El oráculo de la noche

Sidarta Ribeiro

Fragmento

cap-1

1

¿Por qué soñamos?

Cuando tenía cinco años de edad, el niño pasó por un periodo perturbador en el que todas las noches tenía la misma pesadilla. En el sueño vivía sin parientes cerca, solo en una triste ciudad bajo un cielo lluvioso. Gran parte del sueño transcurría en un lodazal de callejones que circundaban lúgubres construcciones. La ciudad, cercada por alambradas de púas e iluminada por insistentes relámpagos, parecía más bien un campo de concentración. El chaval y los otros niños del lugar llegaban invariablemente a una espantosa casa habitada por brujas caníbales. Uno de los pequeños —nunca el niño— entraba en el edificio de tres plantas y todos se quedaban observando sus ventanas oscuras, esperando a que una de ellas se iluminara de repente y revelara el perfil del chico y de las brujas. Se oía un grito horripilante y así terminaba el sueño, que se repetía cada noche con todo lujo de detalles.

El niño desarrolló pánico a acostarse y comunicó a su madre la decisión de no volver a dormirse nunca más con el fin de evitar la pesadilla. Permanecía inmóvil en la cama, solo en su habitación, luchando ansiosamente contra el sueño, decidido a mantener la vigilia. Pero al final acababa rindiéndose y después de unas horas volvía a empezar todo de nuevo. El temor de ser el niño elegido para entrar en la casa era tan grande que no le permitía evitar la repetición de la trama y hacía que cayera una y otra vez en la misma trampa onírica. Su diligente madre le enseñó a pensar en jardines llenos de flores cuando se quedaba dormido, lo que calmaba el comienzo del sueño. Pero después de la oscura cortina de la medianoche, la pesadilla regresaba de forma inexorable, como si no fuera a dejar paso a la madrugada.

Poco tiempo después comenzó sesiones de psicoterapia con un excelente especialista. De esa época solo le quedan recuerdos de juegos de mesa guardados en una bonita caja de madera en el consultorio. En algún momento el psicólogo, hábil, sugirió controlar el sueño de alguna manera. Y entonces otro sueño sustituyó a la pesadilla de las brujas.

También tenía un argumento desagradable, aunque ya no de terror, sino de un suspense hitchcockiano con una sorprendente edición de imágenes. El thriller se vivía en tercera persona: el niño no veía el sueño a través de sus ojos, sino desde fuera, como si estuviera viendo una película sobre sí mismo. El sueño, que transcurría en un aeropuerto y siempre terminaba del mismo modo, se repetía todas las noches. Había un compañero adulto de pelo oscuro que ayudaba al niño a buscar a un criminal demente. El niño no lograba encontrarlo y abandonaba la estancia con su amigo. Pero entonces, para su gran ansiedad, un «movimiento de cámara» mostraba al criminal que buscaban, bocabajo, colgado del techo del vestíbulo como una enorme araña en una grieta entre las paredes… Lo más perturbador era no haberlo visto antes, aunque había estado presente todo el tiempo.

Después de algunas sesiones más de psicoterapia lúdica y conversaciones sobre el control de los sueños, el niño desarrolló una tercera trama onírica, ya no una pesadilla, sino un sueño de aventuras, lleno de peligros pero acompañado de mucho menos miedo y ansiedad. Se trataba de la caza de un tigre en la selva india; el niño aparecía a todas luces como un héroe, un Mogli con ropa de colonizador británico, observado desde fuera en tercera persona. El mismo amigo adulto de pelo oscuro lo acompañaba al principio del sueño a través de una densa vegetación hasta que veían acantilados y un mar agitado. En el lado derecho del campo visual había una isla elevada, pequeña y rodeada de despeñaderos, y al fondo el sol se ponía en colores fuertes bajo un cielo gris. El final de la tarde se acercaba y era casi imposible ver la cara del amigo. El niño advertía la presencia de un tronco que conectaba el continente con la isla; suponía que el tigre estaba escondido allí y proponía a su amigo acorralarlo. Este se mostraba de acuerdo, pero explicaba que a partir de ese momento el niño tendría que seguir solo. El chaval avanzaba con un rifle en la mano y comenzaba a cruzar el tronco, manteniendo el equilibrio a varios metros de un mar verdoso y enfurecido cubierto de espuma blanca. Las nubes se abrían, el sol poniente aparecía y el horizonte se teñía de naranja, rojo y violeta. El niño pisaba el suelo de la isla y miraba la maleza con el rifle en ristre, imaginando que apuntaba al tigre detrás de las hojas. Y entonces, de repente, se daba cuenta de que el animal se había situado a su espalda, sobre el tronco. El acorralado era él.

Incluso antes de la llegada del miedo, el niño decidía lanzarse al mar sin pensarlo más. Caía desde arriba y, cuando golpeaba contra el agua, el sueño adoptaba de repente la primera persona, con una vivacidad aumentada por el brusco encuentro del cuerpo caliente con el agua fría. Advertía que estaba soñando y veía con sus propios ojos el mar oscuro que lo rodeaba. Por un instante todo se volvía gris; luego empezaba a nadar para rodear la isla, pero tenía miedo, y el temor le hacía advertir un enorme tiburón a su lado. El susto y el suspense ralentizaban el tiempo; a continuación todo se calmaba. Entre el mar y el cielo cada vez más oscuros, el niño seguía nadando tranquilamente junto al gigantesco tiburón, y nadaba y nadaba por la noche y no pasaba nada malo hasta el día siguiente… Poco tiempo después de comenzar a soñar con el tigre y el tiburón, estas tramas oníricas abandonaron al niño para nunca más volver. Desaparecieron las pesadillas, pasó el miedo a dormir, y la paz de la noche volvió a su casa.

CLARO ENIGMA

¿Cómo dar sentido a tantos símbolos, a tanta riqueza de detalles? ¿Cómo explicar la repetición tan fidedigna de la trama? ¿Y la repentina aparición y desaparición de esta serie onírica? ¿Cómo lidiar con las pesadillas recurrentes que incluso llegan a suscitar miedo a quedarse dormido? Proporcionar respuestas a estas preguntas requiere entender los orígenes y las funciones del sueño.

Durante la vigilia —de día o de noche, pero con los ojos bien abiertos—, experimentamos una sucesión de imágenes, sonidos, sabores, olores y toques. Despiertos, vivimos sobre todo fuera de la mente, porque nuestros actos y percepciones están ligados al mundo fuera de nosotros. Entonces, con mayor o menor periodicidad —de noche o de día, pero con los ojos bien cerrados—, entramos en ese estado de inconsciencia en el que se apaga la pantalla de la realidad. Poco recordamos de este sueño tan familiar y reparador, por lo que es común pensar que se trata de una ausencia total de pensamientos. El sueño se presenta como una «no vida», una «pequeña muerte» cotidiana, aunque esto no sea cierto. Hipnos, el dios griego del sueño, es hermano gemelo de Tánatos, el dios de la muerte, ambos hijos de la diosa Nix, la Noche. Transitorio y en general placentero, Hipnos es profundamente necesario para la salud mental y física de cualquier persona.

Algo muy diferente sucede durante el curioso estado de vivir para dentro al que llamamos «sueño». Allí reina Morfeo, que da forma a los sueños. Hermano de Hipnos según el poeta griego Hesíodo, o hijo de Hipnos según el poeta romano Ovidio, Morfeo lleva los mensajes de los dioses a los reyes y lidera una multitud de hermanos, los Oniros. Estos espíritus de alas oscuras emergen todas las noches a través de dos puertas, una hecha de cuerno y la otra de marfil, como una bandada de murciélagos. Cuando cruzan la puerta de cuerno —material que, cuando se vuelve muy fino, es transparente como el velo que recubre la verdad—, generan sueños proféticos de origen divino. Cuando pasan por la puerta de marfil —siempre opaco, incluso cuando queda reducido al grosor mínimo—, provocan sueños engañosos o sin sentido.

Si los antiguos se dejaban guiar por los sueños, la confianza en ellos de los contemporáneos es mucho menor. Casi todo el mundo sabe qué es el sueño, pero pocos lo recuerdan al despertar por la mañana. El sueño en general se nos presenta como una película de duración variable, de comienzo a menudo indefinido, pero que casi siempre lleva a un desenlace concluyente. En una definición preliminar, el sueño es un simulacro de realidad hecho de fragmentos de recuerdos. Normalmente participamos en él como protagonistas, lo que no significa que tengamos control sobre la sucesión de acontecimientos que constituyen la trama onírica. Al actuar en él sin conocer su guion y dirección, muchas veces experimentamos sorpresa e incluso euforia. De igual modo, es común que el sueño escenifique situaciones de gran frustración o decepción.

A pesar de reflejar las preocupaciones de quien sueña (es decir, del «soñante»), el curso del sueño es casi siempre impredecible. La lógica de los acontecimientos es fluida y errática en comparación con la realidad. La sucesión de imágenes se caracteriza por discontinuidades y cortes abruptos que no experimentamos cuando estamos despiertos. En los sueños, un personaje o lugar puede transformarse en otro con increíble naturalidad, revelando el poder de transmutación de las representaciones mentales. La secuencia entrecortada de los símbolos determina un tiempo caracterizado por lapsos, fragmentaciones, condensaciones y dislocaciones, lo que genera múltiples e incluso dispares capas de significado. El arco de posibilidades del sueño es muy amplio y bordea lo insólito, lo inverosímil y lo caótico.

La interpretación de un sueño presupone la comprensión profunda del contexto real y emocional del soñante y puede ser extremadamente transformadora. ¿Por qué ese niño soñaba de forma recurrente con brujas, criminales, tigres y tiburones? ¿Sería suficiente señalar que evocaban el tiburón de Steven Spielberg o el macabro encuentro de Blancanieves con la vieja bruja malvada en la película de Walt Disney, ambos frecuentes en las pantallas de la época? ¿Qué denotan los elementos y las tramas de estas pesadillas tan nítidas y llenas de emoción? ¿Significan algo? ¿Hay lógica detrás del sueño? ¿Es el sueño un hecho explicable de la experiencia humana o un arcano insondable? ¿Soñar es un accidente o una necesidad?

Meses antes de la aparición de la primera pesadilla, un domingo al atardecer, el padre del niño murió fulminado por un ataque al corazón. La madre reaccionó con serenidad al principio, pero unos meses después, viuda con dos hijos que criar, trabajando todos los días y asistiendo a la universidad a intervalos, cayó en una fuerte depresión. Al hermano menor le llevó meses preguntar dónde estaba el padre.

Fue en este contexto de sufrimiento familiar en el que surgió la terrible y recurrente pesadilla de las brujas. Ilustraba con gran riqueza de detalles el sentimiento de orfandad, así como la soledad del miedo a la muerte, descubierta de repente como algo real. Era una situación irreversible y crónica, y el niño no veía la luz al final del túnel. El sueño repetitivo expresaba ese callejón sin salida que parecía concreto e ineludible en aquel momento.

La intervención profesional fue positiva. Poco después del comienzo de la psicoterapia, el sueño de las brujas dio lugar al del detective y el criminal. El terror dio paso al suspense, la inexorabilidad del sacrificio a las brujas dio lugar a una misión y el niño comenzó a tener un amigo adulto de pelo oscuro, como su padre y el mismo terapeuta. El escenario del sueño ya no era el campo de concentración de la orfandad, sino un aeropuerto, un lugar desde donde se parte hacia muy lejos.

Pronto apareció el tercer sueño, la caza del tigre y el nado con el tiburón; la aventura sustituyó al suspense, la separación de la figura paterna fue aceptada como necesaria y la lucidez al final del sueño dejaba claro que el tiburón no devoraría al niño. En el recuerdo, la comprensión de que el viaje es solitario se quedó grabada en naranja, rojo y violeta. El crepúsculo del sueño tenía los colores del momento en que mi padre cayó desplomado, un domingo tan antiguo como inolvidable.

RUIDO, TRAMA Y DESEO

Aunque explicada por un hecho relevante de la vigilia, la serie de sueños del niño que fui tiene una dimensión de fantasía y metáfora que la sitúa más allá de la memoria traumática. Si bien la reactivación de los recuerdos está en la raíz de las funciones cognitivas del sueño y de los sueños, no basta para explicar la complejidad simbólica que caracteriza a la narrativa onírica. No es común soñar con la repetición exacta de las experiencias de la vigilia. Por el contrario, la mayoría de los sueños se caracteriza por la intrusión de elementos ilógicos y asociaciones imprevistas. Los sueños son narrativas subjetivas, muchas veces fragmentadas y compuestas de elementos —seres, cosas y lugares— que interactúan con una autorrepresentación de la persona que sueña, que por norma general solo observa el despliegue de una trama. Los sueños varían en intensidad, y van desde impresiones confusas y débiles hasta intrincadas epopeyas de vívidas imágenes y sorprendentes giros inesperados. A veces pueden ser del todo agradables o solo desagradables, pero en general se caracterizan por una mezcla de emociones. También pueden anticipar acontecimientos del futuro inmediato, en particular cuando quien sueña experimenta ansiedad y expectativas extremas, como en los sueños de los estudiantes en vísperas de exámenes difíciles, a menudo repletos de detalles de contexto y contenido.

Aunque es imposible mapear todas las tramas oníricas, no hay duda de que los sueños tienen elementos típicos. Entre los guiones clásicos, encontramos los sueños marcados por su carácter incompleto: el sueño moderadamente desagradable en el que nos descubrimos desnudos, no preparados para un examen o atrasados de forma irremediable de cara a un compromiso, en el que perdemos los dientes o nos separamos en mitad de un viaje de una persona importante a la que buscamos sin lograr reencontrar. En cuanto a los personajes, se suele soñar a menudo con familiares, amigos cercanos y personas con las que nos relacionamos en el día a día, aunque soñar con extraños también es posible, e incluso frecuente en ciertos momentos de la vida.

Cualquier persona que sueñe y que sea mínimamente introspectiva recuerda sin duda tres tipos básicos de sueños: la pesadilla, el sueño gozoso y el sueño de persecución (por lo general infructuoso) de algún objetivo. La pesadilla corresponde a situaciones desagradables que no tenemos el poder de controlar o evitar. La inminencia de la agresión y el miedo dan la tónica del mal sueño, que se sustenta en el anticipo del temido desenlace. Casi nadie experimenta su propia muerte en sueños, porque en general despertamos antes de que ocurra, quizá debido a nuestra gran dificultad para activar, incluso en sueños, representaciones cerebrales incompatibles con la creencia en la propia vida.

El sueño gozoso es lo opuesto a la pesadilla: presenta situaciones placenteras desprovistas de cualquier matiz de conflicto. Este tipo de sueño a menudo alimenta deseos que serían imposibles en la vigilia, de modo que satisface de forma plena e irreal a la persona que se entrega a él. Pero los dos extremos de gozo y terror no describen la mayoría de los sueños que tenemos. Para soñar con emociones tan fuertes hay que vivirlas en la vigilia. La materia del sueño son los recuerdos, nadie sueña sin haber vivido. En palabras de Jonathan Winson (1923-2008), uno de los pioneros en el estudio neurobiológico de los sueños, «los sueños simplemente reflejan lo que le pasa a quien sueña en ese momento».

REAPRENDER A SOÑAR

Describir los sueños nada más despertar es una práctica sencilla que enriquece enormemente la vida onírica; en pocos días aquellas personas que nunca los habían recordado comienzan a llenar páginas y más páginas de su diario de sueños, el «sueñario», recomendado desde la Edad Antigua para estimular la rememoración onírica. El sabio Macrobio postuló en el siglo V que la investigación de los sueños depende ante todo del registro fidedigno del sueño reportado. En el siglo XX, los psiquiatras Sigmund Freud (1856-1939) y Carl Jung (1875-1961) hicieron de la interpretación de estos registros una nueva ciencia sobre la mente humana, la psicología profunda.

Pero no es necesario frecuentar el diván psicoanalítico para relatar e interpretar sueños. Basta con un poco de autosugestión antes de dormir, junto con la disciplina de permanecer inmóvil en la cama al despertar, para que se abra la prolífica caja de Pandora. La autosugestión puede consistir en repetir, un minuto antes de acostarse: «Soñaré, lo recordaré y lo contaré». Al despertar, con papel y lápiz en la mano, la persona hará un esfuerzo de entrada para recordar lo soñado. Al principio la tarea parece imposible, pero rápidamente aparecerá una imagen o escena, aunque sea un tanto borrosa. La persona debe aferrarse a ella, activando su atención para aumentar la reverberación de la memoria del sueño. Es este primer recuerdo, aunque sea frágil y fragmentado, el que servirá como pieza inicial del rompecabezas, la punta de la madeja que hay que desenrollar. Los recuerdos asociados a él comenzarán a revelarse a través de su reactivación.

Si el primer día este ejercicio solo reporta unas pocas frases inconexas, después de una semana es frecuente llenar páginas enteras del sueñario, con varios sueños independientes recopilados después de un único despertar. La verdad es que soñamos durante casi toda la noche, e incluso en la vigilia, aunque a eso lo llamemos «imaginación».

El sueño es esencial porque nos permite sumergirnos profundamente en los subterráneos de la conciencia. En este estado experimentamos una amalgama de emociones, algo como una colcha hecha de retazos de emotividad. Pequeños desafíos, modestas derrotas y victorias cotidianas generan un panorama onírico en el que reverberan las cosas más importantes de la vida, pero que en conjunto tiende a no tener sentido. Cuando la existencia fluye mansa, es difícil interpretar el galimatías simbólico de la noche.

Por otra parte, no se puede negar, ni a las personas ricas, el derecho o la fortuna de ser atormentadas por pesadillas recurrentes, de íntimo significado. Pero para quienes sobreviven al margen del bienestar, para los que realmente temen día y noche por su propia vida, para los miles de millones que no saben si mañana tendrán algo que llevarse a la boca, algo con lo que vestirse o dónde dormir, soñar es casi siempre algo lacerante. En la vida del superviviente de guerra, del prisionero o del mendigo, el sueño es un tobogán de afectos en tonos deslumbrantes de vida y muerte, placer y dolor en los extremos del deseo.[1]

El químico y escritor italiano Primo Levi (1919-1987), superviviente del exterminio nazi en Auschwitz, relató una pesadilla recurrente tras su doloroso regreso a Turín:

Es un sueño que está dentro de otro sueño, distinto en los detalles, idéntico en la sustancia. Estoy a la mesa con mi familia, o con amigos, o trabajando, en una campiña verde: en un ambiente plácido y distendido, aparentemente lejos de toda tensión y todo dolor; y sin embargo experimento una angustia sutil y profunda, la sensación definida de una amenaza que se aproxima.

Y, efectivamente, al ir avanzando el sueño, poco a poco o brutalmente, cada vez de modo diferente, todo cae y se deshace a mi alrededor, el decorado, las paredes, la gente; y la angustia se hace más intensa y más precisa. Todo se ha vuelto un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y turbia, y precisamente sé lo que ello quiere decir, y también sé que lo he sabido siempre: estoy otra vez en el Lager [Konzentrationslager, un campo de concentración nazi], y nada de lo que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos, un sueño: la familia, la naturaleza, las flores, la casa. Ahora este sueño interior al otro, el sueño de paz, se ha terminado, y en el sueño exterior, que prosigue gélido, oigo sonar una voz, muy conocida; una sola palabra, que no es imperiosa sino breve y dicha en voz baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, «Wstavać».[2]

Con el número 174517 tatuado en la muñeca, Primo Levi murió en 1987 tras precipitarse por el hueco de la escalera del edificio en el que vivía. La policía trató el caso como un suicidio.

RESISTIR EL INSOMNIO DEL MUNDO

La palabra «sueño», del latín somnium, significa muchas cosas diferentes, todas experimentadas durante la vigilia y no durante el sueño. «He hecho realidad el sueño de mi vida» o «mi sueño de consumo» son frases utilizadas a diario por la gente para decir que pretenden o han conseguido alcanzar algo. Todo el mundo tiene un sueño, en el sentido de plan futuro. Todos queremos algo que no tenemos. ¿Por qué «sueño», un fenómeno por lo general nocturno que puede evocar tanto el placer como el miedo, es precisamente la palabra utilizada para designar todo aquello que se quiere tener?

El repertorio publicitario contemporáneo está convencido de que los sueños son la fuerza motriz de nuestros comportamientos, la motivación íntima de nuestras acciones externas. «Deseo» es el sinónimo más preciso de la palabra «sueño». En una emisora de radio brasileña, el anuncio de la Iglesia Universal del Reino de Dios lo deja claro: «Aquí está el lugar de la materialización de los sueños por la fe». La fuerza del vínculo entre sueño y felicidad es impresionante. Así, en el anuncio de una tarjeta de crédito en Santiago de Chile aparece la milagrosa promesa: «Hacemos realidad todos tus sueños». En la zona de desembarque de un aeropuerto de Estados Unidos, bajo la foto enorme de una pareja guapa y sonriente que navega a vela por un mar caribeño en un día soleado, se lee la críptica frase: «¿Adónde te llevarán tus sueños?», cerca del logo de la compañía de la tarjeta de crédito; del anuncio se deduce que los sueños son como los veleros, capaces de llevarnos a lugares idílicos, perfectos, en extremo… deseables. Las ecuaciones «sueño es igual a deseo, que es igual a dinero» tienen como variable oculta la libertad de ir, de ser y sobre todo de tener, libertad que incluso los más miserables pueden experimentar en el mundo de las reglas laxas del sueño nocturno, pero que en el sueño diurno es privilegio de los poseedores de una tarjeta de plástico mágica.

La rutina del trabajo diario y la falta de tiempo para dormir y soñar, que afectan a la mayoría de los trabajadores, son aspectos cruciales del malestar de la civilización contemporánea. Es manifiesto el contraste entre la relevancia motivacional del sueño y su banalización en el mundo industrial globalizado. En el siglo XXI, la búsqueda del sueño perdido incluye aparatos para monitorizarlo, colchones de alta tecnología, máquinas de estimulación sonora, pijamas con biosensores, robots para ayudar a dormir y una montaña de medicamentos. La industria de la salud del sueño, un sector en rápido crecimiento, tiene un valor estimado de entre treinta mil y cuarenta mil millones de dólares.[3] Aun así, prevalece el insomnio. Si el tiempo es siempre escaso, si cada día nos despertamos con la insistente alarma del despertador, todavía somnolientos y ya tarde para cumplir compromisos que se renuevan hasta el infinito, si tan pocos recuerdan qué sueñan por la simple falta de oportunidades de contemplar la vida interior, cuando el insomnio hace estragos y el bostezo se impone, se llega a dudar de la supervivencia del sueño.

Y, sin embargo, se sueña. Se sueña mucho y a gran escala, se sueña con avidez a pesar de las luces y de los ruidos de la ciudad, del incesante trabajo diario y de la tristeza de las perspectivas. La hormiga escéptica dirá que quien sueña de forma tan libre es el artista, la cigarra de la fábula que necesita poco para vivir. A principios del siglo XVII, William Shakespeare escribió que «somos de la misma materia / de la que están hechos los sueños».[4] Una generación más tarde, en la obra de teatro La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca dramatizó la libertad de construir el propio destino.[5] El sueño es la imaginación sin freno ni control, sin ataduras, para temer, crear, perder y encontrar.

Con el discurso «I Have a Dream», el reverendo Martin Luther King situó la necesidad de justicia e integración racial en el centro del debate político estadounidense. En un país construido por esclavos africanos, sus descendientes eran obligados a construir el «sueño americano», pero se les prohibía disfrutarlo. Líder de la lucha pacífica pero obstinada por los derechos civiles en Estados Unidos y galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1964, Martin Luther King fue asesinado a tiros cuatro años después. Murió King, pero no el sueño, que floreció y creó de forma progresiva un espacio para la reducción de la desigualdad racial en el país. En tiempos del presidente Donald Trump, casi setecientas mil personas, llegadas a Estados Unidos antes de cumplir los dieciséis años y que recibieron amparo del programa de legalización de inmigrantes de la era de Obama, luchan desesperadamente por permanecer en la nación en la que han pasado su infancia y adolescencia. La mayoría de estas personas nacieron en México, El Salvador, Guatemala u Honduras. Viven en el limbo y se les llama dreamers, «soñadores».

Una fuerza tan poderosa requiere explicación. ¿Qué es, después de todo, el sueño? ¿Para qué sirve? Responder a estas preguntas requerirá primero entender cómo se originó y cómo evolucionó en estado mental. Para nuestros antepasados homínidos, la constatación de que el mundo onírico no es real debió de ser un misterio renovado día tras día. Pero seguro que el advenimiento del lenguaje, la religión y el arte aportó nuevos sentidos a los enigmáticos símbolos del sueño. Curiosamente, estos fueron muy similares en diferentes culturas ancestrales. Ello es una pista importante en nuestra búsqueda para descifrar los sueños.

Las pruebas históricas más antiguas sobre la presencia de sueños se remontan al comienzo mismo de la civilización. Todas las grandes culturas de la Antigüedad presentan referencias al fenómeno onírico, que marcaron en caparazones de tortuga, tablillas de barro, paredes de templos o papiros. Una de las funciones atribuidas con mayor frecuencia al sueño es la de oráculo capaz de desvelar el futuro, determinar presagios, leer la suerte y adivinar el designio de los dioses. En la antigua Grecia se tomaban los sueños muy en serio, hasta el punto de quedar situados en el epicentro de la medicina o la política. Lo mismo ocurrió en civilizaciones más antiguas, como Egipto y Mesopotamia.

Escrita hace más de tres mil años, la Epopeya de Tukulti-Ninurta[6] narra conquistas del rey asirio posiblemente identificado como Nimrod, bisnieto del Noé bíblico,[7] en su guerra contra el rey babilonio Kastiliash IV. El texto cuneiforme relata que los dioses de varias ciudades bajo el control de Babilonia, llenos de ira contra las transgresiones de Kastiliash IV, decidieron castigarlo con el abandono de sus templos. Incluso el dios patrón de Babilonia, Marduk, habría justificado el ataque asirio al abandonar su santuario en el enorme zigurat que inspiró el mito de la torre de Babel. Rodeado por el ejército invasor, Kastiliash IV buscó sin éxito presagios positivos. Por fin, desesperado, dijo: «Cualesquiera que sean mis sueños, son terribles». Lo que significaba que Babilonia terminaría cayendo.

Tukulti-Ninurta y Kastiliash IV son personajes históricos y la guerra ocurrió de verdad. En 1225 a. C., Babilonia fue derrotada y saqueada, sus muros, destruidos y su rey, capturado y humillado. Para completar la devastación, Tukulti-Ninurta hizo retirar del templo de Marduk su principal estatua de culto; secuestró al dios mismo, y su éxodo iba a durar muchos años. Este tipo de rapto era relativamente común, ya que se creía que la divinidad tenía una existencia concreta y estaba corporeizada en la estatua. Como pieza ejemplar de propaganda asiria, la Epopeya de Tukulti-Ninurta ilustra cómo se utilizaron los sueños para dar credibilidad a los gobernantes. Por eso mismo, presenta con claridad el problema de la elaboración secundaria, es decir, el hecho de que nunca tengamos acceso al sueño propiamente dicho, a la experiencia primaria que de hecho ocurrió en la mente de quien soñó, sino solo a una elaboración subjetiva de la experiencia por parte de quien afirma haber soñado. En el conflicto entre Tukulti-Ninurta y Kastiliash IV, el sueño atribuido al perdedor legitimaba de forma conveniente la conquista del vencedor.

Los relatos de sueños, reales o no, también ocuparon un papel central en la gestión del Estado egipcio. Un ejemplo bien conocido es la Estela del Sueño, un bloque rectangular de granito de casi cuatro metros de altura situado entre las patas delanteras de la Gran Esfinge de Guiza. Esta estela, grabada con jeroglíficos y datada hacia el 1400 a.C., cuenta que una vez el joven príncipe Tutmosis se durmió a la sombra de la portentosa estatua, que entonces estaba en parte enterrada por la arena del desierto. Tutmosis soñó que la Esfinge le prometía el trono si lograba protegerla. Según la inscripción, el joven ordenó construir un muro alrededor de la Esfinge y se convirtió en el faraón Tutmosis IV. En 2010 se descubrieron restos del muro descrito en la Estela del Sueño.

EL ORÁCULO DE LA NOCHE

La obtención en sueños de autorización divina para justificar actos en la realidad es una constante de nuestro pasado histórico. El carácter adivinatorio del sueño está presente en los principales textos que quedan de la Edad de Bronce (entre cinco mil y tres mil años atrás), como el Libro de los muertos egipcio y la Epopeya de Gilgamesh sumeria.[8] Además, está muy presente en la Ilíada, la Odisea, la Biblia y el Corán. Reza la tradición que Maya, madre del más conocido de todos los Budas, se quedó embarazada de él tras soñar que un elefante blanco con seis colmillos de marfil descendía del cielo y la penetraba.[9] Símbolo del favor supremo de los dioses, el elefante blanco anunciaba la naturaleza especial del niño. De manera similar, cuenta la leyenda que la concepción del filósofo chino Confucio ocurrió después de que su madre soñara con un dios guerrero y de ser fecundada por él.[10] Al final de la Antigüedad, Artemidoro[11] (siglo II) y Macrobio[12] (siglo V) propagaron la noción de que los sueños pertenecen a diferentes categorías según su contenido, causa y función.

Artemidoro nació en la colonia griega de Éfeso, en la actual Turquía, pero vivía en Roma cuando se hizo célebre por su sabiduría y su habilidad como médico e intérprete de sueños. Basándose en extensas lecturas y en consultas orales que fueron posibles gracias a sus viajes a través de Asia Menor, Grecia e Italia, y que le dieron acceso a los saberes de personas dispersas por las islas del Egeo y las escarpadas aldeas del monte Parnaso, Artemidoro escribió un tratado clásico sobre sueños titulado Oneirocritica. En este libro de cinco tomos, que ha sobrevivido hasta nuestros días,[13] Artemidoro recopiló sueños ejemplares y teorizó ampliamente sobre sus causas. Afirmó que el intérprete necesita conocer el historial de la persona que sueña, por ejemplo su ocupación, salud, posición social, hábitos y edad, y que debe descubrir cómo se siente el sujeto en relación con cada componente del sueño. Se debe considerar la verosimilitud de su contenido, lo que solo puede hacerse con referencia a quien sueña.

Artemidoro también afirmó que los sueños pueden describir situaciones actuales (enhypnia) o futuras (oneiroi), pero, para diferenciarlas, los primeros deben ser interpretados de manera correcta:

La distinción entre una visión y un sueño no es pequeña […]. Un sueño difiere de una visión porque indica lo que está por venir, mientras [la visión] indica lo que es […]. Algunos sueños, además, son teoremáticos [directos], mientras que otros son alegóricos. Los sueños teoremáticos corresponden exactamente a su propia imagen onírica. Por ejemplo, un hombre que estaba en el mar soñó que sufría un naufragio, y esto se hizo realidad en la forma en que se le presentó durante el sueño. Porque cuando el sueño lo dejó, el barco se hundió y se perdió, y el hombre, con algunos otros, escapó por poco de morir ahogado […]. Los sueños alegóricos, por otro lado, son aquellos que significan una cosa a través de otra; es decir, por medio de ellos, el alma está oscuramente transmitiendo algo por medios físicos.[14]

Casi dos mil años antes de Freud, Artemidoro señaló la importancia de la multiplicidad de sentidos de los sueños:

Un enfermo del estómago soñó que, necesitando una receta de Asclepio, entró en el templo del dios. Y el dios extendió su mano derecha, y ofreció sus dedos para que comiese. Se curó después de comer cinco dátiles: porque a los buenos frutos de la datilera también se les llama dedos.[15]

Ambrosio Teodosio Macrobio fue un filósofo y gramático del periodo marcado por la caída del Imperio romano y la resistencia del Imperio bizantino. Su nacimiento y trayectoria no están muy claros, pero su obra tuvo un impacto duradero. Más que un compilador de sueños y teorías oníricas como Artemidoro, Macrobio fue un erudito. Su reflexión sobre los sueños utilizó como punto de partida una obra de ficción, el Sueño de Escipión, escrita tres siglos antes por el cónsul romano Cicerón. En su Comentarios al «Sueño de Escipión», Macrobio propuso una clasificación de los sueños ampliamente aceptada en el pensamiento teológico medieval.[16] Para Macrobio, visum (phantasma en griego) serían apariencias oníricas, también consideradas «sin significado profético», que ocurren en la transición entre la vigilia y el sueño, cuando la persona que sueña imagina «espectros» a su alrededor. Insomnium (enhypnion en griego) sería la pesadilla, considerada «sin sentido profético» y reflejo de problemas emocionales o físicos. Visio (horama en griego) sería el sueño profético que se hace realidad, oraculum (chrematismos en griego) sería el sueño oracular en el que una persona venerada revela el futuro y ofrece consejos, mientras que somnium (oneiros en griego) sería el sueño enigmático con símbolos extraños, que necesitan la intervención de un intérprete para ser comprendidos.

Las dos primeras categorías enumeradas por Macrobio comprenden sueños influenciados solo por el presente o el pasado, sin ninguna relevancia para el futuro. Las últimas tres categorías abarcan la clarividencia de acontecimientos futuros (visio), las profecías (oraculum) y el sueño simbólico (somnium), que requiere interpretación. Curiosamente, la atribución de carácter predictivo al sueño es un rasgo recurrente en innumerables culturas contemporáneas denominadas «primitivas» de América, África, Asia y Oceanía.[17] Estas sociedades, tan dispares, parecen preservar una común creencia ancestral en la capacidad premonitoria del sueño, considerado como la clave del destino para quienes sepan interpretarlo, fuente de predicciones, instrumento de adivinación, portal de acceso a lo que aún no ha sido pero será y también espacio de peligro espiritual. Varias culturas indígenas norteamericanas todavía fabrican el atrapasueños conocido como asabikeshiinh («araña», en lengua ojibwa), que consiste en una red atada a un aro de sauce, decorado con plumas, semillas y otros objetos mágicos. A menudo, el artefacto se cuelga sobre un niño dormido como protección, capaz de capturar, como una telaraña, cualquier fuerza maligna causante de pesadillas.

De las culturas amerindias proceden algunos de los ejemplos mejor documentados de sueños proféticos capaces de guiar a pueblos enteros. Un caso ejemplar fue la visión premonitoria de un jefe comanche en 1840.[18] Hasta ese momento, Joroba de Búfalo era un jefe vigoroso pero modesto de la rama penateka de los comanches, la belicosa nación indígena que detuvo el avance español en el siglo XVIII. Su pueblo dominó durante siglos el territorio comanche, es decir, gran parte de las praderas del sur de Estados Unidos, que comprendía áreas de Texas, Nuevo México, Oklahoma, Colorado y Kansas. Debido a su localización geográfica en el extremo meridional de este territorio, los penatekas fueron, de entre los comanches, los que quedaron más expuestos a la convivencia con los blancos, causantes directos de la desaparición de los búfalos en las praderas del sur y de las grandes epidemias de viruela y cólera. No es de extrañar que Joroba de Búfalo, así como muchos otros indígenas de su tiempo, evitaran el contacto con todo lo que procediera de los blancos, como ropa y utensilios domésticos.[19]

Las tensiones aumentaron con el asesinato de varios jefes penatekas en misión de paz en la ciudad de San Antonio, en marzo de 1840. Poco después de la matanza, Joroba de Búfalo tuvo una sangrienta revelación nocturna, un vívido sueño de gran poder místico en el que los indios atacaban a los texanos y los empujaban hacia el mar. En las semanas siguientes, la visión de Joroba de Búfalo se propagó como un reguero de pólvora por toda la tierra comanche. Durante el verano, el jefe reclutó seguidores hasta reunir cuatrocientos guerreros, así como seiscientas mujeres y niños para dar apoyo logístico al ataque. A principios de agosto, este ejército descendió desde las praderas hacia el sur y tres días después invadió el territorio de la recién creada República de Texas, poblada por colonos blancos. El 6 de agosto, los comanches atacaron por sorpresa la ciudad de Victoria, a ciento sesenta kilómetros de San Antonio y a solo cuarenta del mar. Saquearon almacenes, quemaron casas, robaron miles de caballos y mataron a una docena de personas.

A pesar de la victoria, la profecía onírica aún no se había cumplido. Para ello, Joroba de Búfalo guio a sus guerreros en dirección a la costa. El 8 de agosto los comanches rodearon la ciudad costera de Lynnville, entonces el segundo mayor puerto de Texas. Cuando los cientos de guerreros a caballo, vestidos para el combate, se aproximaron en una impresionante formación de media luna, en la ciudad cundió la desesperación, y después de escaramuzas y de la muerte de tres ciudadanos, los habitantes de Lynnville se lanzaron al mar utilizando las embarcaciones ancladas en el puerto. Prácticamente sin dar crédito a lo que veían, los aterrorizados fugitivos contemplaron la total destrucción de su ciudad, como en el sueño de Joroba de Búfalo. Fue el mayor ataque indígena contra una localidad de población blanca en Estados Unidos. Lynnville nunca se recuperó y hoy sigue siendo una ciudad fantasma.

DEL MISTICISMO A LA PSICOBIOLOGÍA

¿Por qué tantos pueblos diferentes atribuyeron y todavía atribuyen a los sueños la función de oráculo? ¿De dónde proviene esta idea en apariencia absurda, que desafía a la razón misma? ¿Tiene alguna explicación lógica o no es más que una vasta colección de creencias y coincidencias sin sentido? ¿Será posible explicar científicamente la noción de que la actividad onírica anticipa acontecimientos futuros? Las respuestas a estas preguntas no son triviales y solo pueden alcanzarse considerando un gran número de hechos mutuamente articulados. En el origen de este esfuerzo de síntesis encontramos la obra de Sigmund Freud, fundador del psicoanálisis.

Freud nació en Moravia, en la actual República Checa. Niño brillante, a la edad de veinticinco años era un médico recién formado e inseguro, pero tenaz. A finales del siglo XIX, la neuroanatomía estaba dominada por dos fuerzas conservadoras de gran autoridad, ambas de poblados bigotes: el neuropatólogo austroalemán Theodor Meynert y el patólogo italiano Camillo Golgi. Sintonizado con la vanguardia de su tiempo, Freud siguió en un principio un camino similar al del español Santiago Ramón y Cajal, que recibiría el Premio Nobel de Medicina o Fisiología en 1906 por sus grandes contribuciones a la comprensión del sistema nervioso y por el descubrimiento de las neuronas (figura 1).

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FIGURA 1. Principales partes de la célula neuronal: dendritas, cuerpo celular y axón. Las señales eléctricas procedentes de otras neuronas entran en la célula a través de las dendritas, se integran en el cuerpo celular, se transmiten a través de los axones y por último pasan a otras neuronas a través de los terminales axonales. El cerebro humano tiene aproximadamente 86.000 millones de neuronas, cada una con un promedio de 10.000 contactos con otras neuronas (sinapsis).[20]

En su inacabado Proyecto para una psicología científica, escrito en 1895,[21] Freud teorizó que el tejido cerebral constituía una red de células individuales permeadas por el movimiento de la «actividad», que en la actualidad designamos con varios términos sinónimos: «impulso eléctrico», «potencial de acción de la neurona» o «disparo neuronal» (este último es una expresión de jerga científica para aludir a las despolarizaciones repentinas y transitorias de la membrana celular) (figura 1). Freud llegó a proponer que la repetición frecuente del paso de la «actividad» por los mismos caminos llevaría a su facilitación, produciendo recuerdos. Este mecanismo de potenciación de larga duración, similar a la disminución de la resistencia al paso del agua por un arroyo después de un torrente, solo se demostró de manera empírica en la década de 1970, como veremos más adelante.[22]

A pesar de semejante capacidad de pensar sobre el sistema nervioso, Freud no se dio a conocer como uno de los fundadores de la neurociencia, sino como el creador de una nueva psicología. Diez años antes de escribir el Proyecto, como aprendiz del neurólogo Jean-Martin Charcot (1825-1893) en el hospital de la Pitié-Salpêtrière de París, Freud fue testigo de la curación transitoria de la histeria por hipnosis. Profundizó en el estudio de los trastornos de la producción de la voz conocidos como «afasias», abandonó la hipnosis y finalmente desarrolló un método terapéutico basado en el relato onírico y la libre asociación de ideas. Llegó al concepto del inconsciente cuando, a partir de la muerte de su padre, empezó a tener sueños inusualmente vívidos y simbólicos que le revelaban recuerdos e ideas insospechadas antes de dicho acontecimiento. El desarrollo de estas ideas provocó una verdadera revolución.

Según el científico cognitivo estadounidense Marvin Minsky (1927-2016), pionero en la recreación de procesos mentales en ordenadores, Freud fue el primer buen teórico de la inteligencia artificial, al concebir el aparato mental como una máquina compuesta por diferentes partes en lugar de como un sistema monolítico capaz de generar la totalidad de los fenómenos psíquicos.[23] Cuando Minsky propuso que la inteligencia artificial sería un conjunto de sistemas paralelos interdependientes, reveló una profunda influencia del psicoanálisis. Para Freud, la mente humana comprende tres aparatos distintos —id, ego y superego— en relación íntima, aunque muchas veces antagónica.[24] El id («ello» en latín) sería originalmente inconsciente y produciría impulsos primitivos relacionados con la satisfacción de necesidades viscerales, de modo que constituiría la parte de la mente regulada por el principio del placer. Este concepto encuentra correspondencia en los circuitos neuronales que nos permiten desear y sobre todo buscar la satisfacción de los deseos.[25] Para Freud, el id es irracional, está presente desde el nacimiento, habita el momento actual y desafía la realidad con la fuerza de la necesidad; uno no deja de tener sed solo porque se haya acabado el agua.

El ego («yo», en latín) corresponde al proceso consciente que organiza la interfaz del id con el mundo exterior a través de funciones perceptuales, cognitivas y ejecutivas reguladas por el principio de realidad, es decir, limitadas por los hechos. Enfrentado a las limitaciones, el ego trata de transformarlas a través de una acción planificada, capaz de configurar el futuro de acuerdo con la experiencia previa. En la medida en que el ego incluye límites corporales, imágenes de sí mismo y un banco de recuerdos autobiográficos, su ubicación en el cerebro incluiría el hipocampo, el córtex parietotemporal y el córtex prefrontal medial.[26]

El córtex prefrontal también participa directamente en el tercer aparato psíquico de la teoría freudiana, el superego. Además de gobernar el cuerpo según el principio de realidad —una influencia externa—, el ego necesita nego

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