Personajes
ESTENO, EURÍALE y MEDUSA, las gorgonas, son hijas de las divinidades marinas CETO y FORCIS, que viven en la costa septentrional de África.
ATENEA, diosa guerrera; hija de METIS, una de las deidades terrenales de la mitología, y de ZEUS, el rey de los dioses olímpicos.
POSEIDÓN, dios del mar; hermano de ZEUS, tío de ATENEA.
ANFITRITE, reina del mar; esposa de POSEIDÓN.
HERA, reina de los dioses olímpicos; esposa de ZEUS.
GAIA, diosa de la tierra; madre de los TITANES y los GIGANTES, entre otros de ALCIONEO, PORFIRIÓN, EFIALTES, ÉURITO, CLITIO, MIMAS Y ENCÉLADO.
HEFESTO, dios de la forja; hijo de HERA (pero no de ZEUS).
HERMES, dios mensajero.
HÉCATE, diosa de la noche y de las brujas.
DEMÉTER, diosa de la agricultura y madre de PERSÉFONE. MOIRAS, las parcas.
GRAYAS —DINO, ENIO, PENFREDO—, personificaciones de los espíritus del mar. Entre las tres tienen un solo ojo y un único diente.
HESPÉRIDES, ninfas que viven en un jardín propiedad de HERA lleno de las manzanas doradas protectoras. Suelen tener todo lo que se necesita para emprender una misión.
NEREIDAS, cincuenta ninfas marinas de humor variable.
ZEUS, rey de los dioses; marido de HERA.
Mortales
DÁNAE, hija de ACRISIO, un rey griego menor.
DICTIS, su amigo; hermano de POLIDECTES, rey de Sérifos, una pequeña isla griega.
PERSEO, hijo de DÁNAE y ZEUS.
CASIOPEA, reina de Etiopía; esposa de CEFEO.
ANDRÓMEDA, la hija de los dos anteriores.
ERICTONIO, rey legendario de Atenas.
IODAMA, joven sacerdotisa de ATENEA.
Otros
CORNIX, cuervo parlanchín.
ELAIA, olivar de Atenas.
HERPETA, serpientes.
PRIMERA PARTE
Hermana
El gorgoneion
Te veo. Veo a todos los seres a los que los hombres llaman monstruos.
Y veo a los hombres que los llaman así. Éstos se llaman a ellos mismos héroes, claro.
Sólo los veo un instante. Luego desaparecen.
Pero es suficiente. Es suficiente para saber que un héroe no siempre es bueno, valiente y leal. A veces —no siempre, pero a veces— es monstruoso.
¿Y el monstruo? ¿Quién es? Ella, que impide que los hombres se salven.
A este monstruo lo agreden, lo maltratan y lo vilipendian, pero, según la historia que siempre se cuenta, hay que temerla a ella, ella es el monstruo.
Ya lo veremos.
Panopea
En el lugar más cercano al sol poniente al que se puede navegar, el mar se adentra en la tierra formando un estrecho recodo. Estás donde Etiopía se encuentra con Océanos: la tierra más remota y el mar más remoto. Si pudieras volar por encima y contemplarlo a vista de pájaro, verías que este canal —que no es un río porque corre en sentido contrario, aunque eso mismo puede considerarse parte de su magia— se enrosca como una víbora. Has pasado volando junto a las Grayas, aunque quizá no te has dado cuenta porque no salen de su cueva para evitar tropezar con las rocas de sus acantilados y caer al mar bravo. ¿Sobrevivirían a una caída así? Por supuesto: son inmortales. Pero ni siquiera un dios quiere verse zarandeado entre las olas y las rocas toda la eternidad.
También has pasado a toda velocidad por delante de la casa de las gorgonas, que no queda muy lejos de donde viven las Grayas, sus hermanas. Yo las llamo hermanas pero ellas nunca se han visto. Están conectadas —aunque no lo sepan, o lo hayan olvidado hace tiempo— por el aire y el mar. Y ahora también a través de ti.
Tendrás que viajar también a otros lugares: al Monte Olimpo, por supuesto. A Libia, como lo llamarán los egipcios y, más tarde, los griegos. A una isla que se llama Sérifos. Puede que el viaje resulte un tanto desalentador, pero para entonces se supone que ya habrás llegado al final de la tierra y tendrás que buscar el camino de regreso. No estás lejos del hogar de las Hespérides, pero aunque pudieras dar con ellas (que no puedes), me temo que no te ayudarían. Eso te deja con las gorgonas. Con Medusa.
Metis
Metis cambió. Si la hubieras visto antes de que advirtiera la amenaza, habrías contemplado a una mujer alta y esbelta, con el pelo negro y abundante recogido en una trenza a la espalda, y grandes ojos ribeteados con kohl. Y con qué rapidez parecía posarlos en todo a la vez, tanto que aun estando inmóvil se la veía alerta. Y tenía sus armas defensivas, ¿qué diosa no las tiene? Pero ella se hallaba mejor preparada que la mayoría, aunque no estuviera provista de flechas como Artemisa, ni de una cólera casi incontenible como Hera.
Así, cuando Metis percibió el peligro antes de verlo, se transformó en águila y voló alto, dejando que el suave viento del sur agitara las plumas de sus alas doradas. Pero ni siquiera con esos ojos penetrantes alcanzó a ver la causa de que se le erizara el vello que le tiraba del nacimiento de la trenza cuando estaba en su forma humana. Dio varias vueltas en el aire sin que nada se dejara ver, y cuando por fin descendió, se posó en lo alto de un ciprés y torció el musculoso cuello en todas direcciones, por si acaso. Se quedó allí encaramada, pensativa.
Saltó de las ramas altas al suelo arenoso y escarbó con las garras dejando pequeños surcos en el polvo. Y de repente dejó de ser un águila. Su pico ganchudo se retrajo y sus patas emplumadas desaparecieron por debajo de ella. A medida que un cuerpo musculoso se transformaba en otro, sólo la inteligencia oculta tras la rendija de sus ojos se mantuvo invariable. De pronto se deslizaba sobre las piedras, una línea marrón en forma de zigzag recorría sus escamas dorsales, el vientre del color de la arena pálida. Cruzó el suelo tan rauda como había surcado el cielo. Y cuando se detuvo bajo un gran nopal, apretó el cuerpo contra la tierra intentando descubrir la fuente de inquietud que no había podido detectar como águila. Pero mientras las ratas que vivían de los desechos del templo cercano se alejaban de ella no oyó los pasos de la criatura de la que debería estar huyendo. Se preguntó qué hacer a continuación. Se quedó mucho rato bajo el cactus, disfrutando del calor que desprendía el suelo y sin mover nada más que sus ojos entornados. Sabía que casi era invisible. Se movía más rápido que la mayoría de las criaturas y su mordedura venenosa resultaba devastadora. No tenía nada que temer. Y, sin embargo, no se sentía segura. Y no podía quedarse allí, convertida para siempre en una serpiente.
Se desenrolló del pie del cactus y se deslizó entre las sombras de los cipreses. De pronto se levantó y volvió a transformarse. El zigzag de las escamas se fragmentó en múltiples manchas, y las mismas escamas se ablandaron hasta convertirse en un pelaje áspero. Le salieron orejas y al final de sus patas musculosas aparecieron garras. Era una bonita pantera que agitaba la cola para ahuyentar a las moscas. Al principio se movió despacio, notando cada piedra bajo las almohadillas de sus patas. Una vez más advirtió la alarma que provocaba en los animales a su alrededor. Y, una vez más, no supo sacudirse su propio miedo. Corrió entre los árboles, enganchándose el pelaje en la maleza a medida que aumentaba la velocidad. No había nada que la detuviera. Podía atrapar a cualquier criatura. ¿Y qué criatura era capaz de atraparla a ella? Ninguna. Disfrutaba de su poder. Se sentía casi ingrávida, puro músculo en pos de su presa. Y cuando menos se lo esperaba la atraparon.
Zeus estaba en todas partes y en ninguna. Ella no podía escapar de la nube brillante que la envolvía. Se estremeció, incapaz de soportar el resplandor con sus ojos felinos, y volvió a convertirse en una serpiente cuando la nube pareció condensarse y rodearla. Intentó escabullirse por debajo de la nube, pero ésta surgía tanto del suelo como del aire, de todas partes. Intentó alejarse a toda prisa, pero tomara la dirección que tomase se volvía más impenetrable. El brillo era tan insoportable que le escocían los ojos incluso a través de las escamas que los protegían. Hizo un último intento de liberarse cambiando una y otra vez de forma: se hizo águila, pero no pudo sobrevolarla; jabalí, pero no pudo abrirse paso con los cuernos; langosta, pero no pudo destruirla; se hizo pantera de nuevo, pero no pudo alejarse de ella. La nube se estaba solidificando y ella notó cierta presión. Empezaron a palpitarle los músculos y no tuvo más remedio que hacerse cada vez más pequeña: comadreja, ratón, cigarra. Pero la presión seguía aumentando. Un último intento: hormiga. Y entonces oyó la odiada voz de Zeus recordándole que no podía escapar de él. Ella ya sabía qué tenía que hacer para detener el dolor. Someterse a otro dolor. Derrotada al fin, se rindió y adoptó su forma original.
Mientras Zeus la violaba, ella imaginó que era un águila.
Lo único bueno de la incontinencia sexual de Zeus, había pensado a menudo su esposa Hera, era su extrema brevedad. El deseo, la persecución y la satisfacción duraban tan poco que ella casi lograba convencerse de que no tenía importancia. ¡Si no se tradujera siempre en descendencia! Cada vez había más dioses y semidioses, y cada uno no hacía sino confirmarle que la infidelidad de su marido era prácticamente indiscriminada. Incluso ella, una diosa con una reserva casi ilimitada de rencor, apenas daba abasto con la cantidad de mujeres, diosas, ninfas y niños llorones a los que debía incordiar.
Por lo general no tenía que prestar atención a la anterior esposa de Zeus, Metis. Era alguien en quien prefería no pensar en absoluto, y si lo hacía era con cierta irritación. A nadie le gusta ocupar el segundo o tercer lugar, y Hera no era una excepción. Metis había sido esposa de Zeus mucho antes de que ella mostrara algún interés en serlo. Llevaban tanto tiempo separados que casi nadie se acordaba de que habían estado casados. Los días buenos Hera no pensaba en ello. Los malos, lo veía como un engaño. No le parecía lógico que una diosa afirmara tener prioridad sobre ella, Hera, la consorte de Zeus, sólo por haber llegado primero. Y como eran muchos más los días malos que los buenos, Metis le caía mal. Pero tenía tantas otras provocaciones que atender que ésta solía pasarla por alto.
Era Metis quien había asesorado a Zeus en su guerra contra los titanes y quien lo había apoyado en su batalla contra Cronos, su padre. Metis, una diosa astuta e inteligente que siempre andaba urdiendo algún plan. Hera era tan lista como su predecesora, de eso no tenía ninguna duda. Pero las circunstancias la habían obligado a dirigir sus complots contra Zeus, mientras que Metis le había ofrecido su sabiduría como un regalo. Hera resopló. ¡Para lo que le había servido! Ella la había reemplazado: ¿quién asociaba ahora a Metis con Zeus? ¿Quién dudaba de la superioridad de su hermana y esposa, Hera, reina del Olimpo? Ningún mortal ni ningún dios se atrevería.
Lo que hacía aún más irritante que Zeus la hubiera traicionado con su antigua esposa. El rumor se había extendido como un torbellino entre los dioses y las diosas. Nadie se atrevió a contárselo a Hera, pero ella lo sabía. Su desdén hacia su marido aumentaba con cada nueva revelación y estaba decidida a vengarse. Zeus había estado muy callado el último día, sin duda con la esperanza de que si evitaba a su esposa, a ella tal vez se le pasaría de algún modo el enfado. Cuando lo oyó regresar, Hera se sentó en una silla amplia y cómoda de su cámara, en lo más profundo de los pasillos retumbantes del Olimpo, y se miró las uñas distraída. Tiró un poco del vestido hacia arriba para que se le vieran los tobillos y se bajó un poco el escote.
—Esposo —le dijo en cuanto Zeus entró en la estancia con una expresión un tanto cohibida en su por lo demás majestuosa frente.
—¿Sí?
—Estaba preocupada por ti.
—Bueno, he estado... —Con el tiempo Zeus había aprendido que era mejor dejar una frase inacabada que mentir a su esposa. La capacidad de ésta para descubrir sus engaños era una de sus cualidades menos atractivas.
—Sé dónde has estado —dijo ella—. Todo el mundo habla de ello.
Él asintió. No había mayores cotillas que los dioses del Olimpo. Deseó haber tenido el sentido común de enmudecerlos a todos, o al menos a los que él había creado. Se preguntó si sería posible hacerlo retrospectivamente.
Hera notó que no tenía toda su atención.
—Y estaba preocupada —agregó.
—¿Preocupada? —repitió, a sabiendas de que había trampa, pero a veces era más fácil caer en ella.
—Preocupada por tu futuro, amor mío —murmuró Hera, y se movió con disimulo para que se le abriera un poco más el vestido.
Zeus intentó evaluar la situación. Su esposa se mostraba a menudo iracunda y a veces seductora, pero no recordaba ninguna ocasión en que hubiera sido ambas cosas a la vez. Se acercó un poco más, por si era lo que se esperaba de él.
—¿Mi futuro? —le preguntó mientras alargaba la mano hacia ella y tiraba de uno de sus rizos, insinuante.
Ella levantó la cabeza para mirarlo.
—Sí. He oído cosas horribles sobre los hijos de Metis. —Notó cómo se ponía rígido un momento antes de seguir acariciándole el pelo con los dedos. Zeus estaba haciendo un gran esfuerzo—. Esta vez ha sido Metis, ¿verdad?
No pudo evitar que se le alterara la voz, y Zeus se apresuró a enrollar los rizos alrededor de la mano. Ella sabía que le arrancaría el pelo del cuero cabelludo si no se andaba con tiento.
—Me preguntaba si realmente has olvidado lo que te dijo una vez sobre sus hijos —añadió Hera—. Que daría a luz a uno que te derrocaría.
Zeus guardó silencio, pero ella sabía que había dado en el blanco. ¿Cómo podía ser tan tonto cuando él mismo había derrocado a su padre, nada menos que con la ayuda de Metis, y su padre había hecho lo mismo antes que él? ¿Cómo había podido olvidar lo que la propia Metis le había dicho una vez, cuando aún estaban casados? ¿Cómo?
—Tienes que actuar con rapidez —añadió Hera—. Te dijo que tendría una hija que superaría en sabiduría a todos menos a su padre. Y que la seguiría un hijo que sería rey sobre los dioses y los mortales. No puedes correr ese riesgo.
Pero hablaba con el éter, porque su marido ya no estaba.
La segunda vez que Zeus fue a por ella, Metis no intentó esconderse. Sabía lo que se le venía encima y que no podría eludirlo. Lo único que le quedaba era esperar que su hija (habría sabido que era una niña aun sin sus dones proféticos; lo sentía) sobreviviera. ¿Había sabido que esto sucedería cuando, hacía mucho tiempo, le dijo a su marido que le daría una hija y luego un hijo que lo derrotaría? Nadie conocía los temores de Zeus mejor que ella. Él haría cualquier cosa para asegurarse de que su hijo no naciera nunca.
De nuevo se vio rodeada por la luz más intensa, el interior de un rayo. Y de nuevo se sintió impulsada a hacerse cada vez más pequeña: pantera, serpiente, saltamontes. Pero esta vez no fue doloroso. Sólo notó cómo una oscuridad repentina la envolvía mientras Zeus la agarraba con su manaza. Y luego una extraña sensación de estar dentro de la nube negra que sucede al rayo. Era una oscuridad que no se acababa. Zeus la había devorado, se la había tragado entera. Ahora ella y su hija estaban dentro del rey de los dioses sin posibilidad de escapar. Y aunque lo comprendió y lo aceptó, notó cómo algo dentro de ella, dentro de Zeus, se resistía.
Esteno
Esteno no era la hermana mayor, porque no concebían el tiempo de esa manera. Pero era la que menos se había horrorizado de las dos cuando encontraron al bebé en la orilla, delante de su cueva. Euríale se había quedado atónita y horrorizada a partes iguales: ¿de dónde había salido esa criatura? ¿Qué mortal se atrevería a acercarse a la guarida de las gorgonas para abandonarla allí? Esteno no tenía respuestas a sus preguntas, y durante un rato las dos hermanas se quedaron mirándola y preguntándose qué hacer.
—¿Podríamos comérnosla? —preguntó Euríale.
Esteno reflexionó unos instantes.
—Supongo que sí. Aunque es bastante pequeña.
Su hermana asintió con tristeza.
—Te cedo mi parte —le ofreció Esteno—. Yo ya he... —No fue necesario que acabara la frase. Había huesos de res desperdigados a su alrededor.
Ellas no comían por hambre; eran inmortales y no les hacía falta alimentarse. Pero los colmillos afilados, las alas vigorosas, las patas robustas, todo en ellas estaba diseñado para la caza. Y, puestos a cazar, ¿por qué no comer lo que mataban? Volvieron a mirar al bebé, que era una niña. Estaba tumbada de espaldas en la arena, con la cabeza apoyada en una mata de hierba. Esteno no necesitó que su hermana lo expresara en voz alta: era una presa muy insatisfactoria. No huía, ni siquiera había intentado esconderse entre la hierba más alta.
—¿De dónde habrá salido? —volvió a preguntarse Euríale.
Levantó su enorme cabeza y escudriñó con sus ojos saltones las rocas que tenían encima. No había señales de vida.
—Debe de haber venido por el agua —respondió Esteno—. Los mortales no pueden abrirse camino hasta aquí sin ayuda divina. Y aunque pudieran, no se atreverían a hacerlo. La han traído por mar.
Euríale asintió batiendo las alas. Oteó el océano en todas direcciones. Ningún barco se habría alejado hasta perderse de vista en el tiempo que ellas habían tardado en encontrar a la niña. Las había despertado un ruido y habían salido a la vez de la cueva. Ningún barco o nadador podía haber desaparecido tan rápido.
—No lo sé —admitió Esteno leyéndole los pensamientos a su hermana—. Pero mira. —Señaló a la niña y esta vez Euríale se fijó en el círculo de arena húmeda que había debajo de ella y en el reguero de algas que llegaba hasta la orilla.
Las dos se quedaron allí sentadas en silencio, reflexionando.
—No pueden haberla dejado allí... —Euríale miró a su hermana, pues no quería sentirse estúpida.
Esteno se encogió de hombros y la brisa le acarició las alas.
—Tiene que haber sido Forcis. Si no es él no sé quién podría ser.
Euríale abrió sus ojos saltones como platos. ¿Por qué haría algo así? ¿De dónde habría sacado a una criatura mortal? ¿De algún naufragio? Las gorgonas sabían muy poco de su padre. Era un dios anciano que vivía en las profundidades del océano con su madre, Ceto. Habían tenido mucha descendencia, aparte de Euríale y Esteno: Escila, una ninfa con seis cabezas de perro y seis bocas despiadadas, que vivía en una cueva alta sobre el mar de la que salía para comerse a los marineros que pasaban; la orgullosa Equidna, mitad ninfa, mitad serpiente, y las Grayas, tres hermanas que sólo tenían un ojo y un diente entre las tres, que iban pasándose; vivían en una cueva a la que ni las gorgonas se atrevían a ir.
Esteno y su hermana se acercaron poco a poco a la niña. El mar susurraba detrás de ellas. Habían dejado al bebé muy por encima del alcance de la marea, y Esteno señaló el húmedo rastro que conducía hasta él.
Euríale asintió.
—Ha sido papá. Ésas parecen las marcas de sus garras.
Al acercarse, Esteno se dio cuenta de que la niña dormía sobre un montón de algas secas; ¿las había recogido su padre para hacerle una especie de lecho? En su mente se libraba una lucha entre lo que veía y lo que creía saber. La idea de que Forcis hiciera algo tan... —Esteno buscó la palabra— mortal como acostar a un bebé en una cuna improvisada era imposible. Y, sin embargo, allí estaban las marcas de sus garras flanqueando el ancho surco que había dejado su cola de pez. Y allí estaba el bebé, a salvo del agua, durmiendo sobre un gran montón de algas secas, translúcidas como la muda que las serpientes dejan en la arena, pensó.
Sólo cuando se acercaron a la niña, y Euríale la miró como se mira a una visita inoportuna o una ración de comida escasa, las dos hermanas comprendieron el motivo por el que Forcis se la había entregado.
—Tiene... —murmuró Esteno.
Euríale se agachó e inclinó la cabeza para ver mejor los hombros de la niña. Sólo podían verle una parte de la espalda a través de las algas, pero su hermana no se equivocaba. El bebé tenía alas.
Las gorgonas tardaron un día entero en aceptar que tenían otra hermana, y además mortal. Tardaron varios días más en aprender a no matarla sin querer.
—¿Por qué llora? —preguntó Euríale, tocando con cuidado al bebé con la garra en un puño para no hacerle daño.
Esteno la miró, alarmada.
—No lo sé. ¿Quién entiende a los mortales?
Ambas intentaron pensar en algún mortal que hubieran visto comportarse de un modo similar, pero no lograron recordar a ninguno. De hecho, no recordaban haber visto a ninguna criatura humana. De pronto Euríale pensó en el nido de cormoranes que había descubierto en las rocas cercanas. La hembra tenía polluelos, le dijo a Esteno, quien asintió como si lo recordara.
—Los polluelos hacían un ruido espantoso y la madre les daba de comer. —Euríale esbozó una gran sonrisa.
Voló tierra adentro hasta llegar a los asentamientos más cercanos y regresó con una oveja debajo de cada brazo.
—Leche. A los bebés les dan leche.
Así, aunque eran diosas, aprendieron a dar de comer a su hermana. Al cabo de un tiempo Esteno ya no recordaba cómo había sido su hogar antes de que un pequeño rebaño de ovejas de cuernos curvos correteara por las rocas. Incluso Euríale —que había cruzado los cielos en busca de presas que atrapar entre sus poderosas mandíbulas sólo por el placer de oír el crujido que hacían los huesos al romperse— parecía disfrutar pastoreándolas. Un día, un águila intentó arrebatarles una y Euríale se elevó en el aire para defenderla. Pero volvió con las manos vacías. El águila era demasiado rápida. Dejó tras ella una estela de plumas sobre la arena y desapareció con el animal. Aun así, nunca más volvió.
Los primeros días Esteno se preguntó si Forcis regresaría para darles alguna explicación o un recado de su madre, Ceto, pero nunca lo hizo. Las dos gorgonas se tomaban la situación de forma muy distinta: Euríale se sentía orgullosa de que sus padres les hubieran confiado a la extraña niña mortal para que la cuidaran. Esteno, en cambio, se preguntaba si su padre la había dejado con ellas esperando que fracasaran. Era imposible que los dioses miraran a los mortales sin sentir cierta repulsión. Esteno quería a su nueva hermana tanto como a Euríale, pero todavía tenía que reprimir un escalofrío cuando le veía las manos y los pies horriblemente pequeños, con sus repugnantes uñitas. Y, sin embargo, aunque se hubiera torcido algo en el parto, Medusa también era una gorgona. Y tal vez mejorara con el tiempo.
Porque ése fue el siguiente acontecimiento perturbador. La niña cambiaba sin cesar: crecía y se transformaba bajo su mirada, como Proteo. En cuanto se adaptaban a algún nuevo rasgo inexplicable, ella desarrollaba otro nuevo. La llevaban en brazos a todas partes porque no podía desplazarse por sí sola y luego, sin previo aviso, se puso a gatear. En cuanto se acostumbraron, ella dejó de gatear y empezó a andar. Las alas le crecían a la vez que el cuerpo, y fue un alivio para ambas descubrir que, aunque no volaba muy bien, no estaba completamente atada a la tierra. Euríale confesó que las alas le recordaban que las tres eran hermanas, a pesar de todo. Sintieron una breve oleada de esperanza al ver que le salían dientes, pero eran pequeños y se mantenían con firmeza dentro de su boca, no como los colmillos propiamente dichos. Podía usarlos para masticar, pero ¿de qué servía eso?
La continua transformación de Medusa obligó a sus hermanas a cambiar también. Esteno aprendió a hacer pan porque la leche ya no le bastaba. Las tres se quedaron mirando la masa mientras se formaban burbujas en la superficie y se elevaba sobre la amplia roca plana que hacía equilibrios sobre la hoguera. Euríale había estado observando a las mujeres hacer esa tarea y había vuelto con instrucciones y consejos. Con el tiempo cada vez imitaban más a los humanos que vivían cerca.
Los mortales siempre habían temido a las gorgonas, pero no era un sentimiento recíproco. Mientras que sus hermanas, las Grayas, vivían en una cueva lo más alejada posible de los humanos, ellas se instalaban donde querían y la gente las evitaba. Ninguna de las dos hermanas recordaba por qué habían elegido aquel lugar concreto de las costas de Libia, pero ya hacía mucho que lo habían convertido en su hogar. Era una ancha playa de arena, flanqueada de grandes rocas emblanquecidas por el sol, y cubiertas aquí y allá de matas de hierba resistente. Estas rocas servían de atalaya: no era fácil trepar por ellas, pero una gorgona podía volar sin dificultad hasta alcanzar los puntos más altos y contemplar desde allí el mar y los pájaros de pico afilado zambulléndose en busca de peces, o volverse para mirar la tierra rojiza con sus verdes y oscuros matorrales. En la otra punta de la playa había una gran grieta en la roca causada por uno de los terremotos de Poseidón que casi había partido la tierra en dos. El terreno era más alto en el lado donde vivían las gorgonas, no mucho pero lo suficiente para que tuvieran la sensación de haber elegido la parte mejor de la costa, la más elevada.
En Libia vivían un sinfín de criaturas. Sus vecinos más cercanos eran las reses y los caballos llevados allí por las gentes que se habían asentado en los alrededores. Euríale recordaba una época en que no había habido humanos a menos de un día de vuelo desde la costa. Solían vivir mucho más lejos, pero algo cambió. Le preguntó a Esteno si recordaba qu
