Prólogo
En la presentación de la primera edición, en 1967, de Los procesos de Oscar Wilde por parte de la mítica Editorial Jorge Álvarez, mi abuelo Ulyses Petit de Murat señala que Wilde, en 1895, triunfa con su obra Un marido ideal y, tres meses después de su arresto, suspenden las presentaciones por la inmoralidad del autor, en “la tensa inequidad de un proceso”.
Yo había escuchado más de una vez la anécdota relatada por Ulyses en el ámbito familiar acerca del hallazgo casual de una copia del proceso entre revistas del fuero criminal en Londres. Pero no fue hasta leer sus palabras en las primeras páginas de este libro que pude notar la furia, el asco incluso, que se desata en su interior mientras traduce el proceso “sin soslayar ni una frase”. Mi abuelo se resiste a intervenir la traducción. Es que el poeta y guionista argentino descubre que lo que tiene entre manos no es solo un “proceso judicial”, una crónica histórica, sino también una pieza literaria creada por el mismo Wilde, quien copó la escena con sus respuestas. Y luego, con la vulnerabilidad ya expuesta, abrió paso a su derrumbe.
Ulyses nos recuerda que Wilde afirmaba: “No existe un libro moral o inmoral, sino que los libros están bien o mal escritos”. Además, que durante el juicio se leyeron a la audiencia párrafos de la obra de ficción El retrato de Dorian Gray como prueba: “Si Dorian Gray es un personaje corrupto, su autor lo es”. Y el veredicto de este “asunto nauseabundo” fue: “Culpable de vergonzosas indecencias”. El autor sufre la condena social y laboral por su conducta personal, pero también por el hacer de sus personajes.
Estamos en 2022 y la “cultura de la cancelación” ha llegado como una niebla persistente que aún no se disipa para entender qué hay debajo. Rescaté de mi biblioteca el ejemplar pequeño, de tapa blanca y con un retrato del escritor que parece surgir de un camafeo de bordes dorados, y le propuse a la editorial su reedición, en un gesto de buscar algo de claridad ante una práctica social que encendió nuevas preguntas. Alertada a la vez por sucesos recientes que vivieron dos queridas colegas: un intento de “escrache” y de censura por parte de una agrupación eclesiástica ante la exhibición de una miniserie de ficción, y otro referido al uso de la temática de sus novelas en una disputa por la tenencia de sus hijos.
El arte nunca se calma, más bien agita, y cuando autores y artistas se conectan con el material sensible de su época, vuelven a emerger viejas prácticas que sujetan el pensamiento. Pero si se es cauteloso nada sucede.
La conquista de derechos provoca mareas sociales que se manifiestan en parte en redes digitales, sin embargo, la pregunta acerca de los “grados de separación” entre la obra y el artista mantiene el entendimiento bajo la niebla. Es posible que sea una de esas cuestiones que nunca serán contestadas; que sí podemos rodear con argumentos, pero que en su núcleo persiste el misterio de la creación artística. Y cada tanto, entre lo simbólico y lo real, la literalidad vence a la ficción, creando un espectáculo inquietante y una crisis de representación.
En épocas de Wilde, la homofobia reinante provocó la cancelación a partir de una denuncia que ustedes podrán inferir como en una trama de suspenso: quién la hizo y por qué se produjo; el escándalo público que involucró a la aristocracia de fines de 1800 en Inglaterra y cómo se extendió de lo social a lo laboral hasta terminar el autor en la cárcel. Poco después, con su muerte en la indigencia.
Los diálogos brillantes, brillante Wilde respondiendo a los abogados o profiriendo irónicos alegatos, parecen de una obra de teatro, entre citas de Shakespeare o Coleridge, lecturas de poemas “indecentes” y fragmentos de novelas, pero son parte del ominoso proceso judicial.
También podrán leer en estas páginas cómo el juez resalta “la parte literaria” del proceso, donde se señala que en El retrato de Dorian Gray un hombre poco escrupuloso sostiene una amistad con un hombre más joven. Si bien le pide al jurado que aplique su pensamiento, se libere de la influencia de la prensa —ya que ha sido imposible abrir un diario sin leer alguna referencia al acusado Wilde— y llama a desechar de su mente todo lo preconcebido que ha leído, que incluye manchas en las sábanas, vestidos y medias de mujer en posesión de varones, testimonios sin confirmar, todo esto que nos recuerda a la insistencia escabrosa de la televisión y de la prensa actuales, como también al uso de las redes cuando se trata de un “famoso”, la operación massmediática triunfa. El juez admite no haber leído del todo la obra en cuestión, tampoco los jurados lo han hecho, pero cita a Coleridge: “No juzgues a un hombre por sus libros”. Les pide que no confundan al acusado con los caracteres que ha creado. Si un escritor imaginativo pone en sus novelas algún villano y en boca de ese hombre sentimientos que repugnan a la humanidad, no se debe suponer que los comparte. Sin embargo, es tarde, la condena social ya produjo su asfixia.
Por fuera de la acusación de sodomita al genial dramaturgo Wilde, hoy, luego de la marea verde, una de las oleadas del feminismo histórico, sabemos que denunciar a una persona abusadora en las vías habilitadas para ello, o incluso luchar para que esos mecanismos legales mejoren, no solo es un derecho sino una responsabilidad social, pero la otra discusión, acerca de los límites entre la creación subjetiva y la realidad objetiva, claramente no está saldada. Y en la cultura de la cancelación digital el efecto veloz genera un espray que cubre “obra y persona” en unas pocas horas, aunque de consecuencias duraderas. ¿Es su efecto el fin de la polémica? Me propuse, al poner nuevamente a circular este libro, hacer un aporte para mantener la vitalidad de la discusión y nunca elegir el silencio.
“¿Entonces no ha experimentado nunca los sentimientos que describe?”, le preguntan al acusado.
Wilde: “No. Es una obra de ficción”.
CLAUDIA ABOAF
Presentación
Un hombre de cuarenta y un años está sentado durante horas en una estación de Londres, esperando el ferrocarril que lo llevará a la prisión de Wandsworth. Tiene las manos esposadas y viste el grotesco uniforme de los penados. Una chusma mórbida se divierte insultándolo, escupiéndolo. De la cárcel de Wandsworth lo trasladan a la de Reading. Su identidad, durante dos años en que sus uñas se quiebran y sus dedos sangran en la torpe tarea impuesta por la condena que soporta, se fija así: C.3.3.
Es Oscar Fingel O’Flahertie Wills Wilde. El 3 de enero de 1895 triunfaba en el Haymarket Theater con su obra Un marido ideal. El 6 de abril, a raíz de su arresto, se suspenden allí las representaciones. El Criterion Theater la repone durante catorce días. El escándalo del proceso desanima a los empresarios. La importancia de llamarse Ernesto, estrenada el 14 de febrero, es retirada de cartel el 8 de mayo. No iba a ser repuesta en el mismo teatro, el Saint James, hasta dos años después de la muerte de Oscar Wilde, en París.
Del brillante poeta, novelista y dramaturgo Wilde al C.3.3 de Reading, está la tensa iniquidad de un proceso. Únicamente por rachas fragmentarias incluidas en las citas de sus biógrafos, se conocía la tempestad de hipócrita mojigatería desatada por la burocracia judicial victoriana. Paseando por Charing Cross, en una vieja colección de revistas dedicadas al fuero criminal, encontré la letra viva, día por día, de ese proceso tantas veces aludido. Lo traduje, sin soslayar una sola frase, sin abreviar una sola de las heladas fórmulas donde se coagulan cosas que tienen que ver con el más íntimo, con el más lacerado latido del ser humano. Su desnudo dramático valor testimonial resulta incomparable. Llegamos sin aliento al instante en que un juez pomposo, hueco, cruel, pronuncia su sentencia con ese fraseo sin piedad, que ya anuncia toda la atroz dimensión de la justicia en su primaria insultante vindicta.
El juez engolado está macerando al hombre que cuatro años antes, en el prefacio de El retrato de Dorian Gray, había proclamado leyes estéticas perdurables, afirmando que no existe una cosa tal como un libro moral o inmoral, sino que los libros están bien o mal escritos, dándoles un escudo a los que después de él lucharon con la estupidez infinita de la censura. No hay en la gente que ese juez sintetiza un pequeño atisbo que los haga suponer que se encuentran frente a un neurótico o a un individuo diferente o a la víctima de una enfermedad extraña, algo para investigar o empeñarse en curar. La única reacción es pensar en un castigo. El corto camino personal o social que llevaba al fondo de los pozos colmados de serpientes venenosas a todos aquellos endemoniados que hoy trata la psiquiatría y el psicoanálisis. Tampoco piensan ni por un instante en la proporción entre el delito y la pena impuesta. Han desenterrado una vieja ley para sumir a Oscar Wilde en la ignominia y lo único que lamentan —fariseos de dudosa virilidad, exhibiendo el virtuoso relumbrón de sus filacterias— es la benignidad de esa ley.
“Los elegidos son aquellos para quienes las cosas bellas significan solo belleza”, había dicho Wilde, durante la primavera de 1884, cuando iba a visitar a su amigo el pintor Basil Hallward. Posaba para el artista un joven de tal belleza que era conocido por el mote de Radiante Juventud. Con pena, le dijo a Hallward:
—Es una lástima que una criatura tan maravillosa llegue alguna vez a envejecer.
En Wilde, normalmente casado y con hijos, empezaba a adquirir fuertes caracteres la lucha interior entre el ángel y la bestia, a la que ninguno de los que llamó Sófocles seres efímeros puede escapar. Lo malo es que se dejó arrastrar por una corriente intoxicante de salones brillantes, hombres y mujeres refinadas, drogas y alcohol, anegando en parte las posibilidades de un talento magnífico. Aunque rayando con su última obra teatral, La importancia de llamarse Ernesto, a la altura de Sheridan y Congreve, no es Oscar Wilde, sino C.3.3 el que produce las más grandes obras: La balada de la cárcel de Reading y De profundis, según tituló su amigo Ross al manuscrito que contiene su estremecedora confesión final. La venganza de una sociedad temblorosa ante la perspectiva de que se evidenciaran sus multiplicados vicios secretos no pudo, en definitiva, cumplirse. En la cárcel de Reading se extinguió el dandy, cuya conversación llegaba a superar una burla atroz, con la acentuación de lo que la cárcel, hostigando su sensibilidad, torturando su mente, se proponía corregir. Es memorable el instante en que otro homosexual, Claude de Lorrain, contesta a su saludo diciéndole:
—Yo no soy su amigo.
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