Planes para una fuga al Carmelo
Al profesor lo irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.
El profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
Entró en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que olvidar los tres períodos de la Historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente me dio por hablar solo».
Llevó la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
—Si me quedo dormida, me muero.
—¿Por no doctorarte? No perderías mucho.
—Es increíble que un profesor hable así.
—Ya nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula, donde hay un profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título universitario.
La chica dijo, como para sí misma:
—No importa. Yo quiero el título.
—Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la Historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.
—Yo leí un poema. Cada cual mata aquello que ama…
La miró, sonrió, sacudió la cabeza.
—Después de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
—Me parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
—No veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de matar a toda la población.
—A toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
—Ahí surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas, también.
—Pero eso —con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos la guerra.
—No va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
—Me dan asco —dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece bien.
—Tarde o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
—Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación de las infecciosas, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la muerte.
—Lo que nuestro patriotismo recibió como una patada.
—Pero ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
—Menos mal…
—Con tus interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—. Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó: —Son casi las diez. Tengo que irme.
La acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que la perdió de vista.
Un rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus discípulos Gerardi y Lohner.
—Venimos a verlo —anunció Lohner.
—El tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
—Lo sabemos —dijo Gerardi.
—Pero tenemos que hablar —dijo Lohner.
Parecían nerviosos. Los llevó al escritorio.
—Lohner —dijo Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
Hubo un silencio. Hernández dijo:
—Estoy esperando esa explicación.
—No sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
Hernández entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi aclaró:
—Viene el médico.
Hubo otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
—¿Cuándo?
—Hoy —dijo Lohner.
—Entre anoche y esta mañana arreglamos todo.
—¿Qué arreglaron?
—El cruce al Carmelo.
—¿En el Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
—Evidentemente —contestó Lohner.
Gerardi refirió:
—El amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la Confitería del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha, no debo saber para quién», dijo, y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito sobre el río Reconquista.
—¿En el Tigre? —preguntó Hernández.
—En Tigre.
—Y ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
—Como un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
—Sobre todo si no le damos tiempo —observó Lohner.
—¿Para qué? —preguntó Hernández.
—No creo que le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
—Es gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
—¿Cuándo tengo que ir?
—Se viene con nosotros. Ahora mismo.
—Ahora mismo no puedo.
—Moureira está esperándonos —dijo Gerardi.
—Más vale no entretenerse —dijo Lohner.
—Tengo que buscar a una amiga —dijo Hernández.
Hubo un silencio. Gerardi preguntó:
—¿A la que sabemos, profesor?
Sonriendo por primera vez, confirmó Hernández:
—A la que sabemos.
—No se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.
Gerardi insistió:
—No se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
Con impaciencia dijo Lohner:
—No va a ser fácil retener al tal Moureira.
Cuando quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.
Sin perder un minuto se largó a la Facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la encontró.
—¡Te acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.
La verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
—¿Llego a tiempo?
—Por suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
—Yo creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.
—Nadie te considera viejo.
—Estás equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
—¿Para qué?
—Para avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo, que trabaja en el Ministerio de Salud Pública, les dio la noticia.
—No puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
—No hay antecedentes.
—No importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura. Tendrá que admitirlo.
—No lo hará.
—¿Cuál es tu plan?
—Un lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó: —¿Qué pasa? ¿No estás dispuesta?
—Sí. ¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me inculcaron cuando era chica.
—¿Nos vamos o nos quedamos?
—¿Quedarnos y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno es Lohner?
—Y el otro, Gerardi.
—Un atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
—Lohner, no.
—Circulan tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
Las palabras «dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y dijo:
—No creo que haya tiempo.
—Y es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean por acá.
En ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
—¿Entonces, ¿qué hago?
—Te vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?
—En Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.
Repitió Valeria:
—En Liniers y Pirovano. —De pronto agregó: —Si no voy a casa, voy directamente.
Se avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad camino comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.
En el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:
—Lo esperaba.
Entraron juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
—¿El médico?
Tristemente el médico asintió con la cabeza.
—Aunque debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho, esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame, ¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene quien le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
—Parece justo.
—Son todos iguales. Les parece justo exponernos a que un segundo médico los examine, opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos codician el puesto.
—Entonces no hay escapatoria.
—Eso lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud Pública, paso el informe.
El médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
—De cualquier modo, muchas gracias.
—Dígame una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
—Es verdad —admitió Hernández—. Qué solos se quedan los muertos…
Cerró la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
—Creíamos que no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.
—No pierda tiempo —dijo Lohner.
—Suba a la lancha —dijo Moureira.
—Un momento —dijo el profesor—. Espero a una amiga.
—La mujer siempre llega tarde —sentenció Moureira.
Discutieron (esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
—Menos mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo —observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
Gerardi le preguntó:
—¿Algún mensaje?
—Dígale que para mí era lo mejor de la vida.
—¿Pero que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.
Volvieron a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira le dijo:
—Acuéstese en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
Obedeció Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es justa, pero en este momento no me consuela».
Lentamente, resueltamente, se alejaron rumbo al río Luján y aguas afuera.
Máscaras venecianas
Cuando algunos hablan de somatización como de un mecanismo real e inevitable, con amargura me digo que la vida es más compleja de lo que suponen. No trato de convencerlos, pero tampoco olvido mi experiencia. Durante largos años anduve sin rumbo entre un amor y otro: pocos, para tanto tiempo, y mal avenidos y tristes. Después encontré a Daniela y supe que no debía buscar más, que se me había dado todo. Entonces precisamente empezaron mis ataques de fiebre.
Recuerdo la primera visita al médico.
—De esta fiebre no son ajenos tus ganglios —anunció—. Voy a recetarte algo para bajarla.
Interpreté la frase como una buena noticia, pero mientras el médico escribía la receta me pregunté si el hecho de que me diera algo para el síntoma no significaría que no me daba nada para la enfermedad, porque era incurable. Reflexioné que si no salía de dudas me preparaba un futuro angustioso, y que si preguntaba me exponía a recibir como respuesta una certidumbre capaz de volver imposible la continuación de la vida. De todos modos, la idea de una larga duda me pareció demasiado cansadora y me animé a plantear la pregunta. Contestó:
—¿Incurable? No necesariamente. Hay casos, puedo afirmar que se recuerdan casos, de remisión total.
—¿De cura total?
—Vos lo has dicho. Pongo las cartas sobre la mesa. En situaciones como la presente, el médico recurrirá a toda su energía para dar confianza al enfermo. Tomá nota de lo que voy a decirte, porque es importante: de los casos de curación no tengo dudas. Las dudas aparecen en el análisis del cómo y del porqué de las curaciones.
—Entonces, ¿no hay tratamiento?
—Desde luego que lo hay. Tratamiento paliativo.
—¿Que resulta curativo, de vez en cuando?
No me dijo que no y en esa imperfecta esperanza volqué la voluntad de curarme.
Parecía indudable que me había ido bastante mal en el examen clínico, pero cuando salí del consultorio no sabía qué pensar, todavía no me hallaba en condiciones de intentar un balance, como si me hubieran llegado noticias que, por falta de tiempo, no hubiese leído con detención. Estaba menos triste que apabullado.
En dos o tres días el remedio me libró de la fiebre. Quedé un poco débil, o cansado, y tal vez por eso acepté literalmente el diagnóstico del médico. Después me sentí bien, mejor que antes de enfermarme, y empecé a decirme que no siempre los médicos aciertan con sus diagnósticos; que tal vez yo no tuviera un segundo ataque. Razonaba: «Si fuera a tenerlo, algún malestar lo anunciaría, pero la verdad es que me siento mejor que nunca».
No negaré que había en mí una marcada propensión a descreer de la enfermedad. Probablemente de ese modo me defendía de las cavilaciones en que solía caer, sobre sus posibles efectos en mi futuro con Daniela. Me había acostumbrado a ser feliz y la vida sin ella no era imaginable. Yo le decía que un siglo no me alcanzaba para mirarla, para estar juntos. La exageración expresaba lo que sentía.
Me gustaba que me hablase de sus experimentos. Espontáneamente yo imaginaba la Biología, su materia, como un enorme río que avanzaba entre prodigiosas revelaciones. Gracias a una beca, Daniela había estudiado en Francia con Jean Rostand y con Leclerc, su no menos famoso colaborador. Al describirme el proyecto en que Leclerc trabajaba por aquellos años, Daniela empleó la palabra carbónico; Rostand, por su parte, indagaba las posibilidades de aceleración del anabolismo. Recuerdo que dije:
—Yo ni siquiera sé qué es el anabolismo.
—Todos los seres pasamos por tres períodos —explicó Daniela—. El anabólico, de crecimiento; después una meseta más o menos larga, el período en que somos adultos; y por último el catabólico o decadencia. Rostand pensó que si perdiéramos menos tiempo en crecer, ganaríamos años utilísimos para la vida.
—¿Qué edad tiene?
—Casi ochenta. Pero no creas que es viejo. Todas sus discípulas se enamoran de él.
Daniela sonrió. Sin mirarla, contesté:
—Yo, si fuera Rostand, dedicaría mi esfuerzo a postergar, aun a suprimir, el catabolismo. Te aclaro que no digo esto porque lo considere viejo.
—Rostand piensa como vos, pero sostiene que para entender el mecanismo de la decadencia es indispensable conocer el del crecimiento.
A pocas semanas de mi primer ataque de fiebre, Daniela recibió una carta de su maestro. Cuando me la leyó, tuve una verdadera satisfacción. Para mí fue sumamente agradable que un hombre famoso por su inteligencia estimara y quisiera tanto a Daniela. El motivo de la carta era pedirle que asistiera a las próximas Jornadas de Biología de Montevideo, donde encontraría a uno de los investigadores de su grupo, el doctor Proux, o Prioux, que podría ponerla al tanto del estado actual de los trabajos.
Daniela me preguntó:
—¿Cómo le digo que no quiero ir?
Siempre consideró que esos congresos y jornadas internacionales eran inútiles. No conozco persona más reacia a la figuración.
—¿Te parece una ingratitud decirle que no a Rostand?
—Le debo todo lo que sé.
—Entonces no le digas que no. Te acompaño.
Recuerdo la escena como si la viera. Daniela se echó en mis brazos, murmuró un sobrenombre (ahora lo callo porque todo sobrenombre ajeno parece ridículo) y exclamó alborozada:
—Una semana en el Uruguay, con vos. ¡Qué divertido! —Hizo una pausa y agregó: —Sobre todo si no hubiera Jornadas.
Se dejó convencer. El día de la partida amanecí con fiebre y, al promediar la mañana, me sentía pésimamente. Si no quería ser una carga para Daniela, debía renunciar al viaje. Confieso que estuve esperando un milagro y que sólo a última hora le anuncié que no la acompañaba. Aceptó mi decisión, pero se quejó:
—¡Una semana separados para que yo no me pierda ese aburrimiento! ¡Por qué no le dije que no a Rostand!
De repente se hizo tarde. La despedida, muy apresurada, me dejó un sentimiento de incomprensión mezclado a la tristeza. De incomprensión y desamparo. Para consolarme pensé que fue una suerte no tener tiempo de explicarle el alcance de mis ataques de fiebre. Suponía tal vez que si no hablaba de ellos, les quitaba importancia. Esta ilusión duró poco. Me encontré tan enfermo que me desanimé profundamente y entendí que estaba grave y que no tenía cura. La fiebre cedió al tratamiento más trabajosamente que en la ocasión anterior, y me dejó nervioso y agotado. Cuando Daniela volvió me sentí feliz, pero mi aspecto no debía de ser bueno, porque preguntó con alguna insistencia cómo me sentía.
Me había propuesto no hablar de la enfermedad, pero ante no sé qué frase en que noté, o creí notar, un velado reproche por no haberla acompañado a Montevideo, le recordé el diagnóstico. Le dije lo esencial, pasando por alto los casos de cura, que tal vez no fueran sino un recurso del médico para atenuar la terrible verdad que me había comunicado. Daniela preguntó:
—¿Qué propones? ¿Que dejemos de vernos?
Le aseguré:
—No tengo fuerzas para decirlo, pero hay algo que no puedo olvidar: el día en que me conociste yo era un hombre sano y ahora soy otro.
—No entiendo —contestó.
Traté de explicarle que yo no tenía derecho a cargarla para siempre con mi invalidez. Interpretó como una decisión lo que en definitiva eran cavilaciones y escrúpulos. Murmuró:
—Está bien.
No discutimos, porque Daniela era muy respetuosa de la voluntad ajena y sobre todo porque estaba enojada. Desde ese día no la vi. Yo razonaba tristemente: «Es la mejor solución. Por horrible que me parezca la ausencia de Daniela, peor sería cerrar los ojos a los hechos, cansarla, notar su cansancio y sus ganas de alejarse». Además la enfermedad podría obligarme a renunciar a mi empleo en el diario; entonces Daniela no sólo tendría que aguantarme, sino también que mantenerme.
Recordaba un comentario suyo, que alguna vez me hizo gracia. Daniela había dicho: «Qué cansadora esa gente aficionada a las peleas y a las reconciliaciones». No me atreví, pues, a buscar una reconciliación. No fui a verla ni la llamé por teléfono. Busqué un encuentro casual. Nunca he caminado tanto por Buenos Aires. Cuando salía del diario, no me resignaba a volver a casa y postergar hasta el día siguiente la posibilidad de encontrarla. Dormía mal y despertaba como si no hubiera dormido, pero seguro de que ese día la encontraría en alguna parte, por la simple razón de no tener fuerzas para seguir viviendo sin ella. En medio de esta ansiosa expectativa me enteré de que Daniela se había ido a Francia.
Conté a Héctor Massey, un amigo de toda la vida, lo que me había pasado. Reflexionó en voz alta:
—Mirá, la gente desaparece. Uno rompe con una persona y ya no vuelve a verla. Siempre sucede lo mismo.
—Buenos Aires sin Daniela es otra ciudad.
—Si es así, tal vez te sirva de aliento algo que he leído en una revista: en otras ciudades suele haber dobles de las personas que conocemos.
A lo mejor decía eso para distraerme. Debió de adivinar mi irritación porque se disculpó:
—Comprendo lo que será renunciar a Daniela. Nunca tendrás una mujer igual.
A mí no me gusta hablar de mi vida privada. Sin embargo, he descubierto que tarde o temprano consulto con Massey todas mis dificultades y dudas. Probablemente busco su aprobación porque lo considero honesto y justo y porque no deja que los sentimientos desvíen su criterio. Cuando le conté mi última conversación con Daniela, quiso cerciorarse de que la enfermedad era realmente como yo la había descrito y después me dio la razón. Añadió:
—No vas a encontrar otra Daniela.
—Lo sé demasiado bien —dije.
He pensado muchas veces que la ingenua insensibilidad de mi amigo era una virtud, pues le permitía opinar con absoluta franqueza. Personas que lo consultan profesionalmente (es abogado) lo elogian por decir lo que piensa y por tener una visión clara y simple de los hechos.
Pasé años aislado en mi pesadilla. Ocultaba la enfermedad como algo vergonzoso y creía, a lo mejor con razón, que si no veía a Daniela no valía la pena ver a nadie. Evité al propio Massey; un día supe que andaba por los Estados Unidos o por Europa. En las horas de trabajo, en el diario, trataba de aislarme de los compañeros que me rodeaban. Mantuve con todo una esperanza que no formulé de manera explícita, pero que me sirvió para sobreponerme al desconsuelo y para ajustar mis actos a la invariable meta de recomponer el destruido castillito de arena de la salud: la desesperada esperanza de curarme (no me pregunten cuándo) y de reunirme con Daniela. Esperar no me bastó; imaginé. Soñaba con nuestra reunión. Como un exigente director de cine, repetía la escena hasta el cansancio, para que fuera más triunfal y conmovedora. Muchos opinan que la inteligencia es un estorbo para la felicidad. El verdadero estorbo es la imaginación.
Llegaron de París noticias de que Daniela se había volcado íntegramente en sus trabajos y experimentos biológicos. Las consideré buenas. Nunca tuve celos de Rostand ni de Leclerc.
Me parece que empecé a mejorar (el enfermo vive en un continuo vaivén de ilusiones y desilusiones). Durante el día ya no cavilaba tanto sobre el próximo ataque; las noches eran menos angustiosas. Una mañana, muy temprano, me despertó el timbre de la puerta de calle. Al abrir, me encontré con Massey que según entendí llegaba de Francia, directamente, sin pasar por su casa. Le pregunté si la había visto. Contestó que sí. Hubo un silencio tan largo que me pregunté si el hecho de que Massey estuviera ahí presente se relacionaría de algún modo con Daniela. Entonces me dijo que viajó con el único propósito de anunciarme que se habían casado.
La sorpresa, la turbación, no me dejaban hablar. Por último aduje que tenía hora con el médico. Yo estaba tan mal, que debió de creerme. No dudé nunca de que Massey había obrado de buena fe. Debía de figurarse que no me quitaba nada, pues yo me había alejado de Daniela. Cuando me dijo que su casamiento no sería obstáculo para que los tres nos viéramos como antes, debí explicarle que mejor sería pasar un tiempo sin vernos.
No le dije que su matrimonio no iba a durar. A esta convicción no llegué por despecho, sino por conocimiento de las personas. Es claro que el despecho me consumía.
A los pocos meses oí la noticia de que se habían separado. Ninguno de los dos volvió a Buenos Aires. En cuanto al restablecimiento aquel (uno de tantos), resultó ilusorio, de modo que yo seguía arrastrando una vidita en que los ataques de fiebre alternaban con los períodos de esperanzada recuperación.
Los años se fueron rápidamente. Quizá habría que decir insensiblemente: nada menos que diez, arrastrados por la vertiginosa repetición de semanas casi iguales. Dos hechos probaban, sin embargo, la realidad del tiempo. Una nueva mejoría de mi salud —entendí que era la mejoría— y un nuevo ensayo por parte de Massey y Daniela de vivir juntos. Tantos meses yo había pasado sin fiebre, que me pregunté si estaba sano; Massey y Daniela estuvieron separados tantos años, que la noticia de que volvían a reunirse me sorprendió.
Para afianzar mi restablecimiento pensé que debía salir de la rutina, romper con el pasado. Quizá un viaje a Europa fuera la mejor solución.
Visité al médico. Largamente cavilé sobre la frase que emplearía para comunicarle mis planes. No quería dar pie a una posible objeción. En realidad temía que por buenas o malas razones me disuadiera.
Sin levantar los ojos de mi historia clínica murmuró:
—Me parece una idea excelente.
Me miró como si quisiera decirme algo, pero la campanilla del teléfono lo distrajo. Tuvo una larga conversación. Mientras tanto recordé, con un poco de asombro, que en mi primera visita había visto ese consultorio como parte de un mal sueño y al médico (lo que ahora parecía increíble) como un enemigo. Al recordar todo esto me sentía muy seguro, pero de pronto se me ocurrieron preguntas que me alarmaron: «¿Qué me querrá decir? ¿Yo podría jurar que sus palabras fueron “una idea excelente”? Y si lo fueron, ¿no las habrá dicho con intención irónica?». Se acabó la ansiedad cuando cortó la comunicación y explicó:
—La parte anímica tiene su importancia. En este momento un viaje por Europa te caerá mejor que todos los medicamentos que yo pueda recetarte.
Diversas circunstancias, entre las que un temporario fortalecimiento de nuestro peso fue la principal, permitieron que emprendiera ese viaje. Parecía que el destino me ayudaba.
Pensé que el agrado de demorarme indefinidamente en casi cualquier lugar del mundo me impediría caer en el clásico turismo de las agencias: dos días en París, una noche en Niza, almuerzo en Génova, etcétera; pero una impaciencia, como de quien se afana en busca de algo o está huyendo (¿para que la enfermedad no lo alcance?), me obligaba a retomar el viaje al otro día de llegar a los sitios más agradables. Seguí en mi absurdo apuro hasta una tarde de fines de diciembre, en que por un canal, en una góndola (ahora me pregunto si no fue en una lancha cargada de turistas y equipaje: ¡qué importa!), entré en Venecia y me encontré en un estado de ánimo en que se combinaban, en perfecta armonía, la exaltación y la paz. Exclamé:
—Aquí me quedo. Esto era lo que yo buscaba.
Bajé en el hotel Mocenigo, donde me habían reservado un cuarto. Recuerdo que dormí bien, ansioso de que llegara el día, para levantarme y recorrer Venecia. De repente me pareció que la tenue luz encuadraba la ventana. Corrí, me asomé. «El amanecer refulgía en el Gran Canal y sacaba de las sombras el Rialto.» Un frío húmedo me obligó a cerrar y a refugiarme entre las mantas.
Cuando me pareció que había entrado en calor salté de la cama. Tras un ligero desayuno me di un baño bien caliente y, sin más demora, salí a recorrer la ciudad. Por un instante me creí en un sueño. No, fue más extraño aún. Sabía que no soñaba, pero no encontraba explicación para lo que veía. «A su debido tiempo todo esto va a aclararse», me dije sin mayor convicción, porque seguía perplejo. Mientras dos o tres gondoleros reclamaban mi atención con gritos y ademanes, en una lancha se alejaba un arlequín. Resuelto, no sé muy bien por qué, a no traslucir mi asombro, con indiferencia pregunté a uno de los hombres cuánto cobraba por un viaje al Rialto y entré con paso vacilante en su góndola. Partimos en dirección opuesta a la que llevaba la máscara. Mirando los palacios de ambos lados del canal reflexioné: «Parecería que Venecia fue edificada como una interminable serie de escenarios, pero ¿por qué, lo primero que veo, al salir de mi hotel, es un arlequín? Tal vez para convencerme de que estoy en un teatro y subyugarme aún más. Es claro que si de pronto me encontrara con Massey le oiría decir que todo en este mundo es gris y mediocre y que Venecia me deslumbra porque yo vine dispuesto a deslumbrarme».
Fue necesario que me cruzara con más de un dominó y un segundo arlequín para recordar que estábamos en carnaval. Le dije al gondolero que me extrañaba la abundancia de gente disfrazada a esa hora.
Si entendí bien (el dialecto del hombre era bastante cerrado) me contestó que todos iban a la Plaza San Marcos, donde a las doce había un concurso de disfraces, al que yo no debía faltar, porque allá se reunirían las más lindas venecianas, que eran famosas en todo el mundo por su belleza. Tal vez me tuviera por muy ignorante, porque nombraba, silabeando para ser más claro, las máscaras que veía:
—Po-li-chi-ne-la. Co-lom-bi-na. Do-mi-nó.
Desde luego pasaron algunas que yo no hubiera reconocido: Il dottore, con lentes y nariz larga; Meneghino, con una corbata de tiras blancas; otra francamente desagradable: la peste o la malattia; y una que no recuerdo bien, llamada Brighella o algo así.
Bajé a tierra cerca del puente del Rialto. En el correo despaché una tarjeta para el médico (Querido dottore: Viaje espléndido. Yo muy bien. Saludos) y por la calle de la Mercería me encaminé hacia la Plaza San Marcos, mirando las ocasionales máscaras, como si buscara alguna en particular. Por algo se dice que si nos acordamos de una persona al rato la encontramos. En un puente, cerca de una iglesia, San Giuliano o Salvatore, casi me llevo por delante a Massey. Con espontánea efusividad le grité:
—¡Vos acá!
—Hace tiempo que vivimos en Venecia. ¿Cuándo llegaste?
No le contesté en seguida, porque ese verbo en plural me cayó desagradablemente. Bastó la alusión a Daniela para sumirme en la tristeza. Yo creía que las viejas heridas habían cicatrizado. Por fin murmuré:
—Anoche.
—¿Por qué no te venís con nosotros? Hay cuartos de sobra.
—Me hubiera gustado, pero mañana viajo a París —mentí para no exponerme a un encuentro que no sabía cómo me afectaría.
—Si mi mujer sabe que estuviste en Venecia y que te vas sin verla, no me perdonará. Esta noche dan Loreley de Catalani, en La Fenice.
—No me gusta la ópera.
—¿Qué importa la ópera? Lo que me importa es pasar un rato juntos. Vení a nuestro palco. Te vas a divertir. Hay función de gala, por el carnaval, y la gente va disfrazada.
—A mí no me gusta disfrazarme.
—Muy pocos hombres lo hacen. Las que van disfrazadas son las mujeres.
Debí de pensar que ya había hecho bastante de mi parte y que si Massey insistía, no podría negarme por mucho tiempo. Creo que en ese momento descubrí que el secreto estímulo de mi viaje había sido la esperanza de encontrar a Daniela y que, sabiéndola en Venecia, la idea de partir sin verla me parecía una renuncia muy superior a mis fuerzas.
—Te buscamos en tu hotel —dijo.
—No, voy por mi lado. Dejame la entrada en la boletería.
Insistió en que fuera puntual, porque si llegaba después del primer acor
