Metrópolis

Ben Wilson

Fragmento

Introducción. El siglo de las metrópolis

Introducción

El siglo de las metrópolis

Hoy mismo, en el transcurso de un solo día, la población urbana mundial se ha incrementado casi en doscientas mil personas. Mañana ocurrirá también, y pasado mañana, y seguirá ocurriendo en el futuro. En 2050, dos tercios de la humanidad vivirán en ciudades. Estamos asistiendo a la mayor migración de la historia, la culminación de un proceso que se ha extendido a lo largo de seis mil años y que nos habrá transformado en una especie totalmente urbanizada a finales del presente siglo.[1]

Cómo vivir, y dónde, es una de las preguntas más importantes que podemos hacernos. A ella le debemos gran parte del conocimiento de la historia y de nuestra propia época. Desde los primeros asentamientos mesopotámicos, alrededor del año 4000 a. C., las ciudades han actuado como gigantescos centros de intercambio de información. De la interacción dinámica de la gente en las metrópolis densas y atiborradas han brotado las ideas y las técnicas, las revoluciones e innovaciones que han marcado el rumbo de la historia. En el año 1800, la gente que habitaba las grandes áreas urbanas no era más del 3 o el 4 por ciento de la población total del mundo, pero el efecto que esta exigua minoría ejerció en el desarrollo global fue enorme. Las ciudades han sido siempre los laboratorios de la humanidad, los viveros de la historia. Atraído por el poder magnético de la urbe —como tantos otros millones de personas cada semana— comencé a investigar y a escribir Metrópolis con la premisa de que tanto nuestro pasado como nuestro futuro están ligados, para bien y para mal, a la ciudad.

Me sumergí en este tema tan amplio, polifacético y desconcertante justo al mismo tiempo en que se estaba produciendo un renacimiento urbano espectacular que traía consigo unos desafíos sin precedentes para el tejido urbano. A principios del siglo XX la ciudad tradicional era un lugar repleto de pesimismo, no de esperanza. La voraz metrópolis industrial aprisionaba a sus habitantes, envenenaba sus cuerpos y sus mentes, provocaba la fractura social. En la segunda mitad del siglo, la respuesta a los horrores de la industrialización alcanzó su punto álgido: todo parecía encaminarse hacia una diáspora más que hacia un proceso de concentración. Las grandes metrópolis mundiales, como Nueva York o Londres, experimentaron un gran descenso en su población. Los automóviles, los teléfonos, los billetes baratos de avión, el flujo ininterrumpido de capital a lo largo y ancho del planeta y, más tarde, internet, nos permitieron expandirnos y deshacer el nudo del centro de la ciudad, tradicionalmente abigarrado y bien atado. ¿Quién necesitaba de redes sociales urbanas teniendo redes sociales virtuales ilimitadas? Los centros de negocios, campus, edificios de oficinas y centros comerciales localizados en las afueras relegaron a un segundo plano los centros de las ciudades, que quedaron así a merced de la delincuencia y el deterioro. Sin embargo, en los últimos años del pasado siglo y las primeras décadas del nuevo milenio se invirtieron por completo las predicciones.

Este proceso se aprecia especialmente en lugares como China, donde algunas ciudades antiguas y otras de nuevo cuño empezaron a crecer, espoleadas por los más de cuatrocientos cuarenta millones de inmigrantes procedentes del medio rural que no han dejado de afluir a lo largo de tres décadas y por la fiebre constructora de rascacielos. Las ciudades recuperaron en todo el mundo su lugar central en la economía. Más que contribuir a la diáspora, la economía del conocimiento y las comunicaciones ultrarrápidas fueron un acicate, y las grandes compañías, los pequeños negocios, las empresas emergentes y los trabajadores autónomos acudieron volando como las abejas de una colmena. Las innovaciones artísticas y tecnológicas suceden cuando los expertos se agrupan: los seres humanos progresan cuando comparten el conocimiento y colaboran y compiten cara a cara —en particular, en lugares que facilitan el flujo de información—. Las ciudades que antaño atrajeron a las grandes empresas de manufacturas o manejaron parte del mercado mundial compiten hoy en día por las mentes más brillantes.

La dependencia del capital humano y los beneficios económicos de la densidad de población en las sociedades posindustriales está reconfigurando las metrópolis modernas. Las ciudades exitosas están transformando economías enteras, como demuestra el tan envidiado crecimiento liderado por las grandes urbes chinas. Cada vez que un área dobla su densidad de población, su productividad aumenta entre un 2 y un 5 por ciento: las energías que albergan las ciudades nos convierten en seres más competitivos y emprendedores desde el punto de vista colectivo. No es solo la densidad de población la que hace que esa fuerza aumente, sino también el tamaño.[2]

Uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado el planeta en las tres décadas anteriores ha sido el alarmante alejamiento de las ciudades con respecto a sus propios países. La economía global se ha decantado en favor unas pocas ciudades y regiones asociadas con estas: hacia 2025, cuatrocientas cuarenta ciudades con una población total de seiscientos millones (el 7 por ciento de la población mundial) representarán la mitad del producto interior bruto del planeta. Ciudades de mercados emergentes como São Paulo, Lagos, Moscú y Johannesburgo producirán, ellas solas, entre un tercio y la mitad de la riqueza total de sus respectivos países. Lagos, con un 10 por ciento de la población de Nigeria, agrupa el 60 por ciento del comercio y de la industria del país; si declarara la independencia y se convirtiera en una ciudad Estado, sería el quinto país más rico de África. En China, el 40 por ciento de la economía del país la generan tres megaciudades y sus regiones. Esto no es nuevo. De hecho, lo que estamos viendo es el retorno a una situación bastante habitual durante la mayor parte de la historia: el desmesurado papel que representan las ciudades estrellas en los asuntos humanos. En la antigua Mesopotamia o en la Mesoamérica precolombina, durante el ascenso de la polis griega o el apogeo de la ciudad Estado medieval, un selecto grupo de metrópolis monopolizó el mercado y sobrepasó a los estados nacionales.

Esta discrepancia entre las grandes ciudades y sus países que se ha dado a lo largo del tiempo no ha sido solo de índole económica. El éxito acelerado de las metrópolis se debe a su capacidad para absorber el talento y la riqueza de zonas menos favorecidas. Dominan la cultura y, al igual que las ciudades históricas, se caracterizan más que nunca por una diversidad sin parangón con la de otros lugares. La proporción de residentes nacidos en el extranjero en algunas de las más poderosas metrópolis actuales oscila entre el 35 y el 40 por ciento. Más jóvenes, mejor educadas, más ricas y más multiculturales que el resto de la población de sus países, las ciudades globales tienen más cosas en común entre ellas que con ellos. En muchas sociedades modernas la división más profunda no la determina la edad, la raza, la clase o la oposición entre lo urbano y lo rural, sino la que se da entre las metrópolis y los pueblos, suburbios y ciudades de menor tamaño que han quedado descolgados de la economía del conocimiento globalizada. El término «metropolitano», en cierto sentido, se asocia al glamur y a las oportunidades; pero es también el emblema de cierto tipo de elitismo —político, cultural y social— cuyo resentimiento no deja de acentuarse. El odio a las grandes ciudades no es nuevo, claro está; nos hemos pasado gran parte de la historia dando vueltas a los efectos corrosivos que tiene la metrópolis para nuestra salud moral y mental.

La rapidez asombrosa con la que se propagó la COVID-19 en 2019 y 2020 por todo el planeta fue una especie de impuesto siniestro que hubo que pagar por el triunfo de la ciudad en el siglo XXI. El virus se expandió por toda la compleja red social —tanto dentro de las ciudades como entre ellas— que las hace tan exitosas y tan peligrosas para nosotros. Cuando los urbanitas empezaron a dejar París o Nueva York en busca de la aparente salvación que brindaba el campo, los recibieron a menudo con hostilidad, y los acusaron no solo de traer la enfermedad con ellos, sino de haber abandonado a sus conciudadanos. Aquella reacción fue un recordatorio del antagonismo que se ha dado a lo largo de la historia entre la ciudad y lo que no es: las metrópolis como lugares de privilegio y fuentes de contaminación; lugares que prometen riqueza y prosperidad, pero de los que se huye a la más mínima señal de peligro.

Plagas, pandemias y enfermedades han recorrido las rutas mercantiles y han devastado sin piedad áreas urbanas densamente pobladas desde la aparición de las primeras ciudades. En 1854, el 6 por ciento de los habitantes de Chicago murió a causa del cólera. Pero eso no impidió que la gente acudiera en manada, atraída por el milagro de la metrópolis, a lo largo del siglo XIX: Chicago pasó de tener una población de treinta mil habitantes, a principios de la década de 1850, a ciento doce mil cuando acababa el siglo. Y el gigantesco mecanismo de la urbe no da señales de agotamiento en nuestros días, ni siquiera con la pandemia de por medio. Hemos pagado siempre un precio alto por compartir los beneficios que nos da la ciudad, cuando su apertura, diversidad y densidad se vuelven contra nosotros.

La escala que ha alcanzado en los últimos tiempos la urbanización se puede apreciar en el grumo de luz que salpica la superficie terrestre cuando se la ve desde el espacio. Pero este renacimiento también se aprecia a pie de calle. De la peligrosidad y el abandono que caracterizaron a las ciudades en la segunda mitad del siglo XX se ha pasado a un ambiente seguro y muy apetecible, caro y a la última, revitalizado por un revoltijo de restaurantes exclusivos, negocios de comida callejera, cafés, galerías y locales musicales. Al mismo tiempo, la revolución digital nos promete un montón de nuevas tecnologías que erradicarán muchos de los inconvenientes de la vida urbana, creando «ciudades inteligentes», futuristas, con millones de sensores integrados que permitirán a la inteligencia artificial controlar el tráfico, coordinar el transporte público, acabar con el crimen y reducir la contaminación. Las ciudades se han convertido de nuevo en lugares a los que acudir, no en lugares de los que escapar. El renacimiento que han experimentado en la actualidad se aprecia, por último, en la constante movilidad del paisaje urbano, en la gentrificación de zonas abandonadas, la subida de los alquileres, los edificios reutilizados y redefinidos, y el ejército de rascacielos que se yergue en prácticamente todas partes.

Shanghái pasó de ser un «rincón del Tercer Mundo» (según la definía un periódico local) a principios de la década de 1990, a convertirse en un emblema de la revolución metropolitana posindustrial del siglo XXI. A imitación de Shanghái y de otras metrópolis chinas, la construcción de rascacielos en todo el mundo ha crecido un 402 por ciento desde principios del milenio, con lo cual el número de edificios de más de 150 metros y 40 pisos ha pasado de más de 600 a 3.251 en dieciocho años. A mediados de este siglo habrá unas 41.000 torres de este tipo dominando las ciudades del mundo. La abrupta verticalización del paisaje urbano es evidente a lo largo de todo el planeta, en ciudades tradicionalmente no muy altas, como Londres o Moscú, y otras en plena expansión, como Adís Abeba o Lagos: todas ellas caracterizadas por el deseo irrefrenable de imprimir la marca de su virilidad en la línea del horizonte.[3]

Y a medida que se clavan en las alturas, las ciudades también van conquistando territorio. La antigua división entre el centro y los suburbios ha desaparecido. Estos últimos no solo han roto con el tópico de lugares monolíticos y anodinos, sino que no han dejado —muchos de ellos, por lo menos— de urbanizarse desde la década de 1980 con nuevos puestos de trabajo, una mayor diversidad étnica, más vida callejera y su epidemia de crímenes y droga. En otras palabras, han heredado muchas de las virtudes y los vicios que caracterizaban a los núcleos urbanos. El bloque compacto rodeado por un anillo de viviendas suburbanas que ha sido hasta hace poco la ciudad se ha liberado y se ha esparcido rápidamente, dando como resultado metrópolis que ocupan regiones enteras. La división, en términos económicos, entre Londres y gran parte del sudeste de Inglaterra es difícil de apreciar. Atlanta, en Georgia, se extiende a lo largo de más de tres mil doscientos kilómetros cuadrados (París ocupa unos sesenta y cuatro). La mayor metrópolis del mundo, Tokio, da cabida a unos cuarenta millones de personas en un área de ocho mil cuatrocientos kilómetros cuadrados. Pero hasta un coloso como este palidece ante los nuevos planes de China, que incluyen megarregiones urbanas, como la de Jing-Jin-Ji, un entramado de ciudades interconectadas que abarca Pekín, Hebi y Tianjin, ocupará más de 1.350.000 kilómetros cuadrados y contendrá ciento treinta millones de personas. Cuando hablamos de «la metrópolis del siglo XXI», no nos estamos refiriendo al distrito mercantil y económico de Manhattan o de Tokio —los lugares que se han asociado tradicionalmente al poder y a la riqueza—, sino a vastas regiones interconectadas donde las ciudades se funden entre sí.

Es fácil que la resplandeciente visión de las nuevas y resolutivas ciudades nos embriague. El furor por los espacios verticales se ha convertido en un privilegio de los ricos: un síntoma del deseo de escapar de las calles caóticas, congestionadas, llenas de confusión que se extienden abajo y buscar un refugio en las nubes. Según Naciones Unidas, los asentamientos informales y los barrios marginales carentes de las comodidades y las infraestructuras básicas se están convirtiendo en el signo «más distintivo y dominante» de la humanidad. El futuro estilo de vida de la mayoría de las personas se puede discernir con mayor precisión en las áreas densas, autoedificadas y autogestionadas de Bombay o Nairobi que en los resplandecientes distritos centrales de Shanghái o Seúl, o en la fastuosa expansión de Houston o Atlanta. En la actualidad, mil millones de personas —uno de cada cuatro habitantes de ciudad— viven en un barrio pobre, en chabolas, en una favela, en una comuna, un gueto, un kampung, un campamento, un gecekondu, una «villa miseria», o como se quiera llamar a este tipo de áreas urbanas que carecen de planificación y que se han ido construyendo sobre la marcha. Alrededor de un 61 por ciento de la fuerza laboral mundial —unos dos mil millones de personas— se gana la vida en la economía sumergida, muchos de ellos alimentando, vistiendo o alojando a las poblaciones urbanas en expansión. Este tipo de urbanismo (el DIY urbanism) llena los huecos que dejan los gobiernos de las ciudades que son incapaces de lidiar con el torrente de forasteros recién llegados. Prestamos demasiada atención a los innovadores de la economía del conocimiento que prosperan en los centros de las ciudades globales. Pero hay otros innovadores: aquellos que trabajan en la sombra duramente y con ingenio para que las ciudades salgan adelante.[4]

La rápida proliferación de rascacielos y barrios marginales son un presagio de lo que vendrá en este siglo, el «siglo urbano». Hasta los habitantes de las megaciudades más saturadas ganan más, dan una mejor educación a sus hijos y disfrutan de mayores comodidades que sus parientes de las zonas rurales. El índice de analfabetos entre la primera oleada migratoria de las favelas de Río de Janeiro rondaba el 79 por ciento; hoy en día, el 94 por ciento de sus nietos saben leer y escribir. En las ciudades subsaharianas de más de un millón de habitantes, la mortalidad infantil es un tercio más baja que en núcleos urbanos más pequeños. Solo el 16 por ciento de las niñas indias del entorno rural, en la franja de edad comprendida entre los trece y los dieciocho años y cuyas familias ganan menos de dos dólares diarios, van a la escuela, comparado con el 48 por ciento en Hyderabad. Desde que China inició su vertiginosa carrera urbanística, la esperanza media de vida se ha incrementado en ocho años. Si vives en Shanghái, puedes esperar llegar a los ochenta y tres años, diez más de los que se alcanzan en las provincias rurales de la China occidental.[5]

De las doscientas mil personas que hoy en día han emigrado a la ciudad, muchas están escapando de la pobreza del mundo rural. Abandonada la tierra, la ciudad se convierte en la única opción para ganarse la vida. Pero las ciudades ofrecen además oportunidades únicas, que no están disponibles en ninguna otra parte, tal como siempre han hecho. También recurren al ingenio y la fortaleza mental. Los arrabales miserables e insanos de las ciudades de países en desarrollo son algunos de los lugares más emprendedores del planeta, y albergan sofisticadas redes de apoyo mutuo que hacen más llevaderos los reveses y las tensiones de la vida en la megalópolis. En uno de los suburbios más grandes de Asia, Dharavi, en Bombay, de poco más de un kilómetro cuadrado, se concentra un millón de personas. Más de quince mil talleres ubicados en habitaciones individuales y miles de microempresas generan una economía interna de mil millones al año. Muchísima gente se dedica a reciclar las montañas de basura que tiran los más de veinte millones de conciudadanos de Bombay. A pesar de esta densidad desmesurada y de la falta de vigilancia (y de otros servicios esenciales), Dharavi, al igual que otros megasuburbios indios, es un lugar sorprendentemente seguro para caminar. A finales de la década de 1990, un puñado de aficionados a la informática, autodidactas, convirtió una calle de Lagos en el mayor mercado de tecnología de la información y las comunicaciones de África: Otigba Computer Village, que cuenta con miles de emprendedores y una facturación diaria superior a los cinco millones de dólares. El agrupamiento no solo beneficia a los banqueros en Wall Street o en la Nueva Área de Pudong de Shanghái, a los publicistas del Soho londinense o a los ingenieros informáticos de Silicon Valley y Bangalore, sino que transforma el modo de vivir de millones de personas en todo el mundo a medida que la urbanización se expande y se intensifica. La economía informal urbana —ya sea en las calles de una ciudad como Lagos, que crece a toda velocidad, o en una metrópolis rica como Los Ángeles— es un testimonio de la capacidad humana para levantar ciudades de la nada y organizar sociedades funcionales incluso en medio del caos aparente, una consecuencia de seis mil años de experiencia urbana.

Las ciudades son, a pesar de todos sus éxitos, entornos duros, despiadados. Aunque ofrecen la oportunidad de ganar más dinero y conseguir una mejor educación, también pueden pervertir nuestra alma, estresar nuestra mente y llenar de polución nuestros pulmones. Son lugares donde poner en práctica nuestras mejores habilidades para la supervivencia y la negociación, hervideros de ruido, contaminación y hacinamiento que destrozan los nervios. La vida en un lugar como Dharavi, por ejemplo —con su laberinto de callejones, la complejidad pura y dura de las actividades y las interacciones humanas, la lucha constante por la supervivencia, la abrumadora concentración de gente, su aparente desorden y su orden espontáneo— es como la vida urbana ha sido a lo largo de la historia, ya sea en las laberínticas ciudades mesopotámicas, en el anárquico urbanismo de la antigua Atenas, en el revoltijo y la congestión de una ciudad medieval europea o en un barrio marginal de la Chicago del siglo XIX. La vida de la ciudad es arrolladora; sus energías, su cambio incesante y sus millones de inconvenientes, tanto los grandes como los pequeños, nos llevan al límite. Durante toda la historia de la humanidad, las ciudades se han visto como entornos esencialmente opuestos a nuestra naturaleza, nuestros instintos, como lugares donde se alimentan los vicios, se incuban enfermedades y se generan patologías sociales. El eco del mito de Babilonia resuena a través de los siglos: por muy asombrosas que sean, por más éxito que tengan, las ciudades aplastan al individuo. Por muy persuasivas que sean, las metrópolis están repletas de monstruosidades.

La forma en que nos apropiamos de este entorno hostil y lo moldeamos según nuestras necesidades es fascinante. En Metrópolis no abordo simplemente las ciudades como lugares para el poder y el lucro, sino como moradas humanas que han moldeado profundamente a quienes las han habitado.

Este no es un libro sobre grandes edificios o planificaciones urbanísticas, sino sobre la gente que se asentó en las ciudades y las formas de cooperación que encontraron y que les permitió sobrevivir a esa olla a presión que es la vida urbana. No quiero decir que la arquitectura no sea importante. Es la interacción entre el entorno —determinado por las edificaciones— y los humanos lo que conforma el corazón de la vida urbana, y de este libro. Me interesa más el tejido conectivo que mantiene al organismo unido que su apariencia externa o sus órganos vitales.

Por sus maneras de construirse sobre capas de la historia humana, por su casi infinito e incesante entrelazamiento de vidas y experiencias, las ciudades son tan fascinantes como insondables. En su belleza y fealdad, sus alegrías y sus miserias y en lo desconcertante, desordenado, de su complejidad y sus contradicciones, las ciudades son un retablo de la condición humana, algo que amar y odiar en la misma medida. Son zonas volátiles, inmersas en un incansable proceso de cambio y adaptación. Sus grandes edificios enmascaran su inestabilidad, sin duda, pero alrededor de estos símbolos de permanencia se arremolina el implacable cambio. La continua destrucción y reconstrucción convierten las ciudades en sitios fascinantes, pero también muy frustrantes si tratas de comprenderlas. En Metrópolis he buscado capturar las ciudades en movimiento, no en reposo.

Mis investigaciones me han llevado a un amplio número de ciudades europeas, americanas, africanas y asiáticas, a ciudades tan chocantes entre sí como Bombay y Singapur, Shanghái y Ciudad de México, Lagos y Los Ángeles. He escogido, en mi narración ordenada cronológicamente, un grupo de ciudades que no nos hablan solo de nuestro propio tiempo, sino de la condición urbana en general. Algunas de ellas —como Atenas, Londres o Nueva York— no podían faltar; otras —como Uruk, Harappa, Lübeck y Malaca— no nos son tan familiares. Para mi examen de la historia de las ciudades, busqué material en mercados, zocos y bazares; en piscinas, estadios y parques; en puestos de comida callejera y cafeterías; en tiendas, centros comerciales y grandes almacenes. Busqué respuestas tanto en cuadros, novelas, películas y canciones como en los archivos oficiales, busqué la experiencia viva de las ciudades y la intensidad de su vida cotidiana. La ciudad hay que experimentarla con los sentidos —mirando, oliendo, tocando, caminando, leyendo e imaginando—; solo así se puede llegar a comprender en su totalidad. Durante la mayor parte de la historia, la vida urbana ha girado en torno a los sentidos —la comida y la bebida, el sexo y las compras, los chismes y el juego—. Todas estas cosas que conforman el teatro de la vida en la ciudad son fundamentales en Metrópolis.

El éxito de las ciudades se debe sobre todo a su oferta de placeres, emociones, glamur e intrigas, y a que proporcionan poder, dinero y seguridad. Durante más de seis mil años la humanidad no ha dejado de experimentar distintas formas de convivir en la vorágine urbana. Se nos da bien vivir en ciudades, y estas son creaciones resistentes, capaces de sobrevivir a guerras y desastres. Somos, al mismo tiempo, muy malos construyéndolas. Hemos planeado y construido, en el nombre del progreso, lugares que, más que liberar, aprisionan, más que elevarnos, nos hunden en la miseria. No pocas tragedias innecesarias se las debemos a expertos que perseguían el sueño de la metrópolis perfecta, planificada según las leyes de la ciencia. O, si no queremos ser tan drásticos, a entornos asépticos, sin las energías que hacen que la vida en la ciudad merezca la pena.

En una época en la que no solo hay cada vez más grandes ciudades, sino más extensiones deshabitadas urbanizándose, la cuestión de cómo vivir en la ciudad nunca ha sido tan crucial. Solo llegando a comprender la formidable variedad de la experiencia urbana a través del tiempo y de las distintas culturas podremos empezar a enfrentarnos a uno de los mayores desafíos del tercer milenio. Las ciudades no han sido nunca perfectas y nunca lo serán. De hecho, gran parte del placer que proporcionan y de su dinamismo es una consecuencia de su desorden espacial. Con esto me refiero a la diversidad de edificios, de gente y de actividades que se mezclan y se ven obligadas a interactuar entre sí. El orden, lo metódico es, en esencia, antiurbano. El atractivo de una ciudad se debe a su desarrollo progresivo; el proceso mediante el que se ha construido y reconstruido desde la nada durante generaciones y generaciones produce un denso y rico tapiz urbano.

Este desorden está en el corazón mismo de lo que significa ser urbano. Pensemos en una ciudad como Hong Kong, o Tokio, donde los rascacielos se elevan sobre calles atestadas de peatones, mercados, tiendas, puestos de comida, restaurantes, lavanderías, bares, cafeterías, industria ligera y talleres. O pensemos en un asentamiento como Dharavi en una megalópolis estridente que es un continuo frenesí de actividad a pie de calle que satisface todas las necesidades básicas del entorno cercano. Tal como sostenía la escritora estadounidense y canadiense Jane Jacobs, en la década de 1960, la densidad de una ciudad y la vida en sus calles generan urbanidad, el arte de ser un ciudadano. Las zonas peatonales de una ciudad son una de las claves de la vida ciudadana. Pensemos entonces en las ciudades modernas que hay por todo el mundo, donde el pequeño comercio, la industria ligera, las zonas residenciales y las de oficinas están rigurosamente separadas. En muchos casos, esta división de los distritos según sus funciones provoca la asepsia, convierte las ciudades en sitios limpios y ordenados, pero carentes de energía. La planificación puede tener estos efectos. Y los coches. El aumento masivo de los coches en propiedad —primero en Estados Unidos, luego en Europa y por último en Latinoamérica, Asia y África— ha redefinido la faz de las ciudades. Las autovías no solo favorecieron el crecimiento de los entornos suburbanos y el del pequeño comercio fuera de la ciudad, sino que, al vaciar los centros de las ciudades, carreteras atestadas y aparcamientos contribuyeron a darle la puntilla a la vida en la calle.

Cuando decimos que alrededor de un 50 por ciento de la población mundial está urbanizada, cometemos un error. Un gran número de urbanitas modernos no viven un estilo de vida urbano —si por esto entendemos vivir en barrios peatonales, tener fácil acceso a la cultura, el entretenimiento, el puesto de trabajo, los espacios públicos y los mercados. El estilo de vida de gran parte de ese 50 por ciento es suburbano, y se desarrolla en ostentosas viviendas unifamiliares rodeadas de césped o en las llamadas «ciudades de llegada», campamentos ocupados que se extienden en la periferia, en metrópolis que crecen a gran velocidad.

El problema del siglo XXI no es que nos hayamos convertido en una especie urbana demasiado deprisa, sino que aún no nos hemos urbanizado lo bastante. ¿Por qué es importante esto? No lo sería si pudiéramos despilfarrar los recursos del planeta tanto como quisiéramos. El hecho de que cada día lleguen doscientas mil personas a las ciudades, o de que nos hayamos convertido en una especie mayoritariamente urbana desde 2010, llama la atención. Pero no cuenta la historia entera. Mucho más alarmante es saber que, si bien la población urbana se duplicará entre el año 2000 y 2030, el área ocupada por la jungla de cemento se triplicará. Solo en el trascurso de estas tres décadas, nuestra huella urbana se habrá extendido por un área del tamaño de Sudáfrica.[6]

Esta expansión urbana global empuja nuestras ciudades hacia humedales, páramos, selvas tropicales, estuarios, manglares, llanuras aluviales y terrenos agrícolas. Las montañas mismas se están moviendo para facilitar este derroche épico de urbanización. Literalmente: desde 2012, se han arrasado sin ningún miramiento unas setecientas montañas en el remoto nordeste de China. Y los escombros se han usado para rellenar un valle y crear una meseta artificial donde una nueva y resplandeciente ciudad, la Nueva Área de Lanzhou —una escala más en la Nueva Ruta de la Seda— se está levantando.

Las ciudades chinas —como las estadounidenses antes que ellas— pierden densidad en sus núcleos a medida que las carreteras y las oficinas obligan a la gente a salir de los barrios urbanos estrechos y mezclados hacia los suburbios. Esto es parte de una tendencia global de urbanización y expansión descontroladas y de baja densidad dependiente del automóvil. Cuando la gente gana poder adquisitivo, exige más espacio para vivir. Si los habitantes de las ciudades chinas e indias optan por vivir según los patrones de densidad de los estadounidenses, su uso del automóvil y sus demandas de energía harán que las emisiones globales aumenten en un 139 por ciento.[7] La irrupción del coronavirus en 2020, y las amenazas de futuras pandemias, puede hacer que todo se vuelva de nuevo en contra de la ciudad, animando a la gente a abandonar las metrópolis, lugares donde los encierros y los largos periodos de cuarentena son casi insoportables y donde los riesgos de infección son mucho mayores. Si eso ocurre, el daño ecológico será grave.

En un clima más cálido, más húmedo y más severo, las ciudades podrían ofrecer una solución, como muestro en Metrópolis a lo largo de un extenso periodo histórico. Las ciudades son entidades capaces de resistir, de adaptarse, de sobrevivir y responder ante cualquier desastre, y nosotros somos una especie adaptable, urbana, acostumbrada desde hace mucho a las presiones y las contingencias de la vida en la ciudad. Y más nos vale seguir innovando. En este siglo, dos tercios de las metrópolis más grandes con más de cinco millones de habitantes, entre las que se incluyen Hong Kong, Nueva York, Shanghái, Yakarta y Lagos, estarán amenazadas por el aumento del nivel del mar, y muchas más se achicharrarán mientras la temperatura no pare de subir y sufrirán tormentas devastadoras. Nuestras ciudades están en la primera línea de batalla de una inminente catástrofe ambiental. Por esa misma razón, podrían estar a la vanguardia para mitigar los efectos del cambio climático. Una de las características más notables de las ciudades es su capacidad de transformación. A lo largo de la historia, se han adaptado a cambios climáticos, a los desvíos de las rutas comerciales, a los cambios tecnológicos, las guerras y a las turbulencias políticas. Las grandes pandemias del siglo XIX, por ejemplo, moldearon las ciudades modernas al forzar los desarrollos de la ingeniería civil, la sanidad y la planificación urbana. Las pandemias del siglo XXI cambiarán las ciudades de modos aún inimaginables. En una era de crisis climática, se adaptarán por pura necesidad.

¿A qué se parecerá esta evolución? Desde siempre, el tamaño de las ciudades lo han determinado el modo predominante de transporte, las amenazas externas, los recursos disponibles y el precio de las tierras agrícolas de alrededor. Durante la mayor parte de la historia, estos factores restringieron el crecimiento de las ciudades; solo las sociedades prósperas y pacíficas se expandieron. En este siglo, las amenazas a nuestra seguridad no provienen de ejércitos invasores, sino de un clima inestable. Las ciudades con alta densidad de población, con líneas de transporte público, barrios peatonales y una amplia gama de tiendas y servicios producen mucho menos dióxido de carbono y consumen muchos menos recursos que los asentamientos en expansión. No estoy sugiriendo que nos apiñemos en los centros de las ciudades: está claro que allí no hay espacio para todos. Lo que digo es que se podrían urbanizar las barriadas periféricas y los suburbios para que adoptasen la forma y las funciones, la densidad y la diversidad de usos, así como el desorden espacial que asociamos normalmente con el centro.

Durante los confinamientos de 2020, la densidad urbana pasó de ser un beneficio a una amenaza. La sociabilidad —una de las alegrías de la vida en las ciudades— se convirtió en algo que evitar a toda costa, como si los conciudadanos fueran enemigos mortales. En lugar de que se agruparan, se les ordenó a los ciudadanos que se apartaran los unos de los otros y la vida citadina se invirtió. Pero la vulnerabilidad de la población de las ciudades a la enfermedad y a los efectos de los confinamientos no debería cegarnos ante el hecho de que la densificación es vital para conseguir la sostenibilidad medioambiental. Los economistas y los planificadores urbanos elogiaron con justicia el «efecto de la agrupación» que ha hecho de las metrópolis modernas lugares tan exitosos en la economía del conocimiento. Pero esto es beneficioso de muchas otras maneras, no solo en lo que concierne a las empresas tecnológicas. Las áreas urbanas compactas abundan en todo tipo de innovaciones y creatividad en el nivel de los barrios, es decir, no en el de las altas finanzas y la magia tecnológica, sino en el día a día. La historia nos lo enseña. En otras palabras, las comunidades ingeniosas y con recursos hacen de las ciudades sitios más resistentes, justo en un momento en que necesitamos que lo sean para que puedan afrontar los nuevos desafíos del cambio climático y las pandemias. La energía de Dharavi, del Poblado Tecnológico de Otigba, en Lagos, y de miles de comunidades más que se han organizado de manera informal, demuestra que el ingenio urbano no para de funcionar.

Este tipo de solución exige una urbanización de la vida a gran escala. Y sobre todo requiere que ensanchemos nuestra imaginación para dar cabida a todo lo que una ciudad puede ser. La historia es crucial para que abramos los ojos a todas las posibilidades de la experiencia urbana.

1. Los albores de la ciudad. Uruk, 4000-1900 a. C.

I

Los albores de la ciudad

Uruk, 4000-1900 a. C.

Enkidu vive en armonía con la naturaleza. Fuerte como «una roca procedente del cielo» y poseedor de una belleza divina, su corazón se deleita corriendo libremente junto a las fieras salvajes. Hasta que ve a Shamat desnuda, bañándose en una poza. Es la primera vez que contempla a una mujer. La visión lo cautiva. Y yace con ella durante seis días y siete noches.

Tras su desenfrenada y apasionada unión sexual, saciadas ya sus ansias, Enkidu trata de volver a su antigua libertad, pero su poder sobre la naturaleza se ha desvanecido. Las bestias lo evitan, su fuerza ha mermado y siente, por primera vez en su vida, las punzadas de la soledad. Presa de la confusión, regresa junto a Shamat. Ella le habla de su hogar, la fabulosa ciudad de Uruk, llena de edificios fastuosos y palmeras que dan sombra a la muchedumbre humana que habita dentro de sus murallas. En la ciudad, los hombres no solo trabajan con sus brazos, también lo hacen con el cerebro. La gente viste ropajes espléndidos y todos los días se celebra una fiesta, al «ritmo de los golpes de tambor». Allí se encuentran las mujeres más hermosas del mundo, «fascinantes y repletas de encantos». En la ciudad, el potencial divino de Enkidu —dice Shamat— se traducirá en un poder real. Con su cuerpo velludo debidamente depilado, su piel ungida con aceites y su desnudez oculta bajo costosas prendas, Enkidu parte para Uruk. Ha renunciado a la libertad y a los instintos naturales, y se dirige a la ciudad, atraído por el sexo, la comida y el lujo.

Las ciudades, de Uruk a Babilonia o Roma, Teotihuacán y Bizancio, de Bagdad y Venecia a París, Nueva York y Shanghái, han deslumbrado siempre como productos idealizados de la imaginación que se han hecho realidad, como cimas de la creatividad humana. Enkidu es la representación de un estado prístino de la naturaleza humana, obligado a elegir entre la libertad del mundo natural y el artificio de la ciudad. Shamat es la personificación de la sofisticada cultura urbana. Al igual que ella, las ciudades hechizan y seducen, prometen la realización de todo nuestro potencial.[1]

El cuento de Enkidu se halla al principio del Poema de Gilgamesh, la obra literaria más antigua que se conserva, y cuya escritura se remonta al 2100 a. C. Esta epopeya fue el producto del pueblo sumerio, alfabetizado y muy urbanizado, que habitó Mesopotamia, el actual Irak. Uruk en su apogeo, alrededor del 3000 a. C., habría provocado en cualquiera que se hubiese acercado a ella, como le sucede al personaje de ficción Enkidu, una conmoción sensorial. Era el lugar más densamente poblado del planeta, con una población de entre cincuenta mil y ochenta mil habitantes y una extensión de unos cinco kilómetros cuadrados. Como un hormiguero, la ciudad se asentaba en lo alto de un montículo formado por el ir y venir de muchas generaciones, por capas de basura y material de antiguas edificaciones; esa acumulación fue generando una acrópolis de factura enteramente humana que dominaba las llanuras de alrededor y era visible a kilómetros de distancia.

Mucho antes de llegar a la ciudad, se notaba su presencia. Uruk había convertido en tierras de cultivo los campos de alrededor, y las usaba para abastecerse y servir a sus necesidades. Cientos de hectáreas de terreno, regadas mediante acequias, proporcionaban el trigo, las ovejas y los dátiles de los que se alimentaba la metrópolis, además de la cebada para la cerveza que se consumía masivamente.

Pero lo más asombroso de todo eran los templos consagrados a la diosa del amor y la guerra, Inanna, y a Anu, dios de los cielos. Se alzaban sobre plataformas gigantescas, y al igual que los campanarios y las cúpulas de Florencia o el bosque de rascacielos en la Shanghái del siglo XXI, eran un distintivo visual inconfundible. El gran templo Blanco de Anu, construido con piedra caliza revestida de yeso, reflejaba la luz de un modo tan impresionante como cualquier rascacielos moderno. Como un faro en medio de la llanura, irradiaba un mensaje de civilización y poderío.

Para los antiguos mesopotámicos, la ciudad representaba el triunfo de la humanidad sobre la naturaleza, algo que dejaba meridianamente claro el paisaje artificial dominante. Las murallas de la ciudad, salpicadas de puertas y atalayas, tenían nueve kilómetros de circunferencia y siete metros de alto. Al entrar por cualquiera de las puertas, podías ver de inmediato de qué modo habían conseguido los habitantes de la ciudad triunfar sobre la naturaleza. Alrededor de la urbe propiamente dicha había esmerados jardines que producían fruta, hortalizas y hierbas. Una vasta red de canales transportaba el agua del Éufrates al corazón de la ciudad. Un sistema de cloacas constituido por tuberías de barro descargaba los desechos de miles de personas fuera del recinto. Los jardines y las palmeras datileras daban paso al interior de la urbe, un laberinto de calles angostas y retorcidas, callejones atestados de pequeñas casas sin ventana, que habría dado la impresión de ser horriblemente claustrofóbico y que contaba con muy pocos espacios abiertos. Este trazado, sin embargo, se había diseñado deliberadamente para crear un microclima urbano: la estrechez de las calles hacía correr la brisa y el abigarramiento de las casas mitigaba la intensidad del sol mesopotámico.[2]

Ruidosas, atestadas, presas de un ajetreo incesante, Uruk y sus ciudades hermanas en Mesopotamia eran únicas en el mundo. En una obra literaria contemporánea del Poema de Gilgamesh, el autor imagina a la diosa Innana asegurando que:

No faltarían provisiones en los almacenes; se fundarían viviendas en la ciudad; sus habitantes comerían manjares espléndidos; beberían espléndidos brebajes; los que se bañaran para las fiestas rituales se regocijarían en los patios; la gente abarrotaría los lugares destinados a las celebraciones; los conocidos cenarían juntos; los forasteros cruzarían juntos como aves raras por el cielo [...] los monos, los poderosos elefantes, los búfalos de agua, los animales exóticos, así como los perros de raza pura, los leones, las cabras montesas y las ovejas de lana larga se empujarían entre sí en las plazas.

El escritor continúa trazando el retrato de una ciudad con enormes graneros para el trigo y silos para el oro, la plata, el cobre, el estaño y el lapislázuli. Todas las cosas buenas de este mundo fluían a la ciudad para el disfrute de sus habitantes en esta narración tan idealizada. Entre tanto, «en la ciudad sonaban los tambores tigi; extramuros, las flautas y los zamzam. Su puerto, donde se amarraban sus barcos, estaba rebosante de alegría».[3]

«Uruk» significa simplemente «la ciudad». Fue la primera del mundo y durante aproximadamente un milenio, el más poderoso centro urbano. Cuando la gente se reunió, formando vastas comunidades, todo cambió a una velocidad increíble; los ciudadanos de Uruk fueron pioneros en tecnologías que transformaron el mundo, y en maneras de vivir, vestir, comer y pensar radicalmente nuevas. La invención de la ciudad a orillas del Éufrates y el Tigris desató en la historia una fuerza nueva e imparable.

El fin de la última glaciación, ocurrido hace unos diecisiete mil años, alteró profundamente la vida humana en la tierra. Por todo el mundo, las sociedades cazadoras-recolectoras empezaron a cultivar y domesticar plantas salvajes que se beneficiaban de unas condiciones climáticas más cálidas. Pero fue en el Creciente Fértil —el territorio semicircular que se extendía desde el Nilo, en el oeste, al golfo Pérsico, en el este, y que comprendía el Egipto moderno, Siria, el Líbano, Israel, Palestina, Jordania, Irak, el sudeste de Turquía y el borde occidental de Irán— donde la agricultura se vio más favorecida. Esta región relativamente pequeña contenía una amplia variedad de climas y altitudes que se traducían en una extraordinaria biodiversidad. Y —lo más importante para el desarrollo de la sociedad humana— contenía también los ancestros de muchos de los cultivos modernos —trigo farro, trigo escanda, cebada, lino, garbanzos, guisantes, lentejas y arveja amarga—, además de grandes mamíferos domesticables: vacas, cabras, ovejas y cerdos. En el transcurso de unos pocos milenios, la cuna de la agricultura se convirtió en la cuna de la urbanización.

Las excavaciones arqueológicas comenzaron en 1994 en Göbekli Tepe («La colina del ombligo»), en Turquía, bajo la dirección de Klaus Schmidt. Un extenso complejo ceremonial, formado por enormes pilares de piedra en forma de T y distribuidos en círculos, emergió de la tierra. Este impresionante sitio no lo construyó una comunidad agrícola avanzada y asentada. Las gigantescas piedras, de veinte toneladas, se extrajeron de una cantera y se transportaron a la colina hace doce mil años (Stonehenge, en cambio, se empezó a construir hace cinco mil años). El descubrimiento cuestionó lo que hasta entonces se tenía por cierto. Aquello era la prueba de que los cazadores-recolectores se habían reunido y cooperado a gran escala. Se estimó que unas quinientas personas procedentes de diferentes bandos o tribus tuvieron que trabajar juntas para extraer y transportar los megalitos de piedra caliza a la colina. El motivo: adorar a un dios —o dioses— desconocido para nosotros y cumplir un deber sagrado. No hay ninguna prueba de que en Göbekli Tepe se residiera: era un lugar de peregrinaje y adoración.

Hasta entonces se había creído que estos logros se habían debido a los excedentes de grano y a los efectos que estos tuvieron sobre la comunidad, al liberarla de las cargas de la subsistencia diaria y permitir que sus miembros pudieran realizar tareas especializadas no productivas. Es decir, tras la invención de la agricultura y las aldeas. Pero Göbekli Tepe le dio la vuelta a esto. Los primitivos constructores y adoradores de la colina contaban con una increíble variedad de caza y plantas para recolectar. La coexistencia de esa profusión de alimentos silvestres y de un sofisticado sistema de creencias religiosas animó al Homo sapiens a introducir cambios radicales en su modo de vida y en estructuras tribales cuya existencia se remontaba más de ciento cincuenta mil años

El templo apareció antes que los cultivos; incluso puede que estos últimos surgieran solo por la necesidad de alimentar a un asentamiento de gente devota dedicada a la adoración. Investigaciones genéticas demuestran que la primera cepa de trigo domesticada procedía de un lugar situado a treinta y dos kilómetros de Göbekli Tepe, unos quinientos años después de que comenzara a construirse el santuario. Por aquel entonces, las columnas con forma de T ya dominaban el paisaje, sobre las colinas de los alrededores, en un área bastante amplia, y las aldeas se habían establecido en sus proximidades.

Göbekli Tepe se ha conservado gracias a que fue deliberadamente sepultada —por razones desconocidas— sobre el año 8000 a. C. Hasta la construcción de los templos sumerios, cinco mil años después, no se volvió a intentar algo semejante. Durante ese tiempo, los pobladores del Creciente Fértil experimentaron nuevas maneras de vivir.

La revolución neolítica se desarrolló a gran velocidad. Alrededor del 9000 a. C., la mayoría de la población del Creciente Fértil vivía a base de alimentos silvestres; hacia el 6000 a. C., la agricultura ya se había establecido en la región. Las tribus cazadoras-recolectoras, con sus dietas variadas y su nomadismo, dieron paso, en el curso de muchas generaciones, a comunidades agrícolas sedentarias y dedicadas al cultivo de un puñado de alimentos básicos y a la cría de ganado. Jericó empezó siendo un campamento cuyos pobladores combinaban la caza con el cultivo de cereales silvestres. En setecientos años se había convertido en el hogar de unos cuantos cientos de personas que cultivaban trigo, cebada y legumbres. Para su defensa, la ciudad disponía de una muralla robusta y una torre. Çatalhöyük, en la Turquía actual, con una población de entre cinco mil y siete mil habitantes en el séptimo milenio a. C., era una comunidad inusualmente grande, en términos prehistóricos.

Pero ni Jericó ni Çatalhöyük dieron el salto para convertirse en ciudades. No pasaron de ser pueblos de gran tamaño, carentes de muchas de las características y de las finalidades que asociamos a la urbanización. Las ciudades no fueron el producto, según parece, de las localizaciones favorables, con abundancia de campos fértiles y acceso a materiales de construcción. Quizá se vivía demasiado bien. La tierra suministraba todo lo que las comunidades necesitaban, y el comercio suplía cualquier deficiencia.

Las ciudades aparecieron en el sur de Mesopotamia, en el borde del Creciente Fértil. Durante mucho tiempo, una teoría sirvió para explicar el porqué. El suelo y el clima no eran allí muy favorables. Las precipitaciones escaseaban y la tierra era seca y llana. Solo gracias al aprovechamiento de las aguas procedentes de los ríos Tigris y Éufrates se le pudo sacar partido al potencial de la tierra. La gente colaboró para llevar a cabo proyectos de regadío que traían el agua de los ríos para crear campos de cultivo. La tierra no tardó en producir excedentes de grano. Las ciudades, por tanto, no fueron el fruto de ambientes templados y propicios, sino de zonas inclementes que desafiaron el ingenio y la capacidad colaborativa de los seres humanos. Las primeras urbes del mundo nacieron en el sur de Mesopotamia, del triunfo humano sobre la adversidad. Todo giraba alrededor del templo, donde una élite sacerdotal y administrativa trabajaba para modificar el paisaje y manejar la gran concentración de personas a su cargo.

Es una teoría convincente, sin duda, pero equivocada, al igual que muchas otras de nuestras nociones sobre el desarrollo temprano de la civilización, a la luz de los descubrimientos más recientes. Las condiciones que hicieron posible que la ciudad arraigara fueron mucho menos áridas y más igualitarias.

Los sumerios, y los pueblos que compartieron su religión, creían que la primera ciudad surgió de la ciénaga primordial. Sus relatos hablan de un mundo acuático, en el que la gente se movía en barca. En sus tablillas, representaron ranas, aves acuáticas, peces y juncos. En la actualidad, sus ciudades yacen enterradas en dunas de arena, en un desierto desolado e inhóspito, distante del mar y de los grandes ríos. Los primeros arqueólogos no se creyeron el mito, no podían imaginar cómo esas ciudades desérticas habían nacido en humedales. Pero la fábula de los orígenes anfibios de la ciudad coincide con los descubrimientos más recientes sobre los ecosistemas cambiantes del sur de Mesopotamia.

Fue el cambio climático el que propició la urbanización. En el quinto milenio a. C., el golfo Pérsico se elevó unos dos metros por encima de su nivel actual, como resultado del punto álgido del clima del Holoceno, durante el cual la temperatura y el nivel de los mares aumentaron en todo el globo. La cabecera del golfo se internó doscientos kilómetros más al norte de su actual ubicación, y sembró de grandes extensiones de marismas regiones áridas del sur de Irak. Estos humedales en el delta del Tigris y el Éufrates atrajeron a pobladores tan pronto como se produjeron las transformaciones derivadas de la alteración climática. Contenían una rica variedad de alimentos nutritivos y fáciles de obtener. Las aguas saladas estaban repletas de peces y moluscos; la abundante vegetación de las orillas de los riachuelos y los arroyos del delta servía de escondite para la caza. No había un solo ecosistema, sino varios. La verde llanura aluvial permitía el cultivo de cereales, y la zona semidesértica, la ganadería. En el delta vivía gente que procedía de distintas culturas del Creciente Fértil. Estos forasteros trajeron con ellos desde las tierras del norte sus conocimientos técnicos, como el de la construcción a base de ladrillos, el regadío y la artesanía de la cerámica. Los colonos edificaron aldeas en islas arenosas de la ciénaga, dándole solidez a la tierra con cimientos hechos a base de juncos reforzados con betún.[4]

Muchos milenios antes, en Göbekli Tepe, las comunidades recolectoras habían aprovechado las ventajas de su paraíso de caza para construir algo más grande que ellos mismos. Algo así ocurrió también en el año 5400 a. C., en un banco de arena junto a un lago donde el desierto se encontraba con las lagunas mesopotámicas. Quizá la gente consideró sagrado aquel lugar porque el lago era una fuerza dadora de vida. Los signos más antiguos de vida humana que aparecieron en esa isla conocida como Eridu fueron espinas de pescado y huesos de animales salvajes, así como conchas de mejillones, lo cual sugiere que al principio el lugar se dedicó a los festines sagrados. Al poco tiempo, se construyó allí un santuario para adorar al dios del agua dulce.

Este santuario primitivo se reconstruyó una y otra vez, a lo largo de generaciones, haciéndose más grande y más sofisticado; al final, el templo se alzó sobre el paisaje en una plataforma de ladrillo. La mezcla de abundante vida salvaje y productos procedentes del cultivo que el delta suministraba hizo posible que se acometieran construcciones cada vez más ambiciosas. Eridu acabó venerándose como lugar del nacimiento del mundo, donde este se creó.

En el sistema de creencias sumerio, este mundo era un caos hecho de agua hasta que el dios Enki fabricó una cerca de juncos y la rellenó con barro. De ese modo los dioses pudieron establecer su morada en la tierra seca que se originó a partir de los juncos y el barro —tal como los primeros habitantes de las marismas construyeron sus aldeas—. Enki escogió Eridu, donde el agua se transformó en tierra, para fundar su templo. Con el fin de que «los dioses se instalaran en la morada que deleitaba sus corazones» —es decir, en sus templos—, Enki creó a la humanidad para servirlos.

Las marismas, situadas entre el mar y el desierto, representaban el punto de encuentro del orden y el caos, de la vida y la muerte. Los fabulosos recursos del delta —un oasis entre ambientes hostiles— dieron alas a la creencia de que aquel era el lugar más sagrado de toda la creación divina. Pero a pesar de su abundancia, era un lugar peligroso para vivir. Cuando el sol de primavera derretía las enormes extensiones nevadas en los lejanos montes armenios, en los Tauro y los Zagros, los ríos del delta se volvían imprevisibles y amenazadores. Violentas riadas arrasaban las viviendas de las aldeas, construidas con juncos, y los campos de cultivo. Otras veces, las dunas invadían el paisaje y lo sepultaban bajo la arena. El templo, que permanecía en pie, firme y a salvo de la inundación en lo alto de su terraplén, debió de percibirse como un poderoso símbolo de permanencia en medio del caprichoso torbellino de la naturaleza. Eridu no solo se veía como el lugar donde el mundo se hizo realidad, sino que el templo se percibía también como la morada de Enki. Las construcciones hechas de ladrillo necesitan un mantenimiento constante, de modo que los fieles, en Eridu, cargaban con la obligación de ayudar a Enki a mantener el caos a raya.[5]

Estos obreros divinos requerían un lugar donde vivir y alimentos a cambio, por lo que también se hizo necesaria una autoridad sacerdotal que distribuyera las raciones. Alrededor del templo proliferaron talleres cuya función era crear elementos decorativos apropiados para la casa del dios. Eridu nunca llegó a convertirse en una ciudad. Y en la mitología sumeria se cuenta el porqué. En lugar de compartir los dones de la civilización y la urbanización, Enki, egoísta, los mantuvo en su templo a buen recaudo. Hasta que Inanna, ladrona sagrada y diosa del amor, el sexo, la fertilidad y la guerra, fue hasta Eridu en barca y embriagó a Enki. Mientras este dormía su borrachera de cerveza, la diosa robó el conocimiento sagrado y se lo llevó de vuelta, a través de las salobres aguas, a su propia isla, Uruk. Una vez allí, lo liberó en el mundo.

El mito nos cuenta, en su propio lenguaje, lo que ocurrió en realidad. A Eridu le salieron imitadores: otros lugares sagrados, muy parecidos, situados también en islas en medio del pantano. Sobre un montículo artificial, a orillas del Éufrates, se levantó un templo para Inanna. Se conocía como Eanna, la «Casa de los cielos». Muy cerca se encontraba otro templo, en un montículo conocido como Kullaba: el de Anu, dios del cielo. Los pobladores de las marismas empezaron a adorar y a asentarse en este lugar sobre el año 5000 a. C.

Los templos y los recintos sagrados de Eanna y Kullaba se construyeron y reconstruyeron sin parar durante los siglos siguientes, cada vez con más ambición y más audacia arquitectónica. Los dos montículos, separados por unos ochocientos metros, se fusionaron para crear un asentamiento mucho mayor, llamado Uruk. Aunque el templo de Eridu se había reconstruido siempre siguiendo el mismo patrón, la gente de Uruk concibió algo mucho más grande y majestuoso. Era esta una cultura caracterizada por la demolición y el dinamismo.

La fuerza que impulsaba a la colectividad era su empeño en crear obras magníficas. El delta garantizaba un excedente natural de alimentos, lo cual propició que el cuerpo pudiera entregarse a las duras faenas de la construcción y la mente a la planificación de las obras públicas. Este ambiente acuático era también propicio para el transporte en barca. Los humedales propiciaron la urbanización, pero fue una ideología poderosa lo que la impulsó. ¿Cómo, si no, explicar la desmesurada inversión que supuso, en términos de trabajo físico y de tiempo? Los recintos sagrados de Eanna y Kullaba no tenían nada de utilitario. Los primeros templos se parecían a los de Eridu. Pero los constructores de Uruk dieron saltos espectaculares en sus planteamientos arquitectónicos y desarrollaron técnicas completamente nuevas. Para sus plataformas, utilizaron tierra apisonada e impermeabilizada con betún. Hicieron cimientos y muros con bloques de piedra caliza (extraídos a más de ochenta kilómetros de la ciudad) y cemento armado. El adobe de los muros exteriores y las columnas se decoró con mosaicos de patrones geométricos compuestos con millones de conos de terracota pintados.

Cuando se acometía la construcción de un nuevo templo, el antiguo se rellenaba de escombros y se creaba así la base alzada sobre la que se levantaba el nuevo edificio. Estas acrópolis gigantescas, coherentes con su condición de creaciones colectivas, se diseñaban para que fueran accesibles, no para mantenerlas apartadas del pueblo. Enormes escaleras y rampas las conectaban con el nivel del suelo. Los edificios principales tenían hileras de columnas y sus interiores se abrían al mundo, rodeados por patios, pasarelas, terrazas, talleres y jardines de regadío. Estas grandes construcciones se convirtieron en el núcleo alrededor del cual fue creciendo la ciudad en un área de cuatrocientas hectáreas atiborrada de calles estrechas que albergaban miles de habitantes.[6]

Pero en la segunda mitad del cuarto milenio, el sur de Mesopotamia experimentó otro veloz cambio climático. Con el aumento de la temperatura y la carencia de precipitaciones, el caudal de los dos grandes ríos se redujo. La costa del golfo Pérsico retrocedió. Las marismas y los riachuelos que habían propiciado la existencia de Uruk empezaron a enfangarse y a secarse.

Esta transformación, acaecida hace cinco mil años, oscureció durante mucho tiempo los orígenes palustres de la urbanización. Pero en el contexto global y a la luz de los más recientes descubrimientos, la experiencia mesopotámica distó mucho de ser única. Allí donde se dieron las condiciones óptimas que proporcionaban los humedales, emergieron las ciudades. El primer centro urbano de América —en el actual San Lorenzo, en México— se encontraba en un terreno elevado sobre una red de ríos que discurría serpenteante a través de las marismas que alimentaban el golfo de México. Como los primeros constructores de Eridu y Uruk, los olmecas de San Lorenzo, en el segundo milenio a. C., eran pescadores y recolectores que se beneficiaban de su cálido y húmedo medioambiente acuático; y al igual que Eridu, aquel era también un lugar destinado al culto, famoso por sus colosales cabezas de piedra que representaban a sus dioses. Las primeras ciudades que surgieron en China durante la dinastía Shang, contemporánea de los olmecas (1700-1050 a.C.) hizo lo mismo en las llanuras aluviales pantanosas de la parte baja del curso del río Amarillo. Y en el antiguo Egipto, la capital, Menfis, se fundó justo donde el delta se encuentra con el curso del río Nilo. La historia repite un patrón similar en el África subsahariana, donde la primera urbanización —ocurrida en Djenné-Djenno, alrededor del año 250 a. C.— se dio en las tierras pantanosas del interior del delta del Níger, en el Mali actual.[7]

Las primeras ciudades no surgieron del pantano plenamente formadas, claro está; ni habrían sido posibles sin la abundante interacción con otras sociedades de otros lugares. Es más, estos tentadores humedales absorbieron a gente que procedía de culturas muy distintas y que trajeron consigo sus técnicas de construcción, sus creencias, sus herramientas, su agricultura, su artesanía, su comercio y sus ideas. El cambio climático convirtió el sur de Mesopotamia en el lugar más densamente poblado de la tierra.

En estos ambientes húmedos e imprevisibles, el carácter permanente de las ciudades las convertía en una propuesta tremendamente atractiva. Eran la prueba del triunfo humano sobre la naturaleza. Eridu fue el resultado de una colisión entre creencias y topografía. La sobreabundancia de recursos nutritivos de las tierras húmedas no solo otorgó a las ciudades la predominancia, también la energía para convertirse en asentamientos más grandes y complejos que cualesquiera otros.[8]

Cuando el entorno cambió radicalmente en el sur de Mesopotamia, los modos de vida asociados a los humedales desaparecieron. Pero la civilización urbana estaba ya por entonces, tras un milenio de constante desarrollo, madura. La retirada del agua que conformaba las marismas secó Uruk y la elevó sobre el terreno. Pero la historia de la urbanización es, en gran parte, la de la adaptación de los humanos a los cambios en su entorno, y la de la adaptación de dichos entornos a las necesidades humanas.

Al verse privados de sus medios de subsistencia, los agricultores de los humedales buscaron refugio en la ciudad, aumentando la urbanización en la baja Mesopotamia en un 90 por ciento. Esta población tan numerosa, que contaba ya con una larga tradición de arquitectura e ingeniería, fue capaz de superar los desafíos del cambio climático y explotar el nuevo potencial de las llanuras aluviales gracias a la construcción a gran escala de sistemas de riego capaces de alimentar a grandes grupos poblacionales. Ciertamente, la agricultura precedió a la ciudad; pero una revolución agrícola de semejante intensidad habría sido imposible sin la revolución urbana.

Una ciudad no es, ni mucho menos, un simple montón de edificios. No son tanto sus rasgos físicos los que la diferencian de otros asentamientos humanos cuanto las actividades que incuba. En la ciudad, la gente puede desempeñar profesiones imposibles en el pueblo o en el campo. A Uruk se la conocía como «la forja de los dioses», pues era famosa por sus orfebres altamente cualificados, sus fundidores de cobre, su metalurgia y su joyería. Una parte no pequeña de su población la constituían hábiles artesanos que trabajaban materiales muy diversos, desde la piedra y los metales hasta las piedras preciosas. Las lujosas materias primas que necesitaba la gran ciudad no se encontraban en sus alrededores. El cambio climático, sin embargo, no se limitó tan solo a proveer cosechas más abundantes. Los canales de los riachuelos que una vez serpentearon en las marismas salinas se convirtieron en una red de canales urbanos que conectaban la ciudad a ese poderoso conducto comercial que era el Éufrates.[9]

Las islas que conforman el actual Baréin proporcionaban nácar y raras conchas marinas. El oro, la plata, el plomo y el cobre procedía de la Anatolia oriental, de Irán y de Arabia. Los artesanos de Uruk estaban hambrientos de obsidiana, cuarzo, piedra serpentina, esteatita, amatista, jaspe, alabastro yesoso, mármol y otros materiales tentadores. De las montañas de Afganistán y del norte de Pakistán, a unos dos mil quinientos kilómetros de distancia, procedía el preciado lapislázuli de color azul intenso; la cornalina y el ágata venían de más lejos incluso, la India. Las casas de los dioses requerían para su embellecimiento de materiales tan suntuarios. Pero también los simples mortales podían disfrutar de vasijas y copas, de armas y joyas magníficamente decoradas. Además de degustar el vino y el aceite, que se traían en barcas.[10]

La antigua Uruk se dividió a propósito en dos distritos, cada uno de ellos caracterizado por un oficio especializado. Los individuos y las familias trabajaban en los patios de sus casas o en talleres. La densidad de viviendas y el trazado de la ciudad, con sus calles frescas y sombreadas, fomentaron la sociabilidad y la mezcolanza, que a su vez propiciaron el intercambio de ideas, la colaboración y la competición intensa. El feroz dinamismo de Uruk y su rápido crecimiento se deben en gran medida al papel que desempeñó como generadora de comercio.

El Poema de Gilgamesh plantea algunas cuestiones sobre la vida en la ciudad que se antojan sorprendentemente modernas. ¿Cómo, por qué eligió la gente hacer el trato que hizo Enkidu y se asentó en las ciudades? ¿Y cuál fue el precio que tuvo que pagar por renunciar a su primitiva libertad a cambio de las comodidades urbanas? La invención de la ciudad es relativamente reciente y nuestra experiencia de ella representa solo una minúscula porción del tiempo que llevamos sobre la faz de la tierra. ¿Por qué cambiar un modo de vida libre por uno estático en un ambiente artificial y congestionado? ¿Cómo puede una especie que evolucionó durante tantos milenios para vivir en un entorno adaptarse a otro casi totalmente diferente? ¿Y cuál fue el coste psicológico de ese cambio?

Los autores del Poema de Gilgamesh se preguntan lo mismo de diferentes maneras. Como a muchos otros a lo largo de la historia, al rey de Uruk, el semidiós Gilgamesh, la vida en la ciudad le parece una carga. Él ejerce su dominio sobre la urbe y sus gentes con la energía de un toro salvaje. Los dioses crean al silvestre Enkidu para que sea su compañero y contribuya a domesticarlo. Enkidu y Gilgamesh representan una dualidad: nuestro instinto natural, rural, en pugna con nuestro ser urbano, civilizado. La fuerza y la energía de ambos se complementan, y así, Gilgamesh el urbano y Enkidu el salvaje se convierten en amigos inseparables. Enkidu anima a Gilgamesh a encontrar una salida para sus pasiones aventurándose hasta el bosque de cedros del monte Líbano, a cientos de kilómetros al norte. El bosque es un lugar prohibido, la morada secreta de los dioses. Allí deben luchar con el gigante guardián, Humbaba. Un hombre solo es un hombre, se nos viene a decir, cuando se enfrenta con la naturaleza, lejos de los lujos adormecedores de la ciudad. La conquista del bosque le otorgará a Gilgamesh la fama imperecedera y el honor que con tanto ahínco busca.

Pero ese hecho producirá algo más. Las ciudades del sur de Mesopotamia, como Uruk, carecían de materiales de construcción, y el cedro del monte Líbano era un bien muy apreciado por los arquitectos y los constructores. Para el tejado de uno solo de los numerosos templos de Uruk, por ejemplo, se requerían entre tres mil y seis mil metros de madera. Gilgamesh y Enkidu partieron a librar la guerra contra la naturaleza en nombre de la ciudad. El recién civilizado Enkidu jura hacerse con el cedro más majestuoso y llevarlo río abajo, por el Éufrates, cientos de kilómetros. Una vez en el mundo urbanizado, lo transformará en la imponente puerta de un templo.

Los héroes tienen éxito y consiguen, además de acabar con el gigante, talar los maravillosos cedros y llevarlos a la ciudad. Henchida de orgullo, sin embargo, la heroica pareja ofende aún más a los dioses. Gilgamesh rechaza las insinuaciones sexuales de una diosa y esta se venga enviando contra él el Toro del Cielo para que acabe con su vida y con la ciudad de Uruk. Pero Gilgamesh y Enkidu matan a la bestia. Este último acto de soberbia enfurece del todo a los dioses, que castigan a Enkidu con la enfermedad.

Mientras yace, agonizante, Enkidu maldice a Shamat, la mujer que lo sedujo y lo apartó de su vida libre y feliz en la naturaleza. Maldice la puerta que ha construido con el cedro sagrado. La decisión de cambiar su antiguo modo de vivir por la civilización ha acabado con sus fuerzas.[11]

Las ciudades han sido desde siempre asesinas implacables. Uruk, con sus toneladas de desechos humanos y animales vertidos en aguas estancadas y abiertas, podría parecer que se levantó exclusivamente para que prosperaran los microbios. En el siglo XIX, en Chicago y Mánchester, ambas muy industrializadas, el 60 por ciento de los niños moría antes de cumplir cinco años, y la esperanza de vida era de veintiséis, mientras que en el campo la mortalidad infantil descendía hasta un 32 por ciento y la esperanza de vida aumentaba hasta los cuarenta años. Durante la mayor parte de la historia, las ciudades han sido lugares de los que había que escapar. En el siglo XX, se vivió una huida precipitada a la tierra prometida de los prósperos suburbios desde las ciudades abarrotadas y plagadas de crímenes. En los años noventa del pasado siglo, tras décadas de crisis urbana, el 60 por ciento de los neoyorkinos y el 70 por ciento de los londinenses declararon que preferían vivir en otra parte. En recientes investigaciones llevadas a cabo con escáneres MRI para comprender los procesos neuronales relacionados con la vida urbana, se descubrió que quienes habían crecido en medio del estrés social del frenético entorno urbano mostraban una reducción significativa de la materia gris en la corteza prefrontal dorsolateral derecha del cerebro y en la corteza cingulada anterior pregenual. Estas regiones cerebrales son claves para la regulación de nuestra capacidad de procesar las emociones y el estrés. La ciudad reconfigura nuestras conexiones neuronales: los habitantes de las ciudades están, por tanto, más expuestos a sufrir alteraciones del ánimo y ansiedad que los del campo. El crimen, la enfermedad, la muerte, la depresión, el deterioro físico, la pobreza y el hacinamiento convierten a menudo la ciudad en un lugar de sufrimiento donde impera el sálvese quien pueda.[12]

Hasta que la medicina y la sanidad mejoraron las condiciones de vida de las ciudades en el siglo XX, estas necesitaban un flujo constante de inmigrantes que sostuvieran la población y compensar las pérdidas debidas a las enfermedades (principalmente recién nacidos, infantes y niños). Como muchos otros, Enkidu descubre el alto precio que debe pagar por incorporarse a la ciudad. Su muerte le rompe el corazón a su querido compañero, Gilgamesh. Para el desolado héroe, la ciudad ya no es la cima de los logros humanos, sino de la muerte. Renuncia a permanecer en Uruk y busca consuelo en la naturaleza. Vaga por el desierto vestido con pieles de animales salvajes, a imitación de su amigo muerto.

Gilgamesh cree que puede burlar a la muerte uniéndose a la naturaleza. Su cruzada en pos de la vida eterna lo lleva hasta los confines del mundo, en busca de Utnapishtim. En las brumas del tiempo, al dios Enlil le molestaban los escandalosos humanos en sus ciudades; deseoso de paz y quietud, envió un gran diluvio para barrerlos de la faz de la tierra. Pero otro dios, Enki, frustró sus planes al pedirle a Utnapishtim que construyese una gran arca y la llenase, junto con su familia, de semillas y parejas de animales. Cuando el diluvio amainó, a los supervivientes se les permitió repoblar el planeta porque los dioses descubrieron que, sin gente que los sirviera, pasaban hambre. Como premio por preservar la vida, Utnapishtim y su esposa recibieron la inmortalidad; Gilgamesh desea conocer su secreto. Tras muchas aventuras, llega a la morada de Utnapishtim. Allí, el héroe aprende finalmente una lección dolorosa: que la muerte es una condición inevitable de la vida.

El poema comienza con un himno de alabanza a Uruk y termina con Gilgamesh completando el círculo. Tras los rigores de su búsqueda y el rechazo de la civilización, regresa finalmente a su ciudad y comprende que puede que los individuos estén condenados a morir, pero la humanidad como colectivo perdura en sus edificaciones y el conocimiento que graba en las tablillas de barro. Gilgamesh levanta grandes murallas en la ciudad de Uruk y utiliza la escritura (inventada también en Uruk) para contar a la posteridad su historia. Tanto las murallas como el poema son monumentos eternos y le garantizan la inmortalidad que buscó en el desierto tan desesperadamente.

A pesar de haber viajado hasta los confines de la tierra, el poder magnético de Uruk lo atrae hacia sí: la ciudad se ha convertido en la fuerza que controla el destino humano. Al final del poema, Gilgamesh invita con orgullo al barquero que lo ha traído hasta casa desde el fin del mundo a recorrer «las murallas de Uruk... ¿Qué ser humano podría comparársele? Sube a ellas, vamos; recórrelas, contempla sus cimientos. ¿No son magníficas? ¿Obra de los mismísimos Siete Sabios?».[13]

Gilgamesh regresa desde los confines del mundo para recordarles a los ciudadanos de Uruk que su ciudad fue un regalo de los dioses y la más exquisita creación conocida: su búsqueda sirve, en última instancia, para renovar la fe en la vida urbana.

Las deidades sumerias no habitan en manantiales, en los claros de los bosques o en las nubes, sino en el corazón de ciudades como Uruk, en su realidad física. Los sumerios fueron el pueblo elegido para vivir con los dioses en sus ciudades ultraavanzadas mientras el resto de la humanidad avanzaba dando tumbos, practicando el nomadismo —ataviada con pieles— o la agricultura de subsistencia. A pesar de las tensiones de la vida en la ciudad, sus habitantes disfrutaban de la abundancia de los dioses: la escritura, por ejemplo, además de otros privilegios como la cerveza, las comidas exóticas, la tecnología, artículos de lujo y espléndidas obras de arte.

Para los sumerios, la humanidad y la ciudad nacieron a la par, cuando se creó el mundo. No hubo jardín del edén; la ciudad era un paraíso, no un castigo, un baluarte que protegía contra los caprichos de la naturaleza y el salvajismo de los otros humanos. Aquella creencia en el origen divino de las ciudades proporcionó a su civilización urbana una durabilidad extraordinaria.[14]

En todos los lugares donde surgió la urbanización, las ciudades se concibieron para alinear las actividades humanas con el orden y las energías del universo. Las primeras ciudades chinas, ordenadas en forma de cuadrícula dividida a su vez en nueve cuadrículas más pequeñas con

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