La música del silencio

Patrick Rothfuss

Fragmento

cap-2

El fondo de las cosas

Al despertar, Auri supo que faltaban siete días.

Sí, estaba segura. Él iría a visitarla al séptimo día.

Era mucho tiempo, una larga espera. Sin embargo, no tanto teniendo en cuenta todo lo que había que hacer. Al menos, si quería hacerlo con cuidado. Si quería estar preparada.

Auri abrió los ojos y vio un atisbo de luz tenue. Eso era algo muy inusual, porque se encontraba bien escondida en Manto, el más íntimo de sus rincones. Así pues, era un día blanco. Un día profundo. Un día de hallazgos. Sonrió, y en su pecho burbujeó la emoción.

Pese a ser escasa, la luz le permitió distinguir la pálida silueta de su brazo cuando buscó a tientas el cuentagotas que estaba en el estante junto a la cama. Lo desenroscó y echó una sola gota en el plato de Foxen. Al cabo de un momento, este empezó a iluminarse, y poco a poco fue adquiriendo un azul crepuscular.

Con movimientos concienzudos, Auri retiró su manta para que no tocara el suelo. Se levantó, y cuando las plantas de sus pies pisaron el suelo de piedra, lo notó caliente. Encima de una mesa, cerca de su cama, había una vasija junto a una pastilla de delicadísimo jabón. Nada se había alterado durante la noche, y eso era buena señal.

Auri echó otra gota directamente encima de Foxen. Vaciló un instante, sonrió y dejó caer una tercera gota. Los días de hallazgos no eran para medias tintas. Entonces recogió su manta y la dobló una vez y otra más, sujetándola esmeradamente con la barbilla para que no rozara el suelo.

La luz de Foxen seguía aumentando. Al principio no era más que un parpadeo, una motita, una estrella lejana; pero cada vez relucía más, como una luciérnaga. Su resplandor siguió intensificándose, y al final era todo él luz trémula; posado en su plato, parecía una brasa verde azulada, algo más grande que una moneda.

Auri le sonreía mientras él acababa de crecer por completo e inundaba todo Manto con su luz blanca azulada, brillante y auténtica.

Entonces Auri miró alrededor y vio su cama, perfecta. Era del tamaño ideal para ella, y muy pulcra. Miró su silla, su arcón de madera de cedro, su tacita de plata.

La chimenea estaba vacía, y sobre la repisa descansaban su hoja amarilla, su caja de piedra y su tarro de cristal gris, con dulces flores de lavanda secas. Nada era nada más. Nada era nada que no debiera.

Había tres caminos para salir de Manto: un pasillo, un portal y una puerta. La puerta no era para ella.

Auri salió por el portal y entró en Puerto. Foxen seguía descansando en su plato, de modo que allí su luz era más débil, pero aún lo suficientemente intensa para alumbrar. Aunque en Puerto no había habido mucho movimiento últimamente, Auri lo inspeccionó todo. En el botellero había media bandeja de porcelana rota, no más gruesa que un pétalo de flor. Debajo había un libro en octavo con tapas de piel, un par de corchos, un ovillo diminuto de cordel. Un poco más allá estaba su preciosa taza de té blanca, que lo esperaba con una paciencia que Auri envidiaba.

En el anaquel de la pared había: una gota de resina amarilla en un plato; un pedrusco negro; un guijarro gris; un trozo de madera liso y plano. Aparte de todo lo demás, había una botellita minúscula con el cierre de brida abierto que recordaba a un pajarillo hambriento.

En la mesa del centro un puñado de bayas de acebo descansaba sobre un impecable paño blanco. Auri las contempló un instante, y luego las puso en el estante para libros, más adecuado para ellas. Miró alrededor y asintió, satisfecha. Todo en orden.

De vuelta en Manto, Auri se lavó la cara, las manos y los pies. Se quitó el camisón, lo dobló y lo guardó en el arcón de madera de cedro. Se desperezó, feliz; levantó los brazos y, poniéndose de puntillas, estiró todo el cuerpo.

Luego se puso su vestido favorito, el que le había regalado él. La tela le acarició dulcemente la piel. Auri sintió que su nombre ardía como un incendio en su interior. Iba a ser un día de mucho ajetreo.

Auri recogió a Foxen y se lo llevó en la palma de la mano ahuecada. Atravesó Puerto colándose por una brecha irregular de la pared. No era una brecha muy ancha, pero Auri era tan menuda que apenas tuvo que girar los hombros para no rozar los bordes de piedra. No le costó nada pasar por ella.

Caraván era una habitación de techos altos y paredes rectas y blancas de sillares de piedra. Una estancia vacía, salvo por el espejo de cuerpo entero de Auri, en la que resonaba el eco. Sin embargo, ese día había otra cosa: un atisbo de luz de sol. Se filtraba por la parte superior de un portal rellenado con escombros: vigas rotas, trozos de piedra. Pero allí, en lo más alto, una manchita de luz.

Auri se plantó ante el espejo y cogió el cepillo de cerdas naturales que colgaba del marco de madera. Se cepilló el pelo, enmarañado por el sueño, hasta que quedó suspendido a su alrededor como una nube.

Tapó con una mano a Foxen, y sin su resplandor verde azulado la habitación quedó completamente a oscuras. Entonces Auri abrió mucho los ojos y solo vio la suave y débil manchita de luz cálida que se filtraba entre los escombros que tapaban el portal a sus espaldas. Una pálida luz dorada quedó atrapada en su pelo dorado pálido. Auri se sonrió a sí misma en el espejo. Parecía el sol.

Levantó la mano para destapar a Foxen y se deslizó rápidamente en el extenso laberinto de Rúbrica. No tardó ni un minuto en encontrar una tubería de cobre con el envoltorio de tela apropiado. En cambio, encontrar el lugar perfecto no iba a ser tan sencillo, ni mucho menos. Siguió el trazado de la tubería por los túneles de paredes curvadas de ladrillo rojo durante casi un kilómetro, esforzándose para no perderla de vista entre aquella maraña de tuberías.

De pronto, sin previo aviso, la tubería se doblaba y se metía en la pared, y Auri se quedó con las manos vacías. Qué grosería. Había incontables tuberías más, desde luego, pero las pequeñas de plomo no tenían envoltorio. Las frías de acero bruñido eran demasiado nuevas. Las de hierro estaban tan ansiosas que casi resultaba bochornoso, pero su envoltorio era de algodón, y eso le habría ocasionado más problemas de los que Auri estaba dispuesta a afrontar ese día.

De modo que Auri siguió el trazado de una gruesa tubería de cerámica que avanzaba a trompicones. Al final, horadaba el suelo y se perdía en las profundidades; pero en la parte por donde se doblaba, el envoltorio de lino quedaba colgando, suelto y deshilachado como la camisa de un golfillo. Auri sonrió y, con suavidad, desenrolló la tira de tela cuidando de no desgarrarla.

Al final se desprendió. Era perfecta: una sola pieza de lino grisáceo y gastado, casi transparente, largo como el brazo de Auri. Estaba cansada, pero era servicial; tras doblarla, Auri se dio la vuelta y salió disparada por el resonante Umbra, y descendió hasta el Doce.

El Doce era uno de los pocos lugares cambiantes de la Subrealidad. Era lo bastante listo para conocerse a sí mismo, lo bastante valiente para ser él mismo y lo bastante insensato para cambiarse a sí mismo y, al mismo tiempo, seguir manteniéndose auténtico. En ese sentido era prácticamente único, y si bien no siempre era seguro ni agradable, Auri no podía evitar tenerle cariño.

Ese día, el amplio espacio abovedado estaba tal como ella de

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