Fermentados

Tomás Linch
Catalina Linch

Fragmento

Introducción

Debo confesar que cuando vi el frasco me asusté. En su interior, una suerte de repollo se apretujaba contra cebollas de verdeo, zanahorias y nabos en un líquido colorado y algo espeso.

–Es kimchi y es picante. Muy picante –dijo mi amigo Antonio Park. Y lo que no dijo subió por mis fosas nasales y se quedó grabado en mi sistema límbico de una vez y para siempre.

Aquella noche, hace más de una década, ocurrió la epifanía que me trajo hasta aquí. Una revelación que marcó un inesperado camino que parece no tener fin.

Después de mi primer choripán con kimchi, volví a casa con la boca ardiendo y las papilas gustativas saltando en una pata. La curiosidad y el subidón de serotonina y dopamina me tuvieron frente a la computadora durante largas horas. ¿Bacterias? Pero ¿las bacterias no nos enferman? ¿Levaduras como las del vino? ¿Dejar las cosas a temperatura ambiente para que se pudran? ¿Controlar su pudrición? Lo que estaba leyendo iba en contra de todo lo que me habían enseñado. Cuando la información de Internet dejó de ser suficiente, revisé toda mi biblioteca y separé los libros que necesitaba mientras encargaba otros online, con envío extrarrápido. Recuerdo haberme acostado al amanecer, excitado y consciente de que había descubierto algo. Gracias a la inmigración coreana en la Argentina y a la abuela de Antonio, la magia de la fermentación me había sido revelada.

Desde aquel día debo haber leído unos trescientos libros sobre el tema y sus consecuencias, desde los orígenes de las bebidas alcohólicas en la Mesoamérica precolombina hasta los más modernos recetarios de multipremiados restaurantes daneses. ¡Y papers! Miles de estudios científicos que discuten los efectos de la fermentación en los vegetales y en nuestro cuerpo, así como otros miles de trabajos sobre la microbiota y el eje cerebro-intestino. Y varios documentales. Y cientos de videos en YouTube.

Soy un nerd. Lo asumo. Necesito saberlo todo sobre un tema antes de ponerme a explicarlo. En realidad, tengo que saberlo todo y después encuentro el porqué. O el para qué.

En paralelo comencé a pudrir cosas. Todo lo que llegaba a mis manos. Empecé haciendo sauerkraut y kimchi, hasta probar con todo tipo de vegetales. Después me metí con las bebidas: kéfir, kombucha, tepache. Fermenté leches y semillas, legumbres, raíces y rizomas. Hice pan de masa madre y manteca a partir de kéfir. Hice yogur de coco y queso de cajú. Hice alcoholes y vinagres. Salsas, condimentos y cientos de cosas más. Todavía fermento el arroz y la avena antes de cocinarlos.

Más allá de la experimentación, con el tiempo armé una especie de rutina para incorporar la fermentación en mi alimentación cotidiana. Al principio no cambié demasiado lo que comía, solamente incorporé los fermentados por una simple y gran razón: todo era más rico. El aburrido repollo blanco se transformó en chucrut, un exquisito manjar ácido, salado y apenas dulce que además lograba digerir fácilmente. Los rabanitos, los pepinos y las coliflores se transformaron en bombas de sabor. El arroz, después de dos días en agua, adquiere un leve sabor mantecoso al cocinarse. Abandoné el insulso queso blanco industrial por el labneh, una preparación ancestral de Medio Oriente que no es otra cosa que yogur filtrado. Y así, sin querer, mi casa se llenó de frascos y botellas.

Por otro lado, con el tiempo, el consumo sostenido de estos alimentos provocó cambios notables en mi organismo: mi metabolismo se había ordenado, tenía más energía, dormía mejor, me enfermaba menos y esas típicas gripes invernales me duraban solamente un día o dos.

Sé que muchos de ustedes llegan a este libro buscando en los alimentos fermentados una respuesta a algún problema de salud. Y, si bien me extenderé más adelante sobre este tema, tengo que ser taxativo: los fermentados no curan. Sin embargo, pueden aportar herramientas –junto con otros hábitos– para que nuestro cuerpo encuentre ese equilibrio tan deseado que la ciencia denomina “homeostasis”.

Supongamos que nuestra salud es un barco. Su intención es estar siempre a flote y navegar por aguas tranquilas. A eso tiende su naturaleza, aunque el mar se la complique y aparezcan las tormentas del estrés o las altísimas olas de la comida chatarra que lo hunden como si fuera un submarino. Los alimentos fermentados son como una suave brisa, parte de la ayuda que ese barco necesita para flotar y hacer del viaje un paseo agradable. Complementan el ejercicio físico, dormir bien y todas esas cosas que conocemos. Los alimentos fermentados no curan, pero ayudan a tu organismo a encontrar el equilibrio de la salud.

Fermentar me llevó a viajar y a conocer gente maravillosa, entre ellos a la venerable Sunjae, una monja budista y cocinera coreana a la que accedí gracias al cariño de mi amigo el chef Federico Heinzmann. En la parte de atrás de uno de sus templos, Sunjae tiene cientos de onggis –vasijas de fermentación– donde prepara sus kimchi y otras delicias.

–En Occidente son esclavos del sabor –me dijo mientras yo comía sus fermentados, los más perfectos que probé en mi vida–. Nosotros pensamos distinto. Primero tienen que ser saludables y después, casi sin buscarlo, el sabor aparece.

–¿No hay una contradicción? –pregunté–. Porque lo que estoy comiendo ahora es lo más rico del mundo.

–Puede ser –dijo–. Aquí las contradicciones no las resolvemos. Las mantenemos tirantes. Es nuestra forma de vida.

Aquella frase todavía resuena en mí. La magia de los alimentos fermentados que me fuera revelada también guarda su contradicción: ¿por qué conservamos y comemos alimentos fermentados? ¿Por tradición, porque son saludables, baratos y sustentables, o solo porque son ricos?

No existe cultura que no utilice la fermentación en su gastronomía. En la búsqueda de conseguir sabores más profundos, de conectarse con los dioses o de mejorar el equilibrio de la salud, todas las cocinas han echado mano de este recurso tan antiguo como perseverante. Tal vez haya llegado la hora de terminar con las preguntas, quitarnos los miedos y empezar a pudrirlo todo.

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