El libro de los espejos

E. O. Chirovici

Fragmento

cap-0

Recibí la propuesta de edición en enero, cuando en la agencia todo el mundo seguía intentando recobrarse de las resacas posfestivas.

El mensaje había esquivado hábilmente la papelera para aparecer en la pestaña de mensajes recibidos; allí hacía cola junto con unas cuantas docenas de mensajes más. Le eché una mirada a la carta de presentación y me picó la curiosidad, así que la imprimí junto con las páginas adjuntas del manuscrito parcial para meterlo todo en el cajón de mi escritorio. Como estaba atareado cerrando un trato, hasta finales de mes se me olvidó que estaban allí. Redescubrí los papeles el puente del día de Martin Luther King, amontonados en una pila de propuestas que tenía planeado leer durante las vacaciones.

La carta de presentación iba firmada por un tal Richard Flynn y rezaba así:

Querido Peter:

Me llamo Richard Flynn y hace veintisiete años me licencié en lengua inglesa por la Universidad de Princeton. Soñaba con hacerme escritor, publiqué varios relatos en revistas y hasta escribí una novela de trescientas páginas que abandoné después de que unos cuantos editores la rechazasen (y que hasta a mí me parece mediocre y aburrida ahora). Luego me puse a trabajar en una pequeña agencia de publicidad de Nueva Jersey y sigo en el sector hasta el día de hoy. Al principio me engañaba diciéndome que la publicidad podía asemejarse a la literatura y que un día volvería a ser escritor. Obviamente, no ocurrió nada por el estilo. Creo que para la mayoría de la gente crecer, por desgracia, se traduce en adquirir la habilidad de meter los sueños en una caja y tirarla al río East. Parece que yo no he sido la excepción que confirma la regla.

Sin embargo, hace unos meses descubrí algo importante, que me trajo a la memoria una serie de sucesos trágicos acontecidos en el otoño e invierno de 1987, mi último año en Princeton. Seguramente sabe cómo es: uno cree que ha olvidado algo (un hecho, una persona, una situación), y de repente se da cuenta de que el recuerdo estaba agazapado en una cámara secreta de la mente y que siempre ha estado ahí, como si hubiese ocurrido ayer. Es como abrir un viejo armario lleno de trastos; lo único que hay que hacer es mover una caja o algo para que se nos caiga todo encima.

Eso fue el detonante. Una hora después de enterarme de la noticia, aún seguía dándole vueltas a su significado. Me senté en el escritorio y me puse a escribir, abrumado por los recuerdos. Cuando quise detenerme hacía rato que había pasado la medianoche y había escrito más de cinco mil palabras. Era como si de repente hubiese redescubierto quién era yo tras haberme olvidado por completo. Cuando fui al baño a lavarme los dientes, me pareció que una persona distinta me miraba desde el espejo.

Por primera vez después de muchos años me quedé dormido sin tener que tomar pastillas, y al día siguiente, tras decir en la agencia que estaría dos semanas ausente por enfermedad, seguí escribiendo.

Los detalles de aquellos meses de 1987 volvieron a mi mente con una fuerza y claridad tales que pronto fueron más vívidos y poderosos que cualquier aspecto de mi vida presente. Era como si me hubiese despertado de un sueño profundo durante el cual mi mente se hubiese estado preparando en silencio para el momento en el que empezaría a escribir sobre los acontecimientos que protagonizamos Laura Baines, el profesor Joseph Wieder y yo.

Por supuesto, dado el trágico desenlace, los periódicos del momento se hicieron eco de la historia, al menos parcialmente. Yo mismo sufrí el acoso de los agentes de policía y los periodistas durante un tiempo. Esa fue una de las razones que me llevaron a abandonar Princeton, terminar el posgrado en Cornell y vivir dos años largos y polvorientos en Ithaca. Pero nadie supo nunca la verdad de la historia que cambió mi vida para siempre.

Como dije antes, tropecé con la verdad por casualidad hace tres meses, y me di cuenta de que tenía que compartirlo con los demás, aunque la rabia y la frustración que sentía y que aún siento eran aplastantes. Pero en ocasiones el odio y el dolor pueden ser estimulantes tan efectivos como el amor. El resultado de tal resolución es el manuscrito que terminé hace poco, tras un esfuerzo que me dejó física y mentalmente exhausto. Le adjunto una muestra, de acuerdo con las instrucciones que he encontrado en la página web de la agencia. El manuscrito está completo, listo para enviar. Si le interesa leerlo entero, se lo mandaré de inmediato. Como título provisional he elegido El libro de los espejos.

Me detendré aquí porque la pantalla del portátil me indica que ya he sobrepasado el máximo de quinientas palabras de la presentación. De todos modos, no hay mucho más que decir sobre mí. Nací y crecí en Brooklyn, nunca me he casado ni he tenido hijos, en parte, creo, porque nunca he llegado a olvidar del todo a Laura. Tengo un hermano, Eddie, que vive en Filadelfia y a quien veo en contadas ocasiones. Mi carrera en el mundo de la publicidad ha transcurrido sin incidentes, sin grandes logros ni hechos desagradables: una vida de un gris deslumbrante, escondida entre las sombras de Babel. Hoy en día soy un redactor publicitario que se acerca al final de su vida laboral en una mo­desta agencia situada en Manhattan, muy cerca de Chelsea, donde llevo viviendo más de dos décadas. No conduzco un Porsche ni me alojo en hoteles de cinco estrellas, pero tampoco tengo que preocuparme por lo que deparará el mañana, por lo menos en lo tocante al dinero.

Gracias por su tiempo y avíseme si desea leer el manuscrito completo. Abajo encontrará mi dirección y mi número de teléfono.

Saludos cordiales,

RICHARD FLYNN

A continuación aparecía una dirección cerca de la estación Penn. Conocía bien la zona, porque yo también había vivido por allí un tiempo.

Era una presentación bastante poco frecuente.

En mis cinco años de agente para Bronson & Matters, había leído centenares, si no miles, de cartas de presentación. La agencia, en la que empecé como ayudante, siempre había mantenido la política de aceptar manuscritos. La mayor parte de las cartas de presentación estaban escritas en tono torpe y soso, y carecían de ese algo que hace pensar que el posible autor te está hablando a ti personalmente, y no a cualquiera de los cientos de agentes cuyos nombres y direcciones figuran en la página Literary Market Place. Algunas eran demasiado largas y estaban llenas de detalles anodinos. Pero la carta de Richard Flynn no pertenecía a ninguna de aquellas categorías. Era concisa, estaba bien escrita, y, sobre todo, desprendía calidez humana. No mencionaba en ningún sitio que solo se hubiese puesto en contacto conmigo, pero estaba casi seguro de que así era, aunque no podía decir por qué. Por alguna razón que no había considerado apropiado especificar en la corta misiva, me había elegido a mí.

Tenía la esperanza de que el manuscrito me despertase tanto entusiasmo como la carta, y de poder dar una respuesta positiva a la persona que la había enviado, una persona hacia la que sentía, de un modo casi inexplicable, una simpatía secreta.

Aparté los demás manuscritos a los que había planeado echar un vistazo, hice café, me instalé en el sofá de la salita y me puse a leer el fragmento.

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