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La merma

María Moreno

Fragmento

La merma

Soy hija de varón, una doble agente, falsa acólita, o la que le conoce “las palomitas de los calzoncillos” a la coalición masculina, como se decía en épocas fecundas en metáforas un poco soeces.

Siempre lista para robarles sus ideas, pero invertidas, con otro sentido del que ellos las pensaban aunque con su misma retórica, sus poses, también sus cobardías. Machona.

Los traiciono seduciendo a sus enemigos, no lo hago a propósito —me los han señalado ellos mismos con sus habladurías—, son mentes brillantes o ellos las vuelven brillantes con sus envidias convertidas en una especie de pasión apolínea que no cesa.

¿Son paranoicos? En todo caso, susceptibles colas de paja. Poca cosa para la hombría que han construido y que no soportan. Una palabra los une: “humillación” (su pasado es obscuro, el de todos). No hay padre que mostrar. Necesitarían varias vidas para vengarse, sus dolores no tienen fondo. Por eso festejan sus éxitos con gran alharaca (no son dandis).

Suelen reírse in crescendo, forzados, dándose manija, hasta llorar histéricos. En el fondo, cada uno quiere matar al otro.

De cuando en cuando, un pequeño éxito los hace respirar, es entonces cuando les amargo la vida. No les importa, yo no cuento salvo por lo que ando contando por ahí.

Caídos, los convenzo de lo fatuo de aquello en que han sido derrotados, los consuelo con palabras sabias que, en alguna medida, les pertenecen, pero mi insatisfacción los preocupa lo mismo que mis caprichos. Les exijo estar a la altura de sus ideales, que yo sola parezco conocer.

Día fatal: uno, el más violento, se pone furioso, grita y bebe hasta emborracharse. Termina agarrándosela conmigo. Traidora. Chupamedias. Me he metido con uno que ostenta un título universitario, un profesional trepador, encima venido de París. Eso que me acuesto con todo el mundo, aunque, claro, siempre “de la parroquia”.

Sigue la monserga, no se detiene. Mi llanto hipócrita tampoco, se diría que ni siquiera lo advierte. De pronto, traslada su cólera a otra mesa del bar donde nos reunió la madrugada. Termino salvándolo de la policía que ha sido advertida y viene en camino. Al día siguiente no hay disculpas, ni siquiera una mención del acontecimiento. ¿Qué soy? ¿Una hermana o una madre? Nunca lo supe. Otro, por carta, me llama “hija”. Y otro va a visitarme a Europa, donde me han invitado para participar de un congreso, preocupado porque tuve un accidente por el que me olvido de leer y escribir. En síntesis: todos han tenido una infancia difícil, un padre imposible que subliman en los libros que escriben. La escritura es una venganza que no cesa, es infinita en el dolor que provoca. No vacilo en echar leña al fuego: interrumpo sus conversaciones adulando a sus enemigos. Simulo estar fascinada mientras ellos me explican largamente sus objeciones.

Triunfantes por algún episodio ocasional, los bombardeo con críticas lapidarias. Soy indiscreta pero siempre hay alguno que me delata cuando mis habladurías alcanzan sus capacidades eróticas, entonces me castigan con una larga protesta insultante, luego dejan de dirigirme la palabra. Lloro a mares, con hipo, con suspiros. Obsecuentes, se asustan y me regalan un libro. Pronto vuelvo a las andadas. Me interrogan. ¿Estuve leyendo a tal? Traidora. Colonizada. Yo estuve leyendo a Colette, en el colmo de la osadía me la explican sin leerla.

Comienzo a escribir en los diarios. Más temprano que tarde exigen su página. Termino entregando una nota sobre la muerte de su maestro, cuyas aulas llenan a pesar de desconocer su idioma. Lo hago en una revista vigilada por la censura salvo en sus tapas eróticas. Los censores se ocupan de la política y mis notas no se entienden nada, por eso la necrológica del maestro pasa. Pasan mis notas tranquilizadoras por frívolas —siempre hay uno que retiene el papel y dice “tiene algo”, pero nunca se decide a rechazarla—.

Mis amigos fueron mis amantes; nunca soy “la Otra”, soy siempre “Ella”. La mayoría son trepadores y alguno se convierte en mi jefe. Piensa en llegar a ser el director, pero cuando el director se enoja porque nos conocíamos de antes, lo echa. Otros jefes me la tienen jurada, me corrigen cada coma y mi sola existencia los abruma. Los debo mirar de cierta manera pero no lo hago a propósito. Me asocian a vanguardias que se oponen a la vanguardia, mientras ellos (los otros) envejecen en un realismo con frases cortas.

Ellos tienen la misma escuela de pensamiento de la que creen transmitir el verdadero sentido y cuyas obras conocen por traducciones con un intérprete de lengua original. Exigen que les haga entrevistas y después me las leen en voz alta en el bar. Ahora todos han muerto y de mí, queda solo la mitad.

LA “OPERACIÓN”

El 3 de julio de 2021 tuve un accidente cerebrovascular que me provocó parálisis en el lado derecho del cuerpo, incluida la mano. Nunca pensaba en ella, simplemente estaba ahí para sostener lo que necesitara, sin siquiera decidirlo —dinero, manijas, llaves, los cubiertos, cualquier artefacto que sirviera para no caerme, excitar y acariciar, gestos en los que había adquirido cierta astucia, bañarme, que nunca dejó de provocarme cierto disgusto quizás porque la casa donde había pasado mi infancia se parecía bastante a la intemperie—, pero sobre todo para servirme en mis caprichosas asociaciones literarias: era la mano de escribir. Que poco antes me hubieran llamado para dirigir el Museo del Libro y de la Lengua cuando ahora hablaba en una especie de glosolalia y no podía sostener un libro ni leerlo recordaba una obra de Copi; como la vida tiene los argumentos más extravagantes, era despóticamente real. Mi mano derecha yace exangüe, lívida, sobre una plataforma de elevación; los dedos apiñados, las uñas pintadas de rojo, apenas firmes para sostener un abanico como las damas en un cuadro de Prilidiano Pueyrredón. Mi pierna derecha se siente como la del capitán Ahab, pero mucho peor escrita. No lo hago con las palabras que deseo; a estas las olvido fácilmente. Escribo las que son fruto de una negociación; a veces, otras que nunca hubiera escrito de no haber tenido un ACV. Lo hago con el índice de la mano izquierda, que se ve obligado a realizar con el dedo pulgar simples coreografías para tocar simultáneamente Alt y la tecla del signo de puntuación que pretendo.

Se asocia la disartria al retraso mental, a la media lengua de los niños. Solo los llamados subalternos dicen “no entiendo”, con firmeza, cuando en realidad son los únicos que entienden y reconocen que detrás de los fallos del lenguaje están los antiguos privilegios de clase. Los otros no se atreven a repreguntar, manteniendo una sonrisa boba.

El neurólogo y escritor Oliver Sacks mostró la existencia del inconsciente al observar en los accidentados neurológicos una imaginación que excedía las estrategias de la enfermedad al servicio del impulso reparador y, por supuesto, al soporte material del cerebro humano. En El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Un antropólogo en Marte y Veo una voz, Sacks registra unos “despertares” que evocan la prodigalidad creativa de un Leonardo: un músico que no puede diferenciar entre su esposa y una gorra pero que es genial, una escultora que no percibe sus manos y es un éxito, un sordomudo orador y lingüista. En cierta ocasión escuchó unas carcajadas convulsivas que provenían de la sala de afásicos del hospital donde trabajaba. Al entrar, descubrió que la reacción se estaba produciendo ante el discurso del presidente —Sacks no dice cuál, aunque se puede sospechar que se trata de Ronald Reagan—. Según el diagnóstico médico, ciertos afásicos no comprenden el significado de las palabras y sí, con peculiar precisión, la expresión que las acompaña, es decir, la teatralidad. Su conclusión es que a un afásico no se le puede mentir. Una mujer, Emily D, ocupante también del pabellón de afasia, sufría una enfermedad diferente, la agnosia, que le hacía comprender el sentido de las palabras pero no sus cualidades expresivas. Esta mujer determinó que el discurso del presidente no era buena prosa, es decir, desaprobó su retórica. ¿Deberían los afásicos postularse como analistas políticos?

Yo también tuve mis musas: las de la disartria. He renunciado a mis excesos barrocos y a mis enumeraciones caóticas rococó. He llegado a la síntesis por un déficit, no por voluntad. Y he ganado lectores: ahora soy transparente, mientras que mi habla se vuelve, a veces, infranqueable.

Me muevo en una silla eléctrica (ese es su alarmante nombre correcto) y mi voz suena como un shofar que imita la voz de una tortuga en el fondo del mar.

No pretendo inspirar conmiseración. Siempre estuve, en el pasado, acostada, sentada, o bien, dirigiéndome a un taxi. Los kinesiólogos insistían en que volviera a caminar con un absurdo bastón en forma de trípode. Como la condición de bípedo es una suerte de pasaporte de humanidad, lo primero que hicieron en la clínica en la que me internaron fue meterme en un bipedestador, aparato que me mantenía suspendida en el aire para comprobar si lo hacía sin desmayarme o vomitar. Sentí, en cambio, dolor en las articulaciones, ya que bipedestarme consistió en estirarme y erguirme dolorosamente.

Sospecho que el prestigio de la marcha proviene del origen militar de las naciones y su demostración de fuerza. Ya se sabe: “Más vale morir de pie que vivir de rodillas”.

No me olvido del Éxodo, pero no recuerdo el relato, solo la versión de Walt Disney donde el mar Rojo era rojo y a Moisés se le notaban, según mi mamá, los boxers debajo de la túnica.

O fue cosa de indios en busca de alimento o de enemigos en la selva cerrada donde el machete, en principio, abría el paso de una sola persona. Desmalezar exige la fila y no el grupo, a riesgo de chocarse o herirse entre sus miembros (improviso ya que tengo la impresión de no pensar).

Pensar estaba fuertemente ligado a caminar, pasearme en círculo por el cuarto, detenerme ante una ventana, abollar un papelito y masticarlo, vuelta y vuelta y solo después, sentarme y escribir lo que fuera, todo de un tirón.

Nos arrodillamos —si no no somos ateos—

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