodus”, un tema de Bob Marley, al que alguno de los cantantes de Santana le insertaba unos versos de “Get Up, Stand Up” para que la gente cantara. Pero esa noche, el público estaba más enganchado con los solos de Santana y Gustavo juntos. Los colombianos no hicieron distingos entre ambos: adoraban a los dos sin remilgos y quedaron fascinados por la unión de dos guitarristas universales. Sandro Pujía, iluminador de Soda Stereo y buena parte de la carrera solista de Cerati, coincidió con Adrián: “Lo que tocó esa noche Gustavo, fue algo increíble”.

El 15 de marzo de 1996 llovía con furia sobre Bogotá y las fuerzas naturales parecían concentrarse aún más sobre El Campín y las 35 mil personas que resistían el temporal. Santana había llegado temprano para la prueba de sonido y decidió quedarse en el estadio porque aquel día el tránsito era atroz: sería fatigoso ir y volver del hotel. Taverna también fue de los primeros en hacerse presente; se quedó esperando el arribo de Soda Stereo para la prueba de sonido y recibió las bendiciones que Carlos Santana acostumbra a impartir. “El tipo nos saludó a todos —cuenta Adrián—, y atrás venía el mánager prendiendo racimos de incienso que largaban un olor tan fuerte que al aire libre era insoportable; vos ibas al camarín de Santana y te encontrabas con un altar: su Dios en aquella época era Haile Selassie. Él andaba por ahí con su gorrito hindú y a todos saludaba”.

—Que Dios te dé sus bendiciones, hermano —le sonreía a todo aquel que cruzase su mirada enyoguizada.

Alguien avisó que habían llegado los Soda Stereo y Santana dijo al aire, sabiendo que alguien lo iba a escuchar: “Quiero invitar a Gustavo a tocar”. No dijo Soda Stereo, dijo Gustavo, como si lo conociera del barrio. “Parece que venía con data”, reflexiona Taverna, que tomó la antorcha caliente y respondió en su nombre: “¡Uy, sí, le va a encantar! Gustavo te admira desde chico”, y apuró los pasos para ir a contarle.

—Gus, Santana quiere que esta noche subas a tocar con él. Ahora te va a venir a ver.

—¡No te lo puedo creer! —se iluminó la cara de Cerati.

Aunque hiciera mucho que no escuchara su música, para Gustavo era una invitación celestial: el primer recital de su vida fue el que brindó Santana en el “Gasómetro”, el histórico y desaparecido estadio del club de fútbol San Lorenzo, en el barrio de Boedo. Fue el 16 de octubre de 1973; algunos amigos mayores, que salvo uno no pertenecían al círculo del colegio San Roque, peregrinó brotado de ilusión al concierto. En aquel tiempo, los músicos de rock internacional no llegaban a la Argentina. El arribo de Santana encendió el entusiasmo de los melómanos y se realizaron cuatro funciones, una enormidad para la época: las dos primeras, con entradas carísimas, en el cine/teatro Metro; la tercera, un poco más económica, en el Luna Park al día siguiente, y la última en la cancha de San Lorenzo a precios populares, que era lo máximo a lo que podía estirarse el bolsillo de Gustavo y sus amigos. Disfrutó enormemente toda aquella experiencia de ir a un primer show de rock y salió como excitado del estadio, en llamas por la música ardorosa de Santana, con las hormonas hirviéndole. Y ahora, veintitrés años más tarde, era el mismo Santana el que quería tocar con él. Para Cerati fue un subidón, porque la gira de Soda Stereo era todo un éxito, y de hecho venían de grabar un disco mentirosamente unplugged (acústico) para MTV, pero el grupo estaba en acelerado proceso de desintegración y la mala vibra era tan palpable como una muralla. Se hablaban lo indispensable y mayormente a través de intermediarios.

“Gustavo se puso loco con la invitación —asegura Taverna—; nosotros escuchábamos muchísimo a Santana en los primeros tiempos. Estaba en un estado entre contento y asustado, y se preguntaba qué tema podría tocar con él”. “Yo creo que Santana invitó a tocar a Gustavo a instancias del promotor del show”, sugiere el empresario colombiano Julio Correal, amigo de Cerati. Pero la cosa parecía venir de mucho más atrás. Aparentemente en 1989, Carlos Santana recibió un CD de Soda Stereo de las manos del argentino Rudy Pensa, cuya tienda de instrumentos en la calle 48 de la ciudad de Nueva York se ha constituido en una suerte de Meca para músicos de todas las latitudes. Y además, Santana fue uno de los primeros en recibir los auspicios (e instrumentos) de las guitarras PRS (Paul Reed Smith). Fue el mismísimo Pensa quien le vendió una a Cerati.

—Gustavo, hay una guitarra que está buenísima: la usan Mark Knopfler de Dire Straits y Santana. —Gustavo abrió bien grandes sus ojos celestes y atinó a preguntar.

—Pero ¿qué tiene la guitarra, Rudy?

—Un sonido impresionante.

La probó, comprobó que era verdad y se la llevó. Esa guitarra se transformaría en uno de sus instrumentos de cabecera y Gustavo la empuñaría esa noche histórica en El Campín. Nunca se llegó a saber si Carlos Santana, que también tocó con una PRS, escuchó alguna vez el ejemplar de Doble Vida de Soda Stereo que Pensa le obsequió, pero el nombre de Gustavo Cerati lo tenía bien presente la noche en que lo invitó a su escenario en Bogotá. Y sabía más cosas. “No sé quién le contó a Santana que los pibes estaban mal —revela Tweety González, tecladista de Soda Stereo aquel día—, pero se apareció por el camarín y dijo: ‘Hermanos, yo sé que ustedes tienen problemas pero es muy importante que estén unidos porque la música latinoamericana los necesita. Quiero invitar a todos a tocar conmigo dos temas en los bises’. Finalmente, solo subimos Gustavo y yo: nunca vi una nube de faso tan grande en mi vida”. El olor de la marihuana competía con el de los sahumerios que el mánager de Santana seguía encendiendo.

“Santana lo trató muy generosamente a Gustavo —completa Taverna—, y se quedó mirando el show de Soda Stereo a un costado del escenario. Se quedó asombrado de cómo saltaba y enloquecía la gente”. Cuando llegó el momento de la invitación, Sandro Pujía se acercó al escenario para no perderse el momento de gloria de Cerati, y pudo observar todo de cerca y un poco más.

—Bueno, voy a invitar a un amigo. Ustedes ya lo conocen, es un grande de la música. Con ustedes: ¡Gustavo Cerati!

Apenas comienza la canción, el stage-manager de Santana corre hacia el costado del escenario y empieza a buscar a más argentinos.

—¡Métanse todos a tocar porque a Carlos le encanta!

Y ahí es donde Tweety González se anima, le ponen un shaker en la mano, y se ubica pacíficamente al lado del tecladista de la banda.

—¡Y tú también! —le grita el stage-manager a Sandro Pujía.

—¡Pero no soy músico! —aclara el iluminador.

—¡No importa! —dijo el hombre y le dio dos huevitos a Sandro que se vio arrastrado por la marea y terminó en el escenario junto a los demás.

El Campín se vino abajo cuando Gustavo entró al escenario. El show de Santana terminó muy arriba y dejó a la muchedumbre empapada con la sensación de que había valido la pena aguantar aquel chubasco infernal. Las luces se encendieron mientras los sahumerios seguían brillando sobre el escenario. Gustavo fue invitado al camarín de Santana para conversar con Carlos, al que le agradeció la invitación y le contó que al primer concierto que había ido fue el suyo en Buenos Aires. Carlos le dijo que le encantaba como tocaba y Gustavo se fue con una felicidad como si lo hubiera bendecido un Papa.

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“Mereces lo que sueñas” es una de las tantas frases que Gustavo Cerati escribió en sus canciones que se han convertido en un mantra para sus seguidores. Haber compartido escenario y palabras con Carlos Santana puede verse como un sueño desde afuera, pero es difícil saber si alguna vez Gustavo lo tuvo. En todo caso, es algo muy bueno que le sucedió y que aprovechó debidamente; un enorme gusto, más que un anhelo incubado por años, tal vez porque era imposible siquiera imaginarlo. Pero hubo otro sueño más posible, también realizado y explicitado: “Si hay un sueño cumplido, es este”, le dijo Gustavo a Luis Alberto Spinetta frente a casi 40 mil devotos tras haber tocado con él en el estadio argentino de Vélez Sarsfield en Buenos Aires, el 4 de diciembre de 2009. Hicieron “Té para tres” y “Bajan”, que Cerati ya había grabado en Amor Amarillo, su primer disco solista. “Él es el verdadero maestro”, le confirmó a Nicolás “Parker” Pucci, que trabajó en Unísono, su estudio de grabación. “Él es el Uno”, subrayó la frase. El cariño y la admiración que Gustavo le tenía a Luis Alberto, que por otro lado era recíproco, se puede ver en el saltito que da cuando va a su encuentro para abrazarlo después de haber compartido ese momento, uno de los mejores del inolvidable concierto Spinetta y Las Bandas Eternas, donde por única vez Luis aceptó reunir a sus grupos históricos: Almendra, Pescado Rabioso, Invisible y algunos miembros de Jade. Fue de tal emotividad el acontecimiento que lejos de refugiarse en los camarines, Gustavo, Ricardo Mollo, Charly García, Fito Páez y otros miembros de la realeza del rock argentino, se quedaron a un costado del escenario escuchando las canciones que les templaron su vivir.

Pero para merecer lo que se sueña hace falta algo más que suerte o talento: hay que trabajar para merecer los sueños y que algún día tengan la chance de hacerse realidad. Y Gustavo le puso una gigantesca cantidad de trabajo a su soñar. En eso hay un consenso absoluto en todos los que lo conocieron. Si bien él se consideraba un vago, nunca lo fue, es un tema de nomenclatura: lo que Cerati hacía con la música, él no lo consideraba trabajo. Trabajo era cargar los equipos, hacer que todo funcione sobre el escenario, viajar, pasar horas y horas en un aeropuerto, hablar con los periodistas, someterse a la quietud del maquillaje, leer contratos, discutirlos, verificar que todos estén cumpliendo sus funciones, tomar decisiones. O escribir letras: eso le daba un verdadero trabajo y se lo tomaba con una responsabilidad absoluta. Ahora, todo lo que estuviera relacionado con tocar instrumentos, quedarse horas mejorando o deformando un loop, un sample, una armonía; subirse al escenario con la guitarra en la mano, cantar sus temas, hacer brotar una canción sólida de una idea tenue, de un sonido encontrado o de dos acordes conectados que se llevan bien, eso no representaba trabajo para él.

Gustavo vivía por y para la música y lo hacía con una intensidad incomparable y una maestría que alcanzó poniendo un empeño superlativo. “Gustavo no era el león alado en el que se convirtió, y yo tampoco”, dijo Zeta Bosio con Charly Alberti a su lado, al ser entrevistados por Bebe Sanzo para la FM 100 de Buenos Aires en 2021, cuando la gira homenaje Gracias Totales Soda Stereo ya tenía presto el cordón que bajaría el telón a una historia que convirtió a los tres en personajes legendarios más allá de sus sueños. Pero fue el arrollador crecimiento de Gustavo Cerati como músico, cantante y compositor lo que arrastró a todos, rock argentino y latinoamericano incluidos, a un viaje que transformaría el curso de las cosas. Gustavo fue un motor imparable, incansable y que nunca se quedó sin combustible. No siempre tuvo esa potencia y capacidad de tracción: ese motor fue alcanzando su puesta a punto con el correr de los años y la acumulación de experiencias. Pero también con el constante afán de mejorar. A lo que ya era excelente, Gustavo le exigía un poco más y ponía de sí lo necesario para lograrlo.

Como todo hombre, Gustavo Cerati fue producto de una época y una familia. La Argentina que lo vio nacer y desarrollarse durante su adolescencia, ya no existe más. Ese lugar que prometía espléndidos frutos para todos aquellos que pusieran manos a la obra, el país de la movilidad ascendente y el desarrollo, la zona de promesas del extremo austral de este planeta, nunca vio el aviso de curva o pretendió desconocerlo cuando se lo encontró. En cambio, la familia que fundaron Juan José Cerati y Lillian Elsa Clarke cuando firmaron el acta que los unió en matrimonio, continúa cohesionada y adelante pese a todo lo que significó el accidente cerebro-vascular (ACV) que padeció Gustavo y los cuatro años de coma en los que permaneció hasta el 4 de septiembre de 2014. Intentan seguir juntándose los fines de semana como típica familia argentina, preferentemente al aire libre si el tiempo lo permite. Lillian se ha convertido en bisabuela de Carmelo, hijo de Valentina que a su vez es hija de Estela Andrea Cerati, hermana de Gustavo y de María Laura, que es mamá de Guadalupe. A ellos suelen sumarse Benito y Lisa Cerati. El elenco es variado y la reunión dominical intermitente, pero se los ve juntos. Más allá del cariño y los lazos familiares hay algo que a casi todos atraviesa, que tiene que ver con el juego y con lo actoral. De hecho, Julián Cerati, el otro hijo de Estela, licenciada en Ciencias de la Educación como su madre Lillian, es un exitoso actor en Colombia, y Valentina es periodista y también actriz. Guadalupe Mujica Cerati, la hija de Laura, es artista plástica y diseñadora de indumentaria y su mamá es psicóloga, actriz y administradora de la editora musical JJC Ediciones. Desde hace mucho tiempo, Benito Cerati Amenábar se dedica a la música, mientras que su hermana Lisa estudia diseño publicitario y cada tanto incursiona como DJ. Los frutos no caen muy lejos del árbol.

En Gustavo no hay que buscar demasiado para encontrar, en la amplitud de su vocación artística, la veta actoral: en la gira de Fuerza Natural salía vestido de negro portando un antifaz; Oscar Wilde decía que si le dan una máscara a un hombre, éste contará la verdad. El show comenzaba con Gustavo a oscuras, con el uniforme negro y el antifaz colocado, que ligeramente recuerda en su perfil al “Fantasma en el Paraíso” que encarnó el cantante Paul Williams para la película de Brian De Palma (1974). Pero si la película mostraba a un personaje monstruoso, en el show de Gustavo el antifaz era un modo de sostener un breve misterio y un concepto. Gustavo, inmóvil y con el mentón ligeramente erguido, enfrentaba a la multitud en silencio durante dos minutos cronometrados, segmento que concluía cuando tocaba las notas de la coda de “Fuerza natural”. Mientras tanto una pista de sonido envolvente creaba una atmósfera. El público sacaba fotos, aullaba y gritaba ante su sola presencia y toda esa agitación se veía reflejada en su antifaz.

“Ese dron de sonido lo hizo Gustavo, y era el hilo conductor del show —explica Adrián Taverna—; esa intro está compuesta por todos los temas de Fuerza Natural mezclados. Era como un anticipo de lo que iban a escuchar. Todo tenía un sentido, a él le gustaba lo del antifaz y no hay que olvidarse que en Siempre es hoy tenía un tema llamado ‘Camuflaje’. Por primera vez en toda su carrera había un uniforme que era todo negro y en la segunda mitad era blanco. Gustavo jugaba con todas esas cosas: música, letra, actitud, vestimenta. Era un nene, pero con criterio y sentido. Buscaba provocar algo”. Y siempre lo conseguía.

“Nunca me gustó que alguien me diga mucho de qué está hablando una canción —dijo Gustavo—, más allá que me pueda interesar leerlo en una nota. Porque me puede llegar a complicar la vida: me está quitando la magia. Algunas de mis letras son muy claras, otras no tanto. Si vos le preguntaras a Spinetta como es que llegó a eso, uno imagina que siempre se encuentra en un estado de lucidez total, y eso no es real: a veces esas cosas son musicales. Hay palabras que te dicen cosas o te las sugieren: temas como ‘Vivo’ o ‘Signos’, que tenían esa palabra de movida. La música me da siempre la idea de la letra y por eso lo que quiere decir una letra no siempre es algo concreto. Cuando algunos periodistas o críticos hacen referencia a mi vida personal directa, y filosofan sobre si determinada canción se la escribí a mi mujer actual, a mi exmujer o a Ricky Maravilla2, se están equivocando porque están subestimando al oyente. A mí no me importa por qué John Lennon escribió ‘Jealous Guy’; yo sé que tiene que ver con Yoko Ono y todo eso, pero cuando escucho la canción, ella es lo suficientemente importante para que no me interese otra cosa. Me pega porque mi emoción simpatiza con esa canción. Es natural que uno quisiera que no se dijera tanto sobre el artista; se pierde un poco la magia de las cosas. Pero cuando están sonando las canciones, la gente las interpreta como quiere. La canción es un manejo de emoción: es algo que puede salvarte el estado de ánimo. Primero, yo parto de la música, y a lo mejor, en esa música, existe algún tipo de palabra…”3.

La rima: esa hechicera promiscua que duerme en todas las palabras; que las va uniendo a conciencia o en consonancia y revelando algún sentido real que solo se completa en la mente de quien puede escucharla o interpretarla. Como en los sueños, que a veces se componen de restos diurnos, viejos recuerdos o diablos escondidos. Es hora de desordenar muchos átomos para hacer que las cenizas de esta historia vuelvan al papel.

2 Cantante argentino de música tropical.

3 Entrevista con el autor en el año 2002.

Algún tiempo atrás

2

SOBREDOSIS DE TV

Cuando el rock argentino pegó su primer alarido, Gustavo Adrián Cerati recién comenzaba el colegio primario. Si a los habitantes de la ciudad les pasó desapercibido el tema “Rebelde” de Los Beatniks, uno de los posibles inicios del rock en Argentina, a Gustavo tal acontecimiento no lo tocó ni de lejos. Para él fue mucho más importante un hecho apócrifo que sucedió cuando aún no había cumplido cinco años, en 1964, momento en el que Buenos Aires recibió la visita de… Los Beetles. Los American Beetles eran unos impostores oriundos de Miami cuya historia en Argentina acontece gracias a la viveza criolla de Alejandro Romay, director del Canal 9 de televisión, quien puso en marcha una gran farsa. Dio a entender que había contratado al famoso grupo de Liverpool, pero luego se comprobó que se trataba de unos simuladores estadounidenses. Mucha gente creyó en ese engaño salvo algunos muchachitos airados que fueron a protestar al aeropuerto por el fraude. Entre ellos se encontraba un tal Juan Alberto Badía, que décadas más tarde sería uno de los conductores más importantes de la historia de los medios de comunicación, y en los 80 tendría un gran programa ómnibus en la televisión, Badía y Compañía, donde tocarían todos los grandes de la música argentina, entre ellos Soda Stereo.

El 8 de julio de 1964, Los American Beetles, se presentaron en vivo en los estudios de Canal 9 y realizaron un set de seis canciones, ninguna de ellas firmadas por Lennon-McCartney. El conductor Alberto Berco los anunciaba con tanto convencimiento que hasta los sinsentidos que articulaba pasaban sin ser advertidos. “Muy pocos sabrán comprenderlos: ellos representan una reacción contra el materialismo”, arrancó su alocución. “Ustedes me preguntarán si la dignidad se puede presentar así, de esa manera —continuó—, con esa ropa, con esos cabellos: la iracundia se presenta siempre exteriormente”. Todos los jóvenes en la tribuna vestían con saco y camisa, y entre las chicas no se divisaba ninguna minifalda; aplaudían acompasadamente y sin desbordes en las tribunas del programa El Festival de la Risa. Hoy parece una broma, pero… ¿nadie se daba cuenta de la estafa? En 1964, The Beatles eran apenas una nota de color para los hogares argentinos y la beatlemanía un fenómeno muy lejano: no hay que olvidar que Argentina es un país remoto geográficamente y las comunicaciones de los 60, modernas para su época, permitían cierto aislamiento cultural al que la idiosincrasia argentina siempre le tuvo simpatía. En Buenos Aires, la música masiva era otra: la de El Club del Clan, otro producto para televisión al cual Gustavo Cerati estuvo expuesto frente al aparato receptor de sus padres pero que no produjo mella en él. Lillian Clarke recuerda que a Gustavo le gustaba Johnny Tedesco, uno de los tantos personajes del show (Palito Ortega y Violeta Rivas eran los más conocidos) pero hay que tener en cuenta que su hijo apenas tenía tres o cuatro años cuando vio el programa. Su predilección puede haberse dado porque era el más parecido a él —rubio, ojos claros—, o por el colorido de sus pullovers que difícilmente pudiera apreciar a través del grisáceo blanco y negro de las emisiones de aquel tiempo.

Si a la primera generación del rock argentino la definió la radio, a la segunda, aquella que comprendía a los jóvenes nacidos entre fines de los 50 y comienzos de los 60, la capturó la televisión. En una fiesta del jardín de infantes, Gustavo y otros compañeros emularon a esos falsos Beetles, y pisaron el escenario escolar munidos con palos de escoba que simulaban ser guitarras eléctricas para una mímica de “Twist & Shout”. Era simplemente un divertimento de niños que aprovechaban la ocasión para arrojarse al suelo y enloquecer en el jardín de infantes, pero Gustavo se lo tomó muy en serio, así como se tomaba en serio sus “actuaciones” en fiestas familiares, de las cuales trascendieron un par de registros. Su padre, Juan José Cerati, lo presentaba con el oficio que rápidamente adquirió el poco tiempo que estuvo frente a los micrófonos de LT 15, AM 560 de Concordia, Entre Ríos, una radio nueva en aquel entonces que le permitió trabajar primero como operador técnico, luego como locutor, y juntar unos pesos para ir a Buenos Aires a estudiar Ciencias Económicas. Quería ser contador público.

En las fiestas, Juan José engolaba la voz y daba paso a la presentación de su hijo que, como iba a ser su costumbre, empezó a exigirle algo más que un mero anuncio. Al principio se conformaba con poco, pero cuando advertía que su padre comenzaba a improvisar o a desviarse de lo que él consideraba una presentación correcta, pegaba el grito de descontento. Ahí, Juan José enderezaba el discurso y lo colmaba de elogios. Dos son las canciones interpretadas a capella por el niño Gustavo de las cuales quedan registro, ambas publicadas en 1965; una era “Ocho días tristes”, traducida por Ben Molar al castellano sin respetar palabras ni fonética, en la que se empeñaba un grupo beat local llamado Los Pick-Ups. La otra fue “Yo que no vivo sin ti”, popularizada por el cantante Juan “Corazón” Ramón en una versión castellanizada de “You don’t have to say you love me”, exitazo de la inglesa Dusty Springfield, que a su vez versionó una canción finalista de la edición 1965 del Festival de San Remo: “Io che non vivo (senza te)”, de Pino Donaggio y Vito Pallavicini. También la grabó Elvis Presley en 1970.

Gustavo tenía una voz fuerte pero ronca, fallaba en la dicción, como cualquier niño de cinco o seis años que todavía no dominaba cabalmente los fonemas; mantenía el tono aunque no lograra del todo la afinación. Solo su padre podía presentarlo como “una espléndida voz, un extraordinario cantante”; sin embargo, Juan José Cerati terminó por ser un involuntario visionario porque con el tiempo su hijo iba a convertirse en uno de los mejores cantantes del rock argentino y latinoamericano. Todo era parte de un juego actoral, una situación muy presente en la familia. A Juan José, el locutor le salía perfecto y utilizaba la jerga de la radio de los 40, recordando las siglas de Radio Belgrano e incluso algunas de sus repetidoras en la provincia de Buenos Aires y hasta en Paraguay. “Mi papá tenía algo artístico —recuerda Laura Cerati—, actuaba en cualquier situación y dentro de casa también tenía esa veta”. Ese era uno de los tantos puntos de coincidencia con Lillian. “Mi mamá —prosigue Laura— sigue considerando hasta el día de hoy que la actuación era su gran vocación. Se ve que a mi papá también le gustaba, porque animó muchas fiestas de entrega de premios de la compañía donde trabajaba. Lo convocaban porque tenía una muy linda forma de expresarse, y además era medido pero ocurrente”.

La compañía era la petrolera Esso, muy popular en Argentina en los tiempos de niño de Gustavo. Se trataba de una marca de la Standard Oil basada en la pronunciación inglesa de sus iniciales (Es + Ou), en la que Juan José Cerati consiguió trabajo de cadete a fines de los años 40, cuando su inquietud por estudiar y progresar en la vida lo trasladó de Concordia a Buenos Aires. Llegó con el contacto de su tío, Adán Guaglianone4, un pintor que le hizo lugar en la habitación que rentaba en una pensión del barrio de Barracas. Esa zona al sur de la ciudad, muy próxima al Riachuelo, supo ser próspera pero la epidemia de fiebre amarilla de 1871 hizo que las familias más pudientes se mudaran hacia la zona norte de Buenos Aires para eludir la peste del vómito negro y le quitaron el tinte residencial, otorgándole un perfil más industrial. Cuando Juan José comenzó a vivir en las calles de Barracas, le llamó la atención que algunas veredas fueran más altas que otras y que a lo largo de una cuadra hubiera tantos desniveles. Esto era para evitar los desbordes del Riachuelo que solían anegar la zona en los días de lluvia. Hoy, el barrio está muy mejorado, pero en aquel entonces proliferaban los depósitos y las fábricas, aromas nauseabundos provenientes del Riachuelo y era la continuidad del barrio de La Boca; conventillos de otros tiempos devinieron en pensiones al alcance de aquellos que no contaban con lo suficiente como para alquilar un departamento. Barracas era uno de los barrios más económicos de Buenos Aires. Hoy tiene diferentes zonas, algunas muy caras y otras que parecen detenidas en el tiempo, sin encanto, empobrecidas.

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Los Cerati venían de Mozzate, un pueblo italiano de la provincia de Como, al norte de la ciudad de Milán. Ambrogio Cerati partió de allí el 2 de agosto de 1923 con destino a la casa de un hermano de su padre Alessandro Cerati, Emilio, con la ilusión de encontrar un futuro en Concordia, a 430 kilómetros de Buenos Aires. La Argentina parecía tener un destino de grandeza un siglo atrás y Ambrogio se convirtió en Ambrosio, algo muy común en aquellos tiempos donde se anotaban los nombres según lo que escuchara el funcionario. Quizás no haya encontrado lo que soñaba, pero consiguió trabajo en el ferrocarril y el 2 de junio de 1927 contrajo enlace con otra italiana como él: María Angélica Guaglianone. Tuvieron un primer hijo en 1928, llamado Emilio en honor al tío de Ambrosio, que murió de tétanos a los pocos días del nacimiento. No se rindieron y tuvieron otros cuatro: Juan José, Luis Ángel, Delia y Dora.

Distintos fueron los orígenes de Lillian Elsa Clarke, hija de Nélida Larrondo, de sangre vasco-francesa, y Eduardo Clarke, descendiente de irlandeses. También tuvieron cuatro hijos: Eduardo Juan, Abel Esteban, Lillian y Ethel. Todos nacieron en la localidad de Coronel Suárez, al sur de la provincia de Buenos Aires, pero en 1936 se mudarían a General Alvear, una ciudad más al norte y más próxima a la Ciudad de Buenos Aires donde el jefe de familia pondría su negocio de talabartería. Preocupado por el futuro de sus hijos, Eduardo Clarke quiso que todos estudiaran y decidió el traslado final a Buenos Aires. Se establecieron en el límite de la ciudad, en el barrio de Liniers, donde alquilaron una humilde casa con local al frente y luego se mudaron a otra un poquito mejor en la calle Murguiondo, más al sur, ya en el barrio de Mataderos, más propicio para la actividad laboral de Eduardo por la proximidad al Mercado de Hacienda de Liniers5. Lillian estudió toda la secundaria en Villa Lugano, recibiéndose de perito mercantil. Hoy, en Argentina, completar los estudios secundarios es algo obligatorio; en aquellos años, era opcional, pero con el título en la mano, la salida laboral era mucho más inmediata y Lillian, que acentuaba la é de su apellido para que no la anotaran como Clark, pudo entrar a trabajar a Esso en 1954 como empleada administrativa, tras algunos trabajos más informales, incluyendo un breve paso por la compañía telefónica recientemente estatizada por el gobierno peronista. Cuando ella llegó a la empresa Juan José ya no era un cadete y había ascendido algunos peldaños dentro de la petrolera; no terminó la carrera universitaria pero su dedicación al trabajo y su buen ojo para los números lo hicieron progresar en el área contable.

“Hoy mi padre sería un stalker —se ríe Laura—, porque la seguía a mi mamá en el tranvía a la salida del trabajo. Ella no le daba mucha bolilla, entonces comenzó a silbar tangos en la esquina de su casa y se hizo amigo de mi abuelo Eduardo, que enseguida se dio cuenta de la situación”. Juan José se lo fue ganando a su futuro suegro; tenía simpatía, era cordial, su voz denotaba una seriedad considerable para su edad. Lillian resultó un poco más difícil pero Juan José fue persistente, galante y paciente. Primero tuvo que arrancarle un saludo, después una charla breve en algún pasillo, y finalmente algunos tramos de paseo por la calle Florida que desembocaron en un té en la confitería Richmond y un posterior intercambio de cartas que fue generando cercanía y, por fin, el florecimiento del amor. Un romance en cámara lenta, que prosperó, según quien lo cuente, en 1954 o 1955, y que culminó en un matrimonio celebrado en el mes de diciembre de 1957, en una iglesia de Mataderos.

Hacía tiempo ya que su tío Adán había dejado la pensión de Barracas para mudarse a la calle Boyacá del barrio de Flores. Juan José permaneció en la pensión para no incurrir en mayores gastos. Siempre fue un hombre ahorrativo; lo tuvo que ser a la fuerza en los primeros años en Buenos Aires, y era de los que creía que una restricción presupuestaria le iba a permitir acceder a mejores condiciones de vida en un futuro. Ya se había acostumbrado a Barracas y no le quedaba a mucha distancia del trabajo que lo desvelaba, donde estaban todos sus intereses: su progreso personal y Lillian, que se iría a vivir con él una vez casados. La luna de miel también fue austera: unos días en Mar del Plata, la mejor ciudad balnearia de la Argentina, que a su vez ofrecía varias opciones para todos los presupuestos.

Lillian, además de ser bellísima, era el complemento ideal para Juan José: tenía vuelo artístico e intelectual pero, al igual que él, no perdía noción de la realidad. “Mi mamá participaba en toda actividad artística que hubiera en el centro cultural de la compañía —cuenta Laura—, y actuó en varias obras. Pero mi padre no quería que ella actuara porque tenía miedo de que fuera a quedarse con otro, con algún protagonista. Hay cartas hermosas entre ellos donde aparece esa cuestión, pero mamá no claudicaba y papá iba a todos los ensayos, por lo que terminó aprendiendo todos los parlamentos. Y un día en que faltó uno de los protagonistas se subió él a reemplazarlo”.

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“Nací en Barracas… me dicen El Matador”, reía Gustavo Cerati al momento de responder —citando el célebre tema de Los Fabulosos Cadillacs— una pregunta básica de su biografía, pero la verdad es que nació en Palermo Chico, dentro del Sanatorio Mater Dei, uno de los de mejor atención de Buenos Aires gracias a la obra social del gremio petrolero al cual sus padres pertenecían por su trabajo en Esso. Gustavo arribó a este mundo a las 6.35 de la mañana, horario que en algunos tramos de su vida sería más cercano a la hora de acostarse que a la del despertar. Cuando los médicos le dieron el alta a Lillian, Juan José los llevó al nuevo hogar al que se habían mudado: ya no la pensión de la calle Olavarría sino a un departamento alquilado en la avenida Montes de Oca. Cuando Lillian quedó embarazada renunció a su empleo en Esso y también postergó sus anhelos actorales, aunque Juan José nunca la coartó. No fue una situación impuesta sino algo conversado: los esquemas de la familia argentina en 1959 eran bastante rígidos todavía; aunque la sociedad pareciera entrar en una situación de modernidad bajo el gobierno de Arturo Frondizi, todavía prevalecían en el inconsciente argentino varios de los preceptos impartidos por el general Juan Domingo Perón que gobernó el país entre 1946 y 1955, año en que fue derrocado por un golpe militar. Uno de ellos era: “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”.

En el gobierno de Frondizi, que asumió la presidencia el 1º de mayo de 1958, el petróleo sería un tema central, lo que lógicamente impactaría en el ámbito laboral de Juan José. Pero al año siguiente, el del nacimiento de Gustavo, la gran estrella política a nivel mundial sería la Revolución Cubana encabezada por Fidel Castro que tras años de lucha revolucionaria tomó el poder desde el primer día de 1959. Dentro de aquel tornado político que hizo de Cuba el primer país socialista de partido único en Latinoamérica había un argentino: Ernesto Guevara, también conocido como el Che, apelativo derivado de un modismo porteño. A poco más de treinta años de la muerte de Guevara en Bolivia, a Gustavo le pondrían una boina roja con estrella y una barba postiza para la portada de la revista D-Mode para crear un personaje insólito: Che-rati. Gustavo dijo que para él fue un desafío actoral y hasta un homenaje al romanticismo de Guevara, pero muchos lo sintieron como una afrenta, porque con el correr del tiempo, cuando Gustavo Cerati se transformó en otro argentino que exportó su propia revolución por toda Latinoamérica, se empezó a decir de él que era “un cheto”.

¿Qué es un cheto? Alguien que también, como el Che Guevara, posee distintos significados, pero básicamente se lo entiende como sinónimo de persona que viene de la riqueza, de un hogar pudiente, de un lugar de privilegio. Y Gustavo fue el primer hijo de una familia de dos trabajadores que nacieron en el interior del país, llegaron a Buenos Aires y compartieron la estrechez de una habitación en una pensión de uno de los barrios más obreros de la ciudad, para poder brindarles a sus hijos una mayor comodidad. A esas personas se las conoce en Argentina como “laburantes”, término adaptado del italiano que identifica a los trabajadores. Juan José y Lillian conocieron y escogieron las privaciones para poder ahorrar y llevar a cabo un plan de progreso para su familia. Y los años 60 fueron años de movilidad ascendente y profundos cambios culturales en Argentina. Acaso los últimos…

“Yo diría que hemos tenido padres muy fuertes —razona Laura—, muy en eje los dos. Se dividían tareas; mi padre era un tipo que se iba bien temprano con su valijita y su traje. Empezó de abajo en Esso y fue haciendo mucha carrera sin ser contador recibido. A partir de un determinado momento comenzó a tener viajes de trabajo a Estados Unidos y a Brasil. Estudiaba inglés, no le resultaba fácil pero lo hablaba. Se la pasó estudiando para poder expresarse bien en lenguaje técnico. Mi mamá dejó de trabajar con la maternidad y también postergó su pasión por el teatro y sus clases de actuación, pero eligió quedarse en casa y asumir todas las responsabilidades de nuestra crianza. Cuando nosotros fuimos más grandes terminó la carrera de Licenciatura en Ciencias de la Educación, hizo muchas prácticas en colegios secundarios y también algún posgrado como para armar un buen currículum”.

Desde su nacimiento, a Gustavo le creció el pelo bien ensortijado y ya de niño tenía una presencia especial. Era pícaro e inquieto, pero sin maldad: sus travesuras eran muchas veces cometidas más por torpeza que por desobediencia. Su simpatía natural se manifestó desde las primeras fotos, sonriente en brazos de su madre o pisando la arena de Mar del Plata en 1961. La familia se agrandó al año siguiente con la llegada de Estela y el departamento comenzó a quedar chico. Podían acceder a algo más espacioso y menos ruidoso: Juan José y Lillian disfrutaban de todo lo que la ciudad tenía para ofrecer, pero la avenida Montes de Oca era ruta obligada del tránsito que ingresaba desde la provincia de Buenos Aires a la ciudad capital: todavía no existía la autopista que hoy atraviesa Barracas. Juan José comenzó a hacer números y llegó a la conclusión de que podía acceder a un crédito hipotecario: su recibo de sueldo de Esso era la mejor garantía, no tanto por lo que percibía sino por el respaldo que le daba el poderoso nombre de la empresa petrolera. Investigó zonas posibles a través de los avisos clasificados del diario Clarín y comprobó que había muchas oportunidades: Palermo era un barrio accesible, de casas bajas, pero se encarecía en las inmediaciones de la avenida Santa Fe, y en las lejanías los medios de transporte comenzaban a ser escasos. Los barrios de moda eran Barrancas de Belgrano, Caballito y Flores, pero sus dedos subieron por el mapa y desde Palermo llegó a Colegiales.

En los 60, Colegiales era un barrio escondido, pegado a Chacarita y verdaderamente una extensión del mismo. Tenía una zona fea con descampados y una villa miseria no demasiado grande —crecería con el tiempo— donde estaba la cancha del Club Atlético Fénix. Pero cruzando la avenida Federico Lacroze el barrio era arbolado y muy tranquilo. No había plazas cerca y quedaba más lejos que Barracas con respecto al trabajo de Juan José. Tenía pros y contras, pero un día fueron con Lillian a ver un PH en la calle Virrey Arredondo 3151 y les pareció que con algunos ajustes ese podía ser el lugar. Era el último departamento de tres, el que daba al fondo; un comedor, dos habitaciones y un patio con un pino cuyas raíces luchaban contra las baldosas. La cercanía de la finalización del contrato del departamento de Barracas y un nuevo embarazo de Lillian que traería al mundo a Laura los hicieron decidirse y a comienzos de 1964 se convirtieron en vecinos de Colegiales. Gustavo comenzaría a ir al jardín de infantes al colegio Marcos Sastre que quedaba a la vuelta, en Virrey Loreto 3050. La escolarización de Gustavo le daría oxígeno a Lillian para cuidar de Estela y esperar a Laura que nació el 11 de junio. Luego de la mudanza, Juan José se concentró aún más en su trabajo, no solo por el crédito que había que pagar, sino porque debía hacer méritos para seguir ascendiendo.

“Mi papá tenía puesta la camiseta de la empresa —recuerda Laura—, y mi mamá siempre se lo criticaba. Ella consideraba que al estar siempre tan al servicio de la empresa, un día le iban a dar una patada y que nadie iba a valorar todo lo que él se había sacrificado”. En honor a la verdad, Esso era una camiseta para lucir con cierto orgullo; por medio de una publicidad agresiva en términos de inversión, la marca se impuso claramente en todo el mundo. Durante el año 1959, el mismo del nacimiento de Gustavo, se lanzó una fortísima campaña publicitaria cuyo slogan era: “ponga un tigre en el tanque” y vino acompañada de un simpático felino animado. El tigre de Esso había hecho su primera aparición a comienzos de aquel siglo en un aviso confeccionado en Noruega; se trató de un animal que fue mutando de apariencia hasta que en 1959 se consiguió la fisonomía ideal: un tigre musculoso pero servicial que apareció en todo tipo de publicidades, metiéndose en tanques de nafta y dejando huellas felinas a medida que el auto, cargado con la potente nafta, se perdía por una carretera. La Argentina de 1963 asistió a la novedad de El Reporter Esso, el primer “compacto” de noticias que se emitió desde un canal privado; lo conducía un sobrio y magnífico locutor llamado Armando Repetto y constituyó toda una novedad: el público podía enterarse de todas las noticias por televisión y no solamente por la radio.

Como si el slogan, el icónico tigre y el noticiero fueran poco, a partir de 1968 y a través de CBS Discos, Esso incursionaría en el marketing a través de una colección de discos llamada Cordialidad Musical; el tigre hacía su aparición en alguna de las portadas de la serie de álbumes que contenía distintos estilos de música, pero había una característica que predominaba sobre otras: la música ligera. La cuestión estilística es un punto de debate infinito, pero básicamente era el equivalente al easy-listening anglosajón y fue muy popular entre las amas de casa argentinas de los años 60 y 70. Era lo opuesto al estridente rock and roll, y quizás su mayor éxito haya sido el de Percy Faith y su orquesta, que colocó en la cima de los charts británicos su melosa e instrumental “Theme from ‘A Summer Place’” durante nueve semanas en febrero de 1960.

Orquestas de música ligera hubo montones. La de Mantovani no fue tan popular en el hemisferio sur; en cambio la de Ray Conniff y la de Caravelli azucararon los oídos de toda una generación, y la de sus hijos también. Particularmente en Argentina, tuvo mucho suceso Lafayette, un músico brasileño mucho más joven que los anteriores que hacía versiones de órgano y con banda, más que con orquesta, de variados éxitos de la música pop de los 60. Y hasta con alguna guitarra eléctrica en breve participación. En algún reportaje, Gustavo contó que de chico se había obsesionado con un tema de Lafayette, y es probable que haya sido uno que encontró al probar el equipo musical de su casa: lo que en esos años se llamaba un “combinado”, porque reproducía discos y también funcionaba como radio. Los LPs de Cordialidad Musical llegaban regularmente al hogar de los Cerati, porque la empresa les obsequiaba ejemplares a sus empleados, además de servir como regalos empresariales que aceitaban las relaciones públicas. Solamente se vendían en estaciones de servicio Esso con notable éxito, el que se acrecentaría cuando se pusieron a la venta los cassettes y los automóviles comenzaron a fabricarse con el dispositivo que permitía reproducirlos.

Gustavo ha mencionado esa colección en alguna oportunidad, por lo que no sería un delirio pensar que los discos de Cordialidad Musical pasaron por su cabeza a la hora de titular “De música ligera” en 1990. ¿Cuál habrá sido el tema de Lafayette que lo fascinó? Es complejo determinarlo porque el organista brasileño figura en varias de ellas. En el primer volumen de la serie, Lafayette acomete una versión de “No te duermas en el subte”, canción que conoció originalmente el éxito en la voz de la británica Petula Clark en 1967. Pero la colección de la cual Gustavo habría extraído el mágico nombre del clásico de Soda Stereo, según sus palabras, era una caja llamada Clásicos ligeros de todos los tiempos. Ha resultado imposible encontrarla y que además respondiera a las características que él señalaba. Lo más cercano que hasta el momento ha podido hallarse es otra caja titulada Gran festival ligero de los clásicos, publicada por la revista Selecciones del Reader’s Digest, tan popular en los hogares argentinos como los discos de Caravelli, Ray Conniff o Lafayette.

En los 60 los electrodomésticos marcaban el nivel de una casa. Por ejemplo, no todos los domicilios tenían teléfono y conseguir que Entel, la empresa estatal de comunicaciones, instalara uno era un trámite eterno y costoso. Pero las clases medias que constituían la mayoría de los hogares en aquella década tenían en sus domicilios una heladera, una radio, un televisor y en las familias más melómanas, un combinado. Gustavo recordaba que el de su hogar, a diferencia de los demás, tenía tres parlantes y no dos; uno ubicado al centro, donde se concentraban los graves y los otros dos mezclando frecuencias medias y agudas y produciendo el efecto estéreo. Allí debe haber escuchado ese otro álbum iniciático que ha mencionado en algunas entrevistas, un compilado que traía una canción que también lo obsesionó: “Monsieur Yamamoto”, de Hervè Vilard, un cantante pop francés de los 60. Cerati nunca explicó bien dónde la descubrió, presumiblemente por la radio, pero no era un tema que convocara a la alta rotación; típico ritmo andante del pop de los años 60, con una cadencia parecida al “Mellow Yellow” de Donovan y con cierta similitud al tema de Petula Clark interpretado por Lafayette y su órgano.

Tiene su lógica: Vilard inicia su canción emitiendo un sonido gracioso para un niño, como si imitara una trompeta, desembocando en un estribillo marchoso y épico mientras que el tema de Lafayette es más rápido pero también más melancólico. Épica y melancolía serían dos elementos que en un futuro estarían muy presentes en la música de Cerati, pero creer que estas dos canciones fueron las fuentes originarias de dichos atributos sería una desproporción. Sí es cierto que el tema de Vilard al menos giró en el combinado familiar junto con otras canciones que figuraban en el compilado Más de Modart en la Noche, en cuya portada aparece bien al centro una pareja alada, y en la esquina inferior derecha una imagen de Jerry García de Grateful Dead fumando un porro en San Francisco. Modart era lo que se llamaba una sastrería joven, marca creada por el mítico Ricardo Kleinman que juntó dos palabras en boga: Mod + Art, y tenía un programa de radio muy popular que pasaba los éxitos en inglés. Entre ellos, los muy apetecidos Beatles que no tenían en Buenos Aires la abrumadora superioridad que ostentaban en las programaciones de otras latitudes. Y es por eso que los músicos que fundaron el rock argentino seguían el programa.

A través de aquel disco de Modart, Gustavo Cerati accedió a sonidos como “Pictures of Lily” de The Who, “To Love Somebody” de Bee Gees y, sobre todo, “Purple Haze” de Jimi Hendrix, tema que le llamó la atención por el ruido que provocaba: temía que arruinara el preciado combinado familiar. Tenía ocho o nueve años, y sus intereses todavía no eran esos. Pero ya era un gran lector de historietas que sus padres le compraban. Sobre todo las de Editorial Novaro que protagonizaban héroes clásicos como Batman, Superman, Flash, Linterna Verde, Aquaman y El Hombre Halcón. Ya se había manifestado en Gustavo un gran talento para el dibujo. Era un zurdo virtuoso. “Yo dibujo con la izquierda: mi primer impulso siempre es zurdo —explicó Cerati—, y cuando era chico, era así. Dibujo con la izquierda y hoy puedo hacer el mismo trazo con la derecha en el mouse. Una especie de ambidiestro, porque no hago las dos cosas con las dos manos, eso sería un ambidiestro concretamente. Hubo una época en la que escribía como en espejito, perfecto, pero después fui dejando cosas para la izquierda y otras para la derecha. Con la izquierda escribo, dibujo y en vez de hacer reveses con la paleta cambio de mano, y también como.

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