Oscura luz del monte

Jorge Accame

Fragmento

Cartas de AMor

I. MARTÍN

A las doce, Martín, el mono de la familia, veía desde su palmera cómo cerrábamos lentamente las persianas y desaparecían las personas sentadas a la mesa. Aunque era un mono lúcido, bajaba de un salto al suelo y corría hacia la casa, hasta que la cadena crujía por la tensión y lo hacía volver de golpe al tronco del árbol.

No siempre había estado prisionero. Los primeros tiempos en nuestra familia fueron gloriosos.

Tío Juan nos lo trajo de su finca en el Chaco jujeño; los peones lo habían cazado mientras saqueaba la cosecha. Era pequeño y simpático. Los chicos nos peleábamos por tenerlo en brazos, mi abuelo le convidaba maníes y habanos de la cigarrera de plata que guardaba cuidadosamente en su laberíntico escritorio. Mi abuela lo toleraba con cierto recelo y la cocinera tenía órdenes de prepararle, después de cada comida familiar, un plato con sobras seleccionadas.

Por las noches, cuando ya todos los niños dormíamos y tan solo María Luisa, nuestra hermana mayor, permanecía en la sala tocando el piano, mi abuelo abría la ventana de su escritorio y hacía entrar a Martín sigilosamente. El mono sabía que ingresaba a una zona nueva, distinta, donde imperaban las formas del silencio. Afuera, en la luz del día, quedaban los chillidos y los revolcones, el permiso para los movimientos selváticos. La casa era un espacio santo que su instinto reconoció sin dificultad desde el principio.

Martín pasaba y se sentaba frente a mi abuelo, quien le dirigía siempre las mismas palabras suaves y le acercaba un plato de ébano lleno de maníes. Luego la conversación tomaba rumbos imprevistos. Mi abuelo era ingeniero y le hacía un resumen de sus actividades diarias, mientras Martín comía sin dejar de mirarlo un instante y emitía algún sonido en voz baja.

La primera vez que mi abuela los pilló juntos fue porque el mono se excedió en el entusiasmo de sus comentarios y soltó un chillido sorpresivo que hizo romper una taza de porcelana a la cocinera y despertó a tres de mis hermanos.

Mi abuela, que conocía la casa mejor que su propio cuerpo, localizó de inmediato la procedencia del grito y entró al escritorio sin golpear. Encontró a mi abuelo con expresión culpable y a Martín semiescondido detrás de la biblioteca con un habano encendido en la boca. Los retó sin piedad por haber invadido un territorio ajeno, y les recordó que el tratado por el cual se permitía la permanencia del mono en el seno de la familia estipulaba claramente que no pisaría jamás dentro de la casa.

A medida que crecía la autoridad de mi abuela, Martín se aplastaba más contra la pared y chupaba el habano con ansiedad. Cuando ella terminó el furioso discurso, preguntó a mi abuelo qué sentido tenía pasar la noche en su escritorio con un mono, en vez de conversar civilizadamente con su familia en la sala, tomando un licor.

Mi abuelo suspiró, buscando la serenidad adecuada que le permitiera recuperar su investidura de patriarca, y dijo:

—Este animal, Agnes, aprenderá a hablar antes de que yo me muera.

Mi abuela lo miró con indignación e incredulidad, abrió la boca y ahogó un grito en la palma de su mano. Se volvió y, dando los pasos largos y rápidos que anunciaban sus enojos más rotundos, salió pegando un portazo. Es que a mi abuela, todas esas ideas extravagantes que afirmaban que el hombre provenía del mono la ponían nerviosa.

Sin embargo, sus rencores no duraban más de unas horas, y Martín regresó al escritorio la noche siguiente, gracias a las arduas y complicadas explicaciones que mi abuelo le dio acerca de la inteligencia de los simios. Mi abuela no comprendió la mitad de sus palabras y la otra mitad no la creyó, pero como no quería seguir escuchándolo, aceptó que Martín se deslizara hacia el escritorio siempre y cuando todos los niños estuviéramos en la cama y el mono no rasgara las cortinas de encaje que había bordado su madre.

Mi abuelo sugirió que si la preocupaban tanto las cortinas, las retirara y las pusiera en otra ventana, que para él serían suficientes unas de lienzo común. Imprevistamente, las mejillas de mi abuela tomaron un tono púrpura.

—Parece que en estos días te has propuesto ofenderme —dijo—. Si este animal es tan inteligente, se dará cuenta del valor de las cortinas y no las dañará.

Mi abuelo resopló y corrió detrás de ella. La alcanzó en la sala y admitió que las cortinas de la suegra quedaban muy bien donde estaban y que Martín podría tener cuidado con ellas.

En aquellos días, yo estaba enamorado de Liliana Bermúdez, a quien le escribía cartas que jamás enviaba. Liliana era una chica que vivía a dos cuadras. A veces cruzábamos miradas cuando íbamos al almacén, pero nunca me había atrevido a hablarle, porque sentía que mi cabeza se transformaba en antorcha y tenía que salir corriendo para apagarla en el viento de la calle. Mi hermana María Luisa era la única que conocía el secreto.

Una tarde, mientras todos dormían, decidí desatar el piolín que envolvía las cartas y comencé a releerlas y ordenarlas.

El calor oprimía con fuerza el aire y hacía cantar a los pájaros y las cigarras. Desde el parque, Martín me observaba inclinando la cabeza hacia uno y otro lado, y cualquiera habría dicho que lo enternecía la escena.

Escudriñé un sobre al trasluz y me dispuse a extraer el texto amoroso que palpitaba adentro. Pero mis dedos nunca llegaron al papel: de un manotazo, Martín me lo arrancó. Saltó sobre la mesa y recogió el resto de las cartas. Luego echó a correr hacia el fondo del parque, volteando lo que hallaba a su paso. En el tendal de macetas caídas quedó un entrevero de tierra y malvones machucados. El perejil y el eneldo, a los que mi abuela dedicaba sus mejores horas del día en un surco de la huerta, fueron aplastados y perecieron bajo el galope del mono, quien desapareció entre los ligustros pelados y cruzó a la propiedad vecina.

Alertada la familia del acontecimiento, comenzó la búsqueda. Organizamos batidas en grupos de tres, requisamos los baldíos, los canales desde San Isidro hasta el Tigre. Pedimos permiso en las casas altas para subir a las terrazas y revisar cada centímetro de San Fernando.

No localizamos a Martín. Pero en cambio, logramos que todo el barrio supiera que en algún sitio no lejano se hallaba un mono con una inquietante pila de cartas de amor. Los vecinos nos aseguraron que estarían pendientes del rastro de Martín, sospecho que no tanto por solidaridad como por la secreta esperanza de leer las líneas apasionadas que un muchacho le dirigía a una chica. Yo lloraba desconsoladamente y mi hermana trataba de tranquilizarme prometiéndome que lo hallaríamos a tiempo.

Hacia el anochecer, nos avisaron que nuestro mono se había trepado al pino d

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos