DEL SUEÑO DE MANTENER EL EQUILIBRIO
«La paciencia y el humor son dos camellos con
los que se puede atravesar cualquier desierto.»
Refrán árabe
DAMASCO, VERANO DE 2006
Ese día, Aída iba especialmente insegura. Aunque mantenía el equilibrio en la bicicleta, miraba constantemente el manillar, y la rueda delantera dibujaba una línea ondulada sobre el pavimento. Karim le advertía:
—Mira hacia delante, olvídate del manillar, son tus ojos los que mandan.
Pero sus ojos se dirigían, como hipnotizados, al brillante arco que tenía entre las manos.
Era el «bautismo de fuego», como llamaba Aída al recorrido en bicicleta del pasaje Yasmín. Llevaba unas alpargatas blancas, un pantalón azul y una camiseta a rayas rojas y blancas. Se había recogido el pelo, largo y gris, en una cola de caballo. Cada vez que se tambaleaba, soltaba una sonora risa, como si quisiera ahogar con ella los latidos de su corazón. Karim sujetaba con firmeza la bicicleta por el sillín.
Había comprado esa robusta bicicleta holandesa hacía treinta años. Le encantaba, y durante todo ese tiempo no había permitido que nadie montara en ella. Y nunca había imaginado que eso fuera a cambiar hasta que, aproximadamente un mes atrás, Aída le preguntó si había algo que él no supiera hacer y que siempre hubiera deseado aprender. Ya llevaban medio año juntos.
—Tocar un instrumento —respondió Karim, y vaciló un instante—; para ser más exacto, interpretar mis canciones favoritas con un laúd —añadió en voz baja, guardándose el resto, «como haces tú», porque estaba seguro de que para él era demasiado tarde. Si bien sus manos eran diestras, pasaba de los setenta y cinco años.
De niño ya había soñado con ello, pero en casa de sus padres estaba prohibido tocar un instrumento, aunque la familia, acomodada, tenía una radio en la que el padre escuchaba de vez en cuando alguna que otra canción o composición musical, además de las noticias y algunos reportajes; no permitía que nadie cantase o tocase una melodía. La madre de Karim poseía una voz maravillosa, pero sólo cantaba a escondidas o cuando su marido no estaba. El día que su hermano Ismaíl se atrevió a tocar bajito una flauta que había comprado, se ganó una zurra.
—Eso es cosa de gitanos —dijo el padre con desdén.
Aída miró a Karim resplandeciente.
—En tres meses habrás aprendido. Si eres aplicado y practicas a diario, las melodías hallarán el modo de llegar hasta tus delicados dedos. Pero necesitarás algo de paciencia —le advirtió, y se detuvo— y humor —añadió, al tiempo que le acariciaba la cara.
—¿Y tú? ¿Qué es lo que siempre has deseado pero nunca te has atrevido a hacer? —preguntó él, sonriendo tímidamente para disimular su inseguridad.
—Montar en bicicleta. Era mi sueño de niña. Envidiaba a mi hermano, a sus amigos y a todos los chicos del barrio por flotar ligeros como plumas, pero cuando se me ocurrió contárselo a mi madre, se puso a gritar, enfadada, como siempre que tenía miedo. Ya podía quitarme esa idea de la cabeza. Las mujeres se quedaban en casa y ahí no necesitaban ninguna bicicleta. Me advirtió muy seria que montar en bicicleta podía tener consecuencias graves. Y cuando le pregunté, sorprendida e inocente de mí, qué tipo de consecuencias eran, afirmó que algunas muchachas habían perdido la virginidad por ir en bicicleta. «Diles entonces a los memos de los hombres que todavía estás intacta», añadió, abatida. No había nada que hacer.
»No me lo creí. Era como todo lo que contaba mi madre cuando tenía miedo. Exageraba tanto que uno enseguida acababa perdido en una selva de supersticiones, miedo y horror, y le costaba llegar a la verdad a través de toda esa oscuridad.
A las chicas que beben café les sale barba; un espejo roto son siete años de desgracias; fumar vuelve estériles a las mujeres; si bromeas haciéndote el bizco, puedes quedarte bizco para siempre; a las mujeres encintas hay que darles toda la fruta que les apetezca, de lo contrario, al bebé le saldrá en la cara o en el cuerpo una marca de nacimiento con la forma de la fruta deseada. Mi tío Barakat tuvo que ir y volver de Jaffa en un viaje de cuatro días para llevarle naranjas a la tía Marie cuando estaba embarazada. Ella obtuvo un cesto de esas famosas y dulces frutas y después dio a luz a un niño sano.
»A mí me parecía que ir en bicicleta era elegante y que cuando uno mantenía el equilibrio en ella recordaba a los artistas del circo cuando caminaban por la cuerda floja. ¡Por no hablar de aquella sensación de estar por encima de todo!
—En dos o tres semanas habrás aprendido —afirmó él, y más tarde se percató de lo irreflexivo que había sido.
Uno no puede romperse un brazo ni una pierna tocando el laúd, pero montando en bicicleta sí. Aída lo miró radiante con aquellos ojos oscuros, se abalanzó sobre él y lo besó efusivamente en los labios; de repente, todos los escrúpulos salieron volando de su cabeza como murciélagos.
—Enséñame —le suplicó.
Karim vio lágrimas de alegría en sus ojos.
Resulta curiosa la cantidad de tiempo que uno vive guardando sus secretos. Llevaban más de seis meses juntos, habían hablado sin tapujos de cómo había sido su vida hasta entonces y de repente descubrían que seguían sin saber lo suficiente el uno del otro.
—A lo mejor tenía miedo de que te burlaras de mí —reconoció Aída, tal vez para explicarse a sí misma su indecisión.
Karim asintió.
—Es justo lo que yo pienso. No se lo había confesado a nadie desde que tenía veinte años. Y cuando alguien me preguntaba por mis sueños no realizados, contestaba que eran bailar y volar como una golondrina. Después, tras la muerte de mi esposa, Amira, perdí las ganas de bailar.
—Y yo nunca logré relajarme bailando. Siempre contaba, concentrándome para no equivocarme de paso. En un momento dado, entre los diez y los doce años, tiré la toalla. Pero ir en bicicleta siguió siendo mi sueño.
Aída era más bien bajita. Cuando estaba descalza, la frente le llegaba a la altura del hombro de Karim. Era delgada y atlética, y si uno no sabía que andaba por la mitad de la cincuentena, la tomaba por una mujer de cuarenta y tantos. Cuando le echaban algún piropo, ella contestaba:
—¡El amor rejuvenece! Enamoraos y ya veréis. —Y se reía.
Aída siempre había sido lanzada. Karim enseguida lo notó y sufría constantemente por su atrevimiento.
Después de una semana de prácticas en el gran aparcamiento, casi siempre vacío, de una fábrica textil que había quebrado, delante de la Puerta de Oriente, no muy lejos de su casa y de la de Karim, éste quiso que Aída aprendiera también a circular por una calle concurrida. La acompañó a la suya, que era algo más ancha y transcurría paralela al pasaje Yasmín por el lado oeste. Aída pedaleaba con tranquilidad y Karim la sostenía por el sillín. Varios hombres y mujeres los miraban desde la ventana o de pie junto a la puerta, negando con la cabeza con desaprobación. Pero a Aída eso no la intimidaba. Karim no tardó en soltar el sillín sin que ella se diera cuenta. Corrió a su lado, y cuando ella lo vio casi perdió el equilibrio.
—¡Sujétame! —gritó, aterrada—. ¿Te has vuelto loco?
Y a punto estuvo de chocar contra la pared. Karim la agarró con fuerza, ella frenó y se detuvo. Suspiró aliviada.
Tuvieron que pasar cinco días más para que, después de los primeros metros, le gritara a Karim que ya podía soltarla. Entonces recorrió la calle sin dejar de tocar el timbre y dobló la esquina del pasaje de los Judíos. Regresó con una amplia sonrisa. Pero aún no tomaba bien las curvas; se raspó la pierna dos veces contra el muro porque se abría mucho al girar, le sangró la rodilla y se le desgarraron los pantalones marrones, pero no se cayó. Una semana más tarde, cuando ya montaba impecablemente, Karim sugirió que probara en el pasaje Zaitún, por donde también transitaban coches, aunque despacio. El pasaje Zaitún era irregular y ancho. Albergaba la sede del patriarca católico y la gran iglesia.
Aída no quiso.
—Por allí sólo pululan curas y obispos, verlos me pone nerviosa.
Sonrió al imaginarse en el confesionario, que hacía cincuenta años que no visitaba, de rodillas y diciendo:
—Padre, he pecado.
—¿Qué hemos hecho? ¿Cómo hemos pecado? ¿De pensamiento? ¿Un pecado carnal?
—Sí, carnal, con una bicicleta —contestaría ella.
Su amiga Sahra le había contado que ir en bicicleta provocaba placer sexual a las mujeres.
—Ya sabes —le dijo—, el sillín cumple con sus deberes mejor que algunos hombres.
Sahra se lo creía, aunque nunca había montado en una.
—¿Y qué tal por el pasaje Yasmín? —preguntó Karim, devolviéndola a la realidad.
—No sería mala idea. —Quería mostrar a las mujeres que era una gran ciclista—. Podríamos ir a eso de las tres y media, cuando estén todas sentadas delante de la puerta —señaló, riéndose al imaginárselas boquiabiertas. Karim puso los ojos en blanco. Era su calle—. Si supero esta prueba, cruzaré el infierno en bici y sin manos —añadió Aída.
Conocía la callejuela desde hacía tiempo y a las vecinas desde hacía medio año, cuando se había convertido en la amante de Karim.
El pasaje Yasmín está en el barrio cristiano de la ciudad de Damasco, junto a la histórica calle Recta, entre los pasajes Abbara y Zaitún, a los que es paralela.
A través de un arco de piedra de menos de un metro de ancho, que remataba un pasadizo oscuro, se llegaba al interior de esa callejuela de no más de cuatro metros de anchura. Ese cuello de botella había salvado el callejón, que no se veía expuesto al tránsito de coches y motos. Además, la mayoría de los turistas no reparaba en la entrada, que semejaba más el portal de una casa que el paso a una calle. Sobre el arco, las dos medias fachadas impedían las miradas extrañas y completaban el camuflaje.
Hasta la década de los cincuenta, la entrada incluso había tenido una puerta de hierro forjado y bronce, que desapareció de repente tras la exposición de «Puertas de Damasco» de 1959. Decenios después, aún corrían obstinados rumores acerca de un jeque del petróleo que había pagado mucho dinero al director de la exposición por esa hermosa pieza y se la había llevado a Kuwait.
Pero también los turistas curiosos que pasaban por el túnel comprobaban enseguida, decepcionados, que la calle no tenía nada que ofrecer, salvo un adoquinado de piedra extraordinariamente cuidado y muchos bancos en los que sentarse, plantas trepadoras y macetas con flores que casi le daban un aspecto kitsch. A los lados no había edificios que destacaran por su elegancia, sino casas de una sola planta, con unas fachadas sencillas de adobe muy parecidas las unas a las otras. Los turistas ignoraban que la modestia de las fachadas era un camuflaje refinado y eficaz con siglos de antigüedad. Mantenía alejados a los envidiosos y a los recaudadores de impuestos. Dentro, tras las puertas, se abrían patios al aire libre que daban testimonio de la sensual vida de los damascenos.
Después de quinientos metros, el pasaje Yasmín terminaba en la redonda plaza del convento, en gran parte rodeada por viviendas y con dos tiendas de comestibles y artículos del hogar. La gran casa de Karim se hallaba en la esquina. La puerta de entrada era la última a la izquierda de la callejuela. Una segunda puerta en el alto y largo muro de piedra que daba a la plaza conducía al jardín. Al lado mismo había un banco antiquísimo, algo desmoronado. Se había esculpido en un solo bloque de piedra blanca. En verano, ya avanzada la tarde, Karim solía disfrutar de un café allí sentado.
Ante el observador se desplegaba el pequeño panorama de las ruinas del convento, entre cuyos grandes sillares de piedra y restos de los muros asomaban unas escasas hierbas. En el año 1157, un terremoto destruyó todo el edificio, construido en el siglo X en honor a san Juan. Por aquel entonces, sólo en Damasco y sus alrededores se contaron ochenta mil muertos. Eran dos tercios de la población, pero los damascenos se levantaron de los escombros, como tantas veces en la historia, y erigieron de nuevo su ciudad. Ese edificio, no obstante, nunca se reconstruyó y sus piedras acabaron en las numerosas casas del barrio cristiano, como si el convento y san Juan, su patrón, siguieran vivos en cada una de ellas.
Al fondo, la histórica muralla de la ciudad no resultaba atractiva en ese punto; unas reparaciones apresuradas e insuficientes con piedras pequeñas de distintos siglos le habían robado su belleza anterior, y en cada una de esas destrucciones que precedían a los remiendos se podía leer una tragedia. También los restos de fango y cenizas acumulados por los terremotos y el fuego alcanzaban en ese lado del muro hasta dos tercios de su altura. Los damascenos no podían sacar de la ciudad los escombros para no destruir la fértil planicie que alimentaba la urbe. La muralla tenía, por fuera, hacia la bulliciosa calle Ibn Assaker, más de nueve metros de altura; pero por el interior, al lado de la plaza del convento, no llegaba a los tres.
Dos álamos se elevaban hacia el cielo en medio de las ruinas que había delante de la muralla, excelsos por encima de ese entorno envilecido. A los extraños no les interesaba el hecho de que el 23 de junio, a las siete en punto, el sol brillase justo en medio de los troncos e hiciera resplandecer la punta de la humilde estela funeraria que coronaba una columna rectangular de granito de dos metros de altura, que se reducía a medida que ascendía. La sencilla tumba bajo la estela estaba cubierta a menudo de flores. La mayoría de los visitantes poco sabía de la pareja de amantes a los que la muerte unió cuando la vida les prohibió consumar su amor. Sin embargo, los habitantes del barrio cristiano solían contar la historia de Fadi y Fátima, que pertenecían a dos religiones distintas y por esa razón no pudieron compartir sus vidas. Se los enterró donde yacían entrelazados.
Se cuentan muchas historias sobre ese amor y sobre cómo crecían los álamos para, con cada ráfaga de viento, recordar con un susurro a Fadi y Fátima. La losa no llevaba nombre, pero todos los niños del barrio sabían cómo se llamaban los mártires del amor. Y cada año una procesión de cientos de mujeres de todo el barrio cristiano esperaba, paciente junto a la tumba, a que saliera el sol para entonar un largo canto fúnebre sobre la injusticia que ambos habían sufrido. La procesión duraba dos horas y las mujeres regresaban a sus casas con los ojos llorosos. Pero ésa es otra historia.
Gracias a la feliz circunstancia de haber quedado libre del tráfico motorizado, la cuidada callejuela parecía el patio interior de una colonia residencial. Exceptuando los tres meses al año en que llovía y hacía frío, las mujeres y los ancianos solían salir a la calleja a eso de las tres de la tarde y sentarse delante del portal. Los niños, con sus balones, canicas y patinetes, se dispersaban durante dos horas y jugaban en la plaza del convento o en las ruinas. La calle se rociaba con agua para la ocasión, no sólo para limpiarla, sino para provocar un agradable frescor. Los vecinos bebían café y té, escuchaban y propagaban rumores, y se reían mucho. Hacia las cinco terminaba la reunión y los niños volvían con su alboroto al centro de la calle.
No había ni vendedor ni ciclista que osara perturbar la tranquilidad y el ambiente que reinaban durante esas dos horas. No sólo en el barrio cristiano era temida la lengua de las mujeres de la callecita; muchos vendedores ambulantes, carteros, policías y mendigos conocían su filo. Se decía que los damascenos disponían de su legendario cuchillo de acero y que el pasaje Yasmín tenía la lengua de sus mujeres. Karim lo sabía. Pero Aída quería a toda costa pasar en bicicleta por delante de ellas a esa hora. Sabía que muchas envidiaban su amor.
Mientras había estado viuda, las mujeres de esa calle y de la suya se habían apiadado de ella, pero que una viuda se enamorase «antes de que la tierra de la tumba de su esposo fallecido estuviera seca» era un atentado contra la moral. Sin embargo, el amor no pide permiso al corazón y aún menos se preocupa por las sepulturas. Aunque lo raro era que esas mujeres fueran las mismas que cada año, el 23 de junio, lamentaban la muerte de los dos enamorados, pues en esa leyenda también el hombre era musulmán y la joven, cristiana.
No sólo las mujeres, también los hombres del barrio cristiano menospreciaban a Aída, que había tenido que ir a enamorarse precisamente de Karim. «Como si no quedaran ya hombres cristianos», refunfuñaban cuando la veían. Ellos, que siempre se jactaban sacando pecho de lo bien que convivían en la callejuela los fieles de diversas religiones, consideraban que ese amor había cruzado la línea roja que ellos mismos se habían trazado. Como si el amor mirase el pasaporte antes de conquistar un corazón.
¿Y Karim? Él tenía una respuesta preparada tanto para el verdulero como para el barbero:
—No soy musulmán, tampoco cristiano, druso o judío, mi religión es el amor, ¿lo entiendes?
Pero tanto si asentían, como si negaban con la cabeza o si le sonreían tímidamente, nadie lo entendía.
Gracias al amor apasionado que Aída sentía por Karim, desde el otoño del año anterior, ésta parecía rejuvenecer con cada día que pasaba. Las mujeres de la callejuela lo habían advertido: no sólo se vestía de un modo más alegre, no, también su forma de caminar, su risa y su actitud adoptaron de repente algo propio de una muchacha insolente que va por la vida curioseando y sin miedo. Pero que las mujeres lo hubiesen admitido abiertamente habría significado reconocer su derrota. Por eso sostenían en las dos callejuelas que la moral ligera de Aída y su falta de respeto hacia su propia religión cristiana eran los motivos del rechazo que sentían hacia ella. Lo mismo daba que la mayoría de esas mujeres y hombres no supieran del cristianismo más que el avemaría y el padrenuestro.
Las vecinas, que ofrecían un té o un café a cualquier transeúnte, se negaban ahora a invitar a Aída. No, ya no les caía en gracia esa viuda que había cazado al atractivo y simpático viudo antes de que algunas mujeres hubiesen hecho sus planes con respecto a él.
Aída era consciente de ello y por eso quería superar sin falta el bautismo de fuego.
—Cuidaré de ti —le prometió Karim, pues conocía su calle y percibía también lo insegura que se sentía ella de repente.
En tan importante fecha, se plantó a su lado con la bicicleta, en la histórica calle Recta, delante de la entrada al pasaje Yasmín. Como tantas veces, ese día de verano llevaba camisa y pantalones de algodón de color caqui. La miró con determinación.
—¿Realmente quieres hacerlo?
—Sí —respondió ella—, a toda costa.
—Entonces no debes darte la vuelta. ¿Conoces la historia de la mujer de Lot?
—Sí, se convirtió en estatua de sal porque no tenía nombre, pero yo me llamo Aída y me transformaré en chocolate para que me lamas —dijo ella, besándolo en los labios.
—¡Dios mío! ¡Hemos de darnos prisa! Ya sabes a chocolate —señaló él.
«Los hombres nunca miran atrás —pensó Aída—, siguen a quienes los convencen y zanjan enseguida la relación con el pasado. Las mujeres siempre se dan media vuelta, por preocupación, añoranza, curiosidad o compasión. Por eso dudan más que los hombres. Siempre ha sido así.»
—Con su permiso, madame Chocolate —dijo Karim.
Ella se puso en marcha. Benjamín, el sastre, que estaba tomándose un pequeño descanso en la puerta de su tienda mientras se bebía un café, negó con la cabeza. Su veredicto era terminante: una media sonrisa.
Karim corrió tras ella. En el estrecho pasillo que los residentes llamaban «corredor» percibió la inseguridad de Aída. Agarró la bicicleta por la tija del sillín sin que ella se diera cuenta. La callejuela estaba flanqueada por mujeres y ancianos. Levantaron la vista y algunos cuchichearon entre sí. Las miradas ofendidas se deslizaron por cada centímetro del cuerpo de Aída. Ella sintió sus punzadas y evitó sus ojos. En cambio, miró por encima del manillar y movió los pedales.
Una anciana sentada junto a una ventana comía un trozo de manzana. Se quedó petrificada al ver a Aída, negó con la cabeza y gritó algo hacia el interior de la casa. Una joven gorda acudió corriendo a reunirse con ella y se llevó teatralmente las manos a la boca como si quisiera reprimir un grito.
A mitad del trayecto más o menos, a la altura de la casa del zapatero, apareció de repente la hija de veinte años del confitero, cruzó la calle corriendo y se sentó riéndose a carcajadas en una silla que estaba libre, al otro lado, junto a la vivienda de su padre. Karim conocía a aquella joven viuda. Contaban que su marido, un oficial de la Marina, había muerto durante una maniobra. El dolor por la pérdida de su esposo le había hecho perder también la razón. Con frecuencia pasaba la noche en el cementerio católico, sobre la tumba de su marido. A veces, hasta le llevaba sus platos favoritos.
Aída contuvo la respiración, vaciló y giró el manillar en dirección contraria, pero con demasiada violencia. La rueda delantera rozó ligeramente la rodilla de la esposa del zapatero Tuma, Afifa, que gritó y derramó un poco de café en el suelo. Aída enderezó el manillar de inmediato para volver al centro de la calzada y en el último segundo se salvó. En un instante, su cuerpo quedó cubierto de sudor.
—¡A ver si tienes más cuidado! —exclamó Afifa, sobresaltada.
—¡Ésta necesita gafas! —Rió una mujer.
—Se las compraré al tendero —respondió una vecina.
—¡Se ha vuelto loca! —gritó una mujer gorda a la que Aída no conocía.
—Tiene las hormonas alteradas.
—¡Sólo falta que se ponga pantaloncitos cortos de color rojo!
—Y Karim tampoco tiene edad...
—Empieza a chochear.
—Cuando los viejos se ponen cachondos poco antes del final, pasa como con el pedo del moribundo, repugna a quienes lo lloran y ahuyenta a los ángeles que han acudido a recoger su alma. Entonces ¡sólo queda el diablo! Y es... —gritó otra mujer.
Todas se echaron a reír y sus últimas palabras no se entendieron.
Aída no podía distinguir las voces, pero sintió un calambre en el estómago. ¿Tanto odio sólo porque montaba en bicicleta? La gente también se burlaba de ella en otras calles, pero era la primera vez que oía unos comentarios tan virulentos. Era odio. ¿De dónde procedía? ¿De qué las privaba amando a Karim o montando en bicicleta? ¿Acaso Karim no había vivido solo entre ellas durante décadas? Si le hubiera gustado alguna de esas mujeres se lo habría dicho. ¿Era la envidia la madre de ese odio o éste había estado acechando en sus almas y había encontrado ahora una salida, una válvula de escape?
Karim sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Le habría gustado detenerse y responder a las mujeres. En la garganta se le apelotonaban unas palabras duras como erizos, que querían salir y no podían. Le dolía. Siguió avanzando en silencio, casi sujetando mecánicamente la tija del sillín. Luego, cuando las risas se apagaron, lo soltó y corrió junto a Aída hasta el final de la callejuela. Allí se quedó parado, ella rodeó la plaza del convento y cuando llegó a su lado le gritó:
—¡Quédate aquí, voy a dar un paseo sola! Vuelvo enseguida.
Tocó el timbre y pedaleó de vuelta con determinación. La bicicleta avanzó recta por la calle y giró donde ésta se estrechaba. Karim la veía mejor ahora, porque Aída iba de pie sobre los pedales. Tocaba dichosa el timbre, se aguantaba intrépida, sin sentarse en el sillín, y sujetaba relajadamente el manillar sólo con la punta de los dedos. ¡Ya no permitía que la desconcertasen las mujeres que de repente saltaban delante de la bicicleta! Tocó el timbre, le sacó la lengua a Afifa y se marchó de allí.
—Esa loca desvergonzada... ¡Se moriría de vergüenza si la tuviera! —oyó gritar a Afifa.
Por fin distinguió a Karim con los brazos abiertos, como Jesús en una cruz invisible, y susurró:
—Te amaré mientras palpite mi corazón.
Cuando llegó a su altura, frenó despacio y desmontó con una elegancia casi majestuosa. Apoyó la bicicleta en la pared de la casa de Karim, junto al banco de piedra de la plaza del convento, y se abrazó a él.
—Gracias —musitó contra su pecho.
Cuando levantó la vista para mirarlo, se dio cuenta de lo sudado que estaba. Le brillaba la frente y le resbalaban algunas gotas entre las arrugas, como notas de música plateadas.
Él le acarició la cabeza.
—Estabas encantadora... e insolente —observó.
Dejó la bicicleta donde Aída la había apoyado en el muro y se dirigieron despacio a la plaza para disfrutar a la sombra del aire fresco. El banco de piedra casi ardía a pleno sol.
Se sentaron sobre un sillar de piedra, y Karim empezó a silbar un tema que a ella le gustaba. Pero se le escapó la risa al recordar el rostro de Afifa contraído por el susto y no pudo seguir. Aída no hizo caso de la risa y silbó ella la melodía, parecía el canto de un canario. Cuando Karim silbaba, sonaba como el chirrido de una vieja bomba de bicicleta y, de vez en cuando, como un balón con un agujero por el que se escapaba el aire. Unos niños que estaban cerca, jugando a las canicas, se detuvieron, miraron a la pareja de adultos y no pudieron evitar reírse también; ellos tampoco podían silbar mientras reían, lo que aún les hacía más gracia.
—Esto no funciona —dijo Aída en voz alta—, reír y silbar son enemigos. Tienes que decidirte por uno de los dos.
Karim y Aída permanecieron sentados un rato más sobre la piedra y, cuando la sombra lo cubrió todo, se levantaron y se sentaron en el banco, más cómodo, junto al muro del jardín de Karim. Hablaban, reían, silbaban y se besaban. Un niño pelirrojo con la piel clara y llena de pecas dio un empujoncito a su compañero de juegos, que en ese momento apuntaba con una canica a otra.
—Mira, mira, están locos —dijo, pero su amigo no le hizo caso. Ya hacía tiempo que había oído comentar a su madre que aquellos dos estaban pirados. Prefería concentrarse en el blanco que tenía a unos tres metros de distancia—. Son tan viejos como el abuelo y la abuela, y se besan como en las películas.
El otro niño alcanzó la canica y se levantó de un brinco, gritando de emoción y dándole un susto al pelirrojo.
El grito también arrancó a Karim de las profundidades del beso.
—Quédate aquí, vuelvo enseguida —le susurró a Aída, y entró en la casa por la puerta de madera del jardín.
Poco después regresaba con una bandeja con dos copas, una botella de araq, una jarra de cristal con agua y cubitos de hielo y un cuenco con cacahuetes salados.
La jarra de cristal estaba empañada, los cubitos tintineaban con cada paso que daba, como campanas lejanas. Aída lo miró y se enamoró otra vez de aquel genial sibarita.
Brindaron por el superado bautismo de fuego y dejaron las copas en la bandeja.
—Y ahora, encima, se emborrachan —comentó el pelirrojo.
El otro seguía sin hacerle caso, no quería interrumpir su racha de buena suerte y apuntó hacia una canica.
Cuando el sol descendió tras los edificios, los últimos niños se fueron a casa. Algunos hicieron unas pequeñas cabriolas, como jóvenes potros.
Aída y Karim contemplaban en silencio cómo el atardecer empezaba a apagar los colores de las casas y el verde de las ruinas del convento. El crepúsculo extendía su sombría capa sobre el mundo. Sólo unas pequeñas luces dispersas en la ciudad en penumbra se resistían a la oscuridad.
—Tengo hambre —dijo Aída, mirando a su amado—, y luego debemos hacerle cosquillas al laúd durante una horita —añadió.
Karim se adelantó. Ese día tenía la intención de mimar especialmente a Aída y de prepararle su plato favorito, kebbe al horno. Cogió la bandeja con la botella de araq, la jarra vacía y las copas. Aída empujó la bicicleta por la puerta hacia el patio, donde estaba el cobertizo, para guardarla.
Karim empezó a silbar de nuevo, esta vez una antigua melodía que esperaba arrancarle al laúd con ayuda de Aída. En la cocina pensó en lo difícil que le resultaba pulsar con precisión las cuerdas del instrumento con el cálamo de una pluma y, al mismo tiempo, apretar con firmeza con los dedos de la mano izquierda los lugares correspondientes de las cuerdas.
Aída le había regalado un laúd. Había probado varios instrumentos hasta encontrar exactamente el adecuado. Le enseñaba a sentarse y a sostenerlo de modo que no se le resbalase. Cada día ejercitaba los dedos de Karim para que aprendiera a sujetarlo con precisión y a obtener unas notas limpias.
Y él se admiraba de lo mucho que Aída sabía. Parecía conocer con exactitud no sólo la naturaleza del instrumento, sino también su historia.
—En la época anterior al islam, el laúd tenía tres pares de cuerdas —le contó el primer día—, luego, en los siglos séptimo y octavo, se añadieron un par más. Por aquel entonces, a cada par se le atribuían un humor corporal y un elemento, y además se coloreaban. Así, las más altas se pintaban de amarillo: bilis amarilla y fuego; las segundas, rojas: sangre y aire; las siguientes, blancas: flema y agua; y las más bajas, negras: bilis negra y tierra. Más tarde, en el siglo nueve, se añadió un quinto par de cuerdas para el alma, sin la cual los cuatro humores no pueden crear música.
—¿Qué color tiene el alma? —preguntó Karim.
—Ese par lo dejaron transparente —contestó Aída—, porque el alma es inasible y versátil.
—Pues yo sí puedo asir mi alma —replicó Karim, atrayendo a Aída hacia sí y dándole un beso— y hasta besarla —añadió. Ella rió.
—¿Cómo se puede enseñar sensatamente a un alumno que está tan enamorado? Volvamos a los ejercicios. —Se esforzó por dar un tono autoritario a su voz, pero su risa cloqueante enseguida se abrió paso.
Karim practicaba con paciencia a diario, pero, comparada con la de Aída, la melodía de sus sencillos ejercicios dejaba mucho que desear. Decidió tomárselo con humor. Valía la pena, aunque sólo fuera por tenerla a ella de profesora, paciente, cuidadosa y modesta, y esperaba que algún día, a pesar de todo, aprendiera a tocar el laúd. No pudo contener la risa cuando de repente un diablillo interior le puso delante de los ojos un cartel que rezaba: «La ilusión es el alimento de los desesperados.»
Pero incluso un diablo puede equivocarse.
LA HUIDA O UNA VICTORIA DE ETAPA
CONTRA LA MUERTE
DAMASCO - BEIRUT - HEIDELBERG - ROMA
PRIMAVERA DE 1970 - VERANO DE 2010
El miedo a la trampa
Desde que Salman Báladi había dejado Siria con documentos falsificados hasta aquel día del verano de 2010 en que decidió volar a Damasco, habían pasado cuarenta años, dos meses y diecisiete días. Por eso necesitó seis meses más para comprobar minuciosamente cuál era la situación. Quería estar del todo seguro de que no existía contra él ninguna orden de captura. Había leído acerca de casos en los que la añoranza del exiliado por su lugar de nacimiento, la astucia del servicio secreto o también la precipitación habían provocado que el pobre expatriado fuera detenido al regresar, ya en el aeropuerto, y tuviera que sufrir a partir de entonces el infierno de la tortura y la humillación. Algunos no sobrevivían. Otros pagaban millones para obtener la libertad. Por eso, Salman quería verificarlo todo con calma. Aunque desde Roma era complicado.
El 5 de diciembre, una vez que tuvo la certeza de que en el servicio secreto no había nada contra él, en Roma, su segundo hogar, subió a un avión rumbo a Damasco. Su esposa, Stella, y su hijo, Paolo, de quince años, no quisieron acompañarlo. A él le convenía. Quería arrojarse solo a los brazos de su querida ciudad, tal como la había abandonado, moverse en ella con libertad, sin tener que ocuparse de acompañantes a los que explicárselo y traducírselo todo.
Stella fue la primera en darse cuenta de lo mucho que absorbía a Salman aquel viaje. En enero de 2010, en Siria se concedió oficialmente una amnistía general para todos los delitos políticos del pasado. De ese modo, el Gobierno esperaba atraer a muchos emigrantes ricos a su país de origen y promover nuevas inversiones. El 3 de julio, el primer ministro confirmó la amnistía para acallar los rumores que señalaban algo distinto y que detenían el regreso de muchos emigrantes.
—El funcionario que detenga a uno de nuestros hermanos en el aeropuerto —proclamó de viva voz desde el estrado, con un ligero titubeo, como si hubiera descubierto un error en su discurso—, o que lo hostigue en cualquier otro lugar, será despedido de su puesto. Los hermanos que regresan son invitados del primer ministro.
El experimentado primer ministro conocía a sus compatriotas y sabía que enseguida habrían bromeado sobre los arrestos «fuera» del aeropuerto.
Salman siguió el discurso en directo por la televisión por satélite. Éste disipó un poco sus recelos hacia todas las afirmaciones del Gobierno sirio.
No obstante, seguía acudiendo cada día a su despacho, en la via Principe Amedeo, y trabajando con ahínco, pero cuando llegó el mes de junio se encerraba en su estudio, escuchaba música árabe y se pasaba horas conversando al teléfono. Para disfrute de Stella y Paolo, también cocinaba más que nunca platos damascenos. Salvo por eso, sin embargo, apenas le quedaba tiempo para su esposa y su hijo; no acompañaba a la primera a visitar a sus padres a Trieste y dejó de asistir a fiestas de cumpleaños o reuniones de amigos. Cada vez preguntaban más por él. En octubre, en el último encuentro con Carlo, un amigo joyero, éste le dijo a Stella:
—Dile a tu pachá que lo echamos de menos. Con todos mis respetos por Damasco, él vive en Roma, y nosotros, los romanos, también tenemos cierto derecho sobre él.
No era hipocresía. Con su encanto y agudeza, Salman era el alma de esas veladas, que celebraban al menos una vez a la semana.
También los propietarios de sus locales favoritos lo echaban en falta. El dueño del New Station, en la calle Giuseppe Parini, llegó incluso a preguntar consternado si Salman estaba enfadado con él y ya no iba a comer allí por esa razón.
Stella lo tranquilizó diciéndole que también Salman los echaba en falta a él y su restaurante, pero que, después de cuarenta años fuera, quería visitar su país natal y ése no era un viaje sencillo. Sentía cierto orgullo por el hecho de que tanta gente añorase a su marido. Oasi, la empresa de Salman, con sede central en Roma y filiales en Milán y Ancona, era la mayor compañía dedicada a la importación de comestibles de países árabes y la exportación de especialidades italianas a la rica zona del Golfo, con dos sucursales, una en Kuwait y otra en Dubái.
Cada vez eran más los italianos que sentían curiosidad por la cocina oriental y crecía el número de árabes ricos que querían conocer la famosa cocina italiana.
Pese a la crisis de Italia, Salman estaba contento de sus operaciones comerciales. Sí, los dos puestos del gran Nuovo Mercato Esquilino, que había arrendado desde la inauguración del mercado en 2001 y que llevaban cuatro empleados estupendos, vendían más que nunca. Alimentaba unos ambiciosos proyectos para abrir más filiales en Florencia, Bolonia, Nápoles, Turín, Palermo y Trieste, así como en otras capitales de los países árabes. Pero dejó para más adelante esos planes y su desarrollo a través de una consultoría de inversiones. En esos momentos, su viaje a Damasco tenía preferencia.
Nostalgia y memoria
Durante ese período, desde junio hasta su partida, en diciembre de 2010, Salman pensó mucho en su infancia y juventud en Siria. Las canciones que escuchaba en el reproductor de cedés y en YouTube tenían todas más de cuarenta años. No soportaba la música árabe moderna.
Se compró un cuaderno grande y empezó a apuntar los acontecimientos que recordaba, nombres de personas que lo habían acompañado en sus primeros años, amigos, parientes y enemigos de cuyo destino no había sabido nada más; lugares y gente a la que quería volver a ver sin falta. Su memoria trabajaba a toda máquina.
Pero ¿qué era en realidad la memoria? Salman reflexionó, escribió, tachó gran parte de lo que había anotado y pensó que sería demasiado simple considerar la memoria sólo como un archivo. Era mucho más. Necesitó varios días para encontrar la imagen adecuada: la memoria era una ciudad invisible. Tenía diversos barrios por los que pasear, escondites secretos, todo tipo de talleres de reparaciones, un cementerio, un depósito funerario, un crematorio, varios templos para los santos, zonas oscuras temidas y evitadas, un museo, calabozos para los canallas, cámaras frigoríficas, una caldera para calentar las viejas vivencias y jardines que se disfrutaban, cuidaban o abandonaban. También supermercados de chatarra reluciente, mentiras y leyendas que se habían dado por ciertas en la familia, la escuela y la iglesia, que él había almacenado y que influían en su forma de pensar. Le gustaba el refrán «Las mentiras tienen las piernas cortas». Desde su habitación oyó a Paolo, que estaba viendo un partido de fútbol en la televisión, y de repente se le ocurrió una forma de completar el dicho: «Las mentiras tienen las piernas cortas, pero ¡meten goles!», escribió en su cuaderno.
El funcionamiento de esa extraña ciudad de la memoria sigue siendo, pese a todos los esfuerzos de la ciencia, un misterio tan profundo como los oscuros abismos del océano. Se pueden llenar bibliotecas enteras con las hipótesis y los resultados de investigaciones sobre el recuerdo, el olvido, la represión, la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo, pero hasta el momento no se ha obtenido una idea clara y definitiva de su forma de funcionar.
De hecho, una vivencia determinada puede olvidarse durante un año, diez, incluso cuarenta —como suele decirse: el tiempo lo borra todo—, pero de golpe sucede algo, la muerte de un ser querido, un encuentro inesperado con una persona, con un lugar, a veces sólo es necesario un olor, y todo resurge. Para Salman, la nariz era la llave de la puerta de muchos recuerdos. El olor de una calle de Roma bastaba para que volviera a su mente un suceso ocurrido en su calle de Damasco cincuenta años atrás.
Salman había borrado la mayor parte de su agitado pasado en Siria y vivía feliz en Roma con su familia. Sin embargo, nunca había olvidado por qué había abandonado de forma ilegal su país. El tiroteo, el policía malherido y su mirada suplicante, la huida y la amenaza de una detención que pudo evitar en el último momento estaban presentes en sus pesadillas, a menudo al principio y cada vez menos después.
Durante los primeros años, sus padres iban a visitarlo a Heidelberg, su primera ciudad en el exilio. Pero su padre no se sentía a gusto en la antigua y romántica ciudad junto al Neckar; tampoco después en Roma, la segunda ciudad que acogió a Salman. Por el contrario, a Sofía, su madre, le encantaban sus amables vecinos, tanto de allí como de allá, pero, sobre todo, sentía mucha curiosidad por las costumbres y la comida extranjeras. Cuando Salman le sugirió en Heidelberg, y también en Roma, que fueran a comer a un local árabe, rechazó la propuesta:
—No he venido aquí para comer platos árabes. Eso ya lo hago en Damasco.
Con la misma curiosidad que un etnólogo, contemplaba la forma de vida de alemanes e italianos, quería saber exactamente cómo comían, reían, lloraban, se entristecían o alegraban, trabajaban, se divertían, se casaban y se divorciaban. Tal era su curiosidad que, cuando Salman menos se lo esperaba, Sofía se plantó un día en el cementerio vestida de negro, con motivo del entierro de una de sus vecinas, y lloró amargamente aunque ni siquiera había conocido a la mujer.
—Lloro por mis amigos muertos, por mí, porque me han separado de ti, y por este desdichado género humano que no entiende la muerte —respondió a la pregunta de Salman.
Su padre, en cambio, se quedaba en casa con cara de haberse tragado medio kilo de chinchetas. Tenía miedo de salir solo, como si la mafia estuviera esperándolo tras cada esquina. Únicamente cuando Stella, la esposa de Salman, se lo pidió con su inimitable saber hacer, el anciano aceptó acompañarlos, pero dejando claro que sólo lo hacía por complacerla a ella. Refunfuñaba en árabe en voz baja, para que Stella no pudiese oírlo, añoraba su café, a sus amigos y su periódico. No le gustaban ni la cocina alemana ni la italiana. En los últimos años, había sufrido un leve infarto de corazón y desde entonces tenía un pretexto justificado para rehusar emprender cualquier viaje.
Por lo general se encontraba bien. Pero cuando su mujer empezaba a hablar de su hijo y de Roma, se acostaba y pasaba días sin levantarse. En una ocasión, la madre de Salman le contó a éste, riendo por teléfono, que cuando quería librarse de su marido, le decía que había visto una oferta de último minuto para volar a Roma. Entonces, a él le subía la fiebre, y de verdad, y ella podía visitar tranquilamente a sus amigas damascenas sin el eterno gruñón.
Por eso el vínculo de Salman con Damasco se aflojó después del infarto de su padre. Se redujo a una llamada telefónica al mes, en la que siempre se trataban los mismos temas: qué estaba cocinando la madre, a quién había visitado, quién se había permitido armar un escándalo o se había casado, quién se había divorciado o se había muerto. En esas conversaciones, Salman a menudo lloraba de risa. Su madre era graciosa y poseía una reserva inagotable de chismes y anécdotas. Pero esas charlas no despertaban los años adormecidos en su memoria.
Y entonces, en enero de 2010, se proclamó la amnistía general para todos los delitos políticos. En marzo, Hassán Kadur, el embajador sirio en Roma, un hombre agradable que conocía bien a Salman desde hacía casi un año, volvió a investigar si en Damasco había algún cargo contra él. La respuesta fue negativa. Aunque el embajador era un diplomático sumamente inteligente y viajado, Salman no se atrevió a reunirse con él en la embajada siria, en la piazza d’Aracoeli. Prefirió invitarlo al agradable y cercano Gran Caffè Roma, donde servían unos platos exquisitos y podían hablar con toda tranquilidad sin temor a que alguien los escuchara.
Salman no quería correr ningún riesgo. Tenía pasaporte alemán, pero ¿de qué servía eso en una dictadura? Se acordaba de Elisabeth Käsemann, estudiante comprometida y trabajadora social, a quien en 1977, a la vista de todo el mundo, el servicio secreto argentino detuvo, torturó y asesinó. La gente se indignó, pero los políticos alemanes no hicieron nada por ella. Salman sabía de casos similares en Chile, Cuba, Brasil, Irak y Arabia Saudí. En el momento de la detención, uno está totalmente aislado, y tanto Oriente como Occidente dan coba a la dictadura que lo tiene cautivo y lo tortura. Salman tenía el miedo metido en el cuerpo, quería estar del todo seguro antes de marcharse.
A través de su madre, le pidió a Elías, su primo por parte de padre, que investigara en Damasco. Al cabo de una semana, su pariente le garantizó que en ninguno de los quince departamentos del servicio secreto ni en ningún puesto fronterizo se había registrado nada contra él. Elías tenía que saberlo, era un alto oficial del servicio secreto.
Una vez que Salman hubo obtenido esta última garantía, el recuerdo de los años en su ciudad y de la huida se volvieron tan vivos que parecía que hubieran ocurrido el día anterior.
Una vida a la fuga
De repente, los sucesos acontecidos cuarenta años atrás se reprodujeron en la mente de Salman como un documental bien conservado y revivió todas sus emociones con el corazón acelerado.
Sabía exactamente la alegría que se sentía en el momento en que se lograba huir. Había suspirado de alivio cuando el taxi colectivo pasó el punto de control de la frontera sirio-libanesa. El conductor le había asegurado al policía sirio que todo estaba en orden y le había tendido los pasaportes de los cuatro pasajeros. Delante iba sentada una mujer corpulenta, callada y malhumorada. Llevaba gafas de sol y durante las dos horas del viaje había estado mirando impasible al frente, sin intercambiar ninguna palabra con el taxista ni con los demás pasajeros. Atrás, a la derecha, junto a la ventana, iba Salman; a su lado, un anciano menudo que, cuando nadie le hablaba, se sumía en un profundo sueño. Al despertar, maldecía los achaques de la edad y enseguida volvía a dormirse. Detrás del conductor del taxi iba sentado un palestino de tez oscura y expresión sombría.
Salman apenas podía respirar de la tensión. El corazón le iba a mil. Si bien el pasaporte era una buena falsificación, a pesar de todo —aunque en aquel entonces no era posible ninguna verificación electrónica— tenía miedo de que la policía de la frontera dispusiera de métodos secretos para reconocer documentos falsos. Se preocupaba en vano. El policía era amigo del taxista y resolvió el asunto por su propia cuenta, sin entregar los papeles en el puesto de control del edificio. Aunque ocurría pocas veces, la arbitrariedad, unida a una escasa conciencia del deber, podía ser muy provechosa.
El policía era fornido y de piel oscura, Salman lo observó con el corazón acelerado. «Un beduino», pensó cuando distinguió los tres puntos azules en la barbilla, en la nariz y en los pómulos del hombre. Se trataba de un tatuaje primitivo que llevaban sobre todo los pertenecientes a ese pueblo. El hombre hojeó aburrido los pasaportes, echó un vistazo al interior del vehículo y pronunció los nombres a media voz. Luego le devolvió los documentos al taxista y preguntó:
—¿Qué tenemos hoy de postre?
—Mandur, el mejor chocolate —contestó él, sabiendo de lo que hablaba.
—De acuerdo, pero ay de ti como te olvides —le advirtió el policía, haciendo señas con la mano para que se acercase el siguiente coche que esperaba en la fila.
El taxista aceleró y, cuando ya se encontraba a una distancia segura, dijo:
—Desde que ha dejado de fumar está ansioso por el chocolate. Antes, un cartón de cigarril
