Prólogo
EL MAR Y EL VIEJO
Esto es verdad, esto aparece narrado en varias biografías del escritor, esto es lo que sucedió: luego de un largo día de pesca en el Caribe y de haber atrapado a un pez espada de dimensiones considerables, Ernest «Papa» Hemingway puso proa a La Habana y se reunió con amigos y admiradores en uno de esos bares legendarios de la ciudad —uno de esos bares que él convirtió en legendarios— para celebrar otra jornada de triunfos en altamar. Al caer la tarde —luego de varias horas de vaciar botellas en vasos y de vaciar vasos en gargantas— Hemingway se excusó por unos minutos, dijo que tenía «algo muy urgente que hacer», y salió a la calle. Al ver que transcurrían los minutos y Hemingway no regresaba, sus colegas se preocuparon y fueron en su busca. Demoraron algo en encontrarlo pero allí estaba: al final del muelle donde colgaba boca abajo su presa. Hemingway —no conforme con haber vencido al pez en el mar— ahora también luchaba con su rival en tierra. Los que lo vieron jamás olvidaron semejante escena: Hemingway, apenas iluminado por la luz de un farol y con el sonido del océano como música de fondo, boxeaba con el pez espada, lo utilizaba como punching-bag, hundía sus puños una y otra vez en sus flancos. Y allí se quedó Hemingway, un round tras otro, durante buena parte de la noche, mientras unos aplaudían y otros temblaban y algunos se decían que la novela de esa vida no podía sino terminar muy mal.
Ya se dijo: Hemingway despreciaba todo simbolismo en la literatura; pero la suya fue una vida que desbordaba de símbolos fácilmente decodificables porque —a diferencia de la sólo aparente sencillez de su prosa, donde siempre había sitio para zonas de incertidumbre y ambigüedad— los movimientos de su psique eran por lo general de una obviedad tal que, por momentos, resultaban incómodos en su transparencia sin claroscuros. Digamos entonces que —al trenzarse en un combate cuerpo a cuerpo con un pez espada muerto— Hemingway no hacía otra cosa que luchar contra la luz de su propia leyenda (que, con el correr de los años y de las proezas, por momentos rozaba el inquietante terreno de la autoparodia); contra la sombra de la decadencia física y mental (no era una anciano aún, pero su cuerpo y su cabeza ya acusaban los golpes de guerras, corridas, safaris, accidentes de aviación y borracheras de vértigo) y —lo más terrible de todo— contra la sospecha de que su hasta entonces indiscutida posición como Gran Escritor Americano comenzaba a ser puesta en duda por los apólogos de Faulkner y los médiums de Fitzgerald.
En 1950 había publicado Al otro lado del río y entre los árboles —una novela crepuscular y elegíaca y diferente a todo lo que había hecho hasta entonces, una suerte de variación bélica y heterosexual de Muerte en Venecia de Thomas Mann— y los críticos se habían hecho una fiesta destruyéndolo y considerándolo passé y cursi.
Lo que entonces decidió Hemingway para plantar cara a un mundo que parecía volverse en su contra fue volver a empezar pero a su manera. Comenzó a declarar a diestra y siniestra que se preparaba para sumergirse en una ópera-magna[1] y que más les valía a todos aquellos que lo consideraban acabado hacer lugar para tragarse sus palabras. Lo que Hemingway se proponía era, sí, una Novela Total: un libro que coronara su obra y que dejara las cosas claramente en su sitio para que ya nadie dudara quién era el más macho y el más grande.
El título de trabajo del monstruo en cuestión —Hemingway así lo decidió al reencontrarse con fragmentos de un manuscrito desordenado de casi mil páginas— fue primero The Sea Book («El libro del mar»). Y esto era sólo el principio. The Sea Book era apenas una parte de una gran Trilogía que incluiría sendas novelas dedicadas a la Tierra y al Aire.[2] Pero lo cierto es que, de todo esto, Hemingway —mientras jugueteaba con las memoirs selectivas de París era una fiesta, la crónica-ficción de Al romper el alba, y esa extraña y perversa novela de iniciación que es El jardín del Edén—[3] sólo alcanzó a avanzar en el volumen marino. No demoró en cambiar el título por el de The Island and the Stream[4] y en organizarlo en tres segmentos: «The Sea When Young» (que en la versión publicada se titula «Bimini»), «The Sea When Absent» («Cuba») y «The Sea in Being».[5] En algún momento surgió la idea de una cuarta parte —«At Sea» («En el mar», que en algún momento se tituló «La persecución marina»)— que narraría la cacería de un submarino alemán por las peligrosas corrientes del Caribe. Hemingway escribía «como si estuviera endemoniado» las cuatro partes, las cuatro partes al mismo tiempo, saltando de una a otra y, para 1952, comenzó a preocuparse un poco. Y la edición del libro —que le había asegurado a Charles Scribner que estaría en condiciones de ser publicado ese mismo otoño— comenzó a parecerle lejana. Sólo el segmento dedicado al pescador Santiago le parecía digno y —así lo comunicó en varias cartas a su editor desde La Finca Vigía, en Cuba— comenzaba a barajar la idea de dividir la gran novela en cuatro novelas breves, publicarlas de una en una y así ganar tiempo para revisiones y asegurar su posteridad «en caso de muerte o accidente». Y le comunicaba a Scribner con una mezcla de temor y soberbia: «Si este plan te parece confuso o poco claro, por favor, dímelo. De ser así, vuelve a leer esta carta hasta que lo entiendas… En cuanto al libro: NO TE PREOCUPES. Te iré manteniendo al tanto de todo lo que se me ocurre y de cómo podemos ir solucionándolo. Por favor, ten esta carta siempre a mano y no la pierdas y reléela y cítala cada vez que tengas dudas o que alguien te pregunte algo al respecto. Estoy demasiado cansado como para volver a escribir todo esto otra vez».
Y cuál es la diferencia o la novedad que Hemingway se había planteado a la hora de escribir los últimos libros de su obra. Puede argumentarse que Islas a la deriva,[6] El jardín del Edén e incluso el joven Hemingway que aparece en París era una fiesta y el Hemingway ya «famoso» de Al romper el alba tienen algo en común: los cuatro tratan sobre la construcción de un héroe y, al mismo tiempo, sobre la deconstrucción del mismo Hemingway para, una vez desarmado, poder ser reescrito a piacere y ofrecer así versiones alternativas y, por supuesto, siempre mejoradas de la realidad. Alguna vez Hemingway le había recomendado a Fitzgerald que convirtiera las tragedias personales en literatura porque sólo entonces —contemplándolas «desde afuera»— se puede conseguir que cicatricen y sobreponerse a las desgracias. Aun así, Hemingway insistió en más de una ocasión en que no había nada de autobiográfico en sus ficciones pero, advertía, «tampoco puedo prescindir de mis conocimientos». Alguna vez había escrito, en su mejor momento, que «cuando ya no puedes creer en tus hazañas es que te pones a escribir tus memorias». En cualquier caso, en sus últimos años Hemingway pareció mostrarse más flexible en sus convicciones y adentrarse en nuevas aguas. Es posible —como señala Carlos Baker— que al sentir como más importante y definitivo su sitio en la historia literaria «al impulso original de transformar su pasado personal en sustancia para la ficción se agregara una decisión ulterior y tal vez básicamente subconsciente de explotarlo como medio para justificarse a sí mismo y a sus acciones a los ojos del mundo … Buscando en los vericuetos de su memoria, Hemingway encontró una serie de episodios que, pensó, con ciertas alteraciones menores para la ficción podrían convertirse en una obra de arte que atraería la atención de los otros en el mismo grado en que le preocupaban y le interesaban a él… Ahora, su confianza en el valor de la experiencia real por sí misma se imponía a su acostumbrada capacidad para sugerir sin explicar y al viejo y probado método de trabajar lo verídico hasta conseguir la materia del arte de la ficción».
En este aspecto, Islas a la deriva abunda en material autobiográfico pasado por el filtro del protagonista y pintor Thomas Hudson,[7] un artista bien cotizado pero de ningún modo genial. Son claros aquí los reflejos personales y verdaderos entre las vidas de Hemingway y Hudson: la infancia en Michigan, la relación con los varios hijos y las demasiadas ex esposas, la vida en París, la finca en La Habana, las aventuras en África, la fiel compañía de los gatos, las guerras vencidas, las incursiones mar adentro a bordo del Pilar, el amor perfecto por Cézanne, los 88 kilos a la hora de pesarse antes del boxeo y —por último pero no en último lugar— la predilección por el daiquiri a la hora de los cócteles y del vino Travel rosé a la hora de las comidas. Es obvio que Hudson mientras pinta no es otra cosa que un autorretrato firmado por Hemingway.
Una versión idealizada y narcisista del Hemingway maduro,[8] no todavía viejo, pero sí erosionado por una vida intensa que comienza a pasarle factura.[9] La figura de un hombre hecho y derecho y experimentado que se prepara para librar una última y definitiva batalla. Alguien que no puede dejar de pensar sólo en la muerte porque siente que la muerte sólo piensa en él.[10]
Así, Islas a la deriva narra la preparación de un hombre para enfrentarse a su propia muerte. Ese hombres es, en primer lugar, Thomas Hudson. Pero también es Ernest Hemingway; y más de un crítico y académico ha creído ver —en el modo en el que las muertes de seres queridos comienzan a rodear a Hudson y lo obligan a pasar de la reflexión del arte a la acción de la guerra— una necesidad casi desesperada de Hemingway de ir acabando con todo en el océano de la ficción para recién después acabarse a sí mismo en la tierra firme de la realidad.
En lo formal, Islas a la deriva —ya sea por decisión propia o por voluntad del editing post mórtem— desdeña la narración lineal de Adiós a las armas o de Por quién doblan las campanas para inclinarse por un ritmo episódico y deshilvanado pero de ningún modo desprolijo o gratuito. Tanto en «Bimini» como en «Cuba», la sensación es la de estar contemplando postales de la vida de un hombre en suspenso, alguien que ha conseguido vivir siguiendo un ritmo propio e íntimo, casi monástico; y para quien el resto del mundo y de las personas aparece o se esfuma sin necesidad de explicación alguna.
El primer segmento, «Bimini», narra una visita de los tres hijos de Hudson —Tom Jr., David y Andrew— durante el verano de 1937. Otro de los invitados en la isla es el escritor Roger Davis —el mejor amigo de Hudson—, quien comparte con el pintor las tareas del hogar y el cuidado de los jóvenes. Hudson trabaja todas las mañanas antes de dedicarse a sus hijos, insiste en no quebrar esta disciplina, pero al mismo tiempo esta dedicación no demora en sonarnos hueca y triste: está claro que Hudson jamás será un buen padre y que los tres jóvenes lo pasan mucho mejor con el irresponsable e infantil Davis. El relajado recuento de estas vacaciones —puntuado por eficaces momentos humorísticos como cuando el barman Bobby le pide a Hudson que le pinte un cuadro para colgarlo sobre la barra o la falsa borrachera en el bar Ponce de León— no implica que se produzcan varios episodios del mejor y más magistral Hemingway: el relato del ataque de un tiburón a David, uno de los hijos de Hudson (inspirado en un hecho real protagonizado por Gregory Hemingway), y la imposibilidad del pintor de salvarlo (es Eddy, ayudante de Hudson y gran personaje, quien finalmente lo rescata); así como la formidable y larga lucha de David con un pez espada[11] funcionan como ritos de pasaje o ceremonias de iniciación del muchacho a las que Hudson asiste casi como un testigo lejano. Es Eddy quien rescata a David y es Roger Davis quien lo consuela luego cuando el pez se le escapa casi cuando parecía derrotado. Hudson, incapaz de consolar a su hijo, se limita a pintar dos cuadros sobre el asunto.
En algún momento Davis se agarra a puñetazos, se siente culpable, recuerda un episodio traumático de su infancia, se enamora de la joven Audrey Bruce y, junto a ella, parte rumbo al rancho de Hudson en Montana prometiendo redimirse, retomar la escritura de su novela por siempre inconclusa, y volver al camino del Gran Arte.
Se acerca el fin del verano y Hudson presiente que, también, es el fin de toda una época. En las últimas páginas de «Bimini», Hudson está solo y descubre que la soledad ya no es lo que era.[12] Se sumerge en su trabajo pero recibe un telegrama donde se le informa que Andrew y David han fallecido junto a su madre en un accidente en Francia. Eddy lo consuela diciéndole que aún le queda Tom Jr., quien no demora en morir también —piloteando un Spitfire de la RAF que es derribado sobre Calais— en algún momento de las corrientes elípticas que separan «Bimini» de la segunda parte. Esta abundancia de muertes cercanas —a las que se suma la separación de su tercera esposa— transforman a Hudson, quien decide dar un golpe de timón: abandona la pintura y se dedica al manejo de su bote.
Así, «Cuba» —segunda parte de Islas a la deriva— funciona casi como un paréntesis, como la obligatoria calma antes de la inevitable tormenta. Aquí, Hudson es un hombre sin presente, suspendido entre el pasado y el futuro, vegetando en una mesa del Floridita y conversando con pintoresca gente del lugar (el adinerado Ignacio Natera Revello; Henry Wood y Willie, miembros de su tripulación; la prostituta envejecida Honest Lil) pero también consciente de que el tiempo corre cada vez más rápido, que el tiempo se acaba.
Una tarde, aparece en el bar la primera esposa de Hudson:[13] su verdadero amor, y la madre de Tom. El encuentro es melancólico: se acuestan sin demasiado entusiasmo, recuerdan los buenos tiempos, evocan al hijo muerto. Ella le dice que siente que él morirá en altamar. Él responde que es posible que así vaya a suceder. Un sirviente de Hudson los interrumpe para comunicarle a su patrón que es hora de volver a soltar amarras y, en el camino de regreso al puerto, Hudson comprende que el honor y el amor y los hijos están irremediablemente perdidos. Y que sólo le queda el deber.
«En el mar» es el vibrante relato de cómo Hudson y su tripulación persiguen a un submarino alemán —luego del descubrimiento de una masacre en una isla hasta la emboscada final en Cayo Guillermo— durante seis días y sus noches.[14] «En el mar» es, también, de lo mejor que escribió Hemingway. Otra vez se sienten aquí ecos, más o menos distantes, de El viejo y el mar, así como la condición del héroe condenado que ya había explorado en Tener y no tener y en Por quién doblan las campanas; pero lo que prevalece —y en cierto modo sorprende— es el buscado reencuentro de Hemingway con uno de los ídolos literarios de su juventud: Joseph Conrad.
Se sabe que Hemingway releyó El corazón de las tinieblas (en especial el episodio de los nativos en una de las curvas del río Congo) mientras escribía «En el mar». El tratamiento de Hemingway —en el momento en que Hudson, al igual que Marlow, tiene que elegir entre varios canales de Cayo Contrabando— es mucho más elaborado y abundante; pero el tono y la intención son las mismas.[15] Y Hudson —como Kurtz— es ya un hombre extraviado en la oscuridad de su propia sangre y empujado hacia su final por un mantra que no es aquí «¡El horror! ¡El horror» sino el mensaje casi oracular que le transmiten por radio desde Guantánamo y que le ordena «continuar búsqueda cuidadosamente hacia el oeste».[16] Uno y otro significan lo mismo: no se puede volver atrás. Hudson es casi feliz obedeciendo el misterio de estas palabras que lo ayudan a olvidar tantas cosas. Los acontecimientos se precipitan y apenas hay tiempo para recordar algunos cuadros de algunos pintores mucho mejores de lo que Hudson jamás fue. Pero está bien que así haya sido y que así sea. Al igual que el agónico Harry que, en Las nieves del Kilimanjaro, escribe mentalmente sus últimos cuentos cuando ya es demasiado tarde, Hudson observa los últimos pasajes de su vida y se pregunta cómo los pintaría de poder volver a ser un artista y dejar de ser un guerrero. La epifanía es intensa pero, como les corresponde a las epifanías, breve. Entonces, otra vez, la misión final y la felicidad última de «tener algo que hacer» y las balas y la hemingwayana inmolación de Hudson tan parecida a la hudsoniana inmolación de Hemingway, porque qué sentido tiene seguir de este lado cuando ya no se puede volver a ser quien alguna vez fuimos.
En la última página de Islas a la deriva, Hudson yace sobre cubierta sintiéndose «muy lejos» y sin «problemas de ninguna clase». Nota que el barco gana velocidad y siente en sus omóplatos «el hermoso latido de sus motores». Mira al cielo y mira a la laguna y escucha cómo Willie le dice que lo quiere y le pide que no se muera y le ruega que comprenda lo que le dice. «Creo que lo entiendo», susurra Hudson. «¡Oh, mierda! Tú nunca entiendes a los que te quieren», contesta Willie.
Y, claro, Willie no miente.
Pero Willie nunca comprenderá que el verdadero problema —el problema de Hudson, el problema de Hemingway— no pasaba por el ser querido o no, sino por el ya no poder querer a nadie cuando uno está tan solo.
Como una isla en el mar.
Sin más peces ni submarinos que perseguir.
Y a la deriva.
RODRIGO FRESÁN
PRIMERA PARTE
BIMINI
Capítulo 1
La casa se alzaba en la parte más alta de la estrecha lengua de tierra entre el puerto y el mar abierto. Había aguantado tres huracanes y su construcción era tan sólida como la de un barco. Estaba situada a la sombra de unos altos cocoteros curvados por los alisios, y por la parte del océano bastaba trasponer el umbral y bajar al acantilado y atravesar la arena blanca para encontrarse en la corriente del Golfo. El agua de la corriente tenía por lo general un azul intenso si se la miraba en un día sin viento. Mas, si se penetraba en ella, solo podía verse su verde luz en la arena, de un blanco harinoso, y era muy fácil divisar la sombra de algún pez grande mucho antes de que alcanzase la playa.
Durante el día era un lugar hermoso y seguro para bañarse, pero de noche no era sitio para nadar. De noche, los tiburones se acercaban a la orilla para cazar al filo de la corriente y desde el porche, en las noches tranquilas, se oían perfectamente las zambullidas de alguno de los peces que cazaban y si se bajaba a la playa se divisaban los surcos fosforescentes que hacían en el agua. De noche los tiburones no tenían miedo de nada, y eran de todos temidos. De día, en cambio, permanecían muy alejados de la arena blanca y limpia, y cuando alguno se acercaba era muy fácil ver su sombra desde lejos.
Un hombre llamado Thomas Hudson, excelente pintor, habitaba la casa y trabajaba en ella y en el resto de la isla la mayor parte del año. Después de vivir un tiempo en aquellas latitudes, los cambios de estación resultaban tan importantes como en cualquier lugar y Thomas Hudson, que amaba la isla, no se hubiera perdido una primavera, ni un verano, ni tampoco un otoño o un invierno.
A veces los veranos eran demasiado calurosos si el viento de agosto dejaba de soplar o fallaban los alisios en junio y julio. En septiembre y octubre podía producirse algún huracán, incluso en ocasiones a principios de noviembre, y podían presentarse caprichosas tormentas tropicales en cualquier momento a partir de junio. Pero los verdaderos meses propicios al huracán eran los de buen tiempo, cuando no hay tormentas.
Thomas Hudson había estudiado las tormentas tropicales durante años, y mirando el cielo podía decir cuándo iba a producirse una perturbación antes de que el barómetro la indicase. Sabía la forma en que se desarrollaría la tormenta y las precauciones que era necesario tomar para defenderse de ella. También sabía lo que significaba vivir un huracán junto a los otros habitantes de la isla y el estrecho vínculo que se establecía entre las gentes obligadas a soportarlo. Sabía igualmente que un huracán puede ser tan terrible como para arrollarlo y destruirlo todo, y sin embargo siempre acababa decidiendo que si realmente se presentaba uno de tal especie prefería estar allí y volar por los aires con la casa si es que esta volaba.
La casa semejaba a la vez una casa y un barco. Situada allí para hacer frente a tempestades, había sido construida en la isla como formando parte de ella; pero el mar podía verse desde todas las ventanas y la ventilación era excelente, por lo que se podía dormir bien incluso en las noches de mucho calor. Estaba pintada de blanco para que fuese más fresca en verano, y se la divisaba desde muy lejos, mar adentro. Era el punto más alto de la isla con excepción de una gran plantación de altas casuarinas, que era lo primero que se veía al emerger la isla del mar. Inmediatamente después de la mancha oscura de las casuarinas por encima de la línea del mar, surgía la silueta blanca de la casa. Luego, conforme uno se acercaba más, podía apreciarse la isla en toda su extensión, con sus cocoteros, sus casas de madera, la línea blanca de la playa y el verde de la isla Sur que la cruzaba. Thomas Hudson nunca veía la casa, allá sobre la isla, sin que esta visión lo hiciera feliz. La imaginaba como un barco. En invierno, cuando soplaban vientos del norte y hacía frío, la casa estaba caliente y confortable, pues tenía la única chimenea de la isla. Era una chimenea espaciosa y Thomas Hudson quemaba en ella la madera recogida en la playa.
Tenía una gran pila de maderos amontonados contra el muro sur de la casa. El sol los blanqueaba y el viento los salpicaba de arena, y algunos trozos le eran tan familiares que casi se resistía a quemarlos, pero después de una tormenta siempre podía hallar más madera sobre la arena de la playa y por fin encontraba divertido hasta quemar los pedazos que había aprendido a amar. Sabía que el mar iba a proporcionarle otros y en cualquier noche fría, sentado en su gran sillón ante el fuego, leyendo a la luz de una lámpara colocada sobre la fuerte mesa de madera, apartando un momento los ojos del libro para escuchar el viento del noroeste que soplaba afuera y las olas que iban rompiendo, se quedaba observando cómo los grandes y blanqueados leños se consumían.
A veces apagaba la lámpara y se echaba en el suelo sobre una alfombra para observar mejor las bandas de color que la sal del mar y la arena depositadas en la madera ponían en las llamas al arder. Desde el suelo, sus ojos quedaban al mismo nivel que el leño ardiente y le era fácil divisar la silueta de la llama que abandonaba la madera, y ello lo ponía a la vez alegre y triste. Toda leña ardiendo lo afectaba así. Pero quemar la madera recogida en la playa producía en él una sensación indefinible. Decidió que posiblemente hacía mal en quemarla ya que tanto la amaba; pero no se sentía culpable por hacerlo.
Tumbado en el suelo se creía como a merced del viento, aunque en realidad este azotase los rincones más bajos de la casa y los matorrales más pequeños de la isla y hurgase entre las raíces de las hierbas barrilleras y en las caracolas y hasta en la misma arena. Tirado en el piso, escuchaba el golpeteo de la marejada, en idéntica forma en que recordaba haber oído el disparo de la artillería pesada, tumbado en tierra junto a una batería, muchos años atrás, siendo un muchacho.
La chimenea era una gran cosa en invierno. Durante los demás meses del año solía mirarla con cariño, pensando cómo estaría cuando el invierno llegase otra vez. El invierno era la mejor estación en la isla y él lo esperaba durante el resto del año.
Capítulo 2
El invierno había transcurrido y la primavera estaba a punto de acabar cuando los hijos de Thomas Hudson llegaron aquel año a la isla. Se había convenido que los tres se encontrarían en Nueva York para viajar juntos en el tren y volar después desde el continente. Surgieron las dificultades de siempre con la madre de dos de los chicos. Ella, sin consultar con su ex marido, había planeado un viaje a Europa y pretendía quedarse con los muchachos todo el verano. En cambio estaba dispuesta a cedérselos para las vacaciones de Navidad; por supuesto después del día de Navidad, porque para aquella fecha los quería con ella.
Thomas Hudson estaba acostumbrado a esta clase de lances y finalmente se llegó como siempre al acuerdo habitual. Los dos chicos menores visitarían la isla para permanecer en ella con su padre cinco semanas y luego saldrían desde Nueva York, en la clase para estudiantes, en una línea naviera francesa, a fin de reunirse con su madre en París, donde ya les habría comprado la ropa necesaria. Durante el viaje, su hermano mayor, el joven Tom, cuidaría de ellos. Tom iba a reunirse con su madre, que estaba rodando una película en el sur de Francia.
La madre del joven Tom no había reclamado su presencia. A decir verdad, hubiera preferido que se quedara en la isla, con el padre, pero al verlo se alegraría mucho y eso permitía llegar a un acuerdo con la madre de los otros dos muchachos y su tajante decisión. Era una mujer encantadora y deliciosa que nunca en la vida alteraba un plan establecido. Hacía los planes siempre en secreto, como un buen general, y eran igual de fuertes, igual de rígidos que los de este. Se podía llegar con ella a un trato, pero jamás a cambiar algo básico en sus planes, ya los hubiera concebido en una noche de insomnio, en una madrugada de mal humor o durante una noche a impulsos de la ginebra.
Un plan era un plan. Una decisión, verdaderamente una decisión. Sabiendo esto y conociendo a fondo los usos y costumbres del divorcio, Thomas Hudson se alegró de haber podido llegar a un arreglo y de que sus hijos pudieran pasar cinco semanas con él. Si tenemos cinco semanas, hay que sacarles el jugo, pensó. Cinco semanas es bastante tiempo para estar junto a los seres que uno quiere y con los que le gustaría estar siempre cerca. Pero, para empezar, ¿por qué se me ocurrió separarme de la madre de Tom? Mejor no pensar en eso, se dijo. Y los hijos que te dio la otra son dos muchachos estupendos. Muy extraños y muy complicados, y bien sabes cuántas de sus buenas cualidades las heredaron de la madre. Es una mujer excelente y tampoco debiste dejarla, pensó. Pero al instante añadió para sí: tuve que hacerlo.
Sin embargo no pensaba mucho en una ni en otra. Hacía tiempo que había dejado de preocuparse y que el trabajo le servía en la medida de lo posible como exorcismo contra el sentimiento de culpa, y lo que le importaba en aquellos momentos era que los muchachos iban a llegar y que deseaba darles un buen verano. Después volvería a trabajar.
Gracias a su trabajo y a la vida laboriosa que llevaba en la isla había logrado sustituirlo todo, menos a sus hijos. Estaba seguro de haber logrado algo susceptible de perdurar y de retenerlo. Ahora, cuando sentía nostalgia de París, recordaba a París en vez de irse allá. Y lo mismo hacía con toda Europa y buena parte de Asia y de África.
Recordó algo que había dicho Renoir cuando supo que Gauguin se había ido a Tahití a pintar: «¿Y para qué gastar dinero en ir tan lejos, con lo bien que se pinta en Batignolles?». En francés todavía quedaba mejor, «quand on peint si bien aux Batignolles?», y Thomas Hudson pensaba en la isla como su quartier, y se sentía arraigado en ella, y conocía a sus vecinos y trabajaba tanto como en París, cuando el joven Tom era un bebé.
Algunas veces salía de la isla para pescar en las proximidades de Cuba o ir a la montaña en otoño. Pero había alquilado su rancho de Montana porque allí la mejor época era el verano y el otoño, y ahora los chicos tenían que ir siempre a la escuela en otoño.
De vez en cuando tenía que viajar a Nueva York para ver a su agente, pero en los últimos tiempos este había dado en visitarlo frecuentemente a él, y se llevaba las telas consigo. Hudson era muy conocido como pintor y se lo respetaba tanto en Europa como en su propio país. Tenía una buena renta asegurada gracias a determinadas tierras petrolíferas que habían pertenecido a su abuelo. De la venta de ellas se había reservado los derechos minerales. Aproximadamente, la mitad de la renta se le iba en impuestos, pero el resto le proporcionaba la seguridad de que podía pintar a gusto sin presión comercial alguna y le permitía vivir donde quería y viajar cuando le apetecía.
Había triunfado en casi todo, excepto en su vida matrimonial, aunque en realidad esta clase de triunfo nunca le importó gran cosa. Lo que verdaderamente le importaba eran la pintura y sus hijos, y todavía seguía queriendo a la primera mujer de quien se había enamorado. Desde entonces había amado a muchas mujeres y de vez en cuando alguna se quedaba una temporada en la isla. Le gustaba tenerlas con él, a veces durante bastante tiempo. Pero al final sentía alegría cuando se marchaban, aun cuando le gustaran mucho. Había conseguido aprender a no discutir con las mujeres y arreglárselas para no casarse. Ello le había resultado casi tan difícil como aprender a sentar cabeza y a pintar de manera constante y ordenada. Pero lo había aprendido y esperaba haberlo hecho para siempre. Hacía mucho tiempo que sabía pintar y estaba seguro de hacerlo cada año un poco mejor. Pero sentar cabeza y pintar en forma disciplinada le resultaba muy difícil, ya que en cierta época de su vida había sido muy indisciplinado. No había sido nunca irresponsable, pero sí indisciplinado, egoísta, despiadado. Ahora lo sabía, no solo porque se lo habían dicho muchas mujeres, sino porque él mismo había terminado por descubrirlo. Desde entonces había decidido ser egoísta únicamente para su pintura y despiadado únicamente en su trabajo, e imponerse de una vez una disciplina y aceptarla.
Iba a disfrutar de la vida dentro de los límites de una disciplina que él mismo se había impuesto, y trabajar de firme. Y hoy se consideraba dichoso porque sus hijos llegaban a la mañana siguiente.
—Señor Tom, ¿no necesita nada? —preguntó Joseph, su criado—. Estará todo el día fuera, ¿no?
Joseph era muy alto, tenía el rostro muy alargado y muy moreno, y unas manos grandes y unos pies enormes. Llevaba americana y pantalón blancos e iba descalzo.
—Gracias, Joseph. Creo que no necesito nada.
—¿Un gin-tonic?
—No. Creo que iré a tomarlo al bar del señor Bobby.
—Tómelo aquí. Es más barato. El señor Bobby estaba de mal humor cuando pasé por allí. Le piden demasiados combinados según él. Alguien desde un yate le pidió algo que se llama un Dama Blanca y él le sirvió una botella de esa agua mineral norteamericana que en la etiqueta tiene una señora vestida de encaje blanco sentada junto a una fuente.
—Será mejor que vaya enseguida.
—Deje que le sirva un trago. En el bote del práctico llegó correspondencia para usted. Puede leer sus cartas mientras bebe y luego ir al bar del señor Bobby.
—Está bien.
—Qué suerte —dijo Joseph—. Porque ya se lo había preparado. Las cartas no parecen muy importantes, señor Tom.
—¿Dónde las has metido?
—En la cocina. Voy a traerlas. Hay un par de ellas con letra de mujer. Una viene de Nueva York. Otra de Palm Beach. Bonita letra. Una del señor ese que le vende los cuadros en Nueva York. Y otras dos que desconozco.
—¿Quieres contestarlas por mí?
—Sí, señor, si usted lo desea. Soy más instruido que los de mi clase.
—Mejor que las traigas.
—Está bien, señor Tom. También hay un periódico.
—Guárdamelo para el desayuno, por favor, Joseph.
Thomas Hudson se sentó a leer la correspondencia mientras sorbía la fresca bebida. Leyó una de las cartas repetidamente y después las guardó todas en un cajón del escritorio.
—Joseph —llamó—. ¿Lo has preparado todo para los chicos?
—Sí, señor Tom. Traje dos cajas extra de Coca-Cola. El joven Tom debe de estar más alto que yo, ¿no es cierto?
—Todavía no.
—¿Cree que ahora podría darme una tunda?
—Creo que no.
—Hay que ver las veces que he peleado con ese chico —dijo Joseph—. Seguro que va a resultar gracioso llamarlo señor. Señor Tom, señor David, señor Andrew. Tres de los mejores diablejos que conozco. Andy es el que tiene más genio.
—Nació con él —dijo Thomas Hudson.
—Y sigue teniéndolo —dijo Joseph con admiración.
—Tienes que darles buen ejemplo este verano.
—Señor Tom, no espere que dé a esos chicos buen ejemplo este verano. Hace cuatro años, tal vez, cuando yo era inocente. Voy a tomar como modelo al joven Tom. Ha estudiado en un colegio caro y sus modales serán de rico. No puedo ser como él. Pero sí puedo hacer lo que él haga. Suelto y natural, pero correcto. Y también seré vivo como Dave. No me será fácil. Por último, quiero aprender el secreto de cómo consigue Andy su genio.
—Pero no saques el tuyo por aquí.
—No, señor Tom. Usted no me entiende. No quiero sacar el genio en esta casa. Es para mi vida privada.
—Va a ser magnífico tenerlos aquí, ¿verdad?
—Señor Tom, nada puede compararse a eso desde el gran incendio. Lo comparo a la segunda venida de Cristo. ¿Y me pregunta usted si va a ser magnífico? Sí, señor, claro que sí.
—Tendremos que hacer muchos planes para que se diviertan.
—No, señor Tom —dijo Joseph—, lo que verdaderamente hemos de pensar es cómo hacerles olvidar los terribles proyectos que se les ocurran. Eddy nos puede ayudar. Los conoce mejor que yo. Yo soy amigo de ellos, y eso dificultaría las cosas.
—¿Qué tal está Eddy?
—Estuvo bebiendo un poco para celebrar por adelantado el cumpleaños de la reina. Está en forma.
—Será mejor que me vaya al bar del señor Bobby mientras le dura el malhumor.
—Me preguntó por usted, señor Tom. El señor Bobby es un caballero, si es que en verdad los hay. A veces la gentuza que viene en los yates lo deja por los suelos. Y bien por los suelos que estaba cuando yo me fui.
—¿Qué hacías tú por allí?
—Buscar la Coca-Cola, y me quedé un poco en la mesa de billar.
—¿Qué tal la mesa?
—Peor que nunca.
—Daré una vuelta —dijo Thomas Hudson—, pero antes quiero darme una ducha y cambiarme.
—Lo dejé todo preparado sobre la cama —dijo Joseph—. ¿Quiere otro gin-tonic?
—No, gracias.
—El señor Roger está en el bote.
—Bueno. Me encontraré con él.
—¿Se va a quedar aquí?
—Quizá.
—Prepararé una cama por si acaso.
—Bueno.
Capítulo 3
Thomas Hudson se duchó, frotándose bien la cabeza con jabón y enjuagándose después bajo el punzante embate de los violentos chorros. Era un hombre corpulento y parecía más grande desnudo que con la ropa puesta. Estaba muy tostado y tenía el pelo descolorido y veteado por el sol. Tenía el peso adecuado a su estatura y en la báscula confirmó que apenas superaba los 88 kilos.
Tendría que haber ido a nadar un poco antes de ducharme, pensó. Pero ya nadé bastante esta mañana antes de empezar a trabajar y estoy cansado. Cuando vengan los chicos nadaremos mucho más. Y Roger también estará con nosotros. Va a ser estupendo.
Se puso unos shorts limpios, una vieja camisa ceñida y mocasines, salió y descendió por la pendiente hasta franquear el portón de la cerca de estacas, para dirigirse luego hacia el resplandor blanco de los corales desteñidos por el sol de la carretera real. Delante de él, un negro viejo y erguido que vestía americana de alpaca negra y pantalones oscuros muy bien planchados salió de una de las chozas de madera sin pintar que flanqueaban el camino y que recibía la sombra de dos altos cocoteros y echó a andar delante de él. Thomas Hudson vio su hermoso rostro oscuro vuelto hacia donde él estaba.
Detrás de la choza se oyó la voz de un niño que entonaba una vieja canción inglesa:
El tío Edward vino de Nassau
para vender caramelos.
Yo le compré y también P. H.
Y el caramelo nos sentó mal.
El tío Edward volvió su hermoso rostro, tan triste como enojado, al resplandor de la tarde.
—Te conozco —dijo—. No puedo verte, pero sé quién eres. Se lo diré al vigilante.
La voz del chiquillo siguió sonando clara y alegre:
Oh, Edward,
oh, Edward,
fuerte, áspero, rudo tío Edward.
Tus podridos caramelos.
—El vigilante se va a enterar de esto —manifestó el tío Edward—. Y ya sabrá lo que ha de hacer.
—¿No tienes hoy caramelos podridos, tío Edward? —preguntó la vocecilla del chiquillo, que ponía buen cuidado en mantenerse oculto.
—El hombre es perseguido —exclamó en voz alta el tío Edward mientras seguía caminando—. Arrancan el manto de su dignidad y lo desgarran. Oh, Dios mío, perdónalos, que no saben lo que se hacen.
Un poco más adelante, en la carretera real, se oían más canciones provenientes de las habitaciones del piso alto de la posada Ponce de León. Un muchacho negro apareció corriendo por el camino del coral.
—Ha habido pelea, señor Tom —dijo—. O algo parecido. Un caballero de un yate empezó a tirar cosas por la ventana.
—¿Qué cosas, Louis?
—Toda clase de cosas, señor Tom. El caballero tira todo lo que encuentra a mano. La señora trata de impedirlo y él la amenaza con tirarla a ella también.
—¿De dónde es ese caballero?
—Es un tipo importante del norte. Dice que tiene dinero para comprar y vender la isla entera. Supongo que podría conseguirla muy barata si sigue destrozándolo todo.
—¿No tomó ninguna medida el vigilante, Louis?
—No, señor Tom. Nadie lo ha llamado aún. Pero todo el mundo dice que ya va siendo hora de que lo haga.
—¿Estás con ellos, Louis? Quiero conseguir cebo para mañana.
—Sí, le conseguiré cebo, señor To
