Título original: Seveneves
Traducción: Pedro Jorge Romero
1.ª edición: abril 2016
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-435-0
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Para Jaime, Maria, Marco y Jeff
Primera parte
La era de la Luna única
La luna estalló sin aviso previo ni razón aparente. Estaba en fase creciente, a falta de un día para la luna llena. La hora era 05:03:12 UTC. Más tarde se convertiría en A+0.0.0, o, simplemente, Cero.
La primera persona de la Tierra en ser consciente de que sucedía algo extraño fue un astrónomo aficionado de Utah. Momentos antes había visto una mancha surgiendo en las proximidades de la formación Reiner Gamma, cerca del ecuador lunar. Supuso que se trataba de una nube de polvo provocada por el impacto de un meteorito. Cogió el teléfono y blogueó lo que veía, moviendo los pulgares rígidos (se encontraba en lo alto de una montaña y el aire estaba tan frío como limpio) todo lo rápido que pudo para intentar dar una primicia. No tardarían otros astrónomos en apuntar su telescopio a la misma nube de polvo. De hecho, era posible que ya estuviesen haciéndolo. Pero si lograba mover los pulgares a la velocidad adecuada, él sería el primero en comunicarlo al mundo. La fama sería suya; incluso era posible que, si el meteorito dejaba un cráter visible, lo bautizasen con su nombre.
Su nombre se olvidó. Para cuando sacó el teléfono del bolsillo, el cráter ya no existía. Tampoco existía la Luna.
Guardó el teléfono y volvió a poner el ojo en el ocular. Al no ver más que una mancha difusa de color marrón soltó una maldición; debía de haber desenfocado el telescopio sin darse cuenta. Se puso a ajustarlo. No sirvió de nada.
Acabó apartando la cara del telescopio y dirigió la vista hacia el lugar donde se suponía que estaba la Luna. En aquel momento dejó de ser un científico con información privilegiada y pasó a ser una persona no muy diferente de millones por todas las Américas, mirando boquiabierto el fenómeno más extraordinario que los humanos hubiesen visto en el cielo.
En las películas, cuando un planeta estallaba, se transformaba en una bola de fuego y dejaba de existir. No fue eso lo que sucedió con la Luna. El Agente (como la gente acabó llamando a la fuerza misteriosa responsable del hecho) emitió, es cierto, una cantidad enorme de energía, pero no tanta como para convertir en fuego la sustancia lunar.
La teoría más generalmente aceptada decía que la ráfaga de polvo observada por el astrónomo de Utah fue resultado del impacto. En otras palabras: el Agente llegó de fuera de la Luna, atravesó su superficie, alcanzó el centro y luego emitió su energía; o avanzó hasta el otro lado, depositando por el camino suficiente energía como para romper la Luna. Otra hipótesis indicaba que el Agente no era más que un dispositivo que los alienígenas, en un tiempo remoto, habían enterrado en la Luna, listo para detonar en cuanto se cumpliesen ciertas condiciones.
En cualquier caso, el resultado fue que, primero, la Luna se fracturó en siete grandes trozos, así como en innumerables fragmentos pequeños; y segundo, esas piezas se distanciaron entre sí lo suficiente como para aparecer como objetos separados —enormes peñascos puntiagudos—, pero no tanto como para seguir apartándose unas de las otras. Aquellas piezas lunares siguieron sujetas por la fuerza gravitacional, un grupo de rocas gigantescas orbitando caóticamente alrededor de su centro común de gravedad.
Ese punto, que antes había sido el centro de la Luna pero que ahora no era más que una abstracción en el espacio, seguía girando alrededor de la Tierra como había hecho durante miles de millones de años. Así que cuando la gente de la Tierra miraba al punto del cielo nocturno donde debería estar la Luna, en su lugar veía una constelación de rocas blancas rodando lentamente.
Al menos eso es lo que vieron al dispersarse el polvo. Durante las primeras horas, lo que había sido la Luna se manifestaba como una nube algo mayor que ella, que enrojeció antes del amanecer y se puso por el oeste, ante la mirada confundida del astrónomo de Utah. Asia alzó la vista para ver en el cielo una mancha de color lunar. En aquel conjunto empezaron a manifestarse puntos brillantes a medida que las partículas de polvo caían sobre las piezas grandes más cercanas. Europa y luego América disfrutaron de una imagen clara de la nueva situación: siete rocas gigantes donde debería haber estado la Luna.
Antes de que los líderes científicos, militares y políticos empezasen a usar la palabra Agente para referirse a aquello que había reventado la Luna, la interpretación más habitual de la palabra, al menos en la mente del público normal, era la del sentido de agente secreto o del FBI en las historias pulp o las películas de serie B. Puede que alguien con formación técnica la emplease con algún significado químico, como en agente limpiador. La equivalencia más cercana al uso que a partir de aquel momento tendría ya para siempre esa palabra era la que recibía en esgrima o artes marciales. En un entrenamiento con espadas, en el que un participante va a atacar y el otro va a responder de cierta forma, el atacante es conocido como agente y el que responde es conocido como paciente. El agente actúa. El paciente es pasivo. En este caso, un Agente desconocido actuó sobre la Luna. La Luna, junto con todos los seres humanos que vivían en la región sublunar, eran receptores pasivos de tal acción. Podía ocurrir que mucho después los humanos despertasen y actuaran como agentes una vez más. Pero por el momento, y durante mucho tiempo, no iban a ser más que pacientes.
Las Siete Hermanas
Rufus MacQuarie lo vio desde la oscura línea de cumbres de la cordillera de Brooks, en el norte de Alaska. Rufus trabajaba allí como encargado de una mina. Las noches despejadas cogía la camioneta y conducía hasta la cima de una montaña que él y sus hombres habían estado horadando durante el día. Sacaba el telescopio, un Cassegrain de treinta centímetros, de la parte posterior de la camioneta, lo montaba en la cumbre y miraba las estrellas. Cuando el frío se volvía ya del todo insoportable, se refugiaba en la cabina con el motor en marcha y colocaba las manos sobre las salidas de ventilación hasta que volvía a sentir los dedos. Mientras se calentaba el resto de su cuerpo, daba buen uso a esos mismos dedos comunicándose con amigos, familiares y extraños de todo el mundo.
Y de fuera del mundo.
Al estallar la Luna, y tras convencerse de que lo que veía era real, lanzó una app que mostraba las posiciones de distintos cuerpos celestes tanto naturales como artificiales. Comprobó la posición de la Estación Espacial Internacional. Resultaba que recorría el cielo a cuatrocientos kilómetros por encima y a tres mil kilómetros al sur de su posición.
Se colocó un trasto sobre la rodilla. Lo había construido en su taller. Estaba formado por una clave de telégrafo que parecía tener ciento cincuenta años, montado sobre un bloque de plástico contorneado que se fijó a la rodilla con una correa. Se lanzó a enviar puntos y rayas. La antena flexible que tenía montada en el parachoques de la camioneta llegaba hasta las estrellas.
Cuatrocientos kilómetros por encima y tres mil kilómetros al sur, los puntos y rayas llegaron hasta un par de altavoces baratos fijados con sujeciones de plástico en un conducto de un módulo abarrotado y en forma de lata que formaba parte de la Estación Espacial Internacional.
Fijado a un extremo de la ISS había un asteroide en forma de boniato de nombre Amaltea. En el improbable caso de que hubiesen podido llevarlo delicadamente a la Tierra y depositarlo en un campo de fútbol, abarcaría de una zona de penalti a la otra y cubriría por completo el círculo central. Había flotado alrededor del Sol durante cuatro mil millones de años, invisible al ojo humano y a los telescopios de los astrónomos a pesar de que su órbita era similar a la de la Tierra. En el sistema de clasificación empleado por los astrónomos, eso implicaba que se trataba de un asteroide arjuna. Como su órbita era cercana a la Tierra, los arjuna tenían una gran probabilidad de penetrar en la atmósfera de la Tierra y estrellarse contra un lugar habitado; pero por la misma razón era fácil llegar hasta ellos y atraparlos. Las dos cosas, buena y mala, llamaban la atención de los astrónomos.
Amaltea había sido descubierto cinco años antes, por medio de un enjambre de satélites con telescopios enviado por Expediciones Arjuna, una compañía de Seattle fundada por un multimillonario tecnológico con el propósito expreso de realizar explotaciones mineras en los asteroides. Lo habían identificado como peligroso, con una probabilidad de 0,01 % de chocar contra la Tierra en los siguientes cien años, por lo que habían enviado otro enjambre de satélites para lanzarle una bolsa por encima y atraerlo a una órbita geocéntrica (centrada en la Tierra, no en el Sol), que gradualmente habían hecho corresponder con la de la ISS.
Mientras tanto, se había realizado lentamente la expansión planificada en la ISS. En los dos extremos se habían añadido módulos nuevos: estructuras inflables y latas de aire enviadas por los cohetes. En una punta —el pico de la estación, pensando en que recordaba vagamente a un pájaro volando alrededor del mundo— se había establecido un hogar para Amaltea y para el proyecto de investigación en minería de asteroides que se iba a desarrollar a su alrededor. Mientras tanto, en el otro lado, se construyó un toroide —un hábitat en forma de dónut de unos cuarenta metros de diámetro— que giraba como una noria y, así, creaba una pequeña cantidad de gravedad simulada.
En cierto momento de tales mejoras, el mundo había dejado de llamarla Estación Espacial Internacional o ISS, y había empezado a referirse a ella como Izzy. Fuese coincidencia o no, se había extendido el mote más o menos cuando se asignaron los puestos de dirección de las dos estaciones a sendas mujeres. Dinah MacQuarie, quinto descendiente y única hija de Rufus, era responsable de casi todo lo que sucedía en el extremo delantero de Izzy. Por su parte, Ivy Xiao era la comandante total de la ISS y tendía a operar desde el toroide, como si estuviera en la popa.
Dinah pasaba casi todo el tiempo que estaba despierta en la parte delantera de Izzy, en una pequeña zona de trabajo —«mi taller»— desde donde podía mirar, a través de una pequeña ventana de cuarzo, a Amaltea —«mi amiga»—. Amaltea estaba formada por níquel y hierro: elementos pesados que, probablemente, se habían hundido hasta el centro caliente de un antiguo planeta que habría reventado hacía mucho tiempo tras una catástrofe primigenia. Otros asteroides estaban formados por materiales más ligeros. De la misma forma que tener una órbita similar a la terrestre era la causa de que Amaltea fuese tanto una amenaza como una opción prometedora de explotación, su densa constitución metálica había dificultado horrores moverla por el sistema solar, pero a la vez lo convertía en un objeto de estudio bastante provechoso. Algunos asteroides estaban formados, sobre todo, por agua, que podía guardarse para consumo humano o descomponerse en oxígeno e hidrógeno para servir de combustible de cohetes. En otros abundaban los metales preciosos, que podían volver a la Tierra para su venta.
Un trozo de níquel y hierro como Amaltea podía fundirse para crear materiales estructurales que se usarían para la construcción de hábitats espaciales en órbita. Hacerlo más allá de una pequeña escala de prueba exigiría el desarrollo de nuevas tecnologías. Emplear mineros humanos era imposible, ya que habría que ponerlos en órbita y mantenerlos con vida. La solución evidente eran los robots. Dinah había sido enviada a Izzy para poner los cimientos de un laboratorio de robótica que con el tiempo ocuparía a seis investigadores. Las guerras de presupuestos en Washington habían reducido esa cifra a uno.
Así era como le gustaba. Se había criado en lugares remotos, siguiendo a su padre, Rufus, a su madre, Catherine, y a sus cuatro hermanos por toda una serie de minas de roca dura en lugares como la cordillera de Brooks, en Alaska, el desierto Karoo, en Sudáfrica, y Pilbara, en Australia occidental. Su acento delataba restos de todos esos lugares. Sus padres y una serie de tutores, contratados expresamente y que nunca aguantaban más de un año, la habían educado en casa. Catherine le había enseñado los detalles más intrincados del piano y a doblar servilletas, y Rufus le había enseñado matemáticas, historia militar, código morse, a pilotar por zonas remotas y cómo volar cosas por los aires, todo antes de cumplir los doce años, cuando, por medio de una votación a mano alzada durante la cena, la habían considerado demasiado lista y demasiado problemática para la vida en la mina. La habían enviado a un internado en la costa este de Estados Unidos. Porque su familia —aunque ella no había sido consciente hasta aquel momento— tenía dinero.
En el colegio se había convertido en una futbolista destacada y se valió de su talento para conseguir una beca de atletismo para Penn. Durante su segundo año se había reventado el ligamento anterior cruzado, lo que acabó con su carrera deportiva e hizo que se dedicara en serio a estudiar biología. Eso, más tres años de relación con un chico al que le gustaba construir robots, combinado con su pasado en la industria minera, la habían convertido en la candidata perfecta para el puesto que ocupaba. Trabajando codo con codo con fanáticos de los robots en tierra firme —una combinación de investigadores universitarios, miembros autónomos de la comunidad hacker/maker y personal contratado por Expediciones Arjuna—, ella programaba, probaba y evaluaba todo un zoológico de robots, que tenían desde el tamaño de una cucaracha hasta el de un cocker spaniel, adaptados para la tarea de recorrer la superficie de Amaltea, cortar trocitos y llevarlos hasta una fundición que, como todo lo que había allí, había sido adaptada especialmente para el trabajo en el espacio. Los lingotes de acero que salían de aquel dispositivo apenas valían como pisapapeles, pero eran los primeros objetos de su clase fabricados fuera de la Tierra, y ahora mismo sujetaban papeles en despachos de multimillonarios por todo Silicon Valley, con un valor muy superior como piezas de conversación y símbolo de estatus que como objetos mercantiles.
Rufus, entusiasta radioaficionado de toda la vida que todavía se comunicaba empleando código morse con un círculo cada vez más reducido de viejos amigos dispersos por todo el mundo, había comentado que la transmisión de radio entre la superficie e Izzy era, en realidad, bastante simple, ya que estaba a la vista (al menos cuando Izzy pasaba por encima) y que la distancia no era nada para los estándares de los radioaficionados. Como Dinah vivía y trabajaba en un taller de robótica, rodeada de equipo de soldadura y demás material de electrónica, le había resultado muy fácil montarse un pequeño receptor siguiendo las instrucciones de su padre. Sujeto a un mamparo, colgaba sobre su estación de trabajo, emitiendo un tenue silbido estático que quedaba fácilmente ahogado por el rugido habitual de fondo del sistema de ventilación de la estación espacial. A veces emitía un bip.
Un astronauta que se paseara delante del extremo de Izzy donde estaba Dinah unos minutos después de que el Agente fracturara la Luna, habría visto, primero, Amaltea: un enorme y retorcido trozo de metal, todavía cubierto en algunos lugares con los restos espaciales que a lo largo de los eones habían caído sobre su evanescente campo gravitatorio, reluciendo en otros puntos donde el asteroide estaba limpio. Recorriendo la superficie había una veintena de robots que pertenecían a cuatro especies: unos que parecían como serpientes, otros que se movían como cangrejos, otros que parecían bóvedas geodésicas rodantes y otros que parecían insectos. Daban iluminación esporádica por los leds azules y blancos que Dinah empleaba para seguirlos, por los láseres que empleaban para examinar la superficie de Amaltea y por los arcos de cegadora luz violeta con los que ocasionalmente cortaban la roca.
En ese momento, Izzy estaba a la sombra de la Tierra, en el lado nocturno del planeta y, por tanto, estaba a oscuras, excepto por la luz blanca que salía de la pequeña ventana de cuarzo en una punta de la estación de trabajo de Dinah, con el tamaño justo para enmarcar su cabeza. Llevaba el pelo color paja muy corto. Nunca le había preocupado especialmente su aspecto; en la mina sus hermanos se burlaban despiadadamente de ella cada vez que se probaba ropa o cosméticos. Cuando en el anuario escolar la habían descrito como marimacho, se lo tomó como una advertencia y pasó por una fase algo más femenina, a finales de su adolescencia y hasta los veintitantos años, que concluyó cuando empezó a preocuparle si la tomarían en serio en las reuniones de ingenieros. Estar en Izzy significaba estar en internet y participar en todo tipo de procesos de selección, desde entrevistas cuidadosamente preparadas por el equipo de relaciones públicas de la NASA hasta fotos normales colgadas en Facebook por otros astronautas. Se había acabado cansando de que en gravedad cero su pelo flotase como una pelusa y, tras unas semanas de contenerlo usando gorras, decidió que no le importaba llevarlo corto. El corte del pelo había provocado terabytes de comentarios en internet por parte de hombres, y de algunas mujeres, que por lo visto no tenían nada mejor que hacer con su tiempo.
Como era habitual, estaba concentrada mirando la pantalla del ordenador cubierta de líneas de código que controlaban el comportamiento de sus robots. La mayoría de los programadores tenía que escribir código, compilarlo en forma de programas y luego ejecutarlos para ver si funcionaban bien. Dinah escribía código, lo enviaba a los robots que a unos pocos metros de distancia recorrían la superficie de Amaltea, y miraba por la ventana a ver si funcionaba. Solía dedicar más atención a los que estaban más cerca de la ventanilla, así que se producía una especie de selección natural por la que los robots que más se acercaban a la fría mirada azul de su madre adquirían más inteligencia, mientras que los que vagaban más libres por el lado oscuro nunca se volvían más listos.
En cualquier caso, o se concentraba en la pantalla o en los robots. Así había estado durante muchas horas hasta que una sucesión de bips surgió del altavoz fijado al mamparo. Desenfocó la vista temporalmente mientras su cerebro convertía las líneas y los puntos en una sucesión de letras y números: el saludo de su padre.
—Ahora no, papá —murmuró, mirando con culpabilidad filial a la palanca telegráfica de latón y roble que Rufus le había regalado: una reliquia victoriana comprada muy cara en eBay, en una batalla de pujas que enfrentó a Rufus con incontables museos científicos y decoradores de interior.
MIRA A LA LUNA
—Ahora no, papá. Sé que la Luna es bonita, pero ahora mismo estoy depurando este método.
O LO QUE ANTES ERA LA LUNA
—¿Eh?
Acercó la cara a la ventanilla y dobló el cuello para mirar hacia la Luna. Vio lo que antes solía ser y su universo cambió para siempre.
Su nombre era Dubois Jerome Xavier Harris, doctor. El nombre de pila francés era herencia de sus antepasados de Luisiana por parte de madre. Los Harris eran negros de Canadá cuyos antepasados habían llegado a Toronto durante la esclavitud. Jerome y Xavier eran nombres de santos: dos, para ir sobre seguro. La familia cubría la frontera en la zona Detroit-Windsor. Era inevitable que sus amigos del colegio lo bautizaran Doob cuando eran todavía demasiado jóvenes para entender que ese era un término coloquial para referirse a un porro. Ahora, la mayoría de la gente lo llamaba Doc Dubois, porque salía mucho por la tele, y así fue como lo presentaban los conductores de programas de entrevistas y los periodistas televisivos. Su trabajo en televisión consistía en explicar la ciencia al público general y, por tanto, servir de pararrayos para todos lo que no podían aceptar lo que la ciencia implicaba para su punto de vista y su forma de vida, y por eso manifestaban cierto tipo de ingenio estúpido para encontrar formas de refutarla.
En un entorno académico, como cuando hablaba en un encuentro astronómico o escribía artículos de investigación, era, evidentemente, doctor Harris.
La Luna estalló mientras asistía a una recepción para recaudar fondos que se celebraba en los jardines del Athenaeum, en Caltech. Al comienzo de la velada, la Luna era un disco de un azul profundo y helado que se elevaba sobre las colinas de Chino. A un observador normal le parecería que la noche era buena para mirar la Luna, al menos según lo que era habitual en el sur de California, pero el ojo profesional del doctor Harris apreciaba a su alrededor un fino reborde difuso y sabía que sería inútil apuntar hacia ella con el telescopio; al menos si la intención era hacer ciencia. Las relaciones públicas eran otra cosa; actuando más en su papel de Doc Dubois, de vez en cuando organizaba fiestas estelares durante las cuales los astrónomos aficionados apuntaban sus telescopios en el parque Eaton Canyon y miraban a éxitos seguros como la Luna, los anillos de Saturno y las lunas de Júpiter. Aquella noche sería muy adecuada para algo así.
Pero no era eso lo que hacía. Bebía un buen vino tinto con personas muy ricas, en su mayor parte de la industria tecnológica, y era Doc Dubois, el afable divulgador científico de televisión con sus cuatro millones de seguidores en Twitter. Doc Dubois sabía valorar a su público. Sabía que a los multimillonarios tecnológicos hechos a sí mismos les encantaba discutir, que a la aristocracia de Pasadena no le gustaba y que a las esposas de sociedad les gustaba que les dieran clases, siempre que fuesen breves y divertidas. Y sabía que su trabajo era engatusar a toda esa gente, de forma que luego pudiera pasárselos a recaudadores profesionales.
Volvía a la barra en busca de otra copa de pinot noir, inmerso totalmente en su papel de Doc Dubois, dando palmas en el hombro, entrechocando puños e intercambiando sonrisas, cuando un hombre lanzó un grito ahogado. Todos lo miraron. Doob temió que una bala perdida, o similar, le hubiese dado a aquel pobre hombre. Estaba inmóvil, en equilibrio sobre una pierna, mirando al cielo. Una mujer siguió su mirada y gritó.
Y Doob se convirtió en uno de algunos millones, quizá, de personas en el lado oscuro del planeta que miraban al cielo, sufriendo una conmoción tan profunda que bloqueaba las partes del cerebro encargadas de las funciones superiores... como hablar. Su primera idea, ya que se encontraban en el gran Los Ángeles, era que miraba a una pantalla negra de proyección que habían dejado caer sigilosamente desde el aire sobre el barrio y que lo que contemplaban era un efecto especial de Hollywood emitido por un proyector oculto. Nadie le había informado de que fuese a pasar algo así, pero quizá se tratase de una jugada de recaudación de fondos increíblemente estrafalaria, o puede que estuvieran haciendo una película.
Cuando recuperó la compostura se dio cuenta de que un montón de teléfonos emitían sus cancioncillas electrónicas; también el suyo. Era el llanto de una nueva era recién nacida.
Ivy Xiao ejercía el mando global de Izzy y pasaba la mayor parte del tiempo en el toroide, en parte porque allí tenía la oficina y en parte porque era más sensible al mareo espacial de lo que le gustaba admitir. Tal separación física —Ivy en el toroide, Dinah en el extremo delantero, cerca de Amaltea— simbolizaba, en la mente de muchas personas, una diferencia entre ellas que, en realidad, no existía. Otros contrastes eran más evidentes, empezando por los físicos: Ivy era diez centímetros más alta, de largo pelo negro que solía controlar haciéndose una cola, que atrapaba bajo el cuello de su mono. Tenía la constitución de una jugadora de voleibol. Criada en Los Ángeles, hija única de padres obsesionados con su educación, Ivy había hecho todos los exámenes, había participado en todos los certámenes científicos e ilustró su camino hasta Annapolis, siguiendo con un doctorado en Física Aplicada por Princeton. Solo entonces la Marina había reclamado los años de servicio que debía por su educación. Tras aprender a pilotar helicópteros, había pasado la mayor parte del tiempo en el programa de astronautas, por el que había ascendido rápidamente. Al contrario que la mayoría de los astronautas, que eran especialistas de misión —científicos o ingenieros que realizaban tareas concretas después de que el vehículo de lanzamiento hubiese llegado a su órbita—, Ivy, con su entrenamiento como piloto, también era especialista de vuelo, es decir, que sabía pilotar cohetes. Hacía mucho que habían pasado los días del transbordador STS, por lo que no había razón para controlar con una palanca de mando un vehículo alado por una pista de aterrizaje. Pero atracar y maniobrar naves espaciales en órbita era una tarea adecuada para alguien con el control motor de un piloto de helicóptero y la mente matemática de un físico.
El pedigrí, para la gente que se deja impresionar por esas cosas, era avasallador, incluso repelente. A Dinah no le importaban esas cosas. Los observadores interpretaban su comportamiento informal con Ivy como falta de respeto. Dos mujeres muy diferentes en conflicto mutuo resultaba ser una historia mucho más impresionante que la verdad. Les divertía sobremanera los esfuerzos del personal de Izzy, y sus administradores en el planeta, por salvar el abismo inexistente entre ellas. O, lo que no hacía tanta gracia, por explotarlo en aras de complejas maquinaciones políticas.
Cuatro horas después de la explosión de la Luna, Dinah, Ivy y el resto del personal de la ISS se reunieron en la Banana, que era el nombre que daban a la sección ininterrumpida más larga del toroide giratorio. La mayor parte del toroide estaba dividida en segmentos lo suficientemente cortos como para que el cerebro pudiese engañar al ojo haciéndole creer que el suelo era plano y que la gravedad siempre seguía la misma dirección. Pero la Banana era lo bastante larga como para dejar claro que el suelo era, efectivamente, curvo en unos cincuenta grados de arco de un lado al otro. La gravedad en un extremo seguía una dirección diferente al otro extremo; por tanto, la larga mesa de conferencias también era curva. La gente que entraba por un lado habitualmente miraba cuesta arriba al lado opuesto, pero al moverse no experimentaba ninguna sensación de ascender. Era común que los recién llegados pensaran que todo cuanto pusieran sobre la mesa rodaría hacia ellos.
Las paredes eran de un amarillo muy claro. Había un equipo audiovisual inoperativo de los habituales que en teoría mostraba emisiones en vivo del personal de tierra y les permitía, en principio, mantener teleconferencias con colegas de Houston, Baikonur o Washington.
Al comenzar la reunión en A+0.0.4 (año cero, día cero y cuatro horas desde que el Agente actuase en la Luna), no funcionaba nada, por lo que los ocupantes de Izzy tuvieron unos minutos para hablar entre ellos, mientras Frank Casper y Jibran Haroun toqueteaban conectores, tecleaban órdenes y lo reiniciaban todo. Al ser miembros relativamente nuevos del equipo, Frank y Jibran habían cometido el error de dejar claro que se les daban bien esas cosas, por lo que siempre les tocaba hacerlas. También era cierto que a ambos les resultaba más cómodo ocuparse de las máquinas que charlar.
«Singularidad primordial» fue lo primero que oyó Dinah al entrar flotando en la sala. Allí la gravedad era solo una décima parte de la de la Tierra y caminar no era la palabra adecuada para la forma que tenían de moverse; era más bien algo a medio camino entre andar y volar, una especie de paso largo y saltarín.
El que había pronunciado aquellas palabras era Konrad Barth, un astrónomo alemán. Por la reacción de los demás, quedó claro que Ivy, sentada justo delante de él al otro lado de la mesa, era la única persona de la Banana que tenía idea de a qué se refería.
—¿Y eso es? —preguntó Dinah, para quien ese tipo de preguntas se había convertido en parte de su papel. Los otros tendían a adorar a Ivy o tenían tanto miedo de manifestar ignorancia que no preguntarían.
—Un pequeño agujero negro.
—¿A qué viene lo de primordial?
—La mayoría de los agujeros negros se forma durante el colapso gravitatorio de una estrella —respondió Ivy—. Pero según una teoría algunos se formaron poco después del Big Bang. El universo era un lugar grumoso. Es posible que algunos de esos grumos fuesen tan densos que sufriesen el colapso gravitatorio. Podrían producir agujeros negros que en lugar de pesar lo que una estrella podrían ser mucho más pequeños.
—¿Cómo de pequeños?
—No creo que haya límite mínimo. Pero lo importante es que uno de esos agujeros negros podría recorrer el espacio sin ser visto, atravesar por completo un planeta y salir por el otro lado. Alguien teorizó que eso sucedió en Tunguska, pero se demostró que no fue así.
Dinah sabía lo de Tunguska porque a su padre le gustaba comentarlo: una inmensa explosión en Siberia, cien años antes, que había derribado millones de árboles en medio de ninguna parte.
—Fue una gran explosión —dijo Dinah—, pero no suficiente como para volar la Luna.
—Volar la Luna precisaría de uno más grande, a mayor velocidad —dijo Ivy—. No es más que una hipótesis.
—Pero ¿ya se ha ido?
—Ya estaría muy lejos. Como una bala que atravesara una manzana.
A Dinah le llamó la atención que estuviesen hablando de algo así como si tal cosa. Pero no había otra forma de tratar la cuestión. Las emociones no tenían espacio suficiente como para aceptar algo de tal calibre. Además, de momento no era más que un efecto visual, como algo que se ve en una película sin sonido.
—¿Afectará a las mareas? —preguntó Lina Ferreira. Como bióloga marina, era natural que a Lina le preocupasen las mareas—. Hay que tener en cuenta que las produce la gravedad lunar.
—Y la del Sol —dijo Ivy asintiendo y con una breve sonrisa. Por eso ella era la encargada de Izzy y no Dinah. Ella estaba dispuesta a corregir a una bióloga marina en una sala llena de gente, pero sabía hacerlo sin molestar—. La respuesta es que, sorprendentemente, el cambio será muy pequeño. La masa de la Luna sigue ahí, muy cerca de donde estaba antes, solo que se ha extendido un poco. Pero los trozos todavía mantienen el mismo centro de gravedad colectivo, siguiendo la misma órbita que la Luna anteriormente. Las tablas de mareas seguirán funcionando.
Dinah mantenía la expresión neutral, pero disfrutaba de la habilidad de Ivy para hablar de ciencia con el entusiasmo de una niña empollona a pesar de lo inquietante de la situación. Por eso siempre entrevistaban a Ivy, mientras que a Dinah tenían que sacarla a rastras de su nido de robots y repetirle, una y otra vez, que sonriese. La clave era el tono de voz; cuando Ivy daba órdenes o leía una presentación en PowerPoint, su voz era cortante y militar, pero al hablar de ciencia, el rostro se le iluminaba y su voz adoptaba una vaga cadencia cantarina como del mandarín.
—¿De dónde sacas todo eso? —preguntó Dinah, ganándose las miradas de sorpresa o desaprobación de algunos a los que les preocupaba que estuviese siendo demasiado brusca con la jefa—. Solo han pasado, ¿cuánto, cuatro horas?
—Como es de esperar, hay ya muchos hilos de comentarios llenos de ruido y también algunas listas de correo dedicadas a ello que empiezan a aparecer a raíz de la situación —explicó Ivy.
En el monitor ligero colocado en uno de los extremos de la larga mesa apareció una pantalla azul, que quedó de inmediato reemplazada por un logotipo de la NASA.
—Vale, ya lo tengo —murmuró Jibran, quien dio un salto lateral hacia una silla.
Miraban al entorno habitual de la sala de control de la ISS, que se encontraba en el Centro Espacial Johnson, en Houston. El director de la misión estaba sentado frente a la cámara, acariciando su iPad. No parecía ser consciente de que la cámara estuviese activada. Momentos después oyeron una puerta fuera de plano. El director, que era un antiguo militar, se puso en pie por pura costumbre. Alargó la mano y saludó a una mujer que entró por la derecha: la administradora segunda de la NASA, la persona número dos en el escalafón de la organización y una visita muy poco habitual en esas reuniones. Se trataba de una astronauta retirada llamada Aurelia Mackey, vestida para moverse en el entorno de Washington D.C., donde pasaba la mayor parte del tiempo.
—¿Estamos conectados? —preguntó a alguien fuera de cámara.
—Sí —respondieron varias personas en la Banana.
Lo que tomó por sorpresa a Aurelia. Claro está, tanto ella como el director ya habían empezado con una expresión de estupefacción.
—¿Cómo estáis hoy? —dijo Aurelia, con una voz profesional absolutamente neutral, como si no pasase nada importante. Iba en piloto automático mientras el cerebro se ajustaba a los acontecimientos.
—Bien —dijeron algunos de los presentes en la Banana, acompañados de algunas risas nerviosas.
—Estoy segura de que sois conscientes de lo sucedido.
